Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Pataconero (1950)
(“Impataccato”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (10 de diciembre de 1950);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Era viernes 17, pero no hice mucho caso. Tan pronto como me vestí, cogí las cincuenta mil liras que le debía a Ottavio, todas en billetes de cinco, las metí en el bolsillo de los pantalones y salí de casa. Las cincuenta mil eran la parte de Ottavio en un negociejo de joyas falsas que habíamos hecho juntos, y yo ya me había retrasado una semana en el pago. Mientras esperaba el tranvía me dio rabia al pensar que debía darle ese dinero, que me habría venido tan bien. Él no había arriesgado nada; se limitó a proporcionarme la mercancía, como buen orfebre que era; yo, en cambio, había llevado todo el trabajo, exponiéndome, encima, al riesgo de la cárcel. Si me hubieran cogido con las manos en la masa no hubiera soltado su nombre, desde luego, y habría ido a la cárcel, mientras que él se hubiera quedado en su pequeño taller, trabajando delicadamente tras el escaparate, con una lente encajada en el ojo. Este pensamiento me envenenaba, y al subir al tranvía se me ocurrió incluso la idea de no darle nada. Pero eso quería decir que ya no podría recurrir a él y a su habilidad; quería decir buscarme otro Ottavio, quizás peor que éste. Y, además, para un hombre de conciencia como yo, también quería decir faltar a la palabra; sería la primera vez que lo hacía en mi vida. Sin embargo, me disgustaba realmente darle aquel dinero. Tenía la mano en el bolsillo y de vez en cuando lo palpaba y lo acariciaba. Seguían siendo las cincuenta mil liras, y cuando se las diera habría cumplido con mi deber, pero tendría cincuenta mil liras menos.
       Mientras me roían estas ideas sentí que me daban un codazo:
       —Attilio, ¿no me reconoces?
       Era Cesare, un desesperado de primera, a quien había conocido en la posguerra, en la época del mercado negro de cigarrillos. Debía de haberse quedado en el punto de partida, más desesperado que nunca: tenía un gabán descolorido y remendado, abrochado hasta el mentón, pero no tanto que no dejara adivinar el cuello desnudo, sin corbata ni cuello de camisa. Sin sombrero, con un pelo enmarañado que me pareció lleno de la pelusilla y del polvo que se recoge durmiendo en las barracas; digo la verdad, daba miedo verlo. Respondí molesto:
       —Cesare, ¿qué es de tu vida?
       —Bajemos un momento —dijo—; tengo que hablarte.
       No sé por qué, ante estas palabras, entreví la esperanza de encontrar el modo de recuperar el dinero que debía a Ottavio. Le hice un ademán de que estaba bien y me dirigí hacia la salida. El tranvía se detuvo y nosotros bajamos; estábamos en la estación, ante los jardincillos, hacia la via Volturno.
       Cesare me llevó a un punto solitario; allí se detuvo y bisbiseó:
       —¿Tienes mil?
       —¿Mil qué?
       —Mil liras... Hace dos días que no como.
       —Estupendo, caes en el momento justo —respondí—. Precisamente estaba pensando en la mejor manera de tirar mil liras.
       Él comprendió inmediatamente y dijo abatido:
       —Entonces, si no quieres prestármelas, ayúdame, por lo menos.
       Le pregunté con precaución qué clase de ayuda deseaba, y él respondió:
       —Mira esto.
       Bajé los ojos y vi que tenía en la palma de la mano una moneda dorada, con incrustaciones de tierra y una figura de mujer en el centro.
       —Ayúdame a vender esta moneda romana..., luego iremos a medias.
       Lo miré y no pude dejar de soltar una carcajada, sin saber yo mismo por qué:
       —Pataconero..., pataconero... Has acabado en pataconero... ¡Ah, ah, ah! Pataconero...
       Cuanto más repetía “pataconero” más me reía; él mientras tanto, me miraba, más feo que nunca, con la moneda en la mano. Por último dijo:
       —¿Se puede saber por qué te ríes?
       Me reí aún durante un buen rato y luego le contesté:
       —Ni hablar del asunto.
       —¿Por qué?
       —Porque, querido mío, hasta los niños conocen ahora los patacones... Ya pasó el tiempo de los patacones.
       Mortificado, se volvió a meter la moneda en el bolsillo, diciendo:
       —Entonces, préstame doscientas liras, al menos.
       En ese momento me acordé de nuevo de Ottavio y del dinero que debía darle, y me volvió a asaltar la esperanza de recuperarme. Después de todo, puede decirse que todos los días se leía en los periódicos de gente que caía en el timo del patacón. ¿Por qué no iba a salirnos bien a nosotros? Le dije a Cesare:
       —Mira, me das pena... Quiero ayudarte..., pero con una condición... Soy, de verdad, un señor al que le gustan las monedas romanas..., y tengo dinero..., mira.
       Quizás por vanidad, saqué del bolsillo el paquete de los billetes y los desplegué en su cara.
       —Tengo dinero, y tú, en todo caso, eres un timador y yo el que habría podido ser timado... ¿Entendido?
       Él dijo de inmediato, con entusiasmo:
       —Entendido.
       Proseguí, ya muy seguro de mí mismo:
       —Bueno, tratemos de ponernos de acuerdo... ¿Qué precio vamos a fijar?
       —Teinta mil.
       —No, treinta mil son pocas..., por lo menos, sesenta mil... Y de éstas, cuarenta mil para mí y veinte para ti... ¿Está bien así?
       —En realidad, habíamos dicho la mitad.
       —Entonces, no hay nada de lo dicho.
       —Veinte mil, está bien.
       —Veamos, ahora, cómo lo presentamos —continué--. Tú eres un peón..., trabajabas aquí, en las excavaciones de la nueva estación..., has encontrado la moneda y la has escondido... ¿Entendido?
       —Entendido.
       —Y en cuanto a la moneda, yo intervengo y declaro que es una pieza de gran valor... Pero hay que encontrar el nombre de un emperador romano... ¿Quién decimos?
       —Nerón.
       —No; Nerón, no... ¿Ves como eres un ignorante?... A Nerón, en Roma, lo conocen todos... Es el primero que viene a la cabeza..., otro...
       Cesare, perplejo, se rascó la barbilla y luego añadió:
       —Sólo conozco a Nerón..., a los otros no los conozco...
       —Pues ha habido muchos... —dije—, por lo menos un centenar... A Vespasiano, por ejemplo, el de los urinarios, ¿no lo conoces?
       —Ah, sí, Vespasiano.
       —Pero Vespasiano no sirve..., podría hacer reír... Veamos, más bien, lo que hay escrito en tu moneda..., déjamela un momento.
       Él me la dio y yo miré: había una letras, pero confusas, y no se entendía nada. Dije con repentina inspiración:
       —Caracalla..., el de las termas... ¿Has entendido?... Caracalla.
       —Sí, Caracalla.
       —Entonces —concluí— haremos así... Nos separamos, aunque sin alejarnos mucho uno del otro... Al tipo lo busco yo... Cuando me oigas toser quiere decir que es él, y lo abordas... ¿De acuerdo?
       —No lo dudes.
       De forma que nos separamos; Cesare empezó a pasear de abajo arriba por los jardincillos, y yo me puse en observación desde la acera. En aquel sitio, como ya sabía, caen todos los provincianos de los alrededores de Roma, viniendo de la estación; son gente rústica e ignorante, pero con la cartera repleta de billetes. Gente que se cree astuta; y no digo que en su pueblo, entre las ovejas y los quesos, no lo sea, pero en Roma su astucia es ingenuidad. Vi muchos, con paquetes y maletas unos, otros solos, otros con las mujeres, pero, por un motivo u otro, no resultaban bien. Entre tanto, para entretener la espera y asumir una actitud, saqué de la pitillera un cigarrillo y lo encendí. No sé por qué, a la primera chupada, el humo se me atravesó y tosí. Inmediatamente aquel imbécil de Cesare se largó derecho hacia un mocetón rubio que hacía unos momentos que estaba dando vueltas bajo los árboles y le tocó en el codo. La escena había sido tan rápida que no me dio tiempo a intervenir.
       Mientras Cesare hablaba, examiné al mocetón. Era bajo, vestido como un campesino, con un chaquetón con solapas de zorro, pantalones de terciopelo marrón abombachados, botas de baqueta amarilla manchadas de lodo. Tenía una cara blanca, aplastada, aguda, bigotitos rubios bajo una nariz picuda, cabeza rapada. Parecía astuto, pero, por suerte, también parecía rústico. Escuchaba a Cesare con curiosidad, quizás con interés. Por último, Cesare metió la mano en el bolsillo y sacó la moneda. Había llegado mi turno y comprendí que ya no podía volverme atrás.
       El mocetón miraba la moneda, dándole vueltas; Cesare le hablaba. Me acerqué y dije con tono autoritario:
       —Perdonen la indiscreción... ¿No es ésa una moneda romana?
       Cesare me miró con aire estúpido. El mocetón dijo, entre dientes:
       —Parece.
       —Permítanme que la vea... —dije—, entiendo de estas cosas... Soy anticuario... Permítanme.
       El mocetón me tendió la moneda y yo la examiné largamente, fingiendo curiosidad. Luego me volví hacia Cesare y le pregunté con severidad:
       —Y tú ¿de dónde la has sacado?
       Hay que decir que Cesare, tan desastrado y sucio, estaba muy a tono con su papel. Lloriqueó:
       —¿Qué quiere que le diga?... Soy un pobre...
       —Vamos —le dije—, no tengas miedo... No soy un policía de paisano... Conmigo puedes hablar... ¿De dónde la has sacado?
       —Soy peón —respondió Cesare, siempre en tono lastimero—, la he encontrado mientras trabajaba en las excavaciones, aquí, en la estación... Quizás usted pueda decirme lo que vale.
       —Lo que es valer, sí vale...; es una moneda del emperador Caracalla.
       —Ah, muy bien, Caracalla —dijo Cesare—. He oído alguna vez ese nombre.
       Había llegado el momento delicado, decisivo. Brusco, pregunté:
       —¿Cuánto?
       —¿Cuánto qué?
       —¿Cuánto quieres?
       —Deme sesenta mil liras.
       Era la cifra establecida; pero otro menos estúpido que Cesare habría preparado el golpe, quizás respondiendo: “Bueno, ponga usted precio...” Sin embargo, le dije, siempre brusco, como quien no quiere dejarse escapar una oportunidad:
       —Te doy cincuenta mil... ¿Está bien?
       Entre tanto miraba al mocetón y creí comprender que había picado. Y, en efecto, propuso:
       —Yo te doy diez más... ¿Quieres dármela? —con tono dulce, persuasivo, insinuante.
       Cesare alzó los ojos hacia mí y luego dijo con una exacta y dolida entonación:
       —¿Lo ve?... Antes estaba él... Lo siento, tengo que dársela a él.
       El mocetón se mordía los bigotes rubios, mirándonos. Continuó:
       —Pero no tengo aquí el dinero... Ven conmigo y te lo doy.
       —¿Adónde?
       —¡A la comisaría!
       Cesare abrió mucho los ojos, espantado, desfallecido. Comprendí que debía intervenir con la máxima decisión y metiéndome en medio:
       —Un momento... ¿Con qué derecho?... ¿Quién es usted? ¿Es un agente?
       —No soy un agente, no —respondió el burlón—; pero tampoco soy tan tonto como os creéis vosotros dos... ¿Queríais colocarme un patacón, eh?... Venid conmigo a la comisaría..., allí nos explicaremos mejor.
       Cesare me miraba desesperado. Tuve una inspiración y dije:
       —Usted se equivoca... Puede ocurrir que, a juzgar por las apariencias, él parezca un timador, yo su compinche y usted el tonto... Pero, en realidad, yo no lo conozco, usted no es un tonto y yo soy realmente un anticuario... Y la moneda es buena..., hasta el punto de que se la compro de inmediato.
       Me volví hacia Cesare y le ordené:
       —Dame la moneda y pon la mano.
       Él obedeció, y yo, una tras otra, le conté en su mano las cincuenta mil liras de Ottavio. Después le dije al mocetón:
       —Y quiero darle un consejo... Aprenda a distinguir a la gente honrada de los timadores... Aprenda a ver las diferencias.
       —¿Y quién me dice que no están ustedes de acuerdo? —respondió él, obstinado.
       Ahora que había pagado en serio el patacón me sentía agresivo, lo odiaba. Dije encogiéndome de hombros:
       —¿De acuerdo nosotros?... Ya se ve que vienes del campo... Quizás entiendas de quesos, pero no de gente honrada... Vuélvete a tu pueblo, vuélvete...
       —¡Eh! —dijo arrogante—, ¿con quién te crees que hablas? No me levantes la voz..., ¡chulo!
       —¡Chulo serás tú..., y también gilí!
       Estaba enfurecido sin motivo, quizás porque ahora sentía que tenía razón. Él respondió:
       —¡Sinvergüenza!
       Y yo me lancé contra él, haciendo un ademán para aferrarlo por las solapas de zorro. Entre tanto se habían reunido en torno nuestro los consabidos desocupados, que nos separaron, mientras yo me debatía y gritaba:
       —¡Vete a vender quesos..., zafio, ignorante, campesino!
       Él, encogiéndose de hombros, se alejó entre la muchedumbre, y yo, entonces, me volví para buscar a Cesare.
       Se me heló la sangre al ver que no estaba. La gente, tras habernos separado, se iba a sus asuntos, y de Cesare no se veía ni rastro en la plazuela de la estación, ni en los jardincillos, ni hacia la Plaza de l’Esedra. Había desaparecido, y con él las cincuenta mil liras. Tuve un gesto de desesperación tan violento que alguien me preguntó:
       —¿Se siente usted mal?
       Bueno, temblando de rabia, sudando, jadeante, trastornado, hice a la carrera el breve trecho de calle desde la plazuela hasta la via Vicenza, donde estaba la tienda de Ottavio. Lo encontré, como de costumbre, tras el escaparate: gordo, descuidado, con barba crecida, examinaba no sé qué con su lente de orfebre. Entré y, recobrando la compostura como mejor pude, le dije:
       —Mira, Ottavio, que no puedo darte el dinero... Si quieres, puedes coger a cambio esta moneda romana.
       Él la tomó con calma, sin mirarme, se la acercó al ojo, la examinó un momento sólo y luego comenzó a reír. Como para sí. Luego se levantó y, riendo siempre y palmeándome en el hombro, dijo:
       —Pataconero, pataconero... ¡Ah, ah, ah!... Has acabado en pataconero.




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