Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


El padre (1924)
(“Отец”)
Originalmente publicado en Красная новь, Núm. 5 (1924);
Cuentos de Odesa (Одесские рассказы)
(Moscú-Leningrado: Goslitizdat, 1931, 144 págs.);
(Москва-Ленинград: Гослитиздат, 1931, 144 c.)



      Fróim Grach estuvo casado. Hacía mucho. Desde entonces pasaron veinte años. La mujer le dio una niña y se murió en el parto. La niña recibió el nombre de Baska. Su abuela materna vivía en Tulchin. La vieja no quería a su yerno, del cual decía: Fróim es carretero de oficio y tiene caballos moros, pero el alma de Fróim es más negra que el pelaje moro de sus caballos…
       La vieja no quería a su yerno y se hizo cargo de la recién nacida. Vivió con la niña veinte años y después murió. Entonces Baska regresó a casa de su padre. La cosa ocurrió así:
       El miércoles, día 5, Fróim Grach acarreó al puerto, al barco «Caledonia», trigo desde los almacenes de la compañía «Dreyfus». Terminó de noche y regresó a casa. Al torcer la calle Prójorovskaya encontró al herrero Iván Piatirrúbel.
       —Mis respetos, Grach —dijo Iván Piatirrúbel—. Una mujer está llamando a tu local…
       Grach siguió y vio en su patio a una mujer de altura descomunal, de caderas enormes y de mofletes color ladrillo.
       —Papá —dijo la mujer con atronadora voz de bajo—, me consumo de aburrimiento. Le estoy esperando todo el día… La abuela murió en Tulchin.
       Grach, desde el carro, observaba a su hija con ojos muy grandes.
       —No te revuelvas ante los caballos —dijo desesperado—, agarra al de varas por el bridón. No me eches a perder las caballerías…
       Grach, de pie en el carro, agitó el látigo. Baska tomó al de varas por el bridón y llevó los caballos a la cuadra. Desapareció y se fue a la cocina a preparar algo. Colgó de una cuerda los peales del padre, limpió con arena la cafetera entiznada y calentó croquetas en una cacerola de hierro.
       —Hay aquí una mugre espantosa, papá —dijo ella y echó por la ventana unas agrias pieles de oveja tiradas en el suelo—. Tengo que sacar toda la basura —gritó Baska y puso la cena.
       El viejo bebió aguardiente en una cafetera esmaltada y comió las croquetas que olían a infancia feliz. Después tomó el látigo y salió a la calle. Baska lo siguió. Se puso zapatos de hombre y un vestido naranja, se caló el gorro plagado de pajaritos y se sentó en el banco. La noche pasaba junto al banco, el ojo brillante del ocaso caía en el mar, más allá de Perésip y el cielo estaba rojo como un día festivo en el calendario. En la Dálnitskaya cerraron todos los comercios y los atracadores marcharon a la calle apartada donde tenía su burdel Ioska Samuelsón. Iban en calesas acharoladas, abigarrados como colibríes, vistiendo chaquetas de color. Con los ojos muy abiertos, con un pie en el estribo sostenían en sus férreas manos flores envueltas en papel de fumar. Sus calesas acharoladas avanzaban al paso; en cada carro iba uno con su ramo; los cocheros tiesos en sus pescantes, adornados con cintas, parecían padrinos de boda. Las viejas judías con escarcelas observaban apáticas el desfile habitual. Eran apáticas para todo las viejas judías, pero los hijos de los tenderos y de los carpinteros de ribera envidiaban a los reyes de la Moldavanka.
       Algunos, como Solomoncito Kaplún, hijo de un vendedor de ultramarinos, y Monia el artillero, hijo de un contrabandista, intentaban apartar la mirada para no ver el brillo de la ventura Ajena. Ambos pasaron de largo, contoneándose como mozas que ya saben del amor, cuchichearon y mostraron con ademanes cómo abrazarían a Baska si ella quisiera, Baska quísolo inmediatamente: era una sencilla muchacha de Tulchin, ciudaducha roñosa y cegarata. Pesaba cinco puds y algunas libras, vivió toda su vida entre una estirpe mortificadora de mediadores, libreros ambulantes y contratistas de madera de la Podolia y jamás había visto a personas como Solomoncito Kaplún. Por eso, al verle raspó el suelo con sus pies gordos, calzados con zapatos de hombre y dijo al padre:
       —Papá —dijo con voz atronada—, fíjese en ese señorito. Tiene unas piernecitas que parecen de muñeca. Cómo estrangularía yo esas piernecitas…
       —Vaya, señor Grach —susurró un viejo judío apellidado Golúbchik que se había sentado al lado—. Por lo visto, su criatura quiere pacer…
       —Era lo que me faltaba —respondió Fróim a Golúbchik, jugueteó con el látigo y marchó a acostarse. Durmió tranquilamente, porque no creyó al viejo. No creyó al viejo y no tenía razón alguna. La razón era de Golúbchik. Golúbchik arreglaba matrimonios en nuestra calle, velaba en casa de difuntos pudientes y conocía de la vida todo lo que de ella es dado conocer. Fróim Grach no tenía razón. La razón era de Golúbchik.
       Efectivamente, desde aquel día Baska se pasó las tardes en la calle. Se sentaba en el banco a coser su ajuar. Las mujeres encinta tomaban sitio a su lado, cúmulos de tela trepaban por las potentes rodillas esparrancadas de Baska: las mujeres encinta se hinchaban comiendo de todo, como la ubre de la vaca se hincha en el prado con la leche rosada de la primavera. Mientras, sus maridos iban regresando del trabajo. Los maridos de las mujeres rezongonas exprimían sus barbas bajo el grifo y cedían el sitio a viejas jibosas. Las viejas bañaban en las artesas a niños rollizos, azotaban las nalgas brillantes de los nietos, a los que arrebujaban en sus faldas raídas. Baska la de Tulchin observó la vida de Moldavanka, nuestra madre generosa, una vida atiborrada de niños chupeantes, de trapos colgados y de noches conyugales, llenas de elegancia de arrabal y de potencia soldadesca. La muchacha aspiraba a una vida semejante, pero supo que la hija de Grach el tuerto no podría esperar partida digna. Entonces dejó de llamar padre al padre.
       —Ladrón pelirrojo —le gritaba por la noche—, ladrón pelirrojo, a cenar.
       La cosa continuó hasta que Baska se hizo seis camisas de noche y seis pantalones con volantes de puntilla. Terminó de coser las puntillas y rompió a llorar con voz fina, tan distinta a la suya, y entre lágrimas dijo al impávido Grach:
       —Todas las muchachas —le dijo— tienen su propio interés en la vida. Yo soy la única que vive como el guardián que cuida de noche un almacén ajeno. Haga conmigo algo, padre, o pongo fin a mi vida…
       Grach escuchó todo lo que su hija le dijo, se puso una capa de lona y fue a visitar al tendero Kaplún, a la plaza Privóznaya.
       Sobre la tienda de Kaplún brillaba un letrero dorado. En ella olía a muchos mares y a vidas hermosas que no conocemos. Un niño salpicaba con una regadera la fresca profundidad de la tienda y entonaba una canción apta sólo para adultos. Salomoncito, el hijo del dueño, despachaba. Sobre el mostrador había aceitunas llegadas de Grecia, café en grano, vino málaga de Lisboa, sardinas «Felipe y Cano» y pimienta de Cayena. Kaplún padre permanecía en una galería de cristal aguantando el sol en chaleco y comiendo una sandía roja, una sandía roja con pepitas negras, con pepitas oblicuas como los ojos de pícaras chinas. La barriga de Kaplún descansaba al sol sobre la mesa y el sol no podía con ella. El tendero vio a Grach con la capa de lona y empalideció.
       —Buenos días, mosié Grach —dijo distanciándose—. Golúbchik me anunció su visita y preparé para usted una libra de té, algo extraordinario…
       Y comenzó a hablar de la nueva marca de té, llegada de Odesa en barcos holandeses. Grach le escuchó con paciencia, pero después le cortó: era un hombre sencillo y sin picardías.
       —Soy un hombre sencillo y sin picardías —dijo Fróim—. Me ocupo de mis caballos y de mis ocupaciones. El ajuar de Baska consta de ropa nueva, un par de monedas viejas y de mí. Al que le parezca poco que arda…
       —¿Arder, para qué? —dijo Kaplún con prisa y acarició la mano del carretero—. ¿Para qué esas palabras, mosié Grach? Usted es un hombre capaz de ayudar al prójimo y, dicho sea, capaz de ofender al prójimo. Si usted no es rabí en Cracovia, yo tampoco tomé por esposa a la sobrina de Moisés Montefiore, pero… pero tenemos a madam Kaplún, una dama grandiosa que ni Dios sabe lo que quiere esa mujer…
       —Yo sí lo sé —cortó Grach al tendero. Sé que Solomoncito desea a Baska, pero madam Kaplún no me desea a mí…
       —Eso, no le deseo a usted —gritó madam Kaplún, que escuchaba detrás de la puerta, y entró en la galería de cristal, ruborizada y con el pecho incandescente—. No le deseo a usted, Grach, igual que no se desea la muerte, igual que la novia no desea granos en la cabeza. No olvide que nuestro difunto abuelo fue tendero y que debemos agarrarnos a nuestra tonga.
       —Agárrense a su tonga —respondió Grach a la incandescente madam Kaplún, y se fue a casa.
       Allí esperaba Baska con su vestido naranja, pero el viejo, sin mirarla, estiró la pelliza debajo del carro y se tumbó. Durmió hasta que el potente brazo de Baska le expulsó de allí.
       —Ladrón pelirrojo —dijo la muchacha con un murmullo que no parecía suyo—. ¿Por qué tengo que aguantar sus modales de carretero y por qué se calla como un tarugo, ladrón pelirrojo?…
       —Baska —repuso Grach—, Solomoncito te desea, pero madam Kaplún no me desea a mí. Allí buscan a un tendero.
       El viejo arregló la pelliza y se escurrió debajo del carro. Baska desapareció del patio…
       Todo esto ocurrió un sábado, día festivo. El ojo purpúreo del ocaso, cuando rebuscaba la tierra al atardecer, tropezó con Grach que roncaba bajo su carro. El presuroso rayo se clavó en el dormido con ardiente reproche y lo sacó a la calle Dálnitskaya, que polvoreaba y brillaba como centeno verde al viento. Los tártaros marchaban Dálnitskaya arriba, tártaros y turcos con sus molas. Regresaban a sus casas en las estepas de Orenburgo y del Transcáucaso de una peregrinación a La Meca. Un barco los había traído a Odesa y ahora iban del puerto a la posada de Liubka Shneiveis, alias Liubka la Cosaco. Cubrían a los tártaros inflexibles albornoces rayados que inundaban la calzada de sudor broncíneo del desierto. Se enrollaban a sus feces toallas blancas, distintivo del que se postró ante los restos del Profeta. Los peregrinos llegaron a la esquina y torcieron hacia la posada de Liubka Shneiveis, pero no pudieron franquear la puerta porque se agolpaba mucha gente. Liubka Shneiveis, con un bolsón en bandolera, golpeaba y empujaba hacia la calle a un borracho. Le aporreaba la cara con un puño, como si fuese una pandereta, y con la otra mano sostenía al hombre para que no se tumbara. Al hombre le brotaban chorritos de sangre por los dientes y cerca de la oreja. Estaba pensativo y observaba a Liubka como a una persona ajena. Después se desplomó sobre los adoquines y quedó dormido. Liubka le pegó un puntapié y entró en su tienda. Evzel, su guardián, cerró el portón y saludó con la mano a Fróim Grach, que pasaba cerca…
       —¡Mis honores, Grach! —dijo—. Si desea observar algo de la realidad, entre en nuestro patio. Hay cosas graciosas…
       El guardián llevó a Grach hacia el muro al que estaban arrimados los peregrinos llegados la víspera. Un viejo turco con un turbante verde, un viejo turco verde y ligero como una hoja yacía sobre la hierba. Estaba cubierto de sudor perlado, respiraba con dificultad y movía los ojos.
       —Aquí tiene —dijo Evzel y se arregló la medalla en su chaqueta raída—. Aquí tiene un drama real de la ópera «El achaque turco». El viejito se acaba, pero no se puede llamar al médico: el que muere camino de su casa, después de visitar al dios Mahoma, para ellos es el más feliz y el más rico… Halvash —gritó Evzel al moribundo y soltó una carcajada—, que viene el médico a curarte…
       El turco miró al guardián con miedo y con odio infantiles y torció la cara. Evzel, satisfecho de sí, llevó a Grach a la bodega, en la parte opuesta del patio. En la bodega ya ardían las lámparas y sonaba la música. Viejos judíos con barbas graves tocaban canciones rumanas y judías. Méndel Krik, sentado a la mesa, bebía vino en un vaso verde y contaba cómo le habían magullado sus propios hijos: Benia, el mayor, y Liovka, el menor. Gritaba su historia con voz ronca y espantosa, mostraba sus dientes machacados e invitaba a que palpasen las heridas de su vientre. Zaddikes [Zaddik es un hombre justo, un santón hasidita] de Volín con caras de porcelana se situaron detrás de su silla y escuchaban aturdidos la jactancia de Méndel Krik. Se asombraban de todo lo que oían y Grach los despreciaba.
       —Viejo fanfarrón —masculló refiriéndose a Méndel, y pidió vino.
       Después Fróim llamó a Liubka la Cosaco, la dueña, que blasfemaba a la puerta y bebía aguardiente de pie.
       —Dime —gritó a Fróim y entornó los ojos colérica.
       —Madame Liubka —le respondió Fróim y se sentó a su lado—. Es usted una mujer lista y recurro a usted como si fuera mi madre. Confío en usted, madame Liubka. Primero en Dios y después en usted.
       —Dime —gritó Liubka. Recorrió la bodega y volvió a su sitio.
       Grach le dijo:
       —En las colonias —dijo— los alemanes tienen una buena cosecha de trigo y en Constantinopla los comestibles andan por la mitad de su precio. Compran el pud de aceitunas en Constantinopla a tres rublos y aquí venden a treinta kopeks la libra… Los tenderos viven a sus anchas, madame Liubka, los tenderos pasean muy rollizos y si se les trata con delicadeza uno llegaría a ser feliz… Pero quedé solo con mi quehacer; el difunto Liova el Toro ha muerto. No tengo ayuda de nadie y estoy solo como Dios en el cielo.
       —Benia Krik —le dijo a esto Liubka—. Lo probaste ya con Tartakovski. ¿No te gusta Benia Krik?
       —¿Benia Krik? —repitió Grach, lleno de asombro—. Creo que es soltero, ¿eh?
       —Soltero es —dijo Liubka—. Enlázalo con Baska, dale dinero y ponle en el buen camino…
       —Benia Krik —repetía el viejo como un eco, como un eco lejano—. No había pensado en él…
       Se levantó balbuceando y tartamudeando. Liubka salió. Fróim la siguió despacio. Cruzaron el patio y subieron al primer piso. Habitaban el primer piso las mujeres que Liubka mantenía para los huéspedes.
       —Nuestro novio está con Katiusha —dijo Liubka a Grach—. Espérame en el pasillo. —Pasó a la última habitación, donde Benia Krik estaba acostado con una mujer llamada Katiusha.
       —Basta de babosear —dijo la dueña al joven—. Primero hazte con una ocupación, Bencito. Y después, a babosear… Te busca Fróim Grach. Busca a una persona para trabajar y no la encuentra…
       Y ella le contó todo lo que sabía de Baska y de las cosas de Grach el tuerto.
       —Debo pensarlo —respondió Benia, tapando con la sábana las piernas desnudas de Katiusha—. Debo pensarlo. Que se espere el viejo.
       —Espérale —dijo Liubka a Fróim, que permanecía en el pasillo—. Espérale. Debe pensarlo…
       La dueña puso una silla a Fróim y éste se sumergió en una espera infinita. Esperó resignado, como el campesino espera en una oficina pública. Tras la pared gemía Katiusha y reía a carcajadas. El viejo dormitó durante dos horas o quizás más. Hacía mucho tiempo que la tarde se había transformado en noche, el cielo ennegreció y sus vías lácteas se colmaron de oro, de brillo y de frescor. Cerróse la bodega de Liubka; los borrachos yacían en el patio como muebles rotos y el viejo mola del turbante verde murió a medianoche. Después llegó música del mar, trompas y cornetas de los buques ingleses, llegó la música del mar y enmudeció, pero Katiusha, la concienzuda Katiusha, seguía atizando para Benia Krik su paraíso ruso, policromo y sonrosado. Ella gemía tras la pared y reía a carcajadas; el viejo Fróim permanecía inmóvil, sentado a la puerta. Esperó hasta la una de la madrugada y llamó.
       —Hombre —dijo—, ¿te burlas de mí?
       Benia abrió por fin la puerta de la habitación de Katiusha.
       —Mosié Grach —dijo turbado, radiante y tapándose con la sábana—, cuando somos jóvenes creemos que las mujeres son mercancía. No son más que paja, que se inflama por nada…
       Se vistió, arregló la cama de Katiusha, mulló sus almohadas y salió a la calle con el viejo. Llegaron paseando hasta el cementerio ruso y allí, ante el cementerio, convergieron los intereses de Benia Krik y de Grach el tuerto, el viejo atracador. Acordaron que Baska proporcionaría a su futuro esposo una dote de tres mil rublos, dos caballos de pura sangre y un collar de perlas. Acordaron también que Kaplún debería pagar dos mil rublos a Benia, el novio de Baska. Era el culpable de la arrogancia de su familia, Kaplún el dé la plaza Privóznaya; enriqueció con las aceitunas de Constantinopla y no respetó el primer amor de Baska, por lo que Benia decidió encargarse de cobrar a Kaplún dos mil rublos.
       —De eso, padrecito, me encargaré yo —dijo a su futuro suegro—. Dios nos ayudará a castigar a todos los tenderos…
       Fue dicho esto al amanecer, vencida la noche. Y aquí comienza otra historia, la historia de la decadencia de la casa Kaplún, un relato sobre su ruina paulatina, sobre incendios y disparos en la noche. Todo eso: la suerte del arrogante Kaplún y de la joven Baska quedaron echadas aquella noche en que el padre de ésta y su novio súbito pasearon cerca del cementerio ruso. Era la hora en que los muchachos llevaban a las mozas al otro lado de la tapia y los besos sonaban sobre las lápidas.



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