Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Trueno revelador
La cosa e altri racconti (1983)


      Llevaba cinco días huyendo en zigzag para borrar mi rastro, de París a Amsterdam, de Amsterdam a Londres, de Londres a Hamburgo, de Hamburgo a Marsella, de Marsella a Viena, de Viena a Roma, a veces en tres, otras en avión, sin dormir o durmiendo poco e incómodamente; tenía ya más ganas de dormir que de vivir, y creo que me habría dormido incluso frente al pelotón de ejecución del que procuraba salvarme con esta interminable fuga. Tenía tanto sueño al llegar a Roma, que cuando en la estación Termini mi hijo, según estaba convenido, vino a mi encuentro, lo primero que le pregunté era si me había encontrado un sitio donde pudiese dormir sin peligro. Me dijo que iba a tener un departamento exclusivamente para mí y que allí podría dormir cuanto quisiera; nadie más que él conocía la existencia de ese departamento.
       Entretanto, había tomado mi valija y caminaba a mi lado mientras salíamos de la estación. No pude menos que observarlo: hacía casi dos años que no lo veía. Me pareció, confusamente, debido a mi extremada fatiga, que no había cambiado en nada, salvo en dos particularidades: la barba, que antes no tenía, y la inquietante fijeza de la mirada, aspecto éste también nuevo. Le agradecí haber venido y encontrado el departamento; le dije que su madre se había quedado en París y le enviaba saludos; le dije también, con sincero placer, que tenía un aspecto excelente, mejor que la última vez, dos años atrás, que nos habíamos visto. Me repuso que esto se originaba en las satisfacciones deparadas por el trabajo: había entrado en una empresa de exportación-importación, donde ganaba bien, por ahora vivía en un hotel, pero pronto instalaría su casa, sobre todo porque estaba de novio con una muchacha italiana con quien pensaba casarse lo antes posible. Mientras me proporcionaba, sonriente, estas explicaciones, llegamos al automóvil. Puso mi valija en el baúl, subimos, se sentó al volante y partimos.
       No conozco muy bien a Roma, pero al seguir con atención, sobre todo por curiosidad, más que por otra causa, el trayecto del automóvil, recibí la impresión de que de un semáforo a otro habíamos atravesado todo el centro de la ciudad, después habíamos cruzado un puente y pasado al otro lado del Tíber. Mi hijo, mientras manejaba, no dejó ni por un instante de hablarme afectuosamente, me decía cuánto lo alegraba verme de nuevo tras una separación tan larga, hacía proyectos para mi futuro y el de su madre.
       Pasábamos ahora a lo largo del Tíber. Desde el auto podía ver la orilla opuesta, del otro lado del río, tupida de árboles de henchido follaje plateado que llegaba a rozar las aguas amarillas y brillantes. Detrás de los árboles se alineaban las casas; por encima de las casas, grandes nubes tomentosas, negras y amenazantes ascendían rápidamente a ocupar la parte del cielo que aún permanecía azul. Mi hijo comentó que sin duda estaba por desencadenarse una tempestad, desde hacía algunos días siempre ocurría así: de mañana había buen tiempo, que después se deterioraba, y por la noche se desataba infaliblemente una tormenta, con fuerte viento, truenos, relámpagos, lluvia.
       El automóvil recorrió un tramo del espacioso asfalto a lo largo del Tíber, flanqueado por el parapeto del río y, sobre el lado opuesto, por una fila ininterrumpida de casas de departamentos; después se detuvo en un punto tranquilo y carente de tráfico, atravesado por una de esas barreras pintadas de rojo y blanco que se instalan para impedir el tránsito por una calle. Mi hijo me explicó que en ese sector la orilla del río se había desplomado; iniciados tiempo atrás los trabajos de reparación, por esta causa allí no circulaban automóviles, de modo que el sitio constituía un verdadero oasis de paz en medio de la ciudad atestada de gente y tumultuosa. Bajé del automóvil y miré alrededor; en efecto, la calle junto al Tíber estaba casi desierta: dos o tres chiquillos se perseguían patinando, una pareja de enamorados caminaban lentamente tomados de la cintura, y en un automóvil detenido cerca del parapeto un hombre y una mujer escuchaban la radio.
       Levanté la vista al cielo: el temporal se condensaba cada vez más; el azul se había reducido a un pequeño desgarrón en torno del cual las nubes se apretaban tumultuosamente unas contra las otras, como por falta de espacio. Mi hijo, muy sonriente, me hizo observar una vez más la tranquilidad del sitio:
       —¿No es acaso un lugar ideal para pasar inadvertido?
       Sin pensarlo casi, respondí:
       —También es un lugar ideal para asesinar a alguien y pasar, precisamente, inadvertido.
       Mi hijo me palmeó la espalda:
       Vamos, vamos, de ahora en adelante no debes pensar en esas cosas. De aquí en adelante debes confiar en mí; yo me encargaré de organizarte una vida tranquila y segura.
       Después sacó un manojo de llaves y se acercó a la puerta de una de esas casas de departamentos; dijo que no había portero, de modo que yo podría entrar y salir cuanto quisiera sin ser visto ni vigilado. Entramos en el zaguán, pero no tomamos el ascensor, el departamento era de planta baja. Mi hijo abrió la puerta y me precedió al entrar en la pequeña vivienda, que de pronto me pareció bastante desolada, con esa especial desolación opaca y mustia propia de las casas que han permanecido largo tiempo deshabitadas. Los muebles eran por completo anónimos, más casi de oficina que de vivienda, y se limitaban a lo indispensable: en la sala, un diván y dos sillones, y en el dormitorio, sólo el lecho, una silla y una mesita. Había además, cerca del pequeño vestíbulo, un cuartito en cuya cama, deshecha, alguien parecía haber dormido hasta un rato antes. Pasamos frente a la cocina, donde vi, de pie frente a las hornillas, una mujer africana, joven. Le pregunté a mi hijo quién era, y me contestó que se trataba de una criada somalí que cocinaría y haría la limpieza mientras yo viviera en el departamento.
       —Habla nuestro idioma —agregó—, puedes tenerle entera confianza.
       Nos sentamos en el dormitorio, yo en la cama y mi hijo en la silla; casi inmediatamente, entró la somalí trayendo en una bandeja la cena recién preparada. Mientras con gestos agraciados, inclinándose hacia adelante, disponía los platos sobre la mesita, la miré, y advertí que era alta, ondulada y elegante, de hombros anchos, brazos redondos y fuertes y caderas estrechas; en su género una verdadera belleza. Depositó los platos, efectuó una ligera inclinación, mirándome directamente a los ojos, como si hubiese querido darme a entender algo, y después se fue. Mi hijo me invitó a comer; eché un vistazo a los platos y vi que contenían la comida tradicional de nuestra tierra, preparada, a juzgar por lo que se veía, con todo cuidado; pero no bien se me ocurrió tender la mano para servirme, experimenté una repugnancia tan insuperable como misteriosa y dije a mi hijo que no tenía hambre, sólo tenía sueño, y que ahora me dejara descansar, nos veríamos al día siguiente, y entonces haría todas las cosas normales de la vida, empezando por hacer honor a la óptima cocina nacional confeccionada por la criada somalí.
       El rechazo desconcertó un poco a mi hijo; insistió en que comiera algo, al menos; en caso contrario, dijo, me enfermaría, puesto que, según lo había admitido yo mismo, llevaba un día sin comer. Contesté que el miedo me había quitado por completo el apetito; ahora dormiría, durmiendo se me pasaría el temor, y al despertarme sentiría hambre de nuevo y entonces pensaría en comer. Descontento pero resignado, mi hijo llamó por su nombre a la mucama; la somalí reapareció; mientras volvía a colocar los platos en la bandeja, de nuevo se inclinó hacia mí, mirándome directamente a los ojos, antes de salir. A todo eso mi hijo se había puesto súbitamente de pie; me echó los brazos al cuello, me besó en las mejillas y dijo que entonces ahora durmiera; volveríamos a vernos al día siguiente.
       No sé por qué, a pesar del terrible deseo de dormir que me atormentaba, apenas salió mi hijo del cuarto recordé que, mientras me abrazaba, sentí sus manos palmearme no los hombros, cosa que habría sido normal, sino palparme a lo largo de los flancos, hacia abajo, hasta la base de la espalda, gesto insólito y dudoso por parte de él; se palpa en esa forma a los sospechosos, para saber si tienen armas. Al recordarlo se apoderó de mí el súbito deseo de observar nuevamente a mi hijo. Me precipité a la ventana, abrí los postigos, miré afuera.
       Precisamente en ese instante, salía de la casa y subía al automóvil. De nuevo sin motivo preciso, permanecí en la ventana para seguir con la vista el automóvil mientras se alejaba. Pero no se alejó mucho. Al llegar a la barrera roja y blanca se detuvo. Un hombre que estaba sentado en actitud ociosa, con las piernas colgantes, sobre el parapeto, bajó y se encaminó hacia el auto. Mi hijo le abrió la puerta y el coche partió.
       No pensé nada. Mi mente estaba ocupada por el sueño tal como una niebla densa ocupa un paisaje, impidiendo ver cualquier cosa. Cerré la ventana, me eché en la cama, vestido como estaba, y me quedé un instante tendido de espaldas, con los ojos abiertos. La puerta del cuarto estaba entreabierta; me dije que hubiese debido cerrarla con llave, pero no lo hice. La somalí debía de estar en la cocina; la oí cantar en voz baja ignoro qué cantilena de su país. Arrobado por ese canto sumiso que parecía, como las miradas de poco antes, destinado exclusivamente a mí, me quedé dormido.
       Dormí con violencia, como protestando contra algo, tal vez contra el sueño mismo. Todo el tiempo sentí que apretaba con fuerza los dientes y con rabia los puños. En cierto momento, durante la noche, sentí rodar el trueno bronco y fragoroso y después, en los intervalos de ese rugido, propagarse el crujido de la lluvia. Entonces, aun durmiendo, me pareció ver todo el vasto asfalto de la calle junto al Tíber hervir a borbollones bajo el aguacero; después relampagueaba vívidamente, y yo divisaba un hombre que sentado sobre el parapeto en actitud ociosa, de pronto bajaba y se dirigía a un automóvil detenido bajo la lluvia, y yo sabía que en el auto estaba mi hijo. Volví a ver esta escena varias veces: el hombre estaba sentado, bajaba y corría hacia el automóvil, y después, de nuevo sentado, bajaba y corría, y así otras veces más.
       Al fin, sin embargo, aun dormido, a fuerza de oír el trueno y el ruido de la lluvia, en mi mente se formó esta pregunta: “¿Dónde y cuándo sentí estos truenos, ese chaparrón?”. Sin dejar de dormir, me contesté: en mi infancia. Estoy más cerca de los sesenta años que de los cincuenta; el recuerdo me remitía medio siglo atrás. Estaba en la casa paterna, me despertaba sobresaltado en la oscuridad, sentía el crujido de la lluvia y el estrépito del trueno, entonces me levantaba del lecho y corría a refugiarme en el cuarto contiguo, entre los cálidos y reconfortantes brazos de mi madre. Lo mismo ahora. Me levanté de golpe con instintivo, irresistible impulso, crucé el dormitorio y salí al pasillo.
       La puerta del cuarto donde dormía la somalí estaba entreabierta, entre la oscuridad negra como el alquitrán y la luz violenta y efímera de los relámpagos, me asomé. No quise encender la luz; pensé que me bastaría vislumbrar a la mujer en los relámpagos, como había vislumbrado a mi madre aquella noche, cincuenta años atrás. Y así ocurrió. De vez en cuando relampagueaba, y entonces veía a la somalí, que dormía profundamente, apoyada la mejilla en la palma de la mano, el cuerpo envuelto en la sábana, encogido un brazo desnudo. Así la espié, entre relámpagos, largo rato; recordaba su mirada dirigida directamente a mí mientras servía y retiraba la cena; me preguntaba qué había querido decirme, y si verdaderamente se trataba de que hubiera querido decirme algo, o de que yo era quien deseaba que algo me fuese dicho. Por fin me sentí más tranquilo y dueño de mis nervios. Me fui, cerrando tras de mí la puerta, volví a mi cuarto. En realidad, mientras contemplaba a la mujer dormida había tomado una decisión, y ahora sólo me faltaba ponerla en práctica.
       Permanecí tendido de espaldas en el lecho un par de horas más; después, al despuntar el alba, me levanté, tomé mi pequeña valija y salí del cuarto en puntas de pie. En el pasillo, permanecí un momento ante la puerta de la somalí, quién sabe por qué, tratando de escuchar. Pero no me llegó rumor alguno: dormía. Abrí la salida, crucé el zaguán y me encontré en la calle junto al Tíber. En el amanecer, todos los árboles estaban empapados de lluvia; en el asfalto se dispersaban brillosos charcos de agua, y el cielo tenía un color masilla, entre blanco y gris. En el momento de cerrar la puerta del edificio, los faroles de la acera, aún encendidos, se apagaron todos a la vez. Eché a andar a buen paso hacia el puente más cercano.



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