Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)
El ventrílocuo (1924)
[“Konkin”]
(“Конкин”)
Originalmente publicado en Известия Одесского губисполкома
[Boletín del Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (6 de abril de 1924);
reimpreso en Красная новь, 3 (abril-mayo de 1924), págs. 21-23;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)
La paliza que dimos a los polacos detrás de
Belaya Zerkof fue enorme. Hasta la naturaleza debió conmoverse. Yo recibí muy
de mañana una buena reprimenda. Recuerdo que el día se acercaba a la noche. Yo
había perdido la comunicación con el mando de la brigada, y de todo el
proletariado no quedaban conmigo más que cinco cosacos. Alrededor se pegaba la
gente como el pope con su mujer. Lentamente goteaba la sangre de mi cuerpo y de
la paletilla del caballo... En una palabra... No, esto no puede decirse en una
palabra.
Spirka Sabuty y yo salíamos del bosque...
lejos, lejos del bosque... y nos miramos. ¡Bonita situación! A unos trescientos
metros... no más había... una nube de polvo. ¿Un estado mayor? ¡Bueno! ¿La
impedimenta? ¡Mejor! Los uniformes y las camisas de los muchachos están
miserablemente desgarrados y apenas cubren su desnudez.
—Sabuty —digo a Spirka—, tú conoces a tu
madre... y... ¡bueno!, por el estilo... Te concedo la palabra. Tú estás ahora
en la lista de oradores. Aquello que marcha por allí es nuestro estado mayor...
—Es verdad. Es nuestro ese estado mayor —contestó
Sabuty—. Pero nosotros somos dos y allí hay ocho hombres.
—¡A ellos, Spirka! —digo yo—. Me gustaría
untarles esa casaca solemne. Muramos por un pepino y por la revolución mundial.
Y corrimos hacia ellos. Eran ocho sables.
Dos los barrimos inmediatamente con nuestras balas. Veo que Spirka lleva a un
tercero al estado mayor de Duchonin para examinar sus papeles. Yo, en cambio,
me entretengo con el as de triunfo. El as de casaca roja, cadena y reloj de
oro. Le estrecho contra una granja, rodeada de manzanas y cerezos. El caballo
del casaca roja se pavonea inquieto debajo de ellos como la hija de un tendero,
pero se tranquiliza en seguida. Entonces suelta el general las riendas, me
apunta con el máuser y me hace un agujero en la pierna.
—¡Bueno! —pienso yo—. Pero no te me
escapas. Vas a morder la hierba.
Meto dos tiros en el arma. El caballo me
dio pena. Era un bolchevique, un verdadero bolchevique. Rojo de cobre como una moneda,
redonda como una bola la cola, las patas tirantes como cuerdas templadas. Yo
pienso: “El caballo se lo llevas a Lenin”. Pero no resultó nada de
aquello. Maté al buen animal. El caballo se desplomó como una novia, y mi as de
triunfo saltó de la silla, se volvió otra vez y me hizo otro agujero en la
figura. Así recibí mis tres señales en acción ante el enemigo.
—¡Jesús! —pienso yo—. Va a acabar por
matarme en regla.
Meto espuela hacia él y entonces saca el
sable, mientras ruedan las lágrimas por sus mejillas, lágrimas blancas, leche
humana.
—Por ti me dan la orden de la Bandera Roja —grito yo— Ríndete, Excelencia, en tanto que me queda vida...
—No puedo, panie —contesta el viejo—. Me
matas.
De pronto aparece Spirka delante de mí como
llevado por el viento. Su rostro está jabonado con suciedad y los ojos le
colgaban como una hebra de hilo sobre los morros.
—¡Vassia! —me dice—. ¡La de hombres que he
despachado hoy! ¡Era un placer! ¡Atiza! ¡Si tienes un general!... ¡Vaya la de
cosas finas que tiene! A éste me gustaría despacharle.
—¡Vete al diablo! —le digo furioso—. Esas
cosas finas me están costando mi sangre.
Y empujo al general con mi yegua hacia la
era, llena de heno o algo análogo. Calma, oscuridad y frío reinan allí.
—Panie—le digo—, cálmate, ríndete, por amor
de Dios y luego descansaremos los dos, panie.
Está de pie junto a la tapia, respira con
dificultad y se frota la frente con sus dedos rojos.
—No puedo —me contesta—. Me tendrás que
matar. Mi sable no lo puedo entregar más que a Budienny.
—A Budienny tengo que llevárselo yo! —y
para mi mala suerte veo que el viejo va a desplomarse en seguida.
—¡Panie! —grito y lloro y rechino los
dientes—. Mi palabra de proletario de que yo mismo soy el primer comandante. No
busques en mí cosas finas, pero un título sí que lo tengo: excéntrico musical y
ventrílocuo de salón de la ciudad de Nischni..., Nischni del Volga...
El diablo me hurgó. Los ojos del general
ardían ante mí como linternas. La sangre se me agolpó al rostro. La ofensa se
desleía como sal en mis heridas, pues vi que el viejo no me creía. Cerré la
boca, muchachos, encogí el vientre, metí aire y se lo volví a echar al viejo,
así, por broma, a estilo de soldado, como entre nosotros en Nischni, y demostré
de ese modo al polaco mi arte de ventrílocuo.
El viejo palideció, se llevó las manos al
corazón y se desplomó en tierra.
—¿Crees ahora en Vasska, el excéntrico, el
comisario de la invencible tercera brigada de caballería?
—¿Comisario? —grita él.
—Comisario —digo yo.
—¿Comunista? —grita él.
—Comunista —digo yo.
—En la hora de mi muerte —grita él—, en mi
último suspiro, dime, amigo cosaco, ¿eres comunista o has mentido?
—Soy comunista.
Entonces se yergue el viejo, besa un
amuleto cualquiera, parte el sable y en sus ojos se encienden dos chispas, dos
linternas en la estepa tenebrosa.
—Perdona —me dice—; no puedo rendirme a un
comunista —y me alarga la mano—. Perdona —dice—, y mátame a estilo de
soldado...
Esa historia nos contaba un día en su
habitual tono de broma, mientras descansábamos, el famoso Konkin, comisario
político de la brigada de caballería de Nischni y tres veces caballero de la
orden de la Bandera Roja.
—Bueno, ¿y cómo terminaste con el panie,
Vasska?
—¿Cómo había de terminar?... El viejo tenía
carácter. Yo incluso me incliné ante él. Él siguió obstinado. Entonces le
quitamos todos sus papeles y el revólver. La silla de aquel mochuelo raro la
tengo todavía debajo de mí. En esto veo que me estoy desangrando más cada vez.
Se apodera de mí un sueño terrible y mis botas están llenas de sangre... Y ya
no pude ocuparme más de él.
—¿De manera que disteis cuenta del viejo?
—Cometimos el pecado.
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