Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


Los aviadores (1925)
[“Escuadrón Trunov”]

(“Эскадронный Трунов”)
Originalmente publicado en Красная новь, 2 (febrero de 1925), págs. 3-8;
Шквал, 13 (marzo 1925);
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      A mediodía llevamos a Sokal el cadáver acribillado de Trunof, nuestro comandante de escuadrón. Había muerto por la mañana luchando contra la aviación enemiga. Todos los tiros le habían dado en la cara; tenía las mejillas llenas de heridas y la lengua arrancada. Lavamos lo mejor que pudimos el rostro del muerto para que no tuviera un aspecto tan horrible, colocamos su silla caucasiana a la cabecera del ataúd y le abrimos a Trunof una tumba en un sitio digno, en un parque público, en medio de la ciudad, junto a la catedral.
       Llegó nuestro escuadrón a caballo, el estado mayor del regimiento y el comisario militar de la división. Cuando dieron las dos en el reloj de la catedral disparó la primera salva nuestro cañón gastado y pequeño. Con su viejo calibre de sus buenas tres pulgadas, presentó al comandante muerto su saludo, un saludo cumplido, y luego llevamos el féretro a la tumba abierta. La tapa del féretro estaba levantada; el nítido sol meridiano iluminaba el cadáver rígido, la boca, con todos los dientes rotos, y las botas relucientes cuyos tacones se apretaban uno contra otro como si tuvieran vigor todavía.
       —Soldados! —dijo Pugachef, el comandante del regimiento, mirando al muerto y acercándose al borde de la tumba—. ¡Soldados! —dijo, trémulo, con la mano en la costura del pantalón—, enterrarnos a Paschka Trunof, el héroe celebrado, acordamos a Paschka el último honor...
       Pugachef elevó al cielo sus ojos inflamados por la noche de insomnio y pronunció a gritos un discurso sobre los combatientes muertos del primer ejército de caballería, sobre aquella orgullosa falange que descarga el martillo de la historia sobre el yunque de los siglos venideros. Pugachel terminó a gritos su discurso. Mientras habló estuvo temblando todo el tiempo, apretando la empuñadura de su sable curvo de Chechensko y removiendo la tierra con las espuelas de plata de sus botas rotas. Al acabar su discurso la orquesta tocó La Internacional y los cosacos se despidieron de Paschka Trunof. Todo el escuadrón montó a caballo, disparó una salva, nuestro cañón de tres pulgadas volvió a tronar y enviamos a tres cosacos a buscar una corona. Partieron al galope, sin dejar de disparar, dejándose caer en la silla, haciendo toda clase de filigranas ecuestres, y volvieron con un gran montón de flores rojas. Pugachef derramó aquellas flores delante de la tumba, y nosotros nos acercamos para dar a Paschka Trunof el último beso. Yo estaba en la primera fila tocando con los labios su frente transparente recostada sobre la silla. Luego me fui a la ciudad, al Sokal gótico que se encuentra en el polvo azulado del insuperable desierto galiziano.
       La gran plaza de la ciudad, con sus viejas sinagogas, se extiende a la izquierda del parque. Judíos con caftanes rotos disputan en la plaza y se desgarran unos a otros con insensata ceguedad. Algunos, entre ellos los ortodoxos, ensalzan la doctrina de Adass, el rabino de Bel, y por eso son atacados por los chassidas menos ortodoxos, los discípulos de Judas, el rabino de Hussyatin. Los judíos disputan sobre la cábala y citan en sus disputas el nombre de Ilia, el sacerdote de Vilna. Llenos de dolor los chassidas...
       —Ilia —decían a voces, volviéndose a un lado y a otro y abriendo desmesuradamente sus bocas rodeadas de espesas barbas.
       Los chassidas se olvidaban de la guerra y de las salvas inmediatas y ultrajaban el nombre de Ilia, el sacerdote de Vilna. Lleno de dolor por Trunof, también yo estuve gritando entre ellos para aliviar mi corazón, hasta que vi delante de mí a un galiziano esquelético, flaco y largo como don Quijote.
       Este galiziano llevaba una camisa de lienzo, blanca, que le llegaba hasta los talones. Iba vestido como para un entierro o para la Santa Cena y llevaba con una cuerda una vaca pequeña y esmirriada. Sobre su cuerpo gigantesco descansaba una cabecita menuda, siempre en movimiento, pelada al rape, como la de una serpiente, tocada con un sombrero de anchas alas que se mecía de un lado a otro. La infeliz vaca seguía al galiziano con un semblante imponente, y el esqueleto larguirucho del hombre se alzaba como un patíbulo en el esplendor del cielo.
       Pasó solemnemente por la plaza de la ciudad y se metió en una calle torcida, llena de una humareda asquerosa y espesa. En las miserables cocinas de las casuchas medio ahumadas imperaban judías que semejaban negras viejas, judías con senos grandes, desmedidos. El galiziano siguió adelante y se paró al final del callejón ante la fachada de un edificio en ruinas. Allí, delante de una columna torcida y blanca, estaba sentado el herrero, un gitano, herrando un caballo. El gitano daba en la herradura, sacudía su cabello pringoso, silbaba al mismo tiempo y se reía. Le rodeaban varios cosacos con caballos. Mi galiziano pasó al lado del herrero, le dio silenciosamente más de una docena de patatas asadas y se volvió sin mirar a nadie. Yo le seguí algunos pasos porque no podía comprender qué clase de hombre era y qué vida podía llevar en Sokal. Pero en esto me paró un cosaco de los que esperaban allí para herrar el caballo. Este cosaco se llamaba Seliverstof. Había dejado hacía mucho tiempo a Majno y ahora servía en el XXXIII regimiento de caballería.
       —Liutof —dijo, estrechándome la mano en un saludo; —eres el diablo. Liutof. A todos los azuzas. ¿Por qué lisiaste hoy por la mañana a Trunof?
       Y Seliverstof me salió con la necedad, que estúpidas conversaciones ajenas le habían llevado, de que yo había pegado en la mañana a mi comandante de escuadrón. Seliverstof me recriminó delante de todos los cosacos, pero en su relato no había una sola palabra de verdad. Era cierto que yo había disputado por la mañana con Trunof, porque éste seguía prolongando indefinidamente la aceptación de los prisioneros...; pero Paschka había muerto y ya no tenía más juez sobre la tierra. Y yo era el último de los jueces para él.
       La disputa entre nosotros se había desarrollado de la siguiente manera:
       Al romper el día habíamos hecho unos prisioneros en la estación de Savady. Los prisioneros eran diez. Al hacerlos prisioneros sólo llevaban la ropa interior. Junto a los polacos; en el suelo, había un montón de ropa. Era un ardid para que no pudiéramos diferenciar por el uniforme a los oficiales de los soldados. Por eso se habían desnudado; pero en esta ocasión, Trunof quiso sacar la verdad.
       —¡Preséntense los oficiales! —ordenó poniéndose ante los prisioneros y sacando el revólver.
       Trunof había recibido aquella mañana una herida en la cabeza, que llevaba vendada con un trapo. La sangre le corría como la lluvia por un almiar.
       —¡Oficiales, daos a conocer! —repitió, y empezó a disparar sobre los polacos.
       Entonces salió del grupo un hombre flaco, viejo, con la espalda desnuda, grande, huesudo, con pómulos amarillos y un bigote lacio.
       —¡Abajo la guerra! —dijo el viejo con increíble entusiasmo—. Todos los oficiales han escapado. ¡Abajo la guerra!...
       Y el polaco extendió sus manos azules al comandante.
       —Con estos cinco dedos —dijo llorando y dando vueltas a su mano marchita y grande—, con estos cinco dedos he alimentado a mi familia...
       El viejo se ahogaba; vaciló, derramó un mar de lágrimas de entusiasmo y cayó de rodillas ante Trunof. Sin embargo, Trunof le rechazó con el sable.
       —Vuestros oficiales son una banda de carroña —exclamó el comandante—. Vuestros oficiales han tirado ahí sus uniformes. Si sientan bien... Pronto vamos a verlo... Voy a probarlo.
       Y el comandante tomó inmediatamente del montón de uniformes andrajosos una gorra con trencillas y se la puso al viejo.
       —Le está bien —murmuró Trunof acercándose, y luego de nuevo—: Le está bien —y hundió el sable en la garganta del prisionero. El viejo se desplomó, meneó las piernas y de su garganta brotó un torrente de sangre espumosa y roja como el coral.
       Andriuschka Vosmilietof se deslizó junto al polaco, cuyos pendientes y cuya cerviz redonda de aldeano relucían. Le desabrochó los botones, moviéndole suavemente de un lado a otro, y se puso a quitar los pantalones al moribundo. Los arrojó sobre la silla, cogió otros dos uniformes del montón y se alejó de nosotros blandiendo su látigo. En aquel momento apareció el sol entre las nubes, iluminando claramente el caballo de Andriuschka, su trote jubiloso y el balanceo descuidado de su cola tiesa. Andriuschka se dirigió al bosque. Allí estaba nuestra impedimenta. Los cocheros se mostraban excitados. Silbaban y le hacían a Vosmilietof señas como a un sordomudo.
       Ya estaba el cosaco a mitad del camino, cuando Trunof se pone súbitamente de rodillas y le llama a gritos:
       —¡Andrei! —grita enronquecido el comandante mirando al suelo al mismo tiempo—. ¡Andrei! —repite sin levantar la vista del suelo—. Nuestra república soviética vive todavía. Es muy pronto para repartir sus bienes. Tira eso, Andrei...
       Pero Vosmilietof no se volvió siquiera. Seguía cabalgando con su extraño trote cosaco. Debajo de él, su caballo meneaba ágilmente la cola para un lado y para otro, como si nos hiciera señas.
       —¡Traición! —murmuró Trunof confundido—. ¡Traición! —exclamó colérico y cogió la carabina; pero la precipitación le hizo fallar el tiro. Andrei se paró. Volvió el caballo hacia nosotros y se sentó a mujeriegas en la silla. Su rostro se puso encendido y grave y meneaba las piernas.
       —¡Oye, paisano! —gritó acercándose y tranquilizándose en seguida al sonido de su voz profunda y fuerte—. Ten cuidado no te mate, paisano; ten cuidado de que no te mande al diablo. Apenas has despachado una docena de esos noblecillos y ya armas ese escándalo. Nosotros hemos despachado ya ciento, y no te hemos llamado para nada... Si eres un trabajador, cumple con tu deber...
       Andriuschka tiró de la silla los pantalones y los dos uniformes, resopló por la nariz, volvió la espalda al comandante y se dispuso a ayudarme para hacer la lista de los prisioneros supervivientes. Se las arreglaba para estar siempre a mi lado y resoplaba con un ruido enorme. Su solicitud era una carga para mí. Los prisioneros gemían y corrían ante este Andriuschka, que los perseguía y los cogía debajo del brazo, como un cazador un haz de juncos cuando ve una bandada de pájaros dirigirse al río a la salida del sol.
       En el trabajo con los prisioneros agoté todas mis maldiciones, y escribí a duras penas ocho nombres, el número de la sección de sus tropas y la clase de arma y me dirigí al noveno. Éste era todavía un muchacho que semejaba un gimnasta alemán de un buen circo, un muchacho con orgulloso pecho teutón y patillas. Llevaba un calzoncillo de punto y una camiseta de “cazador”. Volvió hacia mí las dos tetillas de su alto pecho, se echó hacia atrás los cabellos sudorosos, de un rubio claro, y me dio el nombre de su tropa. En esto, Andriuschka le coge por los calzoncillos y le pregunta severamente:
       —¿De dónde tienes tú estos calzoncillos?
       —Los ha hecho mi madre —contestó el prisionero vacilante.
       —¿De modo que tu madre es propietaria de una fábrica? —dijo Andriuschka, mirando cada vez más atentamente al prisionero; luego tocó con la almohadilla de sus dedos las atildadas uñas del polaco. ¿De manera que tu madre es propietaria de una fábrica? Entre nosotros ninguno lleva esos calzoncillos...
       Volvió a tocar los calzoncillos de lana y cogió de la mano a los nueve prisioneros para llevarlos con los demás, ya registrados. En este momento vi a Trunof arrastrándose detrás de un montón de tierra. De la cabeza del comandante brotaba sangre como la lluvia de un almiar; el trapo sucio se había desatado y le colgaba. Trunof se arrastraba sobre el vientre y llevaba la carabina en la mano. Era una carabina japonesa, lacada, con una gran fuerza de percusión. A una distancia de veinte pasos destrozó Paschka el cráneo del muchacho. Los sesos me saltaron a la mano. Trunof sacó del arma el cartucho y se acercó a mí.
       —Borra a uno —me dijo indicando la lista.
       —No borro a nadie —le grité con todas mis fuerza—. Al parecer, Trotski no escribe sus órdenes para ti, Pavel...
       —Borra a uno —repitió Trunof señalando con el dedo negro el papel.
       —No borro a nadie —le grité con todas las fuerzas—. Eran diez, ahora son ocho; en el estado mayor no te tomarán a mal, Paschka...
       —En el estado mayor nos perdonarán merced a nuestra desgraciada vida —contestó Trunof acercándose a mí cada vez más, completamente destrozado, ronco, rodeado de humo; pero luego se paró, alzó al cielo su cabeza ensangrentada y me dijo con amargo reproche:
       —Ruido, ruido —dijo—. Allá hace ruido otro...
       Y el comandante señala cuatro puntos del espacio, cuatro aparatos de bombardeo que se deslizan por detrás de las refulgentes nubes de cisnes. Eran los aparatos de la flota aérea del mayor Fount-le-Roy, grandes aeroplanos acorazados.
       —¡A caballo! —dicen los jefes al verlos, y llevan el escuadrón al bosque al trote. Pero Trunof no sigue a su escuadrón. Se queda rezagado junto al edificio de la estación, se aprieta contra el muro y enmudece. Andriuschka Vosmilietof y dos soldados de artillería, mozos descalzos, con calzones de montar color grosella, se quedan solícitos a su lado.
       —Apretad los tornillos, muchachos les dice Trunof y deja de correrle la sangre por la cara—. Éste es mi informe a Pugachef...
       Y Trunof escribió con letras gigantescas de campesino, en una hoja de papel cortada oblicuamente:
       Puesto que voy a morirme hoy, creo de mi deber colocar dos cañones para rechazar el enemigo en todo lo posible y al mismo tiempo entrego el mando al comandante del escuadrón Semión Golof.
       Cerró la carta, se sentó en el suelo y se quitó trabajosamente las botas.
       —Usadlas —dijo, dando a los dos artilleros el uniforme y las botas—. Usadlas; son nuevas...
       Mucha suerte, comandante murmuraron los soldados como respuesta, poniéndose ya sobre un pie, ya sobre otro y vacilando en irse.
       —También yo os deseo suerte a vosotros —dijo Trunof—. Arreglaos como podáis, muchachos.
       Luego se dirigió a la pieza de artillería que se encontraba en la colina, junto a la caseta vigía de la estación. Allí le esperaba ya Andriuschka Vosmilietof, el coleccionador de trapos.
       —De algún modo tenemos que hacerlo —dijo Trunof, y empezó a disponer las piezas de artillería—. ¿Te quedas conmigo, Andrei?
       —¡Jesús! —contestó aterrado Andriuschka, sollozando, palideciendo y riendo—. ¡Santa María!
       Y apuntó al avión con el segundo cañón.
       Los aeroplanos volaban cada vez en círculo más apretado sobre la estación, crepitaban incesantemente allá arriba, se abatían, describían arcos, y el sol iluminaba con rayos rojos el resplandor amarillo de sus alas.
       Entretanto, el cuarto escuadrón seguía en el bosque. Desde allí presenciamos el desigual combate entre Paschka Trunof y el mayor del ejército americano Reginaldo Fount-le-Roy. El mayor y sus tres bombarderos mostraron una gran actividad en aquel combate. Bajaron hasta una altura de trescientos metros y mataron con sus ametralladoras, primero a Andriuscka y luego a Trunof. Todos los disparos que hicieron los nuestros no causaron el menor daño a los americanos, los cuales se alejaron sin haber descubierto al escuadrón cobijado en el bosque. Así pudimos, pasada media hora, buscar los cadáveres. El de Andriuscka Vosmilietof se lo llevaron dos de sus parientes que servían en nuestro escuadrón, y el de Trunof, nuestro comandante muerto, lo llevamos nosotros al gótico Sokal y allí lo enterramos en un lugar digno, en medio de la ciudad, en un lecho de flores del parque municipal.



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