Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Fanático (1949)
[Otro título en español: “Exaltado”]

(“Fanatico”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (18 de septiembre de 1949);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Una mañana de julio dormitaba en la Plaza Melozzo da Forli, a la sombra de los eucaliptos, cerca de la fuente seca, cuando llegaron dos hombres y una mujer y me pidieron que los llevara al Lido de Lavinio. Los observé mientras discutíamos el precio: uno era alto y grueso, rubio, con una cara descolorida, como gris, y ojos de porcelana celeste en el fondo de unas sombrías ojeras, de unos treinta y cinco años. El otro era más joven, moreno, de cabello rizado, con gafas de concha, desgalichado, delgado, quizás un estudiante. En cuanto a la mujer, era muy flaca, con un rostro afilado y largo entre dos ondas de cabellos sueltos y el cuerpo delgado enfundado en un trajecito verde que le hacía parecer una serpiente. Pero tenía una boca roja y llena, semejante a un fruto, y unos ojos hermosos, negros y brillantes como carbón mojado. Me miró de una forma que me entraron ganas de combinar el negocio. En efecto, acepté el primer precio que me ofrecieron; subieron, el rubio a mi lado y los otros dos detrás, y partimos.
       Atravesé toda Roma para coger la carretera de detrás de la basílica de San Paolo, que es la más corta para ir a Anzio. En la basílica llené el tanque de gasolina y luego enfilé, a toda marcha, la carretera. Calculaba que había unos cincuenta kilómetros; eran las nueve y media, llegaríamos hacia las once, justo a tiempo para tomar un baño. La muchacha me había gustado y confiaba en trabar amistad; no eran gente muy fina, los dos hombres parecían extranjeros por el acento, quizás refugiados de esos que viven en los campos de concentración, en los alrededores de Roma. En cambio la muchacha era italiana, más aún, romana, y tampoco ella era gran cosa: supongamos que fuera camarera o planchadora o algo por el estilo. Mientras pensaba esto tendía la oreja y oía, en el interior del automóvil, a la muchacha y al moreno que charlaban y reían. Sobre todo se reía la muchacha, que, como ya había observado, era bastante descaradilla y escurridiza, precisamente como una serpezuela borracha. El rubio, ante las risotadas, fruncía la nariz bajo las gafas negras de sol, pero no decía nada, ni siquiera se volvía. La verdad es que le bastaba con alzar los ojos al retrovisor, sobre el parabrisas, para ver perfectamente lo que sucedía a sus espaldas. Pasamos los Trapenses, la E.42, y seguimos de un tirón hasta la bifurcación de Anzio. Allí disminuí la marcha y le pregunte al rubio, mi vecino, a dónde querían que los llevase exactamente. Me contestó:
       —Un sitio tranquilo, donde no haya nadie... queremos estar solos.
       —Aquí hay treinta kilómetros de playa desierta... —dije yo—. Son ustedes los que deben decidir.
       La muchacha, desde el interior del automóvil, gritó:
       —Dejemos que decida él.
       —¿Qué tengo yo que ver? —respondí.
       —Dejemos que decida él —continuaba gritando la muchacha; y se reía, como si la frase hubiera sido muy cómica.
       —El Lido de Lavinio es muy concurrido... —dije yo entonces—, pero les llevaré a un sitio no muy lejos, donde no hay un alma.
       Estas palabras hicieron reír de nuevo a la muchacha, que, desde detrás, me palmeó en el hombro, diciendo:
       —Muy bien..., eres inteligente... Has entendido lo que queríamos.
       Yo no sabía qué pensar de estos modales; por un lado me fastidiaban; por otro, me hacían concebir esperanzas. El rubio callaba, sombrío, y al fin dijo:
       —Pina, me parece que no hay motivo para reír.
       Continuamos la carrera. Hacía un calor intenso, sin viento, y la carretera deslumbraba; aquellos dos, en el interior del coche, no hacían más que charlar y reír, pero luego, repentinamente, se callaron; y fue peor, porque vi al rubio que miraba por el retrovisor del parabrisas y que fruncía después la nariz, como si hubiera visto algo que no le gustaba. La carretera tenía ahora a un lado campos pelados y secos, y al otro un tupido matorral. Al llegar a un cartel que prohibía cazar disminuí la marcha, giré y me adentré por un sendero serpenteante. Durante el invierno había venido por aquí a cazar y era un lugar solitario, imposible de descubrir si no se conocía. Después del matorral había un pinar y, después del pinar, la playa y el mar. Yo sabía que en el pinar se habían defendido los americanos tras el desembarco de Anzio; había aún trincheras, con cajas herrumbrosas y cartuchos vacíos, y la gente no iba allí por temor a las minas.
       El sol ardía con fuerza y toda la superficie pululante del matorral era luminosa, casi rubia por la luz. El sendero prosiguió recto, luego se dobló en un claro y por último entró otra vez en el matorral. Ahora veíamos los pinos, con sus sombreros verdes, henchidos de viento, que parecían navegar en el cielo, y el mar azul, duro y centelleante, entre los troncos rojos. Yo conducía despacio porque no veía bien entre todas aquellas matas y en cuanto uno se descuida se rompe una ballesta. De pronto, mientras estaba atento al sendero, el rubio que se sentaba a mi lado me dio un golpe violento, con todo el cuerpo, de manera que casi salí despedido por la ventanilla.
       —¡Qué diablos! —exclamé, frenando de golpe.
       Al mismo tiempo hubo una explosión seca a mis espaldas y yo me quedé con la boca abierta al ver en el parabrisas una rosa de sutiles grietas con un agujero redondo en el medio. Se me heló la sangre e hice ademán de saltar del coche, gritando “¡Asesinos!”; pero el moreno, que había disparado, apretó el cañón del revólver a mi espalda, diciendo:
       —¡No te muevas!
       Me quedé inmóvil y pregunté:
       —¿Qué quieren de mí?
       —Si ese imbécil no te hubiera empujado —contestó el moreno— no habría necesidad de decírtelo ahora... Queremos tu coche.
       —Yo no soy un imbécil —dijo el rubio, apretando los dientes.
       —Sí lo eres ... ¿Acaso no estábamos de acuerdo en que yo debía disparar? ¿Por qué te has movido?
       —También estábamos de acuerdo en dejar en paz a Pina... —replicó el rubio—. También tú te has movido.
       La muchacha se echó a reir y dijo:
       —Estamos aviados...
       —¿Por qué?
       —Porque él, ahora, se vuelve a Roma y nos denuncia.
       —Y hará muy bien —dijo el rubio.
       Sacó del bolsillo un cigarrillo, lo encendió y empezó a fumar. El moreno se volvió, indeciso, a la muchacha.
       —Bueno, ¿qué hacemos?
       Alcé los ojos hacia el retrovisor y vi que ella, acurrucada en un rincón, hacía, indicándome a mí, un gesto con el pulgar y el índice, como diciendo: “Liquídalo”. Se me heló otra vez la sangre, pero respiré al oír que el moreno decía, con tono de profunda convicción:
       —No, ciertas cosas uno se atreve a hacerlas una sola vez... Ahora perdí el valor, ya no puedo.
       Recobré los ánimos y dije:
       —Pero ¿qué van a hacer con el taxi? ¿Quién les va a falsificar una licencia? ¿Quién se lo pinta de otro color?
       Pude comprender, ante cada una de las preguntas, que no contaban con nadie y que ya no sabían qué hacer. Habían decidido matarme y, como no les había salido bien, tampoco tenían valor para robarme. Sin embargo, el moreno dijo:
       —Todo está previsto, no te preocupes.
       Pero el rubio, sardónico, dijo:
       —No está previsto nada; sólo tenemos veinte mil liras entre los tres y un revólver que no dispara.
       En ese momento alcé de nuevo los ojos hacia el espejo y vi que la muchacha hacía de nuevo aquel gesto tan gracioso indicándome a mí. Dije, entonces:
       —Señorita, cuando estemos en Roma ese gesto le va a costar unos añitos más de cárcel.
       Luego me volvía a medias hacia el moreno, que todavía me clavaba el revólver en la espalda, y grité, exasperado:
       —¡Ya está bien! ¿Qué esperas? ¡Dispara, cobarde, que eres un cobarde, dispara!
       Mi voz resonó en medio de un silencio profundo, y la muchacha, con simpatía esta vez, gritó:
       —¿Sabéis quién es aquí el único valiente? ¡Él! —señalándome a mí.
       El moreno dijo algo parecido a una blasfemia, escupió a un lado y después abrió la portezuela, bajó y vino a mi lado, junto a la ventanilla. Dijo, furioso:
       —Bueno, rápido... ¿Cuánto quieres por llevarnos otra vez a Roma y no denunciarnos?
       Comprendí que el peligro había pasado y dije lentamente:
       —No quiero nada... Y os llevo a los tres derechos a la cárcel de Regina Coeli.
       El moreno no se asustó, hay que reconocerlo, estaba demasiado desesperado y exasperado. Dijo sólo:
       —Entonces, te mato.
       —Haz la prueba... —dije—. Yo te digo que no matas a nadie... Y también te digo que os veré con el hocico contra las rejas a ti, a esa putita de tu amiga y también a él.
       —Está bien —dijo en voz baja; y comprendí que esta vez iba en serio. En efecto, retrocedió un paso y alzó la pistola. Por fortuna, en ese momento gritó la muchacha:
       —¡Acabad de una vez!... Y tú, en vez de ofrecerle dinero, imponte con el revólver... Ya verás como marcha...
       Mientras hablaba así se inclinaba hacia mí y entonces sentí que me hacía cosquillas con los dedos detrás de la oreja, sin que los otros la viesen. Me asaltó una gran turbación porque, como ya he dicho, me gustaba y, sin saber por qué, estaba convencido de que yo le gustaba a ella. Miré al moreno, que todavía me apuntaba con la pistola, la miré a ella de soslayo: clavaba en mí sus ojos de carbón, negros y sonrientes. Después, dije:
       —Guardaos vuestro dinero... Yo no soy un bandido, como vosotros... Pero no os vuelvo a llevar a Roma... Sólo la llevaré a ella, porque es una mujer.
       Pensaba que protestarían pero, ante mi sorpresa, el rubio se apeó de inmediato del coche, diciendo:
       —¡Buen viaje!
       El moreno bajó la pistola. La muchacha, ágilmente, vino a sentarse a mi lado. Dije:
       —Entonces, hasta la vista. Espero que pronto os manden a la cárcel.
       Luego di la vuelta, maniobrando con una sola mano porque la otra me la estrechaba ella entre las suyas; no me desagradaba que aquellos dos comprendieran el motivo por el que me había mostrado tan dócil.
       Volví a la carretera y corrí unos cinco kilómetros sin abrir la boca. Ella seguía estrechando mi mano y eso me bastaba. Ahora buscaba yo también un lugar aislado, aunque por motivos distintos de los suyos. Pero cuando me detuve e hice intención de tomar un sendero que llevaba al mar, ella puso su mano sobre el volante, diciendo.
       —No. ¿Qué haces? Vamos a Roma.
       —A Roma iremos esta tarde —dije, mirándola fijamente.
       —Ya entiendo, también tú eres igual que los otros, también tú eres igual que los otros.
       Lloriqueaba, abatida y fría, falsa, pues se veía a la legua que estaba representando una comedia, y cuando hice ademán de abrazarla empezó a escurrírseme a un lado y a otro, y no había forma de que se dejara besar.
       Tengo la sangre ardiente y monto en cólera en seguida. De pronto, comprendí que me había tomado el pelo y que yo, en esa maldita excursión, había salido perdiendo la gasolina, el miedo y el tiempo; y, lleno de rabia, la rechacé con violencia, diciendo:
       —¡Vete al infierno y quédate allí!
       Se acurrucó en seguida en su rincón, nada ofendida. Yo puse en marcha el coche y no volvimos a hablar hasta llegar a Roma.
       En Roma le dije, parándome y abriendo la portezuela:
       —Y ahora baja, lárgate, lo más pronto posible.
       Y ella, como asombrada:
       —¿Por qué? ¿La has tomado conmigo?
       Entonces no pude contenerme y grité:
       —Pero, dime... Has querido asesinarme, me has hecho perder el día, la gasolina, el dinero... ¿Y quieres que no la tenga tomada contigo? Da gracias al cielo de que no te lleve a la comisaría.
       ¿Saben lo que me contestó?
       —¡Qué fanático!
       Después bajó y, muy digna, soberbia, altiva, menéandose dentro de aquel trajecito serpentino, se encaminó entre los automóviles y el tráfico de Porta San Giovanni. Yo me quedé atontado, mirándola mientras se alejaba, hasta que desapareció. En aquel momento alguien subió al taxi, gritando:
       —A la Plaza del Popolo.




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