Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Engendros (1951)
[Otro título en español: “Mamarrachos”]

(“Scorfani”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (9 de septiembre de 1951);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Nunca sabemos muy bien quiénes somos, ni quiénes son los que están por encima de nosotros y los que están por debajo. Por mi parte, yo exageraba en el sentido de considerarme el peor de todos. Es cierto que no nací jarro de hierro; digamos que soy un jarro de barro. Pero yo me consideraba jarro de vidrio, más aún, de cristal, y esto era excesivo. Me acobardaba. A menudo me decía: paMarfolioista a las cualidades. Así, pues, fuerza física: cero, soy pequeño, contrahecho, raquítico, las piernas y los brazos como palillos, una araña; inteligencia: poco más de cero, desde el punto y hora en que, entre tantos oficios, no he logrado pasar de marmitón de hotel; belleza: menos de cero, tengo un rostro estrecho y amarillo, los ojos color de perro que huye, una nariz que parece hecha para una cara dos veces más ancha que la mía, grande y afilada, que semeja caer para luego, en la punta, remangarse como una lagartija que levante el hocico. Otras cualidades, como valor, prontitud, encanto personal, simpatía... Más vale no hablar de ello. Es natural que, con estas reflexiones, evitase hacer la corte a las mujeres. La única a la que se me había ocurrido abordar, una camarera del hotel, me había puesto en mi lugar con la palabra exacta: engendro. Por eso, poco a poco, me había convencido de que no valía nada y de que mejor sería estarme quietecito, en un rincón, para no molestar a nadie.
       Quien pase a primera hora de la tarde por la calle de detrás del hotel donde trabajo, verá una hilera de ventanas que se abren a nivel del suelo, de las que sale un fuerte olor a platos sucios. Aguzando la vista en la oscuridad, verá también pilas y pilas de platos que se amontonan hasta el techo, sobre las mesas y en el mármol del fregadero. Pues bien, ése era mi rincón, el rincón de la vida que yo había escogido para no llamar la atención. Pero lo que es la fatalidad... Podía esperar cualquier cosa excepto que precisamente en aquel rincón, quiero decir en aquella cocina, vendría a sorprenderme alguien, a cogerme como una flor oculta entre la hierba. Fue Ida, la nueva pincha que ocupó el puesto de Giuditta cuando se quedó encinta. Ida, entre las mujeres, era lo mismo que yo entre los hombres: un engendro. Como yo, era bajita, contrahecha, flacucha, insignificante. Pero agitada, inquieta, alegre, un verdadero diablo. Pronto nos hicimos amigos, por aquello de estar de pie ante los mismos platos, la misma agua grasienta; y luego, entre una cosa y otra, me indujo a invitarla un domingo a ir al cine. La invité por cortesía, y quedé muy sorprendido cuando, en la oscuridad del cine, ella me cogió la mano, metiendo sus cinco dedos entre los míos. Pensé que era un error, incluso intenté soltarme, pero ella me susurró que me estuviera quieto. ¿Qué mal había en tenerse la mano? Luego, a la salida, me explicó que hacía tiempo que se había fijado en mí, puede decirse que desde el día en que la habían contratado en el hotel. Que desde entonces no hacía más que pensar en mí. Que ahora esperaba que la quisiera yo también un poco, porque ella, sin mí, no podía vivir. Era la primera vez que una mujer, aunque fuera una mujer como Ida, me decía semejantes cosas, y yo perdí la cabeza. De manera que le contesté todo lo que quería, y más aún.
       Pero quedé sumido en un profundo asombro, y aunque ella continuaba repitiéndome que estaba loca por mí, no lograba convencerme. Así, las otras veces que salimos juntos, volvía a insistir a menudo, en parte por e] placer de oírselo decir y en parte también por incredulidad:
       —Pero, dime, ¿se puede saber que encuentras en mí? ¿Cómo puedes amarme?
       ¿Lo que creerán ustedes? Ida se colgaba de mi brazo con las dos manos, alzaba hacia mí un rostro extasiado, y me contestaba:
       —Te amo porque tienes todas las cualidades... Para mí, eres lo más perfecto del mundo.
       Yo repetía, incrédulo:
       —¿Todas las cualidades? ¡Mira!... ¡Y yo que no lo sabía!
       —Sí, todas... En primer lugar, eres guapo...
       Me daba la risa, lo confieso, y me decía:
       —¿Guapo yo?... Pero ¿me has mirado bien?
       —Claro que te he mirado... No hago otra cosa.
       —Pero ¿y mi nariz? ¿Has mirado mi nariz?
       —Precisamente tu nariz es lo que más me gusta —respondía ella, y después, tomándome la nariz entre dos dedos y sacudiéndola como una campanilla, agregaba—: Nariz, nariz... No sé qué haría yo por esta nariz.
       Añadía, luego:
       —Y, además, eres inteligente.
       —¿Inteligente yo? Pero si todos dicen que soy tonto.
       —Lo dicen por envidia —respondía ella, con lógica femenina—; pero eres inteligente, inteligentísimo... Cuando hablas te escucho con la boca abierta... Eres la persona más inteligente que me he echado a la cara.
       —Pero no dirás que soy fuerte... —continuaba, tras un instante—; eso sí que no puedes decirlo.
       —Sí, eres muy fuerte..., mucho, mucho.
       Esta era una mentira tan gorda que durante un momento me quedaba sin habla. Ella agregaba, entonces:
       —Y, además, ¿quieres que te lo diga? Tienes un no sé qué que me encanta.
       Le preguntaba entonces:
       —Pero ¿qué es ese no sé qué, si puede saberse?
       —¿Cómo te lo diría? —respondía ella—. Será la voz, la expresión, el modo en que te mueves... Lo cierto es que nadie lo tiene como tú.
       Naturalmente, durante mucho tiempo no me lo creí; y me hacía repetir toda esta conversación, sólo porque me divertía compararla con lo que yo había pensado siempre de mí mismo. Pero al oír esas cosas, día tras día, empecé a engreírme, lo confieso. A veces me decía: “¿Y si fuese verdad?”. No es que creyera realmente ser distinto, materialmente, de lo que hasta entonces había pensado. Pero la frase de Ida sobre aquel “no sé qué” me sumía en la duda. En esa frase, me daba cuenta, estaba la explicación del misterio. Por ese “no sé qué” —yo lo sabía— a las mujeres les gustaban los jorobados, los enanos, los viejos, incluso los monstruos. ¿Por qué no iba a gustarles yo, que no era precisamente jorobado, enano ni viejo?
       Uno de esos días, decidimos Ida y yo ir a ver un circo que había plantado su tienda enfrente de la Passeggiata Archeologica. Estábamos los dos muy alegres; cuando nos encontramos bajo la gran carpa del circo, en las localidades populares, nos sentamos muy apretados uno contra el otro, de bracete. A mi lado había una mujer rubia, alta, joven y guapetona, y junto a ella, una localidad más allá, un mocetón moreno, también alto y fuerte, con tipo de nadador o deportista. Pensé que eran lo que se llama una magnífica pareja; y luego no volví a pensar en ellos y sólo me ocupé del circo. La pista, cubierta de arena amarilla, estaba aún vacía, pero al fondo había una tribuna con una banda de músicos con uniforme rojo, toda de metales y flautas, y no cesaba de tocar marchas belicosas. Por fin entraron cuatro payasos, dos enanos y dos más grandes, con caras enharinadas y pantalones caídos, y dieron muchas volteretas e hicieron bufonadas, dándose bofetones y patadas, hasta el punto de que Ida empezaba a toser, de risa que le daba. Luego la banda tocó una marcha muy vivaz, y les llegó el turno a los caballos, seis en total, tres grises rodados y tres blancos, que empezaron a dar vueltas por la pista, muy dócilmente, mientras el domador, en el centro del círculo, vestido de rojo y oro, hacía chasquear su largo látigo. Una mujer con faldellín de tul y medias blancas entró a paso de danza, se agarró con ambas manos a la silla de uno de los caballos y empezó a subir y a bajar de la silla mientras los caballos daban vueltas, primero al trote y después al galope. Cuando salieron los caballos volvieron los payasos, con sus caídas y sus patadas, y luego vino una familia de trapecistas, padre, madre e hijo, los tres vestidos con mallas muy ajustadas, azules, los tres musculosos, sobre todo el hijo. Batieron palmas y después, ¡hop lá!, treparon por una cuerda de nudos muy arriba, hasta el techo del circo. Alli empezaron a pasarse los trapecios volantes, agarrándose unas veces con las manos y otras con los pies, y arrojándose al chico como si fuera una pelota. Yo le dije a Ida, lleno de admiración:
       —Mira, me gustaría ser trapecista... Me gustaría lanzarme al vacío y luego agarrar el trapecio con las piernas.
       Ida, como de costumbre, se apretó contra mí, contestándome en tono de adoración:
       —Es cuestión de ejercicio... Si te ejercitaras, lo lograrías.
       La mujer rubia nos miró y luego le dijo algo a su compañero, y los dos se echaron a reír. Después de los trapecistas llegó el turno de la atracción número uno: los leones. Entraron muchos jóvenes de casaca roja y enrollaron la alfombra que habían colocado para los trapecistas. Al llevársela, envolvieron dentro de ella, sin darse cuenta, a uno de los payasos; y de nuevo Ida al ver asomar aquella cara enharinada por el rollo de la alfombra, estuvo a punto de romper la butaca a fuerza de risotadas. Agilmente, los jóvenes montaron en el medio de la pista una gran jaula niquelada, y luego, tras un redoble de tambores, apareció por una portezuela la cabezota rubia del primer león. Entraron cinco en total, además de una leona que parecía muy mala y empezó en seguida a rugir. Por último llegó el domador, un hombrecito muy fino y ceremonioso, con chaqueta verde de alamares de oro, el cual comenzó a hacer reverencias al público, agitando en una mano una fusta y en la otra un palo con un gancho en la punta, parecido a los que se usan para bajar las persianas metálicas de las tiendas. Los leones daban vueltas a su alrededor, rugiendo; el seguía con sus reverencias, tranquilo y sonriente; por último se volvió hacia los leones y, a puntazos en el trasero, los obligó a subir, uno tras otro, a unos taburetes muy pequeños dispuestos en fila al fondo de la jaula. Los leones, acurrucados, pobres animalitos, en aquellas sillitas de gato, rugían mostrando los dientes; algunos, cuando el domador se les ponía a tiro, le dirigían zarpazos, que él evitaba con una pirueta.
       —¡Mi madre, se lo van a comer! —me susurró Ida, apretándome el brazo.
       Hubo un redoblar de tambores; el domador se acercó a un león más viejo que los otros, que parecía muerto de sueño y no rugía, le abrió la boca y metió dentro de ella la cabeza, tres veces seguidas. Yo dije entonces a Ida, mientras atronaban los aplausos:
       —No lo creerás... Pero yo me atrevería a entrar en la jaula y a meter la cabeza en la boca del león.
       Y ella, llena de admiración, apretándose contra mí:
       —Ya sé que serías capaz.
       Al oír estas palabras, la mujer rubia y el joven deportista se echaron a reír, mirándonos con intención. Esta vez no podíamos ignorar que se reían de nosotros, e Ida, molesta, murmuró:
       —Se ríen de nosotros... ¿Por qué no les dices que son unos mal educados?
       Pero en ese momento sonó una campana y todos se pusieron en pie, mientras los leones se marchaban, con la cabeza gacha, por la portezuela de costumbre. Había acabado la primera parte del espectáculo.
       Salimos del circo y aquellos otros dos iban delante de nosotros. Ida, encarnizada, no cesaba de susurrarme:
       —Debes decirles que son unos mal educados... Si no lo haces, eres un cobarde.
       Y yo, herido en mi amor propio, decidí afrontarlos Fuera del circo, a espaldas de la carpa, había un barracón donde, pagando, se podía visitar el zoo del circo: una fila de jaulas a un lado, con los animales feroces, y al otro lado, sobre paja, en libertad, los animales domésticos, por así llamarlos, cebras, elefantes, caballos, perros. Este barracón estaba casi a oscuras, y cuando entramos descubrimos en la penumbra a aquellos dos que estaban observando la jaula del oso. La rubia se inclinaba para mirar al oso, que estaba hecho un ovillo, durmiendo en santa paz, con su lomo peludo contra los barrotes, y el hombre la sujetaba del brazo. Fui en derechura hacia el hombre y, con voz firme, le dije:
       —Dígame... ¿Se estaban riendo de nosotros?
       Él casi no se volvió y me respondió sin vacilar:
       —No, nos reíamos de una rana que quería ser buey.
       —¿Y yo sería la rana?
       —La primera gallina que canta es la que ha puesto el huevo.
       Ida me empujaba con la mano que me tenía agarrado el brazo, y yo contesté, levantando la voz:
       —¿Sabe lo que le digo? Que es usted un ignorante y un patán.
       Él, brutalmente, replicó:
       —¿Cómo, cómo? Ahora los gatos gastan zapatos...
       La mujer se echó a reir y entonces Ida, furiosa, intervino diciéndole:
       —No hay mucho de qué reirse... Y, además, en vez de reirse, no se restriegue tanto contra mi marido... ¿Es que se cree que no la he visto? No ha hecho otra cosa que rozarle con el brazo durante todo el tiempo.
       Me quedé asombrado, porque la verdad es que no lo había advertido; a lo sumo, al estar a mi lado, me habría rozado alguna vez con el codo.
       Y en efecto, la mujer respondió, indignada:
       —¡Hijita, eres tonta...!
       —No, no soy tonta..., te he visto restregarte.
       —Pero ¿cómo quieres que me interese un engendro como tu marido? —ahora hablaba con desprecio—. Si tuviera que restregarme, me restregaría con un hombre de verdad... Este sí que es un hombre de verdad —y al hablar así, cogió el brazo de su amigo, como se coge en la salchichería un jamón para mostrarlo al cliente—. A este brazo sí que me restregaría... Mira qué músculos... ¡Mira qué fuerte es!
       El hombre, a su vez, se me acercó y me dijo, amenazador:
       —Bueno, ya basta... Largaos... Será mejor para vosotros.
       —¿Quién lo ha dicho? —grité, exasperado, poniéndome de puntillas para colocarme a su altura.
       La escena que siguió la recordaré mientras viva. No respondió a mi frase, pero, de repente, me agarró por los sobacos y me levantó en el aire como si fuera una pajita. Enfrente de las jaulas, como ya he dicho, estaban los animales domésticos, sobre un lecho de paja. Precisamente detrás de nosotros se encontraba una familia de elefantes: padre, madre e hijo, este último más pequeño pero, de todas formas, tan grande como un caballo. Estaban en la sombra, pobrecitos, con las orejas y las trompas colgantes, las grupas oscuras apretadas entre sí. Aquel chulo, pues, me levanta y de repente me coloca en la grupa del elefante más pequeño. El animal creyó quizás que había llegado el momento de presentarse en el circo, y empezó un trotecillo, conmigo en la grupa, por el pasillo que había ante las jaulas. Toda la gente escapa, Ida corre detrás de mí gritando, y yo, a horcajadas en el elefantito, tras haber intentado en vano agarrarme a las orejas, al llegar al fondo del pasillo resbalo y me caigo al suelo, golpeándome en la parte de atrás de la cabeza. No sé lo que ocurrió después, porque me desvanecí, y cuando volví en mí me encontré en la enfermería, con Ida sentada a mi lado, apretándome la mano. Posteriormente, cuando me encontré mejor, volvimos a casa sin ver la segunda parte del espectáculo.
       Al día siguiente le dije a Ida:
       —Ha sido culpa tuya... Me llenaste la cabeza de humo, haciéndome creer quién sabe qué... En cambio, aquella mujer dijo la verdad: no soy más que un engendro.
       Pero Ida, tomándome del brazo y mirándome, dijo:
       —¡Has estado magnífico!... Él tuvo miedo y por eso te colocó sobre el elefante... Y, además, cabalgando al elefante, estabas muy guapo... ¡Lástima que te hayas caído!
       De manera que no había nada qué hacer. Para ella yo era una cosa, y para los demás era otra. ¿Se puede saber qué verán las mujeres cuando aman?




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar