Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)
La hija (1924)
[“Pasando por Zbruch”]
(“Переход через Збруч”)
Originalmente publicado en Правда, Núm 4 (3 de agosto de 1924);
reimpreso en Красная новь, Núm. 3 (1925);
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)
El comandante de la sexta división comunicó que al amanecer el nuevo día había que ocupar Novogrado-Volynsk. El estado mayor abandonó Krapivno, y nuestro convoy, con gran estruendo, quedó como retaguardia a lo largo de la carretera, de aquella indestructible carretera que va de Brest a Varsovia, mandada construir un día por Nicolás I con huesos de campesinos.
Florecen en torno, los campos de adormidera púrpura; el viento sur juguetea en los centenos amarillos; el tierno trigo sarraceno se recorta en el horizonte como el muro de un convento lejano. La apacible Volinia se extiende a nuestro lado; ante nosotros retrocede y se hunde en los bosques de abedules una niebla nacarina que escala luego las cuestas floridas, prendiéndose con sus tenues brazos a las ramas de lúpulo. El sol, de color naranja, rueda por el horizonte como una cabeza cortada; en las desgarraduras de las nubes se estremece una luz débil; sobre nuestras cabezas tremolan los estandartes del ocaso; el olor de la sangre vertida la víspera y el de los caballos muertos se filtra en el frescor vesperal. El Sbrutch se oscurece, murmura y enlaza los espumosos nudos de sus remolinos de agua. Como los puentes están rotos, vadeamos el río. Sobre las ondas reposa la luna mayestática. Los caballos se hunden en el agua hasta el lomo, y la corriente culebrea murmuradora entre los centenares de patas de los caballos. Un soldado que amenaza ahogarse reniega brutalmente de la madre de Dios. Las manchas negras de los carros cubren el río, lleno de ruido, de silbidos y de cánticos, que resuenan sobre la centelleante sierpe de luz lunar y los fulgentes remansos de las ondas.
Muy entrada la noche, llegamos a Novogrado. En el alojamiento que me designan, encuentro una mujer embarazada, dos judíos rojizos de rostro enjuto y un tercero, dormido ya, con la cabeza tapada y apretado contra la pared. Los armarios están violentados; se ven por el suelo pingajos de pieles femeninas, excrementos humanos y trozos del vaso sagrado que los judíos usan una vez al año, en la pascua.
—Limpie usted esto —digo a la mujer—. ¡En qué porquería viven!
Los dos judíos se levantan de sus asientos. Como japoneses en el circo, silenciosos, simiescos, calzados de fieltro, recogen del suelo a saltitos los pedazos. Van y vienen con los cuellos congestionados. Extienden para mí un lecho de plumas roto, y me echo contra la pared, junto al tercero, el judío que duerme. Sobre mi cama cae en el acto una miseria horrenda.
Todo ha muerto en el silencio. Sólo la luna, cogiéndose con azuladas manos su cabeza redonda, luminosa, indiferente, pasa vagando por la ventana.
Estiro los pies hinchados, me tiendo en el lecho desgarrado y quedo dormido. Sueño con el comandante de la sexta división, que galopa en su pesado caballo tras del comandante de brigada y le dispara dos balas en los ojos.
Las balas atraviesan la cabeza del comandante de brigada, y los dos ojos caen al suelo.
—¿Por qué has ordenado retirarse a la brigada? —grita el comandante de la sexta división al herido Savitski.
Y entonces despierto, porque la mujer encinta me tienta la cara con los dedos.
—Panie —me dice—, está usted gritando en sueños y dando vueltas. Voy a hacerle la cama en otro rincón, porque tropieza usted con mi padre.
Levanta del suelo sus piernas flacas y el vientre redondo, y destapa al hombre que dormía. A mi lado veo a un anciano muerto, boca abajo, con la garganta abierta, el rostro partido y sangre azul en la barba como un pedazo de plomo.
—Panie —dice la judía, mientras sacude el cobertor de plumas—, los polacos le han martirizado, y él suplicaba: “Matadme en el corral para que mi hija no me vea morir”. Pero hicieron lo que quisieron. En este cuarto murió pensando en mí... Y ahora quisiera yo saber —dijo la mujer alzando horriblemente la voz de pronto—, quisiera saber dónde encontrará usted otro padre como el mío en la tierra...
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