Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

La mancha de vino (1950)
(“La voglia di vino”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (15 de junio de 1950);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Tenía que terminar así, con mi cuñado Raimondo; lo siento por mi hermana, pero la culpa no fue mía. El primer día de calor, por la mañana, tras haber hecho un paquete con el traje de baño y la toalla y haberlo atado al sillín de la bicicleta, me dirigía con la bicicleta al hombro hacia la escalera con la idea de escurrirme sin que me vieran e ir a Ostia. Pero, lo que se dice la mala suerte, ¿con quién me encuentro en la entrada? Con Raimondo, precisamente con él, entre todos los que duermen en nuestra casa. Descubrió en seguida el bulto y me preguntó:
       —¿A dónde vas?
       —A Ostia.
       —¿Y el trabajo?
       —¿Qué trabajo?
       —No te hagas el tonto... A Ostia ya irás el lunes... Ahora nos vamos a la peluquería.
       En resumen, Raimondo es un mocetón alto y grueso, y yo, en cambio, soy bajito y delgado. Me quitó la bicicleta a la fuerza, la encerró en un trastero y luego, agarrándome del brazo, me empujó escaleras abajo, diciéndome:
       —Vamos, que es tarde.
       —Nunca lo bastante —respondí—, para lo que tenemos que hacer...
       Esta vez no dijo nada, pero, por su cara, comprendí que había puesto el dedo en la llaga. Con el dinero de mi hermana, pobrecita, había abierto una barbería, pero los negocios no marchaban bien; más aún, a decir verdad, iban muy mal. En la barbería estabamos los dos, él y yo; pero, para los clientes que caían por allí, tanto daba que nos fuéramos de paseo los dos, dejando la barbería al cuidado de Paolino, el chico, para impedir, ya que no otra cosa, que encima nos robasen las navajas y las brochas.
       Nos encaminamos en silencio, bajo el sol que ya quemaba. La barbería está a poca distancia de casa, en el corazón de la vieja Roma, en la calle del Seminario: y éste había sido el primer error, porque era una calle por la que nunca pasa nadie, en un barrio de oficinas y de gente humilde. Cuando llegamos, Raimondo levantó la persiana metálica, se quitó la chaqueta, se puso la bata y yo hice lo mismo. Llegó también Paolino, y Raimondo en seguida le metió la escoba en la mano, recomendándole que barriera bien porque, según dijo, la limpieza es la primera condición para un salón de peluquería. Sí, ya puedes barrer; desde luego, por muchos escobazos que des no vas a convertir en oro lo que no es más que lata. Porque, además de la desafortunada calle, la barbería tenía el inconveniente de ser una miseria: pequeña, con el zócalo de las paredes pintado de falso mármol, sillones y ménsulas de mala madera barnizada de azul turquí, las porcelanas, compradas de segunda mano, oscuras y desconchadas, las toallas cosidas y bordadas por mi hermana, que se veía de lejos que eran cosas caseras. Bueno, Paolino barrió el pavimento, que también era muy ordinario, de baldosines grises, y entre tanto Raimondo, tumbado en un sillón, fumaba su primer cigarrillo.
       Acabado el barrido, Raimondo, con un gesto de rey, le dio a Paolino veinticinco liras para que fuera a buscar el periódico, y cuando el chico volvió se enfrascó en la lectura de las noticias deportivas. Así comenzó la mañana: Raimondo, arrellanado, leía y fumaba; Paolino, acurrucado en el umbral, se divertía tirando de la cola al gato, y yo, sentado fuera de la barbería, me atontaba mirando la calle. Como ya he dicho, era una calle poco frecuentada: en una hora habré visto pasar, más o menos, a unas diez personas, casi todas mujeres que volvían del mercado con el bulto de la compra. Por último, el sol, dando vuelta por detrás de los tejados, entró en la calle; entonces yo también me retiré a la barbería y me senté en un sillón.
       Pasó otra media hora, siempre sin clientes. De pronto, Raimondo tiró el periódico, se estiró, bostezó y me dijo:
       —Ea, Serafino... En vista de que no llegan los clientes, ejercítate un poco, por lo menos... Aféitame.
       No era la primera vez que me pedía que lo afeitara, pero ese día, con el pensamiento de que me había impedido ir a Ostia, la cosa me fastidió más que de costumbre. Sin decir nada, agarré una toalla y se la sacudí con fuerza bajo la barbilla, de muy mala gana. Cualquier otro lo hubiera entendido, pero él no. Vanidoso, se inclinaba ya para mirarse en el espejo, examinándose la barba, tocándose las mejillas con los dedos.
       Paolino, diligente, me tendió el recipiente, yo preparé la espuma de jabón y luego, agitando la brocha como si estuviera revolviendo un ponche, enjaboné a Raimondo hasta los ojos. Movía la brocha con rabia y así, muy pronto, le hice en las mejillas dos enormes globos de espuma. Después empuñé la navaja y empecé a rasurarlo con grandes golpes decididos, de abajo hacia arriba, como si hubiera querido degollarlo. Esta vez se asustó y me dijo:
       —Despacio..., ¿qué te pasa?
       No le contesté, y echándole hacia atrás la cabeza, con una sola pasada de navaja, le quité la espuma desde la nuez hasta el hoyuelo del mentón. No dijo nada, pero comprendí que temblaba. Le hice también el contrapelo, con el mismo sistema, y luego él se inclinó sobre el lavabo y se lavó las mejillas. Se las sequé dándole unos golpes muy fuertes, que en mi intención querían ser otros tantos bofetones, y, a petición suya, lo espolvoreé bien con polvos de talco. Creía que ya había acabado; pero él, arrellanándose otra vez, dijo:
       —Y ahora, el pelo.
       —¡Pero si te lo corté anteayer! —protesté.
       Y él, muy tranquilo:
       —Me lo has cortado, es cierto... Pero ahora me lo tienes que esfumar..., el pelo crece.
       También esta vez me tragué la bilis y tras haber dado una sacudida a la toalla se la até de nuevo bajo el mentón. Raimondo, hay que reconocerlo, tiene un pelo magnífico, tupido, negro, lustroso, que le crece desde el medio de la frente y que él, además, se peina en largos mechones hasta la nuca; pero ese día me resultaba antipático ese pelo tan hermoso, me parecía que en él se encarnaba todo su carácter vanidoso y ocioso, de chulo. Él me recomendó:
       —Ten cuidado... Esfúmalo, pero no me lo cortes.
       Y yo contesté entre dientes:
       —No tengas miedo.
       Mientras recortaba aquellas puntitas que ni siquiera se veían, pensaba en Ostia y me entraban unas enormes ganas de dar un gran tijeretazo en el interior de aquella masa lustrosa; no lo hice por cariño hacia mi hermana. El, ahora, había vuelto a coger el periódico y disfrutaba con el ruidito de mis tijeras, igual que si fuera el canto de un canario.
       Dijo, en cierto punto, echando una ojeada al espejo:
       —¿Sabes que tienes madera para convertirte en un estupendo peluquero?
       Me hubiera gustado responderle: —“Y tú para convertirte en un magnífico hampón”. En suma, le arreglé el pelo; luego, cogiendo el espejo, se lo puse detrás de la nuca para enseñarle el trabajo y le pregunté, insinuante:
       —¿Quiere el señor que le lave la cabeza?... O prefiere una buena fricción.
       Bromeaba, pero él, con toda cara dura, me respondió:
       —Fricción.
       Esta vez no pude dejar de exclamar:
       —Pero, Raimondo, no tenemos más que seis frasquitos y quieres desperdiciar uno para darte una fricción.
       Él se encogió de hombros:
       —No te preocupes... ¿No es tu dinero, no?
       Habría querido contestarle:
       —Es más mío que tuyo —pero no dije nada, siempre por cariño hacia mi hermana, que se derretía por aquel hombre, y obedecí.
       Raimondo, con desfachatez, quiso elegir el perfume, de violeta, y luego me recomendó que le restregara muy bien el pelo y que le diera masaje en toda la cabeza, de abajo a arriba, con las yemas de los dedos.
       Mientras le daba el masaje miraba hacia la puerta para ver si entraba un cliente e interrumpíamos aquella bufonada; pero, como de costumbre, no vino nadie. Después de la fricción quiso también brillantina sólida, la mejor, la del pomo francés. Por último, me quitó el peine de la mano y se peinó él mismo con un cuidado increible.
       —Ahora sí que me encuentro bien —dijo, levantándose del sillón.
       Miré al reloj. Era casi la una. Le dije:
       —Raimondo... Te he afeitado y arreglado el pelo, te he dado una fricción... Déjame ir a la playa..., todavía llego a tiempo.
       Pero él, quitándose la bata, respondió:
       —Yo ahora me voy a casa a comer... Si te vas tú también, ¿quién se queda en la peluquería?... Hazme caso, ya irás a Ostia el lunes.
       Se puso la chaqueta, me hizo una señal de despedida y se fue, seguido por Paolino, que tenía que traerme la comida de casa.
       Cuando me quedé solo me habría gustado empezar a patadas con los sillones, destrozar los espejos, tirar brochas y navajas a la calle. Pero siempre pensando que, después de todo, eran cosas de mi hermana y por lo tanto también mías, dominé mi ira y me arrellané en un sillón, esperando. Ahora no pasaba absolutamente nadie por la calle; el empedrado, brillando al sol, enceguecía; en la peluquería sólo me veía a mí mismo, reflejado todo alrededor en los espejos, con la cara ensombrecida, y la cabeza me daba vueltas, en parte a causa del hambre y en parte por los espejos. Cuando Dios quiso llegó Paolino, con un plato anudado en una servilleta; le dije que se fuera a su casa y me retiré a la trastienda, un cuchitril oculto tras una cortinilla transparente, para comer en paz. A esa hora, en casa, Raimondo hacía remilgos ante las buenas cosas que mi hermana le preparaba; pero yo, al desatar la servilleta, no encontré más que un plato de pasta asciutta medio fría, un panecillo y una botellita de vino. Comí despacio, aunque no fuera más que para matar el tiempo, y entre tanto, mientras comía, pensaba que Raimondo había encontrado un buen apaño y que era un crimen que mi hermana hubiera caído con él. Apenas acababa de comer cuando me sobresaltó una voz:
       —¿Molesto?
       Salí a toda prisa de la trastienda. Era Santina, la hija del portero de la casa de enfrente. Una morenita pequeña pero bien hecha, con una carita un poco ancha en la base y dos ojos negros llenos de malicia. Aparecía a menudo por la barbería con una excusa u otra y yo, en mi ingenuidad, me hacía la ilusión de que venía por mí. En ese momento su visita me causó un gran placer; le dije que se acomodara y ella se sentó en un sillón: era tan baja que los pies no le llegaban al suelo. Comenzamos a hablar, y yo, por decir algo, comenté que era un buen día para ir a la playa. Ella suspiró y contestó que iría con mucho gusto, pero que, por desgracia, aquella tarde tenía que tender la ropa en la terraza. Le propuse:
       —¿Quiere que vaya con usted, para ayudarle?
       —¿A la terraza conmigo?... Ni que estuviera loca... Mi madre me mataría luego.
       Miraba a su alrededor buscando un tema y, por fin, dijo:
       —No tienen muchos clientes, ¿verdad?
       —¿Muchos? Ninguno.
       —Tendrían que abrir una peluquería de señoras... —dijo—. Yo y mis amigas vendríamos a hacernos la permanente.
       Para congraciarme con ella, le propuse:
       —La permanente no se la puedo hacer... Pero, si quiere, puedo echarle un poco de perfume.
       —¿Sí? —dijo de inmediato, coqueta—. ¿Y qué perfume tiene?
       —Un perfume muy bueno.
       Cogí el frasco con el pulverizador y empecé a rociarla por todas partes, como jugando, mientras ella gritaba que le picaba en los ojos y trataba de cubrirse. En ese momento llegó Raimondo.
       —Estupendo! Os divertís mucho —dijo con severidad, sin mirarnos.
       Santina se había puesto de pie, excusándose; yo deposité el frasco en la ménsula. Raimondo dijo:
       —Sabes de sobra que no quiero mujeres en la barbería... Y el pulverizador es para los clientes.
       Santina protestó haciendo muecas:
       —Señor Raimondo, no creía que fuera usted tan malo —y se marchó, sin prisas.
       Vi que Raimondo le echaba una prolongada ojeada y me enfadé porque comprendí que Santina le había gustado y, de repente, por el modo como había protestado ella, se me había ocurrido la idea de que también a ella le gustaba. Dije, de mal humor:
       —La violeta para tu fricción, sí... Pero una rociada a esa chica que, por lo menos, me ha hecho compañía, no... Dos pesas y dos medidas.
       Raimondo no dijo nada y fue a quitarse la chaqueta en la trastienda. Así comenzó la tarde.
       Pasamos un par de horas en el calor y en el silencio. Raimondo durmió primero, cosa de una hora, con la cara echada hacia atrás, morado, con la boca abierta, roncando como un cerdo; luego se despertó y, durante casi media hora, con unas tijeras, se divirtió cortándose los pelos de la nariz y de las orejas; por último, no sabiendo ya qué hacer, se ofreció a afeitarme. Ahora bien, sólo una cosa me desagradaba más que afeitarlo a él, y era que me afeitase a mí. Mientras yo, que era aprendiz, lo afeitaba, me parecía que todo estaba en orden; pero que él, el patrón, me rasurara a mí, quería decir que éramos un par de desgraciados sin un perro que utilizara nuestros servicios. Pero, como también yo me aburría sin hacer nada, acepté. Me había quitado ya la espuma de una mejilla y se disponía a rasurarme la otra cuando, desde la calle, llegó de nuevo la voz de Santina:
       —¿Molesto?
       Nos volvimos, yo con la cara enjabonada a medias, Raimondo con la navaja en el aire; Santina, sonriente, provocadora, con un pie en el umbral y el cesto lleno de ropa torcida apoyado en la cadera, nos miraba. Dijo:
       —Perdonen, como sabía que a esta hora no tienen clientes, había pensado: quién sabe si el señor Raimondo, que es tan fuerte, me ayuda a subir a la terraza este cesto de ropa... Perdonen.
       Tenían que haber visto ustedes a Raimondo. Deja la navaja, me dice:
       —Serafino, acaba de afeitarte tú mismo —se quita la bata y, rápido como un rayo, se marcha con Santina.
       Antes de que yo hubiera podido recuperarme ya habían desaparecido en el zaguán del edificio frontero, riendo y bromeando.
       Entonces, sin prisa, porque sabía que tenía tiempo, acabé de afeitarme, me lavé, me sequé y luego le ordené a Paolino:
       —Vete a casa y dile a mi hermana Giuseppina que venga inmediatamente... ¡Vete, corre!
       Al rato llegó Giuseppina, jadeante, asustada. Al verla tan contrahecha y fea, pobrecita, con su mancha de vino en la mejilla, en la que estaba toda la historia de la barbería puesta con su dinero, casi sentí compasión y pensé no decirle nada. Pero ya era demasiado tarde, y además quería vengarme de Raimondo. Le dije:
       —No te asustes, no es nada... Solo que Raimondo ha subido a la terraza para ayudar a la hija del portero de ahí enfrente a tender la ropa.
       —¡Pobre de mí! —dijo ella—. ¡Me va a oír!— y se encaminó directamente al portal, a través de la calle.
       Me quité la bata, me puse la chaqueta y bajé la persiana metálica. Pero antes de irme colgué un cartel impreso que habíamos encontrado entre los lavabos al comprarlos en otra peluquería. Decía: “Cerrado por luto familiar”.




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