Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
Regreso al mar (1945)
(“Ritorno al mare”)
L’Amore coniugale e altri racconti
(Milán: Bompiani, 1949, 324 págs.);
Racconti (1927-1951)
(Milán: Bompiani, 1952, 697 págs.)
La campiña era baja, con grandes prados sobre los que las margaritas difundían ampliamente su suave blancura. En el horizonte, el pinar interceptaba los prados con una larga e ininterrumpida muralla de verdor hinchado e inmóvil. El coche avanzaba despacio y como a regañadientes, dando tumbos sobre los hoyos de la carretera desempedrada; a través del cristal del parabrisas, Lorenzo podía ver la masa del pinar que venía hacia él, como si se moviese, melancólica, misteriosa y hostil. Lorenzo había ideado esta excursión como un medio para suavizar las relaciones con su mujer. Pero ahora, ante el mutismo de ella, se sentía acometido por la timidez. Pese a ello, cuando llegaron a no mucha distancia de los pinos, dijo:
—Mira, el pinar.
La mujer no contestó nada. El alzó la mano y acomodó el retrovisor sobre el parabrisas. En el momento de salir lo había vuelto hacia ella y durante todo el trayecto no había hecho más que mirarla. Ella estaba quieta y erguida, con la mano enguantada en la portezuela, la chaqueta doblada sobre las rodillas, con una blusa de lino blanco abierta sobre el pecho. El cuello fino que salía de la blusa era tan gracioso como un tallo; en la cara tostada y en la boca roja las pecas y la pelusilla del labio ponían un velo de umbrosa sensualidad. Pero los ojos pequeños y negros miraban hacia adelante con obstinación; y el mechón de cabellos que continuaba la frente le daba a todo el rostro un aire agresivo y duro. Tenía algo de mona, pensó Lorenzo; no tanto en los rasgos como en la expresión triste, decrépita e inocente, precisamente como la de ciertos pequeños macacos. E igual que una mona simulaba una actitud de dignidad ofendida de la que él sabía que era enteramente incapaz.
El pinar ya estaba cercano y aparecía menos espeso que desde lejos, con los troncos rojos que se inclinaban a todos los lados, como si fueran a caerse unos sobre otros. El coche dejó la carretera, se adentró por un trazado de tierra yerma y suave sobre el cual las ruedas rebotaban blandamente. El pinar estaba desierto; a distancia se entreveía, en la sombra, algún chalet deshabitado, con todas las persianas cerradas. Luego el pinar se aclaró, apareció al fondo un aire blanco y movido: el mar.
Lorenzo habría querido anunciar el mar de la misma manera que antes había anunciado el pinar. Pero esta vez el silencio de su mujer le pareció todavía más seguro, ya que la aparición del mar despertaba en él una alegría tan sincera que ella no habría resistido a la tentación de mortificarlo. Calló y llevó el coche hasta la explanada. El coche se detuvo y durante un momento estuvieron inmóviles, en la sombra de la capota bajada. Aún no veían el mar, pero lo oían, ahora que el motor estaba apagado, con su ruido difuso y variado donde parecía ya reconocerse la diversidad de voces de cada ola.
—¿Quieres que bajemos? —propuso él, por último.
Su mujer abrió la portezuela y sacó las piernas, estorbadas por la estrechez de su falda. Lorenzo bajó a su vez y cerró la portezuela. De inmediato arremetió contra ellos el viento marino, fuerte y tibio, que soplaba impetuosamente, levantando nubes de arena en la explanada.
—¿Quieres que vayamos hasta el mar?
—Bueno, vamos.
Atravesaron la explanada. Los bombardeos habían derribado gran parte de la balaustrada; en dos o tres puntos del enlosado de cemento se abrían anchos desgarrones. Algunas columnillas estaban aún de pie, y a las otras, en el suelo, las recubría la arena que el viento empujaba en largas lenguas hasta el centro de la explanada. Cuando se asomaron a la playa, descubrieron que estaba recorrida en todos los sentidos por alambradas. El viento soplaba bajo las alambradas, puliendo la arena; en lontananza, los alambres de púas desaparecían, envueltos en una blanca y furiosa polvareda.
Encontraron un paso entre las alambradas, delimitado por dos palos, que llevaba al mar. Lorenzo dejó que la mujer lo precediese y la siguió a cierta distancia. Lo hacía para mirarla a sus anchas, como antes en el retrovisor del coche. Se daba cuenta, mientras se entretenía con estas maniobras, de que quizás el aspecto más desgraciado de toda su desgracia era este repentino y tardío enamoramiento de su mujer. Nunca la había querido, se había casado apresuradamente para ponerse en regla para su carrera política. Y ahora que la fortuna ruidosa y vacía que durante tantos años lo aturdió lo había abandonado, se había enamorado de ella, que no quería saber nada. O, mejor dicho, se había encendido en su sangre una especie de acre libídine, tímida y desmañada como un amor juvenil. Al seguirla, la observó con una avidez triste y socarrona que lo asombró. Era alta, delgada, elegante, parecida en todo a un chico; y las piernas fuertes e incluso pesadas con respecto a la esbeltez del busto le recordaban, moviéndose torpemente por la arena desigual, a las de los potrillos incapaces aún de andar. Lorenzo miraba sobre todo estas piernas, en las cuales, tras la transparencia de las medias, se veían muchísimos pelos negros y largos, como muertos y sin vida, pegados a la piel. Ella no se depilaba, como hacen tantas mujeres; y al hacer el gesto de llevarse la mano a la cabeza para retener el pelo, revuelto por el viento, le pareció adivinar bajo el lino de la blusa la negrura de las axilas y, de pronto, se sintió turbado.
Llegaron al mar. A poca distancia de la orilla el viento conseguía empujar y montar una sobre otra las largas y sonoras olas primaverales; pero allá a lo lejos el mar estaba casi tranquilo, con franjas alternadas de un verde turbio y de un violento oscuro. Durante un rato, de pie junto a su mujer, Lorenzo miró las olas. Elegía con los ojos una, lo más lejos que podía, justamente al nacer, y después la seguía mientras se alzaba, se derrumbaba sobre los lomos de la que la precedía, la alcanzaba, la sobrepasaba. Cuando la ola, retrasada y desviada por la resaca, venía a morir a sus pies, su mirada saltaba de nuevo al mar en busca de otra. Deseaba, no sabía por qué motivo, que por lo menos una de esas olas, entre las innumerables que se estrellaban en el litoral, consiguiera evitar las asechanzas de las olas rivales, el freno de la resaca, y que se abalanzase con todas sus fuerzas sobre la orilla, dejándolos atrás y subiendo por la playa, hasta chocar sus últimas espumas contra las alambradas y la explanada. Pero era un vano deseo; y de pronto comprendió por qué lo deseaba tanto: de niño, en los días de temporal, le gustaba observar la diversa impetuosidad de las olas y a veces, al ver una más fuerte y más grande que se propagaba con velocidad playa arriba, hasta las casetas, pensaba con ambición: “Yo seré como esa ola”. Sacudió con fuerza la cabeza para alejar este recuerdo, y volviéndose a su mujer le preguntó:
—¿Te gusta?
—¿El mar?... —dijo ella con indiferencia—. No es la primera vez que veo el mar.
Lorenzo habría querido explicarle el sentimiento que experimentaba; quizás contarle aquella ilusión infantil; pero no sabía qué desesperada timidez le impidió hablar. Lo asaltó un intenso impulso de liberarse de esta ansiedad, de parecer desenvuelto. Se inclinó, recogió una piedra con intención de lanzarla lo más lejos posible. Contaba con la violencia del acto para arrojar, junto con la piedra, también la angustia que lo oprimía. Pero la piedra era engañosa. Gruesa como un puño, era ligera, una piedra pómez toda agujereada. Y cayó no muy lejos de la orilla y después, flotando sobre la cresta de una ola, vino a vararse a sus pies. Experimentó una sensación acerba, como una muda respuesta de la realidad a sus aspiraciones. Su pena, igual que aquella piedra pómez, no podía ser arrojada muy lejos; siempre retrocedería junto con los detritus y la negra morralla que el mar agitado vomitaba sobre la ribera.
Se acercó a su mujer y la cogió del brazo. Quería caminar con ella a lo largo del mar, cara al viento saludable que les venía al encuentro, en esa soledad clamorosa de las olas que se lanzaban sobre el litoral. Pero ella lo rechazó con un terco estupor:
—¿Qué te pasa ahora?
—¿No quieres que paseemos?
—Hay demasiado viento.
—A mí me gusta el viento —dijo él.
Y empezó a dar unos pasos, solo, a lo largo de la orilla. Le parecía obrar como un loco, al margen de todo cálculo razonable, desesperadamente. Y esta sensación de locura crecía con el estruendo de las olas y con los cabellos que el viento hacía volar ante sus ojos. “He perdido completamente la cabeza”, pensó con frialdad. Mientras tanto se dirigía hacia un montículo de arena que, no muy lejos de allí, se había formado en torno a unos confusos y herrumbrosos restos.
—Pero ¿qué haces? —oyó la voz enojada de su mujer—. ¿Adónde vas?... Además, hay minas...
—¿Y a mí qué me importan las minas? —contestó, encogiéndose de hombros.
Le habría gustado añadir: “¡Ojalá saltara por los aires!”, pero se calló, por pudor. Se volvió para ver qué hacía su mujer. Se había quedado de pie ante el mar, con aire irritado e indeciso. Después dijo:
—No te hagas el héroe... También a ti te interesa vivir —con un desprecio que lo hirió y le pareció injusto.
Retrocedió con un salto y la cogió del brazo.
—Debes creerme si te digo que en este momento no sólo no me importa morir, sino que incluso me gustaría.
Apretaba con fuerza aquel brazo redondo y sólido y advertía con dolor que ante aquel contacto su desesperación se cambiaba fácilmente en deseo y, a pesar suyo, se hacía insincera. Ella lo miró y le dijo con entonación incrédula e insultante:
—Déjame en paz... Son tus historias de siempre... Y, además —añadió tras un momento—, puedes hacer lo que quieras... Pero yo no te seguiré... Yo no quiero morir...
Lorenzo la dejó y se dirigió con decisión hacia los restos. Sus pies se hundían, sus zapatos se llenaban de arena. Los restos no distaban más de unos cincuenta metros. Cuando llegó allí descubrió que se trataba de un viejo bidón de gasolina. El mar lo había corroído y herrumbrado, el viento lo había llenado de arena en sus tres cuartas partes. Después de los restos, la playa continuaba hasta perderse de vista, barrida por un viento rasante, recorrida por finas alambradas negras que parecían heridas cicatrizadas sobre la suave blancura de la arena. Se detuvo un momento, indeciso, deslumbrado por el reflejo del cielo nuboso, y después volvió sobre sus pasos.
Su mujer ya no estaba. Lorenzo se dirigió hacia la explanada por el estrecho paso entre las alambradas. Su mujer estaba erguida junto al coche, una mano en la portezuela y la otra en la frente, reteniendo sus cabellos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó.
—Vamos a comer —contestó él, con tono animado.
Pero en realidad se sentía incapaz de hablar, igual que de parecer alegre.
—¿Dónde?
—Podemos ir al pinar.
Sin esperar respuesta, cogió del asiento trasero del coche la bolsa de las provisiones y se encaminó a los pinos. La mujer lo siguió.
Atravesaron la explanada, dirigiéndose hacia las ruinas de lo que había sido antes el restaurante del lugar. En la luz blanca y llena de polvo, las ruinas, semiente-nadas, sobresalían del terreno revuelto con restos muy tiesos, pálidos por fuera y coloreados por dentro, semejantes a dientes cariados. La escalera de cemento que llevaba a la gran sala donde se comía frente al mar, subía con unos peldaños y luego cesaba bruscamente sobre un profundo caos de trozos de cielo raso, de hierros retorcidos y herrumbrosos, de bloques de argamasa y de ladrillos. Las otras habitaciones, entre las paredes agrietadas, eran reconocibles por escombros parecidos, aglomerados en una única masa informe y polvorienta. Dieron la vuelta a las ruinas y Lorenzo dijo:
—¿Te acuerdas de cuando vinimos por última vez?
—No.
—Hace dos años... Ya las cosas iban muy mal, pero yo no quería advertirlo... Llevabas una tira de tela alrededor del pecho y otra alrededor de las caderas, que pasaba entre tus piernas... Estabas morena, muy morena... Tenías un pequeño turbante en torno a la cabeza... Ahora —continuó con una voz repentinamente estrangulada —me doy cuenta de que eres muy guapa... Pero entonces era como si no te viese... Sólo pensaba en la política... y dejaba que te cortejaran todos aquellos imbéciles que arrastrábamos detrás...
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada...
Detrás del restaurante había un prado en el cual la hierba, dura y sucia, aparecía mezclada con arena. Tupidos arbustos, árboles retorcidos con sus ramas tendidas como brazos crecían al borde de este prado. En el centro del prado el bombardeo había arrojado un trozo del piano del café: el teclado, con unas pocas teclas blancas y un gran pedazo de madera astillada, similar en todo a una mandíbula de animal con pocos dientes y una parte putrefacta. Toda la hierba a su alrededor estaba llena de los martillitos de fieltro del piano. Otra parte del instrumento, el arpa, había sido lanzada hasta la horquilla de un árbol. De él pendían, breves y largas, las cuerdas metálicas, rizadas como las ramas colgantes de una insólita planta trepadora.
Lorenzo buscaba un sitio apartado con una premeditación ciega y abstraída, como si no se tratase de amor sino de un crimen. Su mujer lo seguía a distancia con una actitud que él advertía cada vez más descontenta y reacia. El pinar estaba lleno de pequeños claros herbosos, delimitados irregularmente por los arbustos del monte bajo. Por fin le pareció encontrar lo que buscaba:
—Sentémonos aquí —dijo, dejándose caer al suelo.
Ella se quedó un momento de pie, mirando a su alrededor. Después, despacito, con desdeñosa reserva, se dejó caer sobre sus piernas y se sentó estirándose bruscamente el traje sobre las rodillas. Lorenzo fingió no mirarla y empezó a sacar las provisiones de la bolsa. Había muchos envoltorios y paquetes, cuidadosamente envueltos en papel de seda blanco, como el que utilizan las modistas. Y también había una botella de vino.
—¿Has preparado tú la bolsa?
—No, he mandado a la criada que lo hiciera.
Él desplegó sobre la hierba una servilleta y dejó sobre ella, con cuidado, los huevos, la carne, el queso, la fruta. Después descorchó la botella y la volvió a cerrar con su tapón.
—¿Quieres huevos?
—No.
—¿Y carne?
—Dame un bocadillo con una loncha de carne.
Lorenzo cogió uno de los panecillos ya cortados por el centro y untados con mantequilla, introdujo dos lonchas de carne y se lo tendió. Ella lo cogió melindrosamente, sin darle las gracias, con la frente baja. Lorenzo cogió un huevo duro y lo mordió con avidez, llenándose después la boca de pan con mantequilla. Sentía un hambre triste, que le parecía de la misma naturaleza que su deseo por su mujer. Hambre y libídine crecían vigorosamente sobre su desesperación, pensó, e incluso se nutrían de ella. Como si él no fuera más que un cuerpo exánime y sin voluntad y los deseos hubieran crecido sobre él de la misma manera que les crecen a los muertos los pelos de la barba. Comió un primer huevo, después un segundo, después un tercero; vaciló y se comió también el cuarto huevo. Le gustaba morder la clara casi elástica y sentir bajo sus dientes el suave desmigajamiento de la yema. Masticaba con énfasis y de vez en cuando se llevaba a la boca la botella y echaba largos tragos. Después de los huevos llegó el turno de la carne, de la que había dos clases: rosbif, en grandes lonchas rojas, y filetes empanados. No miraba a su mujer, comía y sentía que a medida que comía una arrolladora vitalidad colmaba sus venas, aunque su alma seguía estando triste y vacía. Esta vitalidad, unida a tanta desesperación, lo desolaba como una riqueza inútil e irónica. Por fin alzó los ojos y le ofreció mudamente la botella. Ella tenía aún el bocadillo, del que sólo había comido la mitad. Rehusó con un movimiento de cabeza.
—¿No comes?
—No tengo hambre.
Lorenzo acabó de comer, luego recogió las cáscaras y los desperdicios, los envolvió en un papel y lo arrojó lejos de sí. Volvió a meter en la bolsa la botella semi-vacía. Hacía todos estos actos con una voluntad obstinada, como si se tratara de poner orden en su mente y no en las provisiones. Su mujer, que había acabado por fin su bocadillo, empezó a retocarse la cara con el espejo y el lápiz de labios.
—Entonces —dijo—, ¿nos vamos?
—¿Adónde?
—A casa.
—Pero es temprano...
—Ya has visto el mar —dijo ella, con maldad—, ya has almorzado... No querrás dormir aquí.
Lorenzo la miró, indeciso, sin saber si debía sentirse enfurecido o humillado por esta tenaz hostilidad. Después, pronunció en voz baja:
—Oye, tengo que hablarte.
—¿Hablar conmigo?... Ya hemos hablado mucho.
Él se deslizó trabajosamente sobre la hierba y fue a ponerse a su lado.
—Quisiera saber qué es lo que tienes contra mí.
—No tengo nada; sólo que no veo por qué vamos a continuar viviendo juntos... Eso es todo.
—Tú no sientes nada por mí.
—Nunca lo he sentido... y hoy, menos que nunca.
—Pero antes —insistió Lorenzo—, cuando te llevaba algún regalo o te daba un sobre lleno de dinero... me saltabas al cuello, me abrazabas, me besabas, decías que me amabas.
—Me gustaba recibir regalos —dijo ella, con evidente contrariedad ante esta evocación de su pueril avidez—, pero no te amaba.
—Entonces, lo fingías.
—No, no fingía.
Lorenzo comprendió que era sincera. En una mujer como ella la gratitud por los regalos se parece bastante al amor; más aún, quizás era el único amor de que fuera capaz.
—Y yo, en cambio —dijo con la cabeza gacha—, siento por ti... Desde que las cosas me salen mal..., por primera vez en mi vida... Eso es..., no sé cómo decirlo...
—Por favor, no lo digas —exclamó ella, con fácil desprecio.
—Pero, en resumen, ¿se puede saber qué tienes contra mí?
—Tengo —contestó ella, airada— que no quiero ser la mujer de un preso.
—He estado en la cárcel sólo unos días —observó él—; y, además, se trataba de motivos políticos.
—Eso dices tú —replicó ella—, pero la gente dice que hay otras cosas... Que podrían encerrarte de nuevo mañana.
Lorenzo se sintió herido por el acento incierto de estas palabras, como de cosas oídas más que pensadas.
—Hablas de lo que no sabes... Apuesto a que ignoras incluso quién era yo y lo que he hecho durante todos los años que llevamos juntos.
—Cómo no —dijo ella, desdeñosamente.
—Pues dilo.
—Eras —ella vaciló—, bueno, eras uno de los que mandaban.
—Eso no basta —dijo él—. ¿Qué cargo tenía?
—¡Y yo qué sé de tus cargos! —dijo ella, con despecho—. Sólo sé que todos hablaban de ti como de una autoridad... Y, además, siempre estabas cambiando, ahora eras una cosa y después otra... Tenía otras cosas en qué pensar que en tus cargos.
—Sí —dijo Lorenzo dulcemente—, tenías que pensar en Rodolfo, en Mario, en Gianni.
Ella fingió no haber oído los nombres de sus amantes, todos jóvenes y bobos como ella. Lorenzo continuó:
—¿Sabes, por lo menos, lo que ocurrió desde la época en que yo tenía esos cargos? ¿Lo sabes?
La vio encogerse de hombros, irritada.
—Bueno, ahora me tomas por una estúpida; y, en cambio, soy mucho más inteligente de lo que crees.
—No lo dudo... Pero dime lo que ocurrió.
—Llegó la guerra... Y después se acabó el fascismo... Eso es lo que ocurrió... ¿Estás contento ahora?
—¡Estupendo!... Y, según tú, ¿por qué perdí mi cargo?
—Porque —dijo ella, insegura—, ahora están en el gobierno los enemigos del fascismo.
—¿Y quiénes son los enemigos del fascismo?
Esta vez ella alzó los ojos al cielo, apretó los labios y no dijo nada. Una especie de rabia se apoderó de Lorenzo. Esta ignorancia, pensó, era mucho peor que cualquier condena. Así, no sólo sus errores, sino sus propios méritos caían en el vacío; y de su vida no quedaba más rastro que sus pasos de hacía poco por la arena, ante el mar.
—¿Y qué era el fascismo? —interrogó aún.
Idéntico silencio. Lorenzo la agarró de pronto por el brazo y la sacudió.
—¡Contesta animal!... ¿Por qué no contestas?
—Déjame —dijo ella, con tono terco—, no te contesto porque sé que quieres confundirme y hacerme cambiar de idea... Y yo, en cambio, te digo que no quiero quedarme contigo... Eso es todo.
Lorenzo ya no la escuchaba. Al contacto de aquel brazo se había despertado su deseo. Miraba el traje estrecho, que los muslos, al estar ella sentada sobre sus piernas, tensaban fuertemente, comunicando a la tela casi la suavidad, el calor y el peso de la carne; y ante esta vista sentía que se le vaciaba la mente y le faltaba la respiración. Sin embargo, dijo lentamente:
—¿No te das cuenta de que me dejas justamente en el momento en que otra mujer me sería fiel... Y por motivos que no están claros, por una habladuría o un capricho?
—Yo me doy cuenta de que muchas señoras no me invitan, no me saluden. He avisado a mamá de que quiero volver con ella... Basta, no quiero seguir contigo...
Y al hablar así, se puso en pie.
Lorenzo la miró de arriba abajo. Estaba muy tiesa y despreciativa, pero con las piernas en una actitud torpe a causa de la falda demasiado estrecha y de los zapatos muy altos. El comprender que sería fácil derribarla sobre la hierba, igual que habría sido fácil desarmar su desprecio. Aquellas piernas trabadas por lo estrecho del traje se asemejaban demasiado a su carácter, al que su bobería volvía flojo y vacilante. Le acometió un violento deseo de aniquilar aquella actitud. Con un solo impulso de todo su cuerpo se tiró sobre las piernas de ella y la derribó sobre el prado. Ella cayó de espaldas, con cara de asombro, y dijo en seguida, enojada:
—¡Déjame!... ¿Qué te pasa ahora?
Lorenzo no contestó nada, pero se arrojó sobre ella, aplastándola bajo su cuerpo.
—Yo soy lo que soy —profirió luego, con sus labios sobre los de ella, como si hubiera querido meterle cada palabra en la boca—. Pero tú no eres mucho mejor que yo... Eres una chica estúpida, vacía, corrompida... Mientras te convino, te quedaste conmigo... Pues bien, ahora que ya no te conviene, te quedarás igual.
La vio poner una cara atemorizada y decir de nuevo, casi suplicante:
—¡Déjame!
—No te dejaré! —dijo Lorenzo apretando los dientes.
Sabía, por haberlo experimentado ya en el pasado, que la mujer, con todo su rencor, no resistiría al final ante su violencia. Parecía que en cierto momento la asaltaba una especie de languidez o de complicidad con la fuerza que padecía y entonces cedía o se volvía pasivamente amorosa, como si todas las repulsas anteriores sólo fueran premeditadas coqueterías. Era éste un rasgo más de su tontería: no saber llevar hasta el fin ningún sentimiento, ni hostil ni amigable. Y en efecto, cuando empezaron a luchar, ella debatiéndose y él tratando de vencer su resistencia, Lorenzo vio de pronto que en los ojos pequeños e inocentes de ella asomaba una mirada que conocía bien, tentada, pasiva, lánguida. Le pareció incluso que se debatía con menos vigor. Luego ella profirió en voz baja:
—¡Te digo que me dejes!... Podrían vernos.
Y esto era ya una invitación a continuar.
Lo asaltó un desagrado imprevisto ante su victoria. Pensó que aunque ella cediese nada cambiaría. Él se levantaría sin amor de ese cuerpo poseído; ella, despechada y descompuesta, se bajaría el vestido ajado; y sus disputas empezarían a la primera palabra. Con el disgusto, además, de ese acoplamiento mecánico que nada significaba. Y eso no era lo que él había querido conseguir llevándola aquel día de excursión.
De pronto la dejó y se echó a un lado, en la hierba. Ella se sentó con aire fatigado y desilusionado.
—¿No sabes que la violencia no sirve para nada? —dijo, enfadada.
Lorenzo habría querido echarse a reír y contestar que, en cambio, la violencia era lo único que servía con ella. Pero al mismo tiempo no podía dejar de reconocer que era cierto: para lo que él necesitaba, la violencia no servía absolutamente de nada.
Sin embargo, dijo con crueldad:
—Lo cual no quita que, si me quedo encima un poco más, me abrías las piernas.
—¡Qué vulgar eres! —contestó ella, con sincero disgusto.
Se puso en pie y atravesando los arbustos se dirigió decididamente a la explanada.
Lorenzo se quedó sentado en el suelo, con los ojos clavados en la hierba. Ahora, volviendo a pensar en las inseguras respuestas que le había dado su mujer, le parecía que tampoco él sabía lo que había hecho, lo que había sido durante todos esos años. “Tiene razón ella —pensaba—, todo ha sido un disparate..., un delirio... Y ahora me he despertado”. Regresando con la memoria a aquella época de su vida advertía que no recordaba otra cosa sino que siempre había sido inalterablemente cordial con sus inferiores, con sus superiores, con sus amigos, con sus enemigos, con los extraños, con su mujer. Esta cordialidad, reflexionó, debía de haber surtido al final un pésimo efecto: pues tras haber hablado tanto y sonreído sin ton ni son, ahora se sentía incapaz de conversar y de estar alegre, como si la lengua se le hubiera secado y las comisuras de los labios, llagado. En estas condiciones, incluso una tonta como su mujer llevaba las de ganar.
Se estremeció ante un rumor lejano de automóvil; se quedó un momento inmóvil, prestando atención; luego lo asaltó una sospecha y se puso de pie, echando a correr a través de los pinos, saltando sobre las matas y las desigualdades del terreno, hacia la explanada. Llegó allá jadeante y la encontró vacía. En el aire quedaba aún el polvo levantado por el coche con el que su mujer había escapado.
Le pareció una digna conclusión del día y ni siquiera se sintió irritado. Pensó que volvería con un camión militar. En el peor de los casos recorrería unos kilómetros a pie hasta la carretera principal. Allí eran frecuentes los camiones y conseguiría con facilidad un pasaje.
Pero cuando se dirigía hacia el sendero del pinar oyó la llamada del mar. Como un deseo de volver a contemplar aquel eterno movimiento, aquel eterno clamor antes de regresar a la ciudad. Y, además, quería hacer algo que en presencia de su mujer no se había atrevido a hacer: quitarse los zapatos, remangarse los pantalones y caminar a lo largo del mar, en el agua baja y fluida del flujo y reflujo de las olas.
Advertía que daba este paseo al borde del mar para demostrarse a sí mismo que la fuga de su mujer le era indiferente. Pero sabía que no era cierto; y cuando se sentó en la arena para sacarse los zapatos, se dio cuenta de que las manos le temblaban.
Se quitó los zapatos y los calcetines, remangó los pantalones hasta la rodilla y se encaminó entre las alambradas hacia la orilla. Empezó a caminar en el agua que iba y venía, con los zapatos en la mano, la cabeza gacha, los ojos en el suelo.
Era una actitud pensativa, pero en realidad no pensaba en nada. Le gustaba ver cómo la ola llegaba hasta sus pies, subía por las piernas y formaba una especie de grupa de agua en torno a sus tobillos, para refluir raudamente arrastrando la arena bajo sus plantas, con un cosquilleo vivo, como de algo animado. Le gustaba también mirar hacia abajo y no ver más que agua a la derecha y agua a la izquierda, turbia, vertiginosa, sembrada de blancos anillos de espuma. El mar, junto a la orilla, estaba lleno de negras menudencias que cada ola arrojaba a la playa y después arrastraba hacia atrás en su reflujo. Eran ramitas como de ébano, escamas ovaladas y lisas, mínimos fragmentos de madera, miríadas de corpúsculos negros que el movimiento del agua turbia y llena de arena mantenía en continuo movimiento. Diáfanos cangrejos muertos, algas verdes, amarillas raíces ponían una mancha de color en esta carbonizada mezcla. Si la ola se retiraba, los residuos quedaban enredados en sus pies, dejando negros arabescos en su brillante blancura. Algún resto más grueso flotaba en las pausas entre una y otra ola, en el hervor de vidrios quebrados del agua espumosa. Vio uno a no mucha distancia, de forma y color inciertos, que recordaba un animal; pero cuando se acercó, venciendo la resistencia del agua, descubrió que era la suela de madera de un zapato ortopédico de mujer. Conchillas de pálido amatista habían proliferado apretadamente sobre la punta, formando como una gran borla, el tacón estaba recubierto aún de tela roja. Mientras observaba este despojo, una ola alta y sin espuma se le echó encima rápidamente, mojándolo hasta la ingle. Tiró el zapato y volvió a la orilla.
Ni él mismo supo cuánto tiempo caminó a lo largo de la ribera, en el agua pendenciera, sobre la blanda arena huidiza. Pero a fuerza de mirar hacia abajo, a las olas que sin tregua se echaban sobre sus piernas y las adelantaban en su carrera hacia la invisible playa, le acometió una especie de mareo. Alzó los ojos hacia el mar y durante un momento le pareció verlo alto y erguido, semejante a una líquida pared. El cielo, allá en el horizonte, era sólo una franja vaporosa, algún pájaro marino rozaba la superficie del agua en un vuelo remoto y arriesgado que hacía pensar en la ebriedad y la violencia del viento. Deslumbrado, vaciló ante el choque de una ola más fuerte. También el clamor marino pareció de pronto más alto y furioso, como redoblado por la esperanza de su derrumbamiento.
Casi con miedo se volvió hacia la playa, pensando en salir del agua y sentarse un momento en la arena seca. Había caminado mucho; la explanada, con sus ruinas, estaba muy lejos. En aquel punto la playa estaba en cuesta, recorrida por alambradas atadas a unos palitos que daban la impresión de ser personas agarradas por la mano, con los brazos tendidos, para impedir el paso. Atrajo su atención un gran banco de algas negras y brillantes bajo las cuales las olas habían excavado profundamente la arena. Llegó hasta el banco y, apoyando una mano en el suelo, saltó sobre él.
El torrente de algas y de arena que se alzaba en el aire con retumbante eco oscureció por un momento ante sus ojos el cielo, mientras se desplomaba hacia atrás en el torbellino de la explosión. Por un instante creyó que caía eternamente, entre un perpetuo estruendo de catarata. En cambio le sucedieron el silencio y la inmovilidad. Estaba supino en el agua, el ruido y el movimiento del mar eran singularmente dulces y remotos bajo el cielo despejado. El agua lo arrastraba hacia el fondo por los cabellos; y al hacer un movimiento su cuerpo, con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba, debido al paso de una ola, vio que allá a lo lejos una ancha mancha roja corría hacia la orilla junto con los anillos de espuma y los negros detritus. Después llegó otra ola y lo sumergió, mientras cerraba los ojos.
(1945)
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