Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

El regreso del veraneo (1938)
(“Il ritorno della villeggiatura”)
L’amante infelice
(Milán: Bompiani, 1943, 300 págs.);
Racconti (1927-1951)
(Milán: Bompiani, 1952, 697 págs.)



      Todos los hombres, y la mayoría sin saberlo, prestan a las horas, a los días, a las estaciones y a los años el mudable color de sus propios sentimientos. Para muchos, la mañana es angustiosa y la noche alegre, o bien al contrario. Las estaciones aparecen favorables o desfavorables según los casos. Los mismos años, mientras duran la memoria y la esperanza, se distinguen en afortunados o infortunados, en tranquilos o azarosos y así sucesivamente. Esta facultad de dar un carácter a las divisiones convencionales del tiempo está viva sobre todo en la juventud, edad en la que cada momento que pasa parece nuevo antes de vivirlo y es insustituible tan pronto como ha pasado; con la edad madura, y sobre todo con la vejez, se debilita, dominada por la costumbre, y al fin se apaga. Pero el noble Tarcisio, quizás porque vivía ocioso a sus cuarenta años igual que a los veinte, y no había dejado que el trabajo convirtiese el tiempo, como quiere el proverbio, en oro, conservaba intacto este poder; y para él, como en la adolescencia, cada minuto de la jornada, cada día del mes, cada estación del año conservaban esa fisonomía adusta o amable que tienen para el jugador, incluso cuando pierde y la partida se acerca a su fin, las diversas figuras de las cartas. Tarcisio, a los cuarenta y cinco años pasados, había perdido definitivamente su partida; y cualquier otro, en su lugar, no habría esperado ya nada de los años que le restaban de vida, numerosos quizá, pero de escaso valor, semejantes en todo a las cartas bajas que quedan en la mano cuando se han tirado todos los triunfos. Sin embargo, se obstinaba en esperar; y los años de la madurez lo encontraban con tanta ilusión como aquellos otros, ya lejanos, de la primera juventud.
       El momento más importante de la vida de Tarcisio era el comienzo del invierno. Al contrario de muchos, para los cuales ésta es la estación más triste y mezquina, para Tarcisio el invierno se coloreaba con las más vastas e insensatas esperanzas. Igual que muchos, durante el verano abandonaba la ciudad para ir a la playa o al campo; y desde su infancia, el regreso a la ciudad había sido siempre para él lo que para otros es el Año Nuevo, el verdadero comienzo del año, el tiempo de la espera y de los presentimientos. Cerrado el paréntesis informe y despreocupado de las vacaciones, le agradaba pensar que al regresar a la ciudad comenzaría otra vez a vivir, o sea a buscar un motivo de cambio para su vida en la de los demás. Y esta confusa esperanza, y no el esnobismo o la costumbre, impulsaba a Tarcisio a frecuentar los salones y los lugares de reunión; esta esperanza de tropezarse, a fuerza de buscar, con ese algo nuevo y milagroso de que el árido hastío de su alma estaba oscuramente sediento.
       Todos los años, al aproximarse el invierno, experimentaba el estremecimiento, lúgubre y exultante a la vez, de una inminente iniciación. El invierno era para él la sociedad, esa aproximación afectuosa y dolorosa de unos hombres a otros, ese intercambio febril de mercancías íntimas tan valiosas y venidas de tan lejos como los aromas y las sedas de los antiguos mercaderes. Tarcisio no se daba cuenta de que el centenar de personas a las que trataría durante el invierno se movían igual que él en aguas turbias y escasas, peces boqueantes sacados de su elemento por una despiadada red. Siempre esperaba que encontraría entre ellas a alguien que le permitiera salir del grave aburrimiento en que se debatía. Esta milagrosa ocasión había sido, sucesivamente, a través de los años, una muchacha con la que había querido casarse y a la que luego había encontrado demasiado inferior a la idea que de ella se hacía; numerosos amigos que habían traicionado su confianza; muchas mujeres a las que había exigido en vano el fuego de la pasión; y por último, incluso, un cura muy de moda en los círculos mundanos que durante unos meses le hizo acariciar la ilusión de encontrar la paz en una conversión. Pero, tras los primeros sermones, Tarcisio descubrió que los milagros que esperaba no tenían nada que ver con la religión; y había vuelto, desilusionado una vez más, a su infatigable y vana búsqueda. Esperándolo todo de fuera y nada de sí mismo, Tarcisio no carecía nunca de fetiches y esperanzas y en cuanto se hundía un fetiche encontraba fácilmente otro. Pero aquel año, el cuarenta y cinco de su vida, Tarcisio, al subir al tren para el habitual regreso a la ciudad, sintió que con la acostumbrada espera se mezclaba una especie de repique lúgubre y amenazador: “Esta vez o nunca..., esta vez o nunca”, le parecía que ritmaban las ruedas del vagón a través del monótono estruendo de la marcha. En el departamento de aquel tren ligero y medio vacío de comienzos del invierno no había más que un gordo y reluciente mocetón provinciano, vestido de nuevo de los pies a la cabeza, rubicundo e hirsuto, que fumaba en pipa con ceñuda seguridad y que de vez en cuando se ponía en pie para acomodar en la redecilla sus bonitas y flamantes maletas. Cuando tras muchas tímidas tentativas entabló conversación con Tarcisio se aclaró que, a pesar de las apariencias, sólo tenía dieciocho años y se dirigía a la capital por vez primera, con la intención de inscribirse en la universidad. Con voz plena de un entusiasmo mal disimulado le hizo a Tarcisio muchas preguntas sobre la ciudad, sobre la gente, sobre las costumbres, preguntándole también si conocía a tal o cual persona, desconocidas todas de Tarcisio, a quien parecía conceder gran crédito. Quizás en otra época a Tarcisio le habría molestado la ruda familiaridad del joven, pero en aquel momento el encuentro le hizo un efecto muy distinto. Tarcisio, a fuerza de esperar, era supersticioso y creía en los presagios. Aquel joven, que con temeroso ánimo le pedía noticias de su ciudad, le pareció casi la imagen de su propia alma aún ingenua reflejada en el espejo de un encuentro casual, y al mismo tiempo una misteriosa incitación a abandonarse sin temor a los más absurdos presentimientos. Mientras respondía al joven con mesurada y distante cortesía, Tarcisio advirtió de repente que experimentaba una inexplicable exaltación. El aire fresco que junto con breves rociadas de lluvia penetraba por la ventanilla abierta y tenebrosa, en vez de calmarlo lo embriagaba aún más. En semejantes momentos, Tarcisio sentía una irresistible necesidad de hablar solo, de dirigirse palabras sin sentido en las que su fiebre encontraba un cauce y un desahogo. El tren estaba ya muy cerca de la ciudad cuando de improviso, con un largo pitido, se detuvo.
       —¿Ya hemos llegado? —preguntó el joven, alarmado, en el silencio que sucedió al estrépito, poniéndose en pie de un salto y echando mano a las maletas.
       Tarcisio lo disuadió: debía de ser una parada en pleno campo. Pero, aduciendo el pretexto de asegurarse del lugar en que se hallaban, salió al pasillo y se asomó a la ventanilla.
       Como había dicho al joven, el tren se había parado en medio del campo. La oscuridad densa y húmeda de la noche lluviosa cercaba estrechamente a los vagones y no permitía que las luces amarillas de las ventanas iluminaran más que un breve trecho de la vía férrea, con los rieles que se alargaban en la oscuridad, negros y brillantes como serpientes, y las piedras blanquecinas y amuralladas que sostenían el terraplén. Más allá de estas luces, unos matorrales invisibles susurraban con un rumor metálico. La noche estaba llena de hálitos, de crujidos y de amplias y débiles ráfagas de viento. Después, con un nuevo pitido, .el tren reanudó su carrera. La luz incierta e inmóvil de las ventanillas empezó a pasar cada vez más rápida sobre la vía, con un rumor monótono y funesto al que la noche atormentada por la llovizna privaba del menor eco. Tarcisio presentaba un rostro ebrio a las escasas gotas, violentas como zurriagazos, y continuaba murmurando para sí palabras sin sentido. Por fin su exaltación decayó ante la aparición de la primera y roja claridad de la ciudad al fondo de las tinieblas, y volvió a entrar en el departamento. El muchacho estaba cogiendo sus maletas, cohibido por su propia turbación y por la pipa apagada que apretaba entre los dientes. Tarcisio se sentó de nuevo en su rincón y no pudo dejar de sonreír al pensar hasta qué punto él, tan comedido y discreto, se asemejaba en realidad en el fondo de su alma a aquel ridículo y cándido provinciano.
       Cuando bajó al andén de la estación y se encaminó hacia la salida tras la escasa y apresurada multitud de viajeros, su superstición le hizo observar varios detalles que le parecieron espléndidos presagios. Ante todo, el mozo que llevaba ante él las maletas del joven provinciano tenía un número propicio; y además, mientras se afanaba en buscar en sus bolsillos el billete, una muchacha rubia, enteramente vestida de negro, esbelta y graciosa, se lanzó tras él y le puso una mano en el brazo, exclamando: “¡Giulio!”; y cuando advirtió su error se excusó con un hermoso y encendido rubor que entonaba muy bien con sus cabellos de oro y con su luto. También la multitud de viajeros agradó a Tarcisio. Era una multitud de gente completamente desconocida, como de ordinario, pero carente de la tontería de los regresos precoces del veraneo. Gente que viajaba por motivos serios, negocios o algo así. Con gente como aquella podía muy bien, al llegar, hacerse la ilusión de estar en una ciudad desconocida, desconocido también él. Y al asomarse al exterior de la estación, las grandes lámparas blancas, especie de nocturnos frutos colgantes de los bosquetes municipales, el brillo del asfalto, sobre el que corrían achatados los faros de los automóviles, la claridad rojiza que la gran ciudad hacía reverberar en el cielo luminoso le parecieron festivos y misteriosamente prometedores.
       Se preguntó durante un momento si no sería preferible, en vez de ir directamente a su casa, dejar las maletas en consigna y vagabundear un rato bajo las arcadas de la plaza contigua a la estación, entre los soldados, las mujeres, los jóvenes deportistas y los demás transeúntes casuales como él. Era una lástima desperdiciar una noche como aquella, tibia y sensual, todavía plena de luces y atestada de gente, yendo a encerrarse en su mohosa mansión. Pero, tras reflexionar, decidió renunciar a ello.
       Diez minutos después, mientras giraba el llavín en la cerradura moderna que había sido empotrada en el viejo portón junto a la enorme y férrea de antaño, recordó que había avisado con un telegrama a su criado de su llegada y experimentó un fastidio anticipado ante la servil acogida. Decidió, por lo tanto, introducirse a escondidas en el edificio para no exponer sus queridas ilusiones a aquel primer choque, mínimo pero significativo, con la odiada realidad. Entró en el oscuro zaguán y subió sin prisas los anchos y bajos escalones. Sus pasos ligeros no despertaban el menor eco bajo la bóveda de piedra, casi le parecía ser una sombra entre todas aquellas sombras; e, igual que una sombra, hollar sin peso terrenal aquellas piedras sobre las que en persona y en todas las edades había posado tan a menudo los pies. Pero en el vestíbulo se vio obligado a encender la luz, y el espejo encuadrado por dos paneles decorativos que representaban desdibujadas y ahumadas escenas pastoriles le devolvió una imagen de sí mismo, furtiva, que le pareció absurda e incluso ridícula, con el rostro moreno surcado por profundas arrugas y las sienes grises. Quizás, no pudo por menos de pensar, su exaltación de hacía poco y su entrada silenciosa y precavida no eran sino un instinto de juego que había sobrevivido de la adolescencia; quizás todos sus presentimientos no eran sino los últimos resplandores de aquella lejana llamarada.
       “¿Y si pegase fuego a la casa?”, se preguntó de pronto, con seriedad, como para probarse a sí mismo que no jugaba y que estaba realmente desesperado en el fondo de todas sus ficciones. Pero esta vez el espejo le devolvió una imagen con los ojos brillantes y llenos de rabia que incluso le dio miedo; y satisfecho con este mudo testimonio de la profundidad de sus sentimientos, sin pensar más en el incendio cuyas llamas había visto durante un momento en su imaginación irrumpiendo, rojas y furiosas, por todas las ventanas del edificio, Tarcisio apagó la luz del vestíbulo y pasó, por una puerta lateral, al pasillo contiguo.
       Este pasillo, una especie de jaula encristalada que corría en torno al patio, era tibio y claro durante el día, como un invernadero, a causa de la protección de los cristales que permitía que los rayos del sol lo inundaran ampliamente sin el concurso del frío aire invernal. Pero .en ese momento le pareció lúgubre y angosto, con su bajo techo de vigas mal blanqueadas, los cristales oscuros y aquella hilera de puertas negruzcas y atrancadas. Antaño aquel pasillo tan cómodo le había permitido al Tarcisio adolescente salir de casa a hurtadillas y entrar sin ser notado. Quizás el recuerdo de aquellas remotas escapadas fue lo que le hizo mirar, con un gesto instintivo, en dirección a una de las últimas puertas, la de la habitación que antes había sido de sus padres, para ver si acaso se traslucía alguna luz. Naturalmente, ahora aquella puerta no estaba iluminada; pero con estupor vio que la temida franja de luz salía bajo una puerta situada un poco antes, la puerta, según le pareció, del comedor.
       Tarcisio posó su maletín en el suelo y se acercó a la puerta, a la escucha. Pero la puerta estaba cerrada y no le fue posible oír nada. Tarcisio sabía que la puerta no daba directamente a la estancia. Entre ésta y el pasillo había un angosto espacio en el que podría esconderse. Tarcisio apoyó los dedos en la manija y, muy despacio, abrió la puerta; cuando estuvo en el vano vio que las hojas de la segunda puerta estaban entornadas y que, a través de la rendija, podía tener una perspectiva de todo el comedor, excepto el lado desde el que miraba.
       Antes aún que el comedor, blanco y dorado, decorado en estilo neoclásico, vio la mesa oval que ocupaba el centro. Un hermoso mantel de encaje la recubría hasta el suelo. Evidentemente había dos personas sentadas a la mesa. Tarcisio veía perfectamente a una de ellas: era su joven criado, llamado Ramiro. A la otra no la veía y ni siquiera la oía; pero comprendía que estaba allí porque el criado le hablaba. Tarcisio tenía a este criado hacía ya un par de años. Al verlo sentado en su puesto en la mesa no pudo dejar de acordarse, sin saber muy bien por qué, de otra vez que lo había espiado. Fue un día en que Tarcisio, tras haber salido del comedor, volvió a recoger la pitillera olvidada en la mesa. Ahora bien, cuando se asomó al umbral sin hacer ruido, vio al criado que, erguido ante el espejo, con su elegante frac de piqué blanco, con una bandeja de plata en la palma de la mano, ensayaba pasos de danza, mirándose con profunda y caprichosa complacencia. Hacía girar la bandeja en la palma, avanzaba, retrocedía y daba vueltas mirándose al espejo por encima del hombro, se sonreía, adoptaba un aire solícito, complaciente, espantado, consternado, sorprendido, interrogativo, fatuo. Ensayaba, en suma, ignorante de la presencia de Tarcisio, que lo espiaba, su papel de camarero. “He aquí por fin a alguien contento con su estado”, había pensado Tarcisio, tosiendo discretamente antes de entrar e interrumpir aquella servil pantomima. Ahora, este criado, tan contento de ser criado se sentaba en su sitio en el comedor. Y a Tarcisio le pareció que lo veía por primera vez, pese a que durante dos años lo había tenido todos los días ante sus ojos.
       Le sorprendió de inmediato la extraordinaria dulzura del rostro, que así, de perfil, con los cabellos rubios y rizados que crecían muy bajos en la frente y la boca roja y algo saliente, recordaba mucho el hocico de un cordero. Era un rostro blanco y rosado, de expresión sandia y compungida. Luego, al hablar, Ramiro volvió los ojos hacia él y Tarcisio vio que eran de un azul desvaído, con una mirada desagradable, brillante y remilgada: el criado estaba borracho. También le sorprendió a Tarcisio el aspecto mísero y encogido del criado, que no vestía el frac almidonado, sino un trajecillo veraniego de tela .gris. Con los hombros estrechos y caídos, el pecho hundido donde se retorcía una raída corbata, hacía pensar en un muchacho pobre que se hubiera puesto un traje ajeno. En el momento en que Tarcisio posó en él la mirada, el criado, una mano en la botella que campeaba en medio de la mesa, miraba con aire enojado y sojuzgado hacia el invisible comensal. Luego una mano morena, pequeña, llenita, con las uñas pintadas de un rojo casi negro, una mano de mujer, se adelantó hacia él apretando un gran vaso de cocina.
       —¡Venga, dame! —dijo una ronca y baja voz femenina.
       —Pero ¿por qué?... Dirce..., ¿por qué? —respondió el otro quejumbrosamente, la mano en la botella, sin decidirse todavía.
       —¿Por qué? No preguntes nunca el porqué.
       —Ya has bebido mucho —continuó el criado, sacudiendo la cabeza con aire triste, juicioso y despechado—, no quisiera que después te sintieras mal...
       Hubo el rumor de una silla movida. Bruscamente, una figura de mujer entró en el campo visual de Tarcisio. De pequeña estatura, con los relucientes cabellos esparcidos en compacta melena sobre la espalda, el cuerpo envuelto en un abrigo masculino de un feo paño azulado, tenía, así de espaldas, el aire de una colegiala; pero las medias de seda, con la negra costura serpenteando sobre la pálida y gruesa pantorrilla, eran de mujer. Con energía, dando siempre la espalda a Tarcisio, ella se adelantó levemente vacilante, inclinó la botella y llenó hasta el borde el vaso, que tras haberse llevado a los labios dejó sobre la mesa. Luego giró en torno al criado, que protestaba, e inclinándose por encima de él se dobló algo hacia un lado, su rostro contra el de él, buscando con los labios los de él. Tarcisio vio un rostro lívido, con ojos negros cuya pupila sobresaliente y ansiosa sacaba a flor de piel la misma mirada vítrea que tienen los cabritos degollados que cuelgan sobre el mármol de las carnicerías. La nariz, recta y corta, tenía ventanillas ásperamente dilatadas, y los agujeros de estas ventanillas eran negros como sangre estancada. Los labios hinchados evocaban también, con su carmín graso y denso, la sangre coagulada. Un mechón agudo y vivo como una serpiente se había separado del pelo y colgaba temblando a lo largo de la mejilla.
       Era una cabeza de muerta, no pudo dejar de pensar Tarcisio; y, sin embargo, estaba viva en su hielo, como en un aire simpático y enteramente suyo. Apretaba su mejilla pálida y opaca contra el rostro blanco y delicado de su compañero y tendía los labios buscando torpemente los reacios de él. Por fin, decidiéndose de golpe, Ramiro aferró aquella cabeza con una especie de desesperada furia y la besó casi con rabia. El beso duró poco. Luego Dirce se sentó sobre la mesa con un salto desenvuelto, abriendo los bordes de su abrigo azul y descubriendo el vestido de chillona seda verde.
       Durante un momento ambos quedaron inmóviles, la muchacha con los ojos bajos y el joven con la cabeza clavada sobre el mentón, como absorto en una honda reflexión. Por último, ella hizo un gesto con la mano, como conteniendo un bostezo.
       —Y ahora —dijo—, vámonos a dormir.
       —¿Dónde? —preguntó el criado con voz apenas audible, sin moverse.
       —Ya sabes dónde —respondió ella, con una voz pesada y agresiva, cargada de alusiones, comiéndoselo con los ojos.
       El criado parecía sentir esa mirada en la frente, como se siente la luz de una bombilla demasiado fuerte. Y sacudió la cabeza, como para librarse de su peso.
       —¿Por qué?... ¡Vaya idea! —gimió.
       Pero a Tarcisio le pareció distinguir en aquella queja una tentación vergonzosa e irresistible.
       —Porque me apetece —respondió ella lentamente, como inculcando una lección.
       —Pero, ¿qué es lo que te apetece? —esta vez la tentación era clara, pensó Tarcisio, hasta el punto de hacer pensar en que lo que le apetecía a la muchacha también le apetecía al joven, y quizás más a él que a ella—. ¿Qué es lo que le encuentras? ¿No es una cama como las demás?
       —Lo será... Pero yo —contestó ella con aire inflexible y aburrido, mirándose las uñas—, yo siempre he querido hacerlo... Lo dije desde el principio... tienes que dejarme comer en su mesa y dormir en su cama.
       —Comprendo lo de la mesa —dijo el criado con tono de alivio, como si discutir aquello destruyese su veneno— puedes tener la curiosidad de ver la casa... el comedor... Pero la cama...
       —Más bien tendrías que confesar que no te atreves —dijo ella, con despreocupación.
       De inmediato, ante estas palabras, el bobo rostro del criado enrojeció con repentina e intensa furia.
       —¡Dale! —profirió el criado, levantándose de un salto—. Ya empezamos con el asunto del valor... Durante mucho tiempo me has repetido que no tenía valor y entonces, para demostrarte que sí, te he traído a la casa... Y ahora, siempre con esa historia del valor, quieres obligarme a dormir en su cama... Y luego, poco a poco, ¿qué sucederá? Me dirás que no tengo valor para, ¿qué sé yo?, para robar... y tendré que convertirme en ladrón para demostrártelo... Pero ya te he entendido —concluyó con una especie de cómico furor—, ¡y, lo que es esta vez, no me la das!
       Rojo e indignado bajo los rizos rubios, con voz gimiente, parecía más que nunca —pensó Tarcisio— un carnero recalcitrante que clava las patas en el suelo y se niega a andar.
       —Bueno, a fin de cuentas —dijo la muchacha—, di lo que te parezca..., pero no tienes valor.
       —Porque no quiero tenerlo.
       —No, no lo tienes.
       —Te digo que lo tengo; sólo que no quiero.
       —Cuentos.
       —Si te digo que sí... es que sí.
       Ahora estaban uno frente a otro; el criado incluso se había puesto en pie, furioso, pero la chica ni siquiera lo miraba; parecía reflexionar, con los párpados salientes y brillantes bajados.
       —Está bien —dijo por último—; entonces, para demostrarme que no tienes miedo, haz algo que realmente pueda perjudicarte... Por ejemplo —alzó los ojos y lo miró—, lanza un vaso contra aquel espejo —y señaló la puerta tras la que se escondía Tarcisio. La puerta tenía un gran espejo empotrado en un marco.
       El criado la miró con estupor, luego se echó a reír y se sentó. Estaba claro que no creía que la muchacha hablaba en serio, tan increíble era la propuesta.
       —Palabra de honor —exclamó con tono desabrido— que si no te conociese tan bien podría creer que estás loca... Por ejemplo, dime por qué tendría que romper ese espejo.
       Ahora su acento era el de quien, al encontrar un tema que por suerte está muy alejado de la realidad, no se niega a discutirlo, sino que lo desea, para evitar enfrentarse con la realidad.
       —La razón —dijo la muchacha— te la diré después.
       —Yo, desde luego, no rompo el espejo —dijo el camarero, gozoso y como hablando para sí. Y luego, de pronto, con el aire de quien ha hecho un hallazgo—. Pero tú, veamos, tú, que tanto hablas, ¿te atreverías a tirar el vaso?
       Ante estas palabras del criado hubo una expresión de rabiosa prontitud en la cara de la chica.
       —¡Yo —repitió con voz vibrante—, yo, mira!
       Y antes de que Ramiro hubiera podido impedirlo cogió un vaso de la mesa y lo lanzó, con inesperada rapidez, contra la puerta. Tarcisio tuvo casi la impresión de que el vaso había sido lanzado conscientemente contra él. Oyó cómo el vaso volvía a caer con un chasquido y durante un momento esperó que el espejo no se hubiera roto. Pero, inmediatamente después, llovieron sobre el pavimento los argentinos fragmentos del espejo. Luego hubo un silencio. Con el corazón agitado, hondamente turbado, Tarcisio volvió a aplicar los ojos a la rendija y vio al criado de pie, estupefacto, mirando en dirección a la puerta. La muchacha se había quedado sentada en la mesa y dijo, muy tranquila:
       —¿Has visto cómo me he atrevido a romper el espejo?
       —¡Has roto el espejo! —dijo el otro, con voz temblorosa—. Y ahora, ¿qué hago yo?
       —¿Tienes miedo, eh? —dijo ella, complacida.
       —¡Qué miedo ni qué...! Sólo que... —en su furor, el criado, con la cara congestionada, tartamudeaba. De pronto su pacífica cara se endureció con una cómica expresión de autoritaria resolución—. Venga, Dirce..., vámonos de aquí —dijo, agarrando a la chica por un brazo, con el mismo tono violentamente paternal con el que habría hablado a un niño pendenciero e incorregible—. Vamos, Dirce..., vamos a casa... Es tarde y tu madre podría advertir tu ausencia.
       —¡Pero yo no quiero irme! —gritó la muchacha con estupor. Sin embargo, ante el asombro de Tarcisio, que no creía que el pequeño Ramiro fuese tan fuerte, se vio obligada a bajar de la mesa.
       —Ea, ya está bien —continuó el otro—, vamos a casa... Aún tenemos tiempo de coger el último autobús.
       —¡No quiero ir a casa! —gritó ella mientras se debatía, con la cara contraída en una fea mueca de odio.
       Pero el criado parecía decidido.
       —Te irás —dijo; y de un empujón la hizo llegar al umbral.
       Tarcisio los vio pelearse durante un momento; la muchacha ora se aferraba con ambas manos a las jambas, ora agarraba con los dedos la nariz o las mejillas de su compañero, tratando de arañarle, pero el otro, paciente e inflexible, no soltaba su presa.
       —¡Siervo! —gritó ella por último, cediendo—. ¡Eres un siervo!
       En medio de un rumor confuso ambos desaparecieron de la vista de Tarcisio. Este permaneció un instante a la escucha; y después, tan pronto como estuvo seguro de que se habían alejado, salió de su escondite.
       La mesa a la que se había sentado durante tantos años en sus comidas solitarias había quedado con el desorden de la cena servil. Ramiro no había querido aparejarla con las piezas de plata y cristal de su amo; o quizás, no pudo dejar de pensar Tarcisio, había sido la chica quien, como por afrenta, había querido diseminar sobre el espléndido mantel los toscos platos de cocina. La verdad es que, salvo el blanco lino que la recubría, la mesa estaba puesta como la de una posada. Una gran cazuela de loza brillante y amarilla en cuyo fondo quedaban las sobras de un “fricassé” ocupaba el lugar del lujoso centro de porcelana de Sajonia. Junto a ella, una torcida botella recubierta de paja ennegrecida. La fruta, comprada en la frutería de la esquina, había rodado fuera de su cartucho de papel de estraza, como de una rústica cornucopia. En los platos, bajo las rizadas mondas de las naranjas permanecían los círculos de grasa impresos por la miga. Manchas rojas de tomate y violáceas de vino manchaban el mantel; y eran tan numerosas que Tarcisio tuvo que pensar que habían sido hechas aposta, otra afrenta de la muchacha.
       Tarcisio, tras haber observado con atención la mesa, se volvió a mirar el espejo roto. El vaso lo había alcanzado en el centro; toda la parte superior había quedado intacta; la inferior, salvo un fragmento puntiagudo en una esquina, había caído. En la parte superior se reflejaba en una luz herrumbrosa y empañada su figura, incierta como un fantasma, pero hasta medio busto; luego aparecía la vieja armazón de madera seca, con una tela roja entre los huecos. Una tela de araña espesa y lanuda, de un gris perla, se tendía entre dos tablillas de la armazón, pero no había el menor rastro de la araña que la había tejido.
       Tarcisio estaba habituado, quizás debido a la escasez de hechos verdaderamente significativos, a establecer recónditos nexos entre los raros accidentes que le ocurrían. Y así ahora no pudo dejar de sospechar un nexo entre la escena a la que había asistido y su exaltada esperanza de poco antes, en el tren. Pero no lograba comprender cuál era ese nexo. Por otra parte, lo asombraba mucho su propia pasividad ante todo lo que había visto y oído. No sólo no se le había pasado por la cabeza aparecer y ordenar a aquellos dos que salieran de su casa, lo cual habría sido natural, sino que había experimentado, al observarlos, no sabía qué nueva y agradable turbación. Y aunque no quería confesárselo, casi se había sentido desilusionado de que no hubieran ido de verdad a dormir en su cama, como quería la muchacha.
       “Ese Ramiro es tonto —se había sorprendido pensando cuando el criado se negó a contentar a la chica—; tiene razón la muchacha... es bonito mezclar el amor con algo de aventura... Y para ella dormir en mi cama es una verdadera aventura.” Además, no le importaba nada lo del espejo.
       Pero todo esto sólo concernía a aquellos dos; él no tenía nada que ver. ¿Qué podía hacer, además de espiar? ¿Quizás presentarse, paternal y desenvuelto, tranquilizarlos y brindar con ellos? ¿O bien mostrar la cara del amo y expulsarlos? Ambas posturas le disgustaban por su evidente facilidad.
       Entre estos confusos pensamientos le pareció que tenía hambre y, sentándose en el sitio ocupado poco antes por el criado, cogió una manzana del cartucho y empezó a pelarla. Realizaba este acto sobre todo para adoptar una postura, para demostrarse que sabía jugar con una situación que en realidad no lograba dominar. Pero cuando se metió en la boca un trozo de la manzana experimentó tal opresión de angustia en la garganta que tuvo que escupirla. No, no tenía hambre.
       “Un buen sueño —pensó mientras se levantaba de la mesa —hará desvanecerse todos estos turbios sentimientos. En el fondo estoy muy cansado del viaje. He hecho mal durante el viaje al exaltarme así, en el vacío; y hago mal ahora fabricándome estas ideas. No hay nada que esperar ni nada de qué desesperar. Soy Tarcisio, de vuelta de las vacaciones, eso es todo. Mi criado es un tonto, y esa chica, una descarada. ¿Por qué pensar tanto? No es la primera vez que los ratones bailan en ausencia del gato”. Con estas y parecidas reflexiones, tratando de tranquilizarse, Tarcisio salió del comedor.
       Tarcisio siguió el pasillo hasta donde se doblaba en ángulo recto. Allí, entre las puertas mayores, estaba la pequeña puerta del baño a través del cual se entraba en el dormitorio. Tarcisio la abrió y encendió la luz.
       Apareció el viejo cuarto de baño, vasto y desnudo. La luz amarillenta de una bombilla sin pantalla clavada en el arquitrabe iluminaba las paredes cenicientas, parcheadas con oscuras manchas de humedad. La bañera, de forma anticuada, esmaltada de un blanco amarillento, estaba llena de una sombra gris. Un gran armario de tres puertas de madera tosca ocupaba toda una pared. El pavimento era de rombos rojos, que vacilaban y se movían bajo los pies.
       Tarcisio, siempre con la idea de calmarse y relajar sus nervios, dejó en una esquina la maleta e inclinándose sobre la bañera introdujo una cerilla encendida en el calentador de gas, especie de ennegrecido cilindro colgado sobre una repisa, a media altura. Un mínimo bramido y veinticuatro llamitas blancas y violetas florecieron de pronto en la penumbra del cuarto. Tarcisio abrió el viejo grifo de cobre. El agua empezó a correr con discreta abundancia. Pero al recogerse en el fondo no expulsaba aquella sombra sórdida, sino que parecía absorberla en una claridad verdosa.
       Durante un buen rato Tarcisio miró cómo el agua corría calentándose y humeando. Paladeaba ya con tma sonrisa de triste glotonería el baño hirviendo, delicia última entre tantos placeres apagados. Se tumbaría en el fondo de la bañera, sin dejar asomar más que los islotes afectuosos de los diez dedos de los pies. Absorto, miraría su propio cuerpo tendido, blanco y largo, con sus finos pelos errantes, como al cuerpo exánime de un ahogado que palpita o se mueve según las corrientes. En aquel líquido hervor, observando los oscuros vapores girando perezosamente en la superficie del agua, olvidaría toda pena.
       Distraído por estos pensamientos hasta el punto de no darse cuenta de lo que hacía, Tarcisio sacó del armario una sábana de felpa y la tiró sobre la butaca de mimbre, junto a la bañera, tendió una alfombrilla en el suelo, puso una pastilla nueva en la jabonera. Después abrió la puerta que daba al dormitorio con intención de coger allí una bata. Pero le esperaba una nueva sorpresa. Entre los cortinajes brillaba una luz. Era demasiado tarde para cerrar la puerta. Tarcisio se limitó a dar un salto hacia atrás y a apagar la luz del baño. Cerró también el grifo, temiendo que el rumor del agua traicionase su presencia. Y después miró.
       La gran lámpara de pantalla roja de la mesilla de noche formaba una especie de caverna de leonada luz en la oscuridad de la vasta estancia, difundiendo su claridad circular y rutilante sobre la cabecera y una buena mitad de la cama. Erguida contra la cama, vuelta de espaldas a él, Tarcisio vio a la muchacha. Y dentro de la cama, con la cabeza hundida en la almohada, acurrucado bajo las mantas, con los rubios cabellos diseminados en torno al rostro lleno de felicidad, con los ansiosos ojos dirigidos a la muchacha, descubrió al criado. La chica estaba a contraluz y parecía aún más oscura de lo que era, mientras que sobre el rostro blanco y rosado del joven acostado la luz caía de lleno, casi destruyendo su consistencia.
       Luego el criado habló.
       —Vamos, date prisa —dijo con voz impaciente y alegre—. ¿Qué esperas?... Yo me he desnudado en un momento.
       Los vestidos del criado, diseminados en el suelo cerca de la cama, los pantalones caídos de cualquier manera con el blanco de los calzoncillos dentro, un zapato aquí y otro allá, atestiguaban su prisa. Tarcisio oyó cómo la muchacha se reía.
       —¡Qué prisas! —dijo, arrastrando las sílabas—. ¿Es que te crees que las amantes de tu amo se desnudan a todo correr?...
       —Mi amo —dijo el criado, acurrucándose todo en un movimiento de profundo placer— no tiene amantes.
       —Peor para él.
       Sin modificar su actitud ofrecida y petulante ni apartar la rodilla del borde de la cama, ella echó hacia atrás las manos para desabrocharse el traje bajo el pelo. Luego, tirando de los pliegues con los dedos, lo hizo deslizarse hacia abajo. Apareció con las morenas espaldas desnudas entre la mata compacta de los cabellos negros y el turbio verde de una pobre combinación de gasa. En las transparencias de la gasa el cuerpo ponía una sombra oscura y ruda; y asombraba ver cuán abundantes eran las caderas bajo la ensilladura de los riñones.
       —¿Verdad que soy guapa? —preguntó; y, levantando los brazos, con las manos detrás de la nuca, esbozó estirándose, sacando el pecho, una actitud indolente de estatua de fuente.
       —Ahora voy —añadió de prisa, al ver que el criado contraía ya una cara enojada para incitarla a reunirse con él.
       Y con una sola sacudida de las caderas hizo caer el traje. Tarcisio la vio salir de aquel ovillo de ropas, primero con una pierna y luego con la otra, abrir las mantas, poner una rodilla en la cama y meterse, morena, entre la doble blancura de las sábanas.
       —¡Qué bien se está, eh! —dijo ella. En ese mismo momento se apagó la luz.
       Durante un momento Tarcisio se quedó donde estaba, con los ojos muy abiertos en la oscuridad. Ahora le ofendía el pensamiento de no haber sabido retirarse a tiempo de la contemplación de la muchacha que se desnudaba; pero, al mismo tiempo, no le desagradaba menos la idea de intervenir y aparecer ante los dos. Primero, en el comedor, su aparición habría sido mezquina, pero ahora era incluso indecente. Él en el umbral y aquellos dos, el pobrecito criado y su arrastrada amante, desnudos y atareados recogiendo sus ropas. A Tarcisio le pareció de pronto que lo único que podía hacer era marcharse. Daría una vuelta por el barrio, para aclararse la cabeza; y luego volvería, o telefonearía para dar tiempo a que la mujer se vistiera y saliera de la casa. Tarcisio vojvió a entrar en el baño y desde allí pasó al corredor. Recorrido el pasillo, bajó la escalinata y se encontró en la calle. Muy despacio, en la oscuridad de la noche húmeda, Tarcisio caminó por la callejuela donde se alzaba su casa. Era una calle oscura y estrecha del barrio antiguo. A cada movimiento de sus pies, numerosos gatos, que vagaban por los adoquines y en los umbrales, escapaban a guarecerse en las callejas adyacentes.
       Tarcisio notó que, pasado el primer momento de alivio por la libertad y la frescura del aire libre, ahora caminaba sin curiosidad ni fervor, arrastrando los pies sobre los húmedos adoquines. Pensó que le gustaría fumar y entró en un estanco. Le pareció que las dos o tres personas que charlaban en torno al mostrador lo miraban con curiosidad; y encendió un cigarrillo de la misma manera que antes había empezado a mondar una manzana, en el comedor, para adoptar una postura. Pero, de nuevo, una patética opresión en la garganta le impidió aspirar el humo. Cuando estuvo fuera del estanco tiró el cigarrillo. Las chispas rojas se desmenuzaron en la oscuridad.
       Tarcisio, de calle en calle, llegó a la orilla del río. Allí se acodó en el parapeto y se asomó. El río corría sin ruido al fondo de los murallones tenebrosos, arrastrando, con sorprendente rapidez, sus revueltas aguas a través de los amarillos reflejos de los faroles. Desde lo alto, la mirada de Tarcisio caía sobre una fila de tejados de barracas flotantes. Un cable de hierro partía de una de estas barracas y estaba enganchado en un anillo justamente bajo sus codos. Sobre su cabeza, un árbol de la orilla del río tendía hacia adelante sus frondas. Un poco más allá, bajo un árbol parecido, una pareja estaba de pie contra el parapeto. Parloteaban con una sumisa insistencia que irritaba los tensos nervios de Tarcisio.
       Tarcisio pensó de pronto que, a sus veinte años, la sorpresa de aquella noche le habría divertido. Excitado, habría acudido a despertar a alguna amiga. Juntos se habrían reído de la desfachatez del camarero y de su amante.
       O bien, caprichosamente, habría caminado por las calles desiertas de la ciudad, hasta las colinas, hasta el campo, imaginándose que no tenía casa y divirtiéndose con este pensamiento. Entonces era capaz de semejantes extravagancias. Empapado de escarcha, habría esperado el alba en el banco de un jardín suburbano. Se habría divertido haciéndose tratar como un vagabundo por cualquier guardia en ronda de inspección.
       Pero ahora no tenía ninguna muchacha a la que comunicar la acre turbación que lo había asaltado al espiar a aquellos dos a través de la puerta del baño. Las mujeres de su juventud eran maduras, madres o agriadas solteras. Lo hubieran acogido con estupor, tomándolo por loco, se habrían indignado y sin sombra de duda le hubieran aconsejado que recurriera a la policía.
       Tampoco le atraía vagar por las calles hasta el alba. Sabía que a ello lo llevarían sólo sus piernas, y no el menor impulso de inspirada locura. Realmente habría sido un vagabundo sin casa y sin esperanza de encontrarla, apto para la ronda que lo llevaría a cualquier comisaría.
       En resumen, él era muy distinto de los sueños en los que se había complacido durante el viaje. Había esperado un milagro. Pero le bastaba encontrarse al aire libre, sin casa, para sentirse perdido. Y para no experimentar otro deseo que el de descansar su cuerpo en una cama, al abrigo, sin pensamientos. Libre, quizás, al día siguiente, para reanudar sus fantasías.
       ¿Qué quería, en suma? Acostarse lo más pronto posible, porque estaba cansado y soñoliento. Tarcisio pensó por vez primera que ya hacía tiempo que había pasado de los cuarenta años y que las locuras se habían acabado.
       Más locos, en su juventud, aquellos dos que dormían abrazados en su cama. Por lo demás, la locura no es una cuestión de edad, sino de alma. Y el alma a la que la edad sojuzga nunca ha sido muy loca.
       Al final de estas reflexiones, Tarcisio, sin saber muy bien cómo, se encontró de nuevo en la calle de donde había partido, ante el portón de su casa. Casi sin pensarlo, sacó la llave del bolsillo, abrió y entró. Al subir la escalinata, en un rellano, una figura de mujer se destacó por un momento de la sombra y vio la cara morena y gélida, los ojos brillantes de Dirce. Había vuelto a ser una colegiala, con su grueso abrigo azul; y tras haber tropezado casi con él, empezó a bajar a toda prisa en la oscuridad, curvada sobre sí misma, con un sonoro ruido de tacones.
       Un momento después la bóveda retornó con el golpe del portón cerrado con fuerza.
       En el vestíbulo, el criado le abrió sosteniendo en la mano un telegrama. Acababa de llegar, dijo, y se había levantado a toda prisa...
       Tarcisio, sin contestarle, se fue directamente a su habitación, evitando pasar por el comedor. Siempre quedaría tiempo, pensó, para oír los embustes inventados por el criado para justificar la rotura del espejo.
       Encontró el cuarto en un perfecto orden. La cama estaba preparada con las sábanas abiertas y el pijama desplegado sobre la colcha, con las mangas abiertas y los pantalones colgantes.
       El criado, presuroso y humilde, andaba a su alrededor. Le preguntó si quería comer, si quería bañarse, si había tenido buen viaje. Tarcisio advirtió que sólo experimentaba compasión por él. Y le mandó retirarse lo antes que pudo.
       Acudió a su mente, cuando se desnudó, que aquellas sábanas eran las mismas donde la morena y sucia Dirce se había estrechado desnuda contra el cuerpo desnudo de su amante. Pero advirtió que, en vez de asco, experimentaba una especie de sombría satisfacción.
       Casi, casi habría querido encontrar un signo, un rastro cualquiera de la presencia de aquellos dos cuerpos en su cama; y al acomodar la almohada lo encontró realmente: una peineta negra, de falsa concha, de esas que sirven a las mujeres para sujetarse el pelo.
       Cogió la peineta y se la llevó a la nariz. En realidad no olía, pero le pareció advertir el olor que debían tener aquellos cabellos, graso y acre, como de algo salvaje, no sin una pizca de perfume barato.
       Una vez apagada la luz le pareció volver a verse en el tren, con el embriagado rostro asomado entre la lluvia y el viento de la marcha, los ojos en las chispas que las ruedas salpicaban en los rieles. ¡Qué henchido de esperanza había sentido entonces el corazón! Y cuán árido poco después, en una actitud similar, asomado a la orilla del río, los ojos en la corriente.
       En el sueño que lo anegaba se confundían las dos imágenes de sí mismo, la primera esperanzada del tren y la segunda desilusionada del parapeto. El parapeto se convertía en ventanilla, el río en rieles. Y esta confusión era una delicia nueva, aunque triste.
       El rumor que hacía, a oscuras, en la madera de un mueble, una carcoma tenaz, lo distrajo. Mientras escuchaba aquel ruido tan seco y nítido que sugería la vista de las garras que desmenuzaban la madera, le pareció de pronto, al apretar los párpados, que se le salían las lágrimas. Pero quizás se engañaba. Con esta duda se quedó dormido.


(1938)



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