Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
El pensador (1952)
(“Il pensatore”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (4 de mayo de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)
En el restaurante típico romano —mejor, trasteverino— “Marforio” todo fue bien al principio. Tenía la cabeza vacía y sonora como esas conchas que se encuentran a orillas del mar y el bicho que estaba dentro ha muerto hace mucho tiempo; y cuando los clientes me ordenaban: “Spaghetti con salsa”, mi cabeza reflejaba fielmente el eco: “spaghetti con salsa”; y cuando ordenaban sopa inglesa, mi cabeza era el eco de sopa inglesa y de nada más. En suma, no pensaba en nada, era camarero por dentro y por fuera, tan camarero que por la noche, a punto de dormirme, continuaban resonando en mi cabeza los diversos “spaghetti con salsa... sopa inglesa” que había registrado durante la jornada. He dicho que tenía la cabeza vacía, pero quizás sería más exacto decir que tenía la cabeza congelada, como el agua de ciertos lagos de montaña que, en la primavera, bajo el sol, de hielo que era vuelve a convertirse en agua, y una buena mañana empieza a encresparse y a moverse bajo el viento. En suma, tuviese la cabeza vacía o congelada, el hecho es que era un camarero perfecto, hasta el punto de que una vez oí que una muchacha, en el restaurante, le dijo a su acompañante, señalándome:
—Mira ese camarero, mira qué cara de camarero tiene... Desde luego, ése no podría ser más que camarero... Ha nacido camarero y morirá camarero...
Vaya usted a saber qué será la cara de camarero. Probablemente la cara de camarero es precisamente la cara que les gusta a los clientes; los cuales no tienen que tener cara de clientes porque no tienen que gustarle a nadie, mientras que los camareros, si quieren continuar haciendo de camareros, tienen que tener precisamente cara de camareros. Bueno, durante un año largo no pensé en nada y ejecuté las órdenes que me daban los clientes. Incluso cuando un cliente grosero me gritaba: —“¿Eres tonto o te lo haces?”— mi cabeza repetía fielmente: ¿Eres tonto o te lo haces? En el restaurante, por supuesto, el dueño estaba contento conmigo. Tanto, que a menudo les decía a los otros:
—No quiero cuentos... Aprendan de Alfredo... Nunca una palabra de más... Ahí tienen al verdadero camarero.
Comenzó una noche, exactamente como el hielo que, al sol, se cuartea y se transforma en agua que se mueve y corre. Un cliente, viejo y muy estirado, de pelo rizado y canoso como si le hubieran espolvoreado con nieve toda la cabeza, con una cara negra de macho cabrío, empezó a tratarme mal, quizás para impresionar a la muchacha que estaba con él, una rubita insignificante, mecanógrafa o modista. No estaba nunca contento y, cuando le llevé el plato que había encargado, empezó a insultar:
—¿Qué porquería es ésta?... ¿Dónde estamos? No sé cómo me contengo y no te lo tiro todo a la cara.
No tenía razón porque había pedido rabo a la vaquera y yo rabo a la vaquera le había traído. Pero esta vez, en lugar de limitarme, como de ordinario, a repetir como un eco sus palabras, me sorprendí diciéndome: “Mira que cara de macho cabrío tiene este cornudo”. Reconozco que no era gran cosa, como pensamiento, pero para mí era importante, porque era la primera vez que pensaba desde que servía en el restaurante. Luego fui a la cocina, volví con dos raciones de rabo de cordero a la cazadora, y pensé de nuevo: “Ten... ¡y así te atragantes!”. Un segundo pensamiento, tampoco nada extraordinario, pero pensamiento al fin.
Desde aquella noche comencé a pensar, quiero decir que comencé a hacer una cosa y a pensar otra, que es, según creo, lo que precisamente se llama pensar. Preguntaba, por ejemplo, inclinándome:
—¿Desean los señores? —y pensaba para mí: “Mira qué cuello tan largo tiene ese lechuguino..., parece un ganso”.
O bien decía, muy atento:
—¿Queso, señora? —y pensaba, en cambio: “Tienes bigotes, guapita..., te los tiñes, pero se ven igual”.
Pero la mayoría de las veces me rondaban por la cabeza amenazas, insultos, palabrotas, injurias: “Cretino, tonto, muerto de hambre, que se te seque la lengua, me cago en tus muertos”, y así sucesivamente. Era más fuerte que yo, me hervían continuamente en la cabeza, como judías en una olla. Finalmente advertí que concluía mentalmente las frases que decía con los labios. Supongamos que preguntaba:
—¿Aceite y limón? —y acababa en mi interior: “En tu cara, tío idiota”.
O bien preguntaba:
—¿Conoce las especialidades de la casa? —y acababa: “Mala comida y cuenta subida”.
Y luego, de pronto, descubrí que estas frases no las acababa ya con la mente, sino con los labios, aunque en tono muy bajo, mejor dicho, bajísimo, de forma que no me oyeran. En resumidas cuentas, hablaba, aunque con prudencia. Así, pues, recapitulando: primero no pensaba nada, luego había comenzado a pensar y ahora estaba pensando en voz alta, es decir, hablaba.
Recuerdo perfectamente lo ocurrido la primera vez que hablé. Una noche de sábado vino a sentarse a una de mis mesas una pareja verdaderamente de sábado: ella debía de ser una de esas, oxigenada, descarada, guapetona, alta, muy pintada y perfumada; él, un rubito de cara roja, nariz ganchuda, pelo rizado, bajo, con hombros demasiado anchos, vestido de azul pero con zapatos amarillos. Ella debía de ser del Norte; él hablaba con las úes cerradas, como hablan en Viterbo. El tomó la carta como si fuera una declaración de guerra y la miró torvamente durante un buen rato, sin decidirse. Luego encargó, para sí, platos sustanciosos: spaghetti alla carbonara, cordero con patatas, ensalada con anchoas. Ella, en cambio, platos ligeros, delicados. Escribí los encargos en mi block y me dirigí hacia la cocina. Pero al irme no pude dejar de lanzarle a él una ojeada y me di cuenta de que mis labios decían en un susurro, pero con claridad:
—¡Qué cara de paleto!
Él, que estaba aún estudiando la carta, no lo advirtió; pero ella, fina de oído como todas las mujeres, se agitó en su silla y me miró con ojos abiertos de par en par; me había oído. Fui a la cocina y grité con toda mi voz:
—Un consomé y unos spaghetti alla carbonara.
Y luego volví a ocupar mi puesto junto a la pared, a poca distancia de ellos. Ahora ella se reía, reía y reía, apretándose el pecho con las manos, el rostro escarlata; y él, amoscado, se inclinaba hacia delante; debía de preguntarle por qué se reía; pero ella continuaba riéndose, sacudiendo la cabeza y apretándose el pecho con la mano. Por fin se calmó un poco, se inclinó a su vez y le dijo algo, señalándome. El se volvió y me miró de hito en hito. Fingí que dirigía los ojos hacia otra parte y luego volví a mirarlos; ella había empezado a reír de nuevo y él me clavaba unos ojos terribles, con la cabeza gacha, como un carnero a punto de embestir. Por último, me llamó:
—¡Camarero!
Ella dejó de reirse y yo me acerqué sin prisa. Al acercarme, aunque tenía algo de miedo, no pude por menos de murmurar de nuevo, con convicción:
—Sí, exactamente, cara de paleto.
Luego me presenté con un “Mande” y él levantó los ojos hacia mí y me dijo, amenazador:
—Camarero, hace poco usted ha hecho una apreciación...
Fingí caer de las nubes:
—¿Apreciación?... No comprendo.
—Sí, ha emitido un juicio... La señora le ha oído.
—La señora habrá oído mal.
—La señora ha oído perfectamente.
—No comprendo... ¿Quizás el señor no quiere ya los spaghetti?... Podemos cambiar...
—Camarero, usted ha hecho una apreciación y lo sabe muy bien...
En este punto, ella se inclinó y le rogó:
—Mira... más vale dejarlo así...
Él dijo, entonces:
—Llame al gerente.
Me incliné y fui a llamar al gerente. Este vino, escuchó, habló, discutió, mientras ella continuaba riéndose y riéndose y él se ponía más furioso cada vez. Luego el gerente vino a mi lado y me dijo en voz baja:
—Ahora sírvelos, y se acabó... Pero mira que si haces otra de éstas quedas despedido.
—Pero yo...
—Cállate... y date prisa.
De manera que les serví, en silencio, pero ella continuó riéndose durante toda la comida y él casi no probó bocado. Por último, sin tomar postre y sin dejar propina, se fueron. Pero ella continuaba aún riendo al salir por la puerta.
Después de esa primera vez, en lugar de corregirme, empeoré. Ahora ya no pensaba casi nunca: hablaba. Los días en que había poca gente y los camareros están de pie entre las mesas o a lo largo de las paredes, ociosos, me sorprendía hablando para mí, de corrido, moviendo los labios, de manera que los otros lo advertían y me decían riendo:
—¿Qué? ¿Estás rezando? ¿Rezas el rosario?
No, no rezaba, no rezaba el rosario; sino que murmuraba, mirando a una familia de cinco personas, padre, madre y tres hijos pequeños: —“Él no quiere gastar mucho, porque es avaro o porque no tiene de qué..., pero ella es una boba con la cabeza llena de grillos y ha encargado una comida costosa: primicias, langosta, setas, dulces... El pierde el tino y muerde el freno... Ella, maligna, disfruta viéndolo sufrir..., y los niños, entre tanto, se encaprichan con todo y él pasa un mal rato”.
O bien estudiaba la cara de un cliente que tenía una gruesa verruga en lo alto de la frente: —“Mira que patata tiene ése en la frente... Debe de dar una extraña sensación tocársela y sentirla tan gorda... ¿Cómo se las arreglará para ponerse el sombrero? ...¿Se lo cala sobre la patata, o bien se lo echará hacia la nuca dejando la patata fuera?”.
En resumidas cuentas, hablaba solo, y cuanto más hablaba solo menos hablaba con los otros. Entre tanto, el dueño ya no me ponía como ejemplo, sino que me miraba de través. Pienso que me consideraba un poco loco. Y que, en resumen, esperaba la primera oportunidad para despedirme.
La ocasión se presentó. Una noche, el restaurante estaba medio vacío, la orquesta trasteverina tocaba “Anema e cuore” ante las mesas desiertas, y yo me retorcía y bostezaba ante una gran mesa reservada para diez personas. Los clientes que la habían reservado no aparecían, pero yo sabía quiénes eran y no me esperaba nada bueno. Por fin entraron en la gran sala intensamente iluminada, las mujeres vestidas de noche, chistosas, excitadas, hablando en voz alta, la cabeza vuelta hacia atrás; los hombres siguiéndolas, todos de azul oscuro, las manos en los bolsillos, la barriga sacada, blandos y llenos de suficiencia. Era lo que se llama “gente bien”, seguro, yo se lo había oído decir una vez a un petrimetre que los miraba:
—¿Has visto? Esta noche hay mucha gente bien.
En cualquier caso, fueran “bien” o “mal”, yo no los tragaba por un montón de razones; la principal era que me tuteaban: —“Trae una silla..., dame la carta..., muévete..., haz..., ven..., corre”. Me tuteaban como si hubiéramos sido hermanos, y yo, en cambio, no me sentía hermano de nadie, y menos de ellos. La verdad es que tuteaban a todos, a los demás camareros e incluso al dueño, pero a mí no me importaba; que tutearan al Padre Eterno, si querían, pero a mí no. Así, pues, entraron, y ante todo comenzó la comedia de los sitios:
—Giulia se pone ahí, Fabrizio aquí, Lorenzo a mi lado, a Pietro lo quiero junto a mí, Giovanna entre nosotros dos, Marisa en la cabecera de la mesa.
Por último, como Dios quiso, cada uno encontró su sitio y entonces me adelanté yo, con la carta, y se la di al que estaba en la cabecera, uno gordo, calvo, de ojos apagados, nariz picuda y una garganta blanca y delicada empolvada con talco. Tomó la lista y empezó a explorarla, diciéndome:
—¿Qué nos aconsejas?
Pensé que me tuteaba y murmuré:
—¡Tarado!
Pero, por suerte, no me oyó, a causa del alboroto que hacían los otros peleándose a propósito del menú. Unos querían spaghetti y otros entremeses, unos querían las especialidades romanas y otros no las querían, unos querían vino tinto y otros, blanco. Sobre todo las mujeres armaban un jaleo del demonio, como gallinas que se sacuden en el gallinero antes de dormir. Me fue imposible dejar de murmurar entre dientes, mientras me inclinaba tras él:
—¡Mira que gallinas!
Debió oirme, porque se sobresalió y me preguntó:
—¿Qué dices?... ¿Gallina?
—Sí —expliqué—, hay gallina hervida.
—No, nada de gallina hervida —gritó alguien—. Queremos comer a la romana: habas con tocino, mondongo.
—¿Pero qué es, exactamente, el mondongo?
—El mondongo —dijo el que leía la carta— es el intestino del ternero de leche que no ha comido aún hierba, cocido con todo lo que tiene dentro, o sea, con los excrementos...
—Excrementos... ¡Oh, qué horror!
—Es lo que ustedes necesitan —pensé, o mejor murmuré, inclinándome.
Esta vez él oyó algo, porque preguntó, casi incrédulo:
—¿Qué dices?
—Yo no he hablado.
—Tú has hablado y has dicho algo —contestó él, con firmeza, pero aún sin cólera.
Entre tanto, no sé cómo, se había hecho el silencio, no sólo en la mesa sino en todo el restaurante. Hasta la misma orquesta, por casualidad, había dejado de tocar. En medio de este silencio yo me oí decir, en voz baja pero muy claramente:
—¡Dale con el tuteo...! ¡Tarado!
Inmediatamente él saltó, con inaudita violencia:
—¿Tarado, yo?... ¿Sabes con quién estás hablando?
—Yo no he dicho nada.
—Tarado, yo... ¡Sinvergüenza, bribón, canalla..., ya te voy a enseñar!
Entre tanto se había levantado, me había aferrado por las solapas y me golpeaba contra la pared. Los de la mesa se habían puesto también de pie, y unos trataban de poner paz y otros, en cambio, me insultaban. Además, todo el restaurante miraba hacia nuestro lado. Yo me calenté y dije, rechazándolo:
—Yo no he dicho nada... ¡Las manos quietas!
—Ah, ¿no has dicho nada, eh?... ¡No has dicho nada!
—No he dicho nada —repetí, soltándome. Y luego, con voz más baja—: ¡Tarado!
Así, por segunda vez, se me había escapado la palabra. Por suerte llegó corriendo el gerente, flexible como un junco, rastrero como una serpiente.
—Por favor, comendador... Por favor, por favor.
El comendador, como un verdadero mozo de cuerda, bramaba:
—¡Le rompo la cara!
El gerente me tomó del brazo finalmente, diciendo:
—Y tú, ven conmigo.
Otro que me tuteaba. Mientras atravesábamos la sala, con toda la gente poniéndose de pie para vernos mejor, no pude dejar de pensar en voz alta:
—Otro tarado que me tutea...
De momento, no dijo nada; pero cuando estuvimos en la cocina, a puerta cerrada, me gritó en plena cara:
—¿De modo que llamas tarados a los clientes... y luego me lo llamas a mí?
—Yo no he dicho nada... ¡tarado!
—Insistes... Pero el tarado eres tú, jovencito... Y te largas... ¡Te largas ahora mismo!
—Está bien... me largo..., ¡tarado!
En suma, los labios se me movían a pesar mío, sin que pudiera impedirlo. Me encontré en la calle y aún protestaba, casi en voz alta:
—¡Condenado tuteo!... Cómo si fuéramos hermanos... ¿Acaso hemos comido en el mismo plato?... ¿Por qué no guardan las distancias?
En aquel momento, un guardia, al ver que hablaba solo, se acercó y me interpeló:
—¿Has bebido, eh?... ¿Cómo era? ¿Dulce o seco?... Da media vuelta y vete... Aquí no puedes estar.
—¿Quién ha bebido? —protesté.
E inmediatamente después la palabra se escapó de mi boca, la misma que me había hecho despedir del “Marfolio”. Hubiera querido atraparla, como a una mariposa que se le escapa a uno de la gorra. ¡Pero no había nada qué hacer! Se me había escapado. Así, pues, me arrestaron por desacato a la autoridad: noche en la prevención, proceso, condena con libertad condicional.
Cuando salí de la cárcel advertí que mi cabeza había quedado congelada otra vez. Atontado, atravesaba la calle a la altura del Puente Vittorio, cuando pasó un coche y por poco me aplasta. No contento con ello, mientras aún estaba temblando, el chófer se asoma y me grita:
—¡Muerto de sueño!
Lo miré alejarse mientras mi cabeza repetía fielmente, como un eco, igual que un año antes:
—Muerto de sueño..., muerto de sueño..., muerto de sueño.
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