Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


El hijo del rabino (1924)
(“Сын рабби”)
Originalmente publicado en Красная новь, 1 (enero-febrero de 1924), págs 69-71;
reimpreso en Известия Одесского губисполкома [Noticias de Odessa
Comité Ejecutivo Provincial] (9 de marzo de 1924);
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      ¿Te acuerdas de Schitomir, Vassili? ¿En el río Teteref? ¿Y de aquella tarde en que el sábado naciente se iba deslizando a lo largo del ocaso, aplastando con sus tacones rojos las estrellas?
       La delgada media luna bañaba sus puntas en las aguas negras del Teteref. El gracioso Guedalye, el fundador de la IV Internacional, nos llevó entonces a casa del rabino Motale Brazlavski para la oración de la tarde. El gracioso Guedalye meneaba en la neblina roja de la tarde sus plumas de gallo de su sombrero de copa. En el cuarto del rabino brillaban las pupilas ávidas de los cirios. Judíos de anchas espaldas, abismados sobre los libros de rezos, suspiraban quedamente, y el viejo bufón de los sabios de Chernobyle hacía sonar en su bolsillo roto las monedas de cobre...
       ¿Te acuerdas todavía de aquella noche, Vassili...? Detrás de la ventana relinchaban los caballos y gritaban los cosacos. El desierto de la guerra bostezaba más allá de la ventana, y el rabino Motale Brazlavski tenía sus dedos huesudos como engarfiados sobre su alba vestidura talar. Estaba orando en la pared que miraba al oriente. Luego se rasga la cortina del arca santa. Y vimos al triste resplandor de los cirios los rollos de la Tora envueltos en seda púrpura y azul, y el humilde y hermosísimo rostro de Ilia, el hijo del rabino, el último príncipe de la dinastía, inclinado sobre la Tora, en actitud inmóvil.
       Y hace tres días, Vassili, los regimientos del XII ejército han dejado romper el frente en Kovel. En la ciudad retumbaba despectivo el bombardeo del vencedor. Nuestro ejército temblaba y caía en el desconcierto. El tren del departamento político se arrastraba por el lomo de los campos muertos. Y Rusia, la admirable, la increíble Rusia, iba a los lados del vagón pateando con sus sandalias de corteza como una manada de piojos vestidos. El ejército de campesinos que retrocedía como una marea iba rodando delante de él, el féretro acostumbrado del soldado: el tifus. Saltaban a los estribos de nuestro tren y caían otra vez al choque de las culatas de nuestros fusiles. Resoplaban, se sujetaban, rodaban como polvo hacia delante, silenciosamente. Y a los doce kilómetros, cuando ya no tuve una patata para ellos, les arrojé un montón de proclamas de Trotsky. Pero sólo uno entre ellos alargó su mano sucia de muerto para coger una proclama. Y reconocí a Ilia, el hijo del rabino de Schitomir. Le reconocí en seguida, Vassili. El príncipe había perdido el pantalón, se encorvaba bajo el peso de su mochila y me era tan doloroso verle, que, contra todas las instrucciones, le metimos en el coche. Torpe como una vieja, se pegó con el borde de hierro del estribo en la rodilla desnuda. Dos estenotipistas de pechos vigorosos con blusas de marinero arrastraron a la redacción el cuerpo largo, casto, del moribundo. Allí le dejamos en un rincón en el suelo. Los cosacos de anchos pantalones rojos sujetaron su pantalón caído. Las dos muchachas sostuvieron contra el suelo sus piernas torcidas y miraban indiferentes —¡inocentes hembras!— los órganos genitales, la masculinidad consumida, flácida y rizada de un semita moribundo. Y yo, yo que le había conocido en una de mis noches de éxodo, ordené la propiedad dispersa del soldado rojo Brazlavski.
       Todo estaba revuelto: los papeles del agitador con las notas del poeta hebreo. Las imágenes de Lenin y de Maimónides aparecían juntas: el voluminoso cráneo de hierro de Lerun y el semblante sombrío y suave como seda de Maimónides. En las “Conclusiones del VI Congreso del Partido” había un rizo de mujer. Líneas torcidas de antiguos versos hebraicos ornaban las márgenes de manifiestos comunistas. Páginas del Cantar de los Cantares y balas de revólver —¡triste, infeliz lluvia!— cayeron delante de mí. Y me volví hacia el joven moribundo, echado en el rincón sobre un colchón despanzurrado.
       —Hace cuatro meses, Guedalye, el buhonero, me llevó un viernes por la noche a casa de su padre, del rabino Motale. Entonces no estaba usted en el partido todavía Brazlavski...
       —Entonces estaba en el partido —contestó el muchacho, se frotó el pecho y se puso febril—. Pero no podía dejar a mi madre...
       —¿Y ahora, Ilia?
       —La madre en la revolución no es más que un episodio —murmuró entrecortadamente—. Mi letra, la letra "B", llegó en turno y la organización del partido me mandó al frente...
       —¿Y así fue usted a Kovel, Ilia?
       —Sí, fui a Kovel —gritó desesperadamente—. Allí rompieron nuestro frente. Yo tomé la dirección de un regimiento formado rápidamente..., pero demasiado tarde: no tenía artillería...
       Antes de entrar el tren en Rovno, Ilia había muerto. Murió el último príncipe entre poesías, amuletos y arambeles. Le enterramos en una estación abandonada por Dios. Y yo, desatado el torrente de la fantasía ante aquel cuerpo de antiguo linaje, permanecí al lado de mi hermano hasta su último suspiro.



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