Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

El tesoro (1949)
(“Il tesoro”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (20 de noviembre de 1949);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      A la hostería de la Porta San Pancrazio, donde yo trabajaba como mozo, solía ir por aquella época un hortelano a quien todos llamaban Marinese, ya sea porque fuera de Marino, ya sea, más bien, porque le gustaba mucho el vino de Marino. Este Marinese era muy viejo, ni siquiera él sabía cuántos años tenía. Pero bebía más que muchos jóvenes y cuando bebía charlaba con quien quería oírlo o a veces solo. Nosotros, los mozos de hostería, ya se sabe que escuchamos las conversaciones de los clientes cuando servimos. Marinese, entre muchas falsedades, contaba a menudo una historia que parecía cierta: que los alemanes habían robado en la villa de un príncipe, situada no muy lejos de allí, un cajón lleno de plata y que lo habían enterrado en un sitio que él sabía. A veces, si estaba muy borracho, daba a entender que aquel sitio era su huerto. De forma que, si él quisiera, podría hacerse rico. Y un buen día sí que querría. ¿Cuándo?
       —Cuando sea viejo y ya no tenga ganas de trabajar —dijo una vez a alguien que se lo preguntó.
       Lo cual era una respuesta grotesca porque, al verlo, se le echaban por lo menos ochenta años. En suma, comencé a pensar en ese tesoro y estaba convencido de que existía, porque hacía unos años, precisamente durante la ocupación, aquel robo había ocurrido realmente y el príncipe no había encontrado jamás su plata. Y pensándolo, me daba mucha rabia que estuviera en manos de Marinese, el cual uno de esos días se moriría de repente en su barraca y, entonces, adiós tesoro. Intenté congraciarme con él, pero el viejo, como un verdadero pillo, se dejó invitar a vino pero no soltó prenda.
       —Aunque fueras mi hijo —me dijo al final, solemnemente— no te lo diría... Eres joven: trabaja... El dinero lo necesitan los viejos, que están cansados y ya no pueden más.
       Por último, desesperado, me confié con el otro mozo, Remigio, un rubio descolorido, más joven que yo. Se entusiasmó en seguida, pero tontamente, como tonto que era, y comenzó a hacer castillos en el aire: “nos haremos ricos, me compro una moto, abriremos juntos un bar”, y así sucesivamente. Le dije:
       —Primero hay que encontrar ese tesoro... Y, además, que no se te suba a la cabeza... Haremos cuatro partes: tres para mí y una para ti... ¿Vale?
       Dijo que valía, siempre exaltado. Y nos citamos aquella misma noche, después de las doce, en la entrada de la via Aurelia antigua.
       Estábamos en mayo, a comienzos, y con aquel cielo estrellado y aquella luna resplandecientes que hacía ver las cosas tan claras como de día, en medio de aquel aire suave, no me parecía que hiciéramos nada prohibido, como era agredir a un pobre viejo; me hacía la ilusión de que todo era un juego. Echamos a andar por la via Aurelia, entre esas murallas tan viejas tras las que están los huertos y jardines de los conventos. Yo llevaba una pala, por si Marinese no quería prestarnos la suya, y a Remigio, para que hiciera algo, le había dado una barra de hierro. Había comprado en la Plaza Vittorio un revólver y un cargador, aunque le había puesto el seguro: nunca se sabe. A decir verdad, también yo me había exaltado con la idea del tesoro y ahora me arrepentía de haberle hablado a Remigio: así me tocaría algo menos. Además, sabía que era charlatán y, si hablaba, el juego podía acabar en la cárcel. Este pensamiento me atormentaba mientras caminábamos a lo largo de las murallas. Y de pronto me detuve, sacando el revólver que todavía no le había enseñado, y le dije:
       —¡Mira que si hablas te mato!
       Él dijo, tembloroso:
       —Pero, Alessandro, ¿por quién me has tomado?
       —Habrá que darle alguna cosilla a Marinese —continué— para que también él tenga su interés y no nos denuncie... Quiero decir que se la darás tú, de tu parte... ¿Entendido?
       Dijo que sí y yo enfundé la pistola y seguimos andando.
       Algo más adelante, a la derecha, había un portón antiguo, con columnas y una lápida latina en el frontón. El portón estaba pintado de verde, todo deslucido y desvencijado; tras aquel portón, como yo sabía, estaba el huerto de Marinese. Miré hacia la calle y, en vista de que no había nadie, empujé el portón, que estaba abierto, y entré, seguido por Remigio.
       Cuando me asomé al huerto, aunque no viniera a buscar hortalizas, debo decir que casi dejé escapar un grito de admiración. ¡Qué huerto! Ante nosotros, en medio de aquella luz blanca e intensa de la luna, se extendía el huerto más hermoso que hubiera visto nunca. Las zanjas brillantes se alargaban rectas, como trazadas a escuadra; entre una zanja y otra, las verduras, en fila, parecían ir en procesión, triscando en el claro de luna, hacia la barraca de Marinese que se entreveía allá, al fondo del huerto. Había lechugas gigantes, de esas que basta con una para llenar la balanza del frutero; hermosas plantitas de tomate, con sus guías de cañas y, entre las hojas, tomates aún verdes pero ya tan grandes que parecían reventar; berzas grandes como cabezas de niños; cebollas altas y tiesas como espadas; alcachofas, tres o cuatro en cada planta; había escarolas, guisantes, judías, acelgas y, en resumen, todas las verduras de la estación. Aquí y allá, en el suelo, como abandonados para quien quisiera recogerlos, vi muchos calabacines y muchos pepinos. También había árboles frutales, como ciruelos, melocotoneros, manzanos, perales: bajos y tupidos, llenos de frutos todavía verdes que asomaban entre las hojas, al claro de luna. Se daba uno cuenta de que cada una de aquellas plantas conocía la mano del hortelano; y que no era sólo el interés lo que guiaba esa mano. Remigio, que no pensaba más que en el tesoro, preguntó impaciente:
       —¿Dónde está Marinese?
       —Allá —respondí, indicando la barraca en el fondo del huerto.
       Fuimos hacia allí caminando por un pequeño sendero, entre una hilera de ajos y otra de apios. Pero Remigio puso el pie encima de una lechuga y yo le dije:
       —¡Animal, mira por dónde andas!
       Me incliné, recogí una hoja de aquella lechuga y me la llevé a la boca: era dulce, carnosa, fresca, como si el rocío la hubiese lavado. Así llegamos a la barraca; y el perro de Marinese, que me conocía, en vez de ladrar vino a mi encuentro meneando el rabo: un perro amarillo, de hortelano, pero inteligente. Llamé a la puerta cerrada de la barraca, primero suavemente, luego con más fuerza y por último, como nadie contestaba, a puñetazos y patadas. La voz de Marinese nos sobresaltó a ambos, porque no venía de dentro de la barraca sino de una mata cercana.
       —¿Quién es? ¿Qué quieren?
       Tenía una pala en la mano, se ve que incluso de noche se ocupaba de su huerto. Se adelantó en el claro de luna, con los brazos colgantes, la espalda curvada, la cara roja con la barba llena de pelos blancos, un verdadero hortelano que desde el alba hasta la puesta de sol se dobla sobre sus verduras. Le dije, en seguida:
       -¡Amigos!
       —No tengo amigos —contestó él, luego se acercó y añadió—: Pero a ti te conoco... ¿No eres Alessandro?
       Le dije que, en efecto, era Alessandro; y, sacando del bolsillo la pistola, pero sin apuntarle, le ordené:
       —Marinese..., dinos dónde está el tesoro... Nos lo repartiremos... Pero, si no quieres decírnoslo, lo cogeremos igualmente.
       Mientras tanto alzaba la pistola, pero él puso sobre ella su gruesa mano, como para decir que no era cuestión de eso, e, inclinando la cabeza, preguntó con aire reflexivo:
       —¿Qué tesoro?
       —La plata, la que robaron los alemanes.
       —¿Qué alemanes?
       —Los soldados, durante la ocupación..., se la robaron a aquel príncipe...
       —¿Qué príncipe?
       —El príncipe..., y tú has dicho que la habían enterrado en tu huerto.
       —¿En qué huerto?
       —No te hagas el tonto, Marinese..., en tu huerto... Tú sabes dónde está... Dínoslo y acabemos de una vez.
       Él, siempre con la cabeza gacha, pronunció entonces lentamente:
       —Ah, sí, quieres decir el tesoro.
       —Claro, el tesoro.
       —Entonces, ven conmigo —dijo presuroso—, lo desenterramos en seguida... ¿Tienes una pala? Coge ésta... Ven, que vamos a darle una pala también a él... Ven...
       Me quedé un poco asombrado, porque no me esperaba que aceptase tan pronto; pero lo seguí. Fue detrás de la barraca, sin dejar de refunfuñar:
       —El tesoro..., ahora verás qué tesoro... —y volvió con una pala, que entregó a Remigio. Luego echó a andar, repitiendo—:
       Venid...; queréis el tesoro..., pues lo tendréis.
       Detrás de la barraca el terreno no estaba cultivado, sino lleno de residuos y basuras. Más allá había una hilera de árboles y, detrás de los troncos, un muro alto, parecido al que limitaba el huerto en la parte que daba a la Aurelia. El cogió el sendero, a lo largo de los árboles, y fue hasta el fondo del huerto, donde el muro hacía una esquina. Allí se volvió hacia nosotros de improviso, y golpeando el suelo con el pie, nos dijo:
       —Cavad aquí..., ahí está el tesoro.
       Yo cogí la pala y empecé a cavar inmediatamente. Remigio, con la pala en la mano, me miraba. Marinese le dijo:
       —¡Cava tú también!... ¿No quieres el tesoro?
       Remigio, entonces, se lanzó a cavar con tanta furia que Marinese añadió:
       —Ve con calma..., tienes tiempo.
       Ante estas palabras, Remigio paró y se dio con la pala en el pie. Él le quitó la pala y le dio la vuelta, diciendo:
       —Debes cogerla así..., y cada vez que entre en la tierra debes empujarla con el pie... Si no, no cavarás bien.
       Luego añadió:
       —Cavad un par de metros de largo por un par de metros de ancho... Nada más... El tesoro está debajo... Yo, entre tanto, daré una vuelta.
       —Tú te quedas aquí —le dije yo.
       —¿De qué tienes miedo?... —me respondió—. Ya te he dicho que el tesoro es tuyo.
       Así, pues, cavamos primero en superficie y luego cada vez más profundo, según un rectángulo que yo había trazado con la punta de la pala. La tierra estaba dura, seca, llena de piedras y de raíces; yo tiraba la tierra a un lado, en un montón, y Marinese, que no hacía nada, quitaba las piedras con el pie o nos daba consejos:
       —Más despacio..., arranca esa raíz..., quita esa piedra.
       Salió un hueso, largo y negro, y él lo cogió y dijo:
       —Es un hueso de vaca... Ya ves cómo empiezas a encontrar algo.
       No comprendía si hablaba en serio o en broma; pese al fresco de la noche, estaba bañado en sudor; de cuando en cuando miraba a Remigio, y me daba rabia verlo también a él tan jadeante y lleno de celo. Cavamos un buen rato y no se veía nada: ahora habíamos hecho un hoyo rectangular, de casi un metro de hondo, y la tierra, en el fondo, estaba húmeda, harinosa, oscura, pero sin rastro de cajón o de saco o de cualquier otro recipiente. De pronto le ordené a Remigio:
       —¡Párate! —y luego salí del hoyo y le dije a Marinese—: Dinos, ¿dónde está el tesoro? ¡No me digas que nos has tomado el pelo!
       Él contestó inmediatamente, quitándose la pipa de la boca:
       —¿Quieres el tesoro? Ahora te lo enseño, el tesoro.
       Vi que se alejaba dirigiéndose hacia otra barraca que primero no había observado, adosada al muro detrás de los árboles. Remigio dijo:
       —Se escapa.
       Y yo le contesté, enjugándome el sudor, apoyado en la pala:
       —No se escapa, no.
       Y en efecto, un momento después Marinese salió de la barraca llevando una carretilla llena hasta arriba, según me pareció, de estiércol. Fue al hoyo, tiró dentro el estiércol, y luego, metiendo un pie dentro, comenzó a nivelarlo con las manos. Le pregunté inseguro:
       —¿Y el tesoro?
       —Ahí tienes el tesoro —dijo él—. ¡Mira qué hermoso es!
       Y entre tanto, con las manos, cogía un puñado de estiércol y lo desmenuzaba ante mis narices, húmedo y maloliente.
       —Mira si no parece oro... Lo ha hecho la vaca... ¿Ves qué tesoro?... ¿Dónde vas a encontrar un tesoro como éste?... Ahí tienes el tesoro.
       Hablaba para sí, indiferente a nuestra presencia; y después, sin dejar de hablar, recogió la carretilla, volvió a cargarla a la barraca, la trajo al hoyo y tiró otra vez el estiércol dentro de él. También esta vez lo niveló con las manos, repitiendo:
       —Ya ves el tesoro..., ahí tienes el tesoro.
       Yo miré a Remigio y Remigio me miró a mí, y luego me armé de valor y saqué de nuevo la pistola. Pero él, de inmediato, separándola como si hubiera sido una pajita:
       —Quita la mano, quita... Si quieres la plata, ¿sabes dónde puedes encontrarla?
       —¿Dónde? —pregunté ingenuamente.
       —En una tienda... Si les das buenos billetes de a mil tendrás toda la que quieras.
       En resumidas cuentas, nos tomaba el pelo.
       —¿Y este hoyo que nos has hecho cavar? —preguntó Remigio con un hilo de voz.
       —Es el estercolero... —contestó—. Realmente lo estaba necesitando... Me habéis ahorrado el trabajo.
       Yo estaba completamente desanimado. Pensaba que debería de amenazarlo, quizás dispararle, pero después de haber cavado tanto y de estar tan desilusionado no me sentía con ganas. Le dije entonces:
       —Pero eso significa que no hay ningún tesoro... —esperando casi que Marinese me confirmase que no lo había.
       Pero él, como un viejo maligno, me contestó:
       —Lo hay y no lo hay.
       —¿Qué quieres decir?
       —Quiero decir que si tú hubieras venido por las buenas, de día, quizás lo hubiese... Pero así, no lo hay.
       Mientras tanto, sin ocuparse de nosotros, se dirigía hacia la barraca. Corrí tras él afanoso y lo cogí por una manga, diciendo:
       —¡Marinese! ¡Por amor de Dios!
       Se volvió a medias y preguntó:
       —¿Por qué no disparas? ¿Es que no tienes una pistola?
       —No quiero disparar... —dije—. Vayamos a medias.
       —Dime la verdad: no te atreves a disparar... Ya ves que no sirves para nada... Otro, dispararía... Los alemanes disparaban...
       —Pero yo no soy alemán.
       —Pues entonces, si no eres alemán, buenas noches.
       Y diciendo así entró en la barraca y nos dio con la puerta en las narices. Así acabó la historia del tesoro. Al día siguiente, a la hora de costumbre, Marinese entró en la hostería y, cuando le llevé su litro, me gritó:
       —¡Ah, tú eres el del tesoro!... ¿Dónde has metido la pistola?
       Por fortuna, nadie nos hizo caso, porque, como ya dije, charlaba mucho y solía decir cosas sin sentido. Pero, de todas formas, no me sentía muy seguro, y además, no me gustaba que se burlaran de mí ante Remigio, que lo sabía y se divertía mucho, como si él no hubiera creído también en el tesoro. De modo que aproveché una oferta de trabajo y me fui a una trattoria en el Trastevere, en la Plaza San Cosimato. En cambio, Remigio se quedó en San Pancrazio.




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