Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Perdiendo pie (1952)
[Otro título en español: “Pierdepié”]

(“Perdipiede”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (10 de agosto de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Comencé a perder pie en seguida, tan pronto como nací, por culpa de mi rostro, que carece completamente de barbilla. No es una parte importante del rostro la barbilla, bastante menos importante que la nariz o los ojos, pero si a uno le falta, no sé por qué, todos lo toman por bobo. Bueno, continué perdiendo pie al quedarme huérfano a los trece años, y luego seguí perdiéndolo aún más al irme con una tía campesina a Ciociaria, donde me vi reducido a vivir como una bestia, y después todavía más, al quedarme un día y una noche bajo las ruinas de la casa cuando fue bombardeada. Luego, guerra, alemanes, aliados, hambre, posguerra, mercado negro, cajetillas: no hice sino perder pie. Y si la vida está hecha de escalones, como dice el proverbio, y hay quien los sube y quien los baja, yo, estos escalones de la vida no he hecho más que bajarlos, siempre por culpa de esa barbilla que no estaba donde debería estar. Los bajé hasta tal punto que cuando, hace un año, encontré sitio para dormir en una portería del centro de Roma y luego comencé a arreglármelas a base de limosnas y de pequeños servicios en la misma calle en la que está la portería, me pareció que por primera vez desde que había nacido estaba subiendo. No lo creerán ustedes, pero fue precisamente la falta de barbilla lo que me salvó: aquélla era una calle de importantes tiendas de alimentación, es decir, salchicherías, tabernas, panaderías, carnicerías, droguerías, fiambrerías, y todos los negociantes, cargados de clientes, necesitaban alguien que les llevase paquetes, retirara envases, fuera de aquí para allá con encargos. Al verme sin barbilla pero fuerte, aquellos tenderos tuvieron compasión de mí; y así, ora con uno ora con otro, me hice con bastante trabajo y pude contar con buen número de propinas. También había en aquella calle cuatro o cinco hosterías y trattorie, y sus dueños, compadecidos de mi barbilla, me daban de vez en cuando un plato de sopa. Tenía una camisa militar y un par de pantalones con las rodillas remendadas; alguien me dio una chaqueta rota por los codos pero en buen estado el resto; algún otro, un par de zapatos bajos. En resumen, como me dije transcurrido un mes, ya no perdía pie, sino que estaba marchando decididamente.
       Una calle, la gente la recorre en coche o a pie, y le parece una calle como todas las demás; pero si se vive en ella, como hacía yo, sin salir nunca, desde la mañana hasta la noche, una calle es un mundo en el que no se acaba de profundizar nunca. En aquella calle, donde yo conocía hasta a los gatos, había quienes me querían, había quienes ni me querían ni me dejaban de querer, y había quienes me querían mal. Los comerciantes y los fonderos me querían porque era servicial y estaba siempre a mano; el barbero, la mercera, el perfumero, el farmacéutico y otros muchos ni me querían ni me dejaban de querer, porque yo no los necesitaba y ellos no me necesitaban a mí; finalmente, un grupito de jovenzuelos que se citaban en el bar de la torrefacción me querían muy mal. Eran todos deportistas que pasaban el tiempo discutiendo de equipos de fútbol y de carreras de bicicletas, y está visto que el deporte vuelve malos a los hombres, haciéndoles tomar partido por el más fuerte y odiar al más débil. Yo era el más débil, y ellos, tan pronto como entraba en la torrefacción, me tomaban como blanco de sus apodos y de sus burlas. Me llamaban Pierdepié porque un día que me hicieron beber en la hostería me había abandonado a explicarles como, desde mi nacimiento, no había hecho más que perder pie; me encargaban recados falsos, me preguntaban, bromeando:
       —Pierdepié, ¿has vuelto a perder pie?
       O bien me aconsejaban muy serios:
       —Mira, por tu bien, deberías dejarte crecer la barba..., así nadie advertiría que no tienes barbilla.
       Consejo pérfido, porque, quién sabe por qué, no tengo barba. Apenas algún pelo largo y suave, pero nada de barba. Sin embargo, pese a estos jovenzuelos sin corazón, yo, como ya dije, iba marchando, o sea que lograba arreglármelas. Más aún, al verme por primera vez en mi vida vestido y alimentado, con una cama y un techo, e incluso con algún dinero en el bolsillo, me maravillaba, casi no me lo creía y repetía: “Toquemos madera..., ya verás como esto no dura..., toquemos madera”.
       Y, en efecto, no duró. Una mañana de verano, al entrar en la torrefacción para recoger una caja de latitas de petróleo que había que llevar a un cliente, noté que el consabido grupito de los deportistas tenía algo que le interesaba; estaban todos de pie, en círculo, al fondo de la tienda. Sin embargo, me acerqué muy digno al mostrador, fingiendo ignorarlos. Pero ellos me habían visto y me llamaron.
       —Eh, Pierdepié, ven aquí un momento..., mira quién está aquí.
       No quería hacerles caso, pero alguien me aferró por un brazo y tuve que doblegarme. Al fondo de la tienda, sentado en una silla, contra una pirámide de rollos de papel higiénico, había un hombre que se tiraba de los pelos, se daba puñetazos en la cabeza y lloraba. Estaba vestido con un par de pantalones de pana y una camiseta sin mangas. Lloraba y gemía, pero se tiraba del pelo y se daba puñetazos en la cabeza con una sola mano, porque era manco y en el sitio de la mano tenía una cosa redonda y lisa parecida a una pequeña rodilla. Luego alzó la cara, aplastada y en la que negreaba la barba, y vi que también era tuerto; pero el otro ojo valía por dos, vivo, centelleante, lleno de malicia. Aquellos jovenzuelos me explicaron que era un desgraciado más desgraciado que yo: no sólo huérfano, no sólo damnificado de guerra, no sólo refugiado, no sólo manco, no sólo tuerto, sino también rengo. Y añadieron que era mi competidor ahora, porque había encontrado sitio para dormir en un chiribitil bajo una escalera en aquella misma calle, y viviría de pequeños servicios, como yo, y, en resumen, había venido para arruinarme.
       —A ti sólo te falta la barbilla y, a lo mejor, un trozo de cerebro —dijo uno de ellos—, pero a él le faltan una mano, un ojo y hasta es rengo... Te ha ganado, Pierdepié.
       Yo dije que tenía que hacer e hice ademán de irme. Pero me retuvieron, diciendo que debíamos estrecharnos la mano, puesto que éramos los dos más desgraciados de la calle. De forma que nos estrechamos la mano; y luego el manco, que era un listo de siete suelas, volvió a comenzar su comedia, arrancándose los cabellos, dándose con el puño en la cabeza y gritando:
       —Dejadme..., no quiero vivir más..., quiero morir..., voy a tirarame al Tíber..., seguro que sí..., al Tíber voy a tirarme.
       En suma, me tocó asistir a una escena tan falsa que me daban ganas de vomitar. Hasta el punto de que, al final, le dije:
       —No, tú no te tiras al Tíber..., puedes estar tranquilo..., te lo digo yo.
       Él me miró con su único ojo y gritó:
       —Ah! ¿Que no me tiro?... Ahora verás..., me voy ahora mismo, en seguida.
       E hizo un gesto para levantarse y salir para ir al Tíber, que efectivamente no estaba muy lejos. Moraleja: lo retuvieron, le dieron algún dinero, y luego, cuando fui al mostrador y dije:
       —Bueno, esas latitas...
       —Pierdepié —me respondieron—, ten paciencia..., esas latitas las va a llevar hoy él, que es mucho más desgraciado que tú... Un poco para cada uno y los dos saldréis ganando...
       En resumidas cuentas, él, después de un momento, se secó las lágrimas, agarró con una sola mano la caja de latitas, la hizo volar sobre su hombro y, cojeando con su pierna más corta, muy ufano, salió de la torrefacción. Y yo me quedé con las manos vacías, entre aquellos jovenzuelos que se burlaban de mí repitiéndome que había llegado un competidor y que debía andar con ojo, porque si no me birlaría mi trabajo.
       Ellos bromeaban, pero era la verdad. Con el hecho de ser manco, tuerto y rengo, de desvariar y de llorar y darse puñetazos en la cabeza en cualquier ocasión, aquel canalla de Bettolino (le llamaban así porque le gustaba empinar el codo y pasaba las noche en la hostería) se las arregló muy pronto para quitarme varios trabajos. Entraba en este o aquel comercio, me presentaba para el paquete de costumbre, para el recado de costumbre, y me encontraba con que me decían:
       —Se lo hemos encargado a Bettolino..., ten paciencia..., lo necesita más que tú..., ten paciencia.
       Paciencia sí que tenía, pero comprendía que las cosas no podían seguir así: Bettolino, siempre llorando y dándose puñetazos en la cabeza y diciendo que quería tirarse al Tíber, progresaba; y yo, de nuevo, como antes, y peor que antes, perdía pie. Por fin, la gota que hizo rebosar el vaso fue la respuesta que me dieron en la tahona, un día que me dirigí allí para un encargo:
       —Oye, Pierdepié, me parece que estás exagerando... Eres fuerte, eres joven, eres ligero, ¿por qué no te buscas un trabajo normal?... A Bettolino sí que lo entiendo, le falta una mano, un ojo y es rengo... Pero a ti no te falta nada, ¿por qué no vas a trabajar?
       ¿Qué podía contestar? ¿Qué me faltaba la barbilla? Pero con la barbilla no se trabaja... No dije nada, pero desde aquel día comprendí que en aquella calle ya no había sitio para los dos: o él o yo.
       Una de esas mañanas me acordé de que había una caja de botellas de agua mineral para llevar a un cliente; y que, casualmente, Bettolino había hecho ese mismo recado el día anterior, de modo que hoy me tocaba a mí. Me fui, pues, derecho a la caja de la torrefacción y le dije al dueño:
       —He venido por aquellas botellas.
       El dueño estaba haciendo las cuentas y no me contestó en seguida; luego sin levantar la cabeza, gritó:
       —Alcanzadle esas botellas.
       Pero el mozo del bar contestó:
       —Se las hemos dado ya a Bettolino... Pierdepié, has llegado con retraso y se las hemos dado a él... Creíamos que tú ya no vendrías...
       —Pero si es temprano —comencé, confuso y ya furioso.
       —Bueno, él vino antes que tú, ¿qué le voy a hacer?
       —¿Hace mucho que salió? —pregunté.
       —No, hace un momento.
       —Eso lo arreglo yo —dije.
       Y salí de la tienda. Debía de tener una cara completamente trastornada, porque los consabidos jovenzuelos del deporte, que habían asistido a la escena, me siguieron en masa a la calle. En efecto, Bettolino cojeaba cincuenta metros más allá, por la acera, con la caja de las botellas al hombro. Lo alcancé a la carrera, le agarré el brazo con que sostenía la caja y le dije, jadeante:
       —Deja en el suelo esas botellas..., hoy me toca a mí.
       —Pero, ¿qué te pasa? —me dijo él, volviéndose, agresivo—: ¿Eres bobo?
       —Te digo que dejes esas botellas.
       —¿Y quién eres tú?
       —Soy uno que, si no las dejas, te va a quitar las ganas de vivir.
       —¿Quién lo dice?
       —Lo digo yo.
       En resumidas cuentas, forcejeamos un momento y luego yo le di un empujón; la caja cayó al suelo y las botellas se rompieron, inundando la acera de agua mineral. Él, de inmediato, hipócrita, comenzó a gritar, dirigiéndose a los deportistas que nos habían seguido y ahora nos rodeaban:
       —Todos sois testigos... Las botellas las ha roto él..., todos sois testigos.
       Yo, entonces, perdí completamente la cabeza; tenía una navajita en el bolsillo, la apreté, me lancé sobre él, lo enganché por el pecho e hice ademán de golpearle, gritando:
       —Debes largarte, ¿entiendes?... Debes largarte.
       La gente chilló al ver la navaja, alguien me agarró por la muñeca, retorciéndomela, la navaja cayó al suelo, y un muchachito, rápido, la recogió. Mientras tanto, Bettolino aullaba, saltando de un lado a otro:
       —¡Me quiere matar! ¡Socorro!... ¡Me quiere matar!
       Pero luego, viendo que me sujetaban y que no había peligro para él, como un verdadero cobarde, me lanzó un golpe a la cara, con el hueso del brazo manco, duro como una pedrada. Ante este golpe lancé un mugido, me solté y me eché sobre él. Pero, pese a ser cojo, era muy ligero y se escondía tras uno u otro de los jovenzuelos, sin dejar de gritar que quería matarlo; y yo corría tras él y ya veía todo rojo y era como un toro que corre de aquí a allá dando cornadas y la gente escapa a dónde puede y el toro da cornadas al aire. Corría, y la multitud se abría, y luego se juntaba de nuevo, y Bettolino se me escapaba siempre. Por fin, un tal Renato, el más fuerte del grupo de los deportistas, me sujetó por los brazos, diciendo:
       —¡Basta! ¡Estate quieto!
       Es preciso decir que le tenía tanta rabia a él como a Bettolino, porque me volví y le di un puñetazo en la cara. Este puñetazo me perdió. Recibí inmediatamente otro que me hizo rodar por el suelo y, cuando me levanté, sentí que un agente me agarraba por el brazo. Me arrastraron mientras perdía sangre por la nariz, con una gran cola de gentes que nos seguían, con Bettolino que desde lejos continuaba gritando que había querido matarlo. Se encontró la navaja, y me condenaron. Cuando salí de la cárcel comprendí que con Bettolino había perdido pie definitivamente; y no me dejé ver más por aquella calle. Quien pierde pie, no lo vuelve a poner donde lo ha perdido.




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