Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


Guedalye (1924)
(“Гедали”)
Originalmente publicado en Известия Одесского губисполкома
[Izvestia del Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (29 de junio de 1924);
reimpreso en Красная новь, 4 (junio-julio de 1924), págs. 13-15;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      En la noche del sábado me agobia siempre la densa tristeza de los recuerdos. Esa noche mi abuelo, con su barba amarillenta, se inclinaba profundamente en otro tiempo sobre los libros Ibn-Ezra, y mi abuela, con su cofia puntiaguda, hacía movimientos extraños con los dedos sarmentosos sobre los candelabros y lloraba dulcemente. Esa noche se mecía en mi corazón infantil como un barquichuelo sobre encantadas olas. ¡Oh! libros viejos, talmúdicos, de mi niñez! ¡Oh profunda tristeza de los recuerdos!
       Deambulo por Schitomir buscando el tímido lucero. Junto a la vieja sinagoga, junto a sus muros amarillentos e indiferentes, viejos judíos venden greda, azulina y mechas. Son judíos de barbas, como los profetas, con harapos sobre el pecho ardiente y hundido...
       Delante de mí está el mercado y la muerte del mercado. El alma grasa de lo superfluo está muerta; de las puertas de los comercios penden mudos cerrojos y el granito de la calle está liso como una calavera. El tímido lucero... brilla y se apaga...
       El éxito vino después. El éxito vino poco antes de la puesta del sol: la tienda de Guedalye está escondida entre los comercios cerrados. Dickens, ¿dónde estaba aquella noche tu sombra benévola? En aquella prendería hubieras encontrado zapatos dorados y cables marinos, un compás viejo y un águila rellena, una escopeta de cazador, grabados del año 1810, y una cacerola rota.
       Guedalye, el dueño de la tienda, bajo, con anteojos ahumados y una levita hasta los pies, mide en el rosáceo vacío de la tarde sus tesoros. Se restriega las manos, carmena su barba gris y escucha atentamente, con la cabeza baja, voces imperceptibles que vienen a buscarle.
       Aquella tienda parece la caja de un muchacho pretencioso y aplicado que un día será profesor de botánica. En esa tienda se pueden encontrar también botones y una mariposa disecada. Su diminuto señor se llama Guedalye. Todos abandonaron ya el mercado. Sólo Guedalye queda en él, girando en el laberinto de globos, caretas y flores marchitas, sacudiendo el polvo con un plumero de colorines hecho con plumas de gallo y soplando las flores muertas.
       Nos sentamos en unos barriles de cerveza. Guedalye arrolla su barba rala y la extiende de nuevo. Su sombrero de copa se cierne sobre nosotros como un torreón negro. Un aire cálido nos envuelve. El cielo cambia de color; del frasco vertido allá arriba fluye una sangre tenue. Me envuelve un ligero olor a moho.
       —¿Revolución? ¡Bueno! Diremos que sí a la revolución. ¿Vamos por eso a decir que no al sábado? —así empezó Guedalye, envolviéndome con la mirada de sus ojos color de humo—. Sí, yo llamo a la revolución, la llamo, la llamo; pero se me esconde y no se hace notar más que por tiros...
       —El sol no penetra en ojos cerrados —le digo al viejo—, pero nosotros abriremos los ojos cerrados.
       —El polaco me ha cerrado los ojos —murmura el viejo apenas perceptiblemente—; el polaco, el perro infame. Coge a los judíos y les arranca la barba... ¡Ah, perro! Y ahora le baten al perro infame... Esto es admirable. Esto es la revolución. Y luego viene a mí y me dice, la que ha batido a los polacos: “Trae acá tu gramófono Guedalye”. “Me gusta la música, panie” —contesto a la revolución—. “Tú no sabes lo que te gusta, y yo tengo que disparar, Guedalye, porque soy la revolución”...
       —Tiene que disparar, Guedalye —interrumpo al viejo—, porque es la revolución.
       —Pero el polaco ha disparado, mi afable panie, porque es la contrarrevolución. Vosotros dispararéis porque sois la revolución. Ahora bien: la revolución es un placer, y un placer no aguanta huérfanos en casa. Una persona buena hace cosas buenas. La revolución es una buena cosa de los hombres buenos. Pero los hombres buenos no matan; luego la revolución la hacen los hombres malos. Pero los polacos son también hombres malos. ¿Quién le va a decir entonces a Guedalye dónde hay revolución y dónde contrarrevolución? En otro tiempo estudié el Talmud y me gustaban los comentarios de Rasche y los escritos de Maimónides. Y en Schitomir viven todavía otros hombres sabios. Y todos nosotros, nosotros, la gente que sabemos, nos arrojamos contra el suelo, gritando a voz en cuello: ¡Ay de nosotros! ¿Dónde está la dulce revolución?
       El viejo se calló. Y contemplamos la primera estrella que se abría camino en la Vía Láctea.
       —El sábado empieza —anunció Guedalye solemnemente—. Los judíos deben ir al templo, pan compañero —dijo, se levantó, y el sombrero de copa, como un negro torreón, vaciló en su cabeza—. Traed a Schitomir un par de hombres buenos. ¡Ay, en nuestra ciudad hay falta de ellos; hay falta de ellos!... Traed hombres buenos y les daremos todos los gramófonos. Somos ignorantes. ¿La Internacional?... Nosotros sabemos lo que es la Internacional, y también yo quiero la Internacional de los hombres buenos, y todas las almas deben ser registradas y recibir la ración alimenticia de la primera categoría. Ahí tienes, alma, come, goza de tu placer en la vida. ¡La Internacional! ¿Sabe usted, pan compañero, con qué se come...?
       —Se come con pólvora —le contesté al viejo— y se adoba con la mejor sangre...
       Y el nuevo sábado salió de la azul oscuridad y se dejó caer sobre su silla.
       —Guedalye —dije—, hoy es viernes y la noche ha entrado ya. ¿Dónde puede encontrarse una rosquilla judía, un vaso de té judío y algo de ese ex-Dios en el vaso de té...?
       —En ningún sitio —me respondió Guedalye y puso el candado a la puerta—. En ningún sitio. Al lado hay una fonda que antes estaba en manos de buenas gentes, pero ahora ya no se come allí, ahora se llora...
       Y abrochándose los tres botones de su levita, sacudiéndose el polvo con el plumero de plumas de gallo, se echó un poco de agua en las manos blanduchas y se alejó, diminuto, solo, meditabundo, con su sombrero de copa en la cabeza y un gran libro de versos debajo del brazo. El sábado empezó y Guedalye, el fundador de una Internacional irrealizable, se fue a orar al templo.



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