Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)
La estrategia de Majno (1923)
[“La teoría Tachanka”, “La doctrina del carro”]
(“Учение о тачанке”)
Originalmente publicado en Известия Одесского губисполкома
[Izvestia, Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (23 de febrero de 1923);
reimpreso en Прожектор, 21 (1923);
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)
Me mandaron del estado mayor un cochero de
treinta y nueve años, llamado Grischtschuk.
Cinco años había pasado Grischtschuk prisionero en Alemania; se había fugado hacía unos meses; había atravesado Lituania y el noroeste de Rusia; había llegado hasta Volinia y, por último, una
fanática comisión de reclutamiento le coge en Belef y le vuelve a la milicia.
No había más que cincuenta kilómetros hasta el distrito de Kremenezker, de
donde procedía Grischtschuk. En el distrito de Kremenezker tenía mujer e hijos.
Hacía cinco años y dos meses que no había vuelto a casa. La comisión de
reclutamiento le hizo cochero mío, y dejó de ser un paria a los ojos de los
cosacos.
Yo disponía de un carruaje con cochero. ¡Un
carruaje! Esta palabra formaba la base del triángulo en que se concentraba
nuestra vida: el matar —el carruaje— el caballo...
El coche —ya se tratase de la calesa de un
pope o de un funcionario del juzgado o de un sencillísimo carro corriente— ganó
importancia por los caprichos de la guerra civil y se convirtió en un arma de
combate móvil y terrible; creó una nueva estrategia y una nueva táctica; cambió
el acostumbrado semblante de la guerra y produjo héroes y genios del carro. Así
fue Majno, a quien nosotros vencimos, que había hecho del carro el eje de su
estrategia misteriosa y astuta. Aquel Majno que suprimió la infantería, la
artillería y hasta la caballería, y para sustituir aquellas pesadas masas montó
en carros trescientos fusiles automáticos. Aquel Majno, tan diverso como la
naturaleza. Carros de heno en línea de batalla conquistaban ciudades. Un
cortejo nupcial que pasaba en sus coches ante el comité ejecutivo de un
distrito, apenas llega abre un fuego concéntrico, y un pope flaco despliega la
bandera negra de la anarquía y exige de las autoridades la entrega de la
burguesía, la entrega del proletariado, vino y música. Un ejército de carros
semejantes dispone de inauditas posibilidades para maniobrar.
Budienny no le fue en esto a la zaga a Majno.
Es difícil derrotar a un ejército así, e insensato provocarle a combate. Una máquina escondida en un montón de heno, un vehículo que puede meterse en la granja de un campesino, es una activa unidad
de combate que se desvanece. Los puntos que se obtienen son cantidades de una
adición desconocida cuya suma la da la estructura del pueblo ukranio, como era
hace muy poco todavía: salvaje, levantisco y egoísta. En una hora pone Majno en
pie de guerra un ejército así, con las municiones escondidas en todos los
rincones. Y menos todavía necesita para hacerle desaparecer de nuevo.
Entre nosotros, en la caballería regular de
Budienny no predominaba tanto el carruaje; pero de todos modos todas nuestras
secciones de artillería no iban más que en tales vehículos.
La fantasía de los cosacos distingue dos
clases de carruajes: el coche del colono y la calesa judicial. Lo cual, por
otra parte, no es un descubrimiento, sino una diferencia que existe de hecho.
En el coche judicial, esa calesa de
funcionarios del tribunal, desvencijada, hecha sin cariño y sin ingenio,
traqueteaba antes por las llanuras del trigo de Kuban los cuerpos miserables,
de nariz alcohólica, de los funcionarios, un tropel de hombres siempre
soñolientos, siempre apresurados para cobros y registros. En cambio, los coches
de los colonos llegaban a nuestro país procedentes de Samara o del Ural, de las
ricas colonias alemanas situadas junto al Volga. Los anchos ádrales de encina
de esos carros están adornados con pintura casera, con grandes guirnaldas de
rojos colores. El sólido piso está ferreteado. La armazón descansa sobre
muelles que no se oxidan. En esos muelles, que ahora se quiebran por las
estropeadas carreteras de Volinia, está almacenado el sudor de muchas
generaciones.
Estoy encantado con mi nueva posesión.
Todos los días enganchamos después de la comida. Grischtschuk saca los caballos
de la cuadra. Van ganando de día en día. Ya descubro con orgullosa satisfacción
un brillo mate en sus flancos almohazados. Les frotamos sus patas hinchadas,
les recortamos las crines, los enjaezamos a la cosaca —con ese mare mágnum, ese
revoltijo de correas secas—, y salimos del patio al trote, Grischtschuk se
sienta a un lado en el pescante. Mi asiento de cretona basta, está relleno de
heno y exhala un perfume de intimidad. Las altas ruedas chillan en la arena
blanca y gorda. En la tierra se han pintado con encendidas amapolas campos
cuadrados y en las colinas brillan iglesias destrozadas. Encima del camino se
alza una estatua morena de santa Úrsula, con los brazos redondos y desnudos, en
un nicho acribillado a balazos. Y unas letras finas, medioevales, tejen una
cadena irregular sobre el oro de la fachada, que se ha vuelto negro:
“Honor a Jesús y a su madre celestial”.
Muertos lugares judíos rodeados de
posesiones polacas. En las paredes de ladrillo que las cercan, brilla el blanco
pavo, visión de serenidad en la azul lejanía. Oculta por chozas ruinosas se
acurruca en la tierra miserable la sinagoga ciega y hendida, redonda como el
sombrero de una chassida. Judíos desmirriados se tambalean tristes por las
encrucijadas de los caminos. Y en mi recuerdo se ilumina la imagen de los
judíos meridionales, joviales, barrigudos, chispeantes como el vino barato. No
puede compararse con eso el amargo orgullo de estos otros de largas espaldas, huesudos,
de barbas rucias y trágicas. A sus rasgos ardientes, atormentados,
pronunciadísimos, les falta la grasa, la cálida circulación de la sangre. Los
movimientos de los judíos galicianos y volinianos son desenfrenados, violentos,
faltos de gusto, pero la fuerza de su dolor es de una austera sublimidad y el
íntimo desprecio hacia el panie es infinito. Observándolos, comprendí la
ardiente historia de ese país, los relatos de talmudistas que al mismo tiempo
arrendaban fondas, de rabinos que eran usureros, de muchachas forzadas por
mercenarios polacos y que provocaban duelos entre los magnates.
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