Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


Historia de un caballo (1923)
(“История одной лошади”)
Originalmente publicado, como “Тимошенко и Мельников” [Tymoshenko y Melnikov],
en Известия Одесского губисполкома
[Boletín del Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (13 de abril de 1923);
reimpreso en Красная новь, 3 (abril-mayo de 1924), págs. 10-13;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      Savitski, nuestro comandante de división, quitó cierta vez a Chlebnikof, el comandante del primer escuadrón, su semental blanco. El caballo tenía una soberbia presencia, pero estaba demasiado lleno, lo cual, a mi parecer, siempre le daba pesadez. Chlebnikof recibió, en cambio, una yegua negra, no de mala raza y de paso tranquilo. Pero Chlebnikof trataba mal a la yegua, ansiaba la venganza y esperaba la hora. Ésta llegó.
       A raíz de los desafortunados combates de julio, Savitski fue trasladado como castigo. Entonces envió Chlebnikof al estado mayor del ejército una instancia suplicando la devolución del caballo blanco. El jefe del estado mayor escribió la siguiente nota al margen: “Devuélvase el semental en cuestión al antiguo dueño.” Triunfalmente recorrió Chlebnikof cien kilómetros para buscar a Savitski, que por entonces vivía en Radsivilof, una pobre ciudad miserable como un vestido roto. El comandante, detenido en su carrera, vivía retirado. Los ambiciosos en el estado mayor no querían reconocerle, y mientras lograban de la sonrisa del comandante del ejército, arrastrándose ante él servilmente, sabrosas sinecuras, volvían la espalda a Savitki, su alabado comandante de otro tiempo.
       Perfumado, semejante a Pedro el Grande, vivía el proscrito con la cosaca Paula, robada por Savitski a un intendente, a un judío, junto con veinte caballos de raza, todos de su propiedad. El sol poniente se esforzaba en hacer llegar a su patio sus rayos moribundos; los potros mamaban impetuosamente la leche de las madres; los mozos de cuadra, con las espaldas bañadas en sudor, echaban avena con cribas viejas, cuando Chlebnikof, impelido por su derecho, ávido de venganza, penetró en el patio, que tenía el aspecto de una barricada.
       —¿Me conoce usted? —preguntó a Savitski, tendido en el heno.
       —Parece que te he visto una vez —contestó Savitski bostezando.
       —Entonces, aquí tiene usted la orden del estado mayor —dijo Chlebnikof duramente—, y le suplico, compañero de la reserva, que me mire con ojos de oficial.
       —No hay inconveniente —murmuró Savitski conciliadoramente, cogió el papel y empezó a leer con extraordinaria lentitud. De pronto llamó a la cosaca, que precisamente estaba peinándose debajo del cobertizo.
       —Paula —dijo—, desde esta mañana, vive Dios, te estás peinando. Más valiera que encendieras el samovar...
       La cosaca dejó el peine a un lado, recogió el pelo con ambas manos y se lo echó a la espalda.
       —Hoy estamos riñendo todo el día, Constantino Vasilievich —dijo ella con una indolente sonrisa de superioridad—. Tan pronto quieres esto como aquello...
       Y se dirigió hacia el comandante de división. Sus pechos se movían como tostones en un saco.
       —Todo el día estamos riñendo —repitió la mujer radiante, abrochando la camisa del comandante de división, que descubría el pecho.
       —Tan pronto quiero esto como aquello —dijo él riendo, incorporándose y abrazando los hombros rendidos de Paula. Luego vuelve a Chlebnikof la cara, cubierta rápidamente de mortal palidez.
       —Todavía vivo. Chlebnikof —dijo mientras le abrazaba la cosaca—. Todavía vivo, todavía se mueven mis piernas, todavía saltan mis caballos, todavía pueden alcanzarte mis brazos y todavía mi cuerpo da calor a mi arma...
       Y sacando el revólver que llevaba sobre el vientre desnudo, corrió tras el comandante del primer escuadrón.
       Éste salió del patio perdiendo las espuelas, como un ordenanza con un parte; anduvo otra vez cien kilómetros y se presentó al jefe de estado mayor. Pero éste le echó diciendo:
       —El asunto está concluido, comandante. Te he adjudicado el semental y tengo bastantes fastidios sin necesidad de ti.
       No quiso oír a Chlebnikof y devolvió al primer escuadrón su evadido comandante. Chlebnikof estuvo sin presentarse toda una semana. Entretanto, se nos había hecho acampar en los bosques de Dubenski; levantamos tiendas de campaña y la pasamos bien. Todavía recuerdo exactamente que un domingo por la mañana —era el 12— reapareció Chlebnikof. Me pidió un cuaderno entero de papel y tinta. Los cosacos levantaron el estipe de un árbol, puso el revólver y el papel encima y escribió hasta la noche, emborronando página tras página.
       —¡Ni el mismo Carlos Marx! —decía por la noche el comisario militar del escuadrón—. ¿Qué diablos escribes ahí?
       —Escribo diferentes pensamientos referentes a mi juramento —contestó Chlebnikof alargando al comisario militar la declaración de su retiro del Partido Comunista Ruso.
       —El Partido Comunista —decía en ella— fue fundado, a lo que a mí se me alcanza, para el contentamiento de todos y para el cumplimiento de la verdad absoluta e ilimitada, y debe preocuparse también de los humildes. Ahora quiero aludir al semental blanco que yo hice soltar a los incorregibles campesinos contrarrevolucionarios y que entonces tenía un aspecto miserable. Muchos compañeros se rieron de él sin miramientos. Pero yo tuve la fuerza de aguantar sus risas y apretando los dientes cuidé el semental para nuestra causa común hasta que cambió como yo esperaba, porque yo, compañeros, soy un amante de los caballos blancos y los cuido con las pocas fuerzas que me quedaron después de la guerra imperialista y de la guerra civil. Estos sementales son los que conocen mis manos, pues yo comprendo su muda necesidad y sé lo que necesitan, La yegua que me han asignado, negra como un cuervo, no tiene para mí ningún valor; no la quiero, como pueden corroborar todos los compañeros, y se debería evitar una desgracia. Y toda vez que el Partido, a pesar de la resolución tomada, no puede devolverme aquel bien arraigado en mi corazón, no veo otro remedio que escribir esta declaración con lágrimas que, aunque no convengan a un guerrero, me salen continuamente de los ojos y desgarran mi corazón y mi sangre...
       Esto y mucho más escribió Chlebnikof en su demanda. Había estado escribiendo en ella todo el día, de manera que había resultado muy larga. Yo estuve trabajando con el comisario militar más de una hora para descifrarla completamente.
       —Estás loco —dijo el comisario y rompió el papel—. Ven a verme después de cenar y hablaremos.
       —No tengo más que hablar contigo —exclamó furioso Chlebnilcof—. Me has perdido, comisario militar.
       Y allí estaba de pie, con las manos en la costura del pantalón, meneándose y sin moverse del sitio, mirando a todas partes como si buscara un camino para huir. El comisario militar se acercó a él sin mirarle. En esto escapa Chlebnikof y echa a correr con todas sus fuerzas.
       —¡Perdido! —exclamó furiosamente, saltó al espite y se desgarró la blusa, ensangrentándose el pecho.
       —¡Pega, Savitski —gritó arrojándose al suelo—; pega!
       Le llevamos a la tienda ayudados por los cosacos. Le cocimos té y le hicimos un cigarrillo. Fumaba y seguía temblando. Hasta caer la tarde no se tranquilizó nuestro comandante.
       No volvió a hablar de su insensata declaración; pero una semana después se dirigía a Rofno para hacerse reconocer por la comisión médica. Se le licenció como inválido con seis heridas.
       Así perdimos a Chlebnikof. A mí me entristeció mucho, porque Chlebnikof era un hombre pacífico, de carácter semejante al mío. Era el único en el escuadrón que tenía un samovar. Los días de calma tomábamos juntos té caliente. Y me hablaba con tanto detalle de las mujeres, que yo me ruborizaba. Y me hacía bien oírle. Creo que era debido a que los dos teníamos las mismas pasiones. Considerábamos el mundo como una pradera en mayo..., como una pradera con caballos y con mujeres.



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