Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


El primer amor (1925)
(“Первая любовь”)
Originalmente publicado en la antología Красная новь,
antología Núm. 1, M.-L., Editorial Estatal, 1925;
Cuentos de Odesa (Одесские рассказы)
(Moscú-Leningrado: Goslitizdat, 1931, 144 págs.);
(Москва-Ленинград: Гослитиздат, 1931, 144 c.)



      A los diez años me enamoré de una mujer llamada Galina Apolónovna. Se apellidaba Rubtsova. Su marido, un oficial, se marchó a la guerra japonesa y regresó en octubre de mil novecientos cinco. Trajo muchas arcas. Las arcas contenían cosas chinas: biombos, armas valiosas, treinta puds en total. Kuzmá nos decía que Rubtsov compró aquellas cosas con el dinero hecho en la dirección de ingeniería del ejército de Manchuria. Eso decían otros, además de Kuzmá. Era difícil no chismorrear de los Rubtsov: Los Rubtsov eran felices. Su casa lindaba con nuestro patio, su terraza de cristal ocupó una parte de terreno nuestro, pero mi padre no protestó. Rubtsov, recaudador de impuestos, tenía en nuestra ciudad fama de hombre justiciero y mantenía amistad con los judíos. Cuando de la guerra japonesa vino el oficial, el hijo del viejo, todos comprobamos que vivían felices. Galina Apolónovna no soltaba el día entero la mano del marido. No cesaba de mirarle porque había estado año y medio sin ver al marido, pero a mí me daba miedo aquella mirada. Yo volvía la cara y temblaba. Veía en ellos la vida asombrosa y desconcertante de todas las gentes de la tierra y me entraban ganas de caer en un sueño extraño para olvidar esa vida superior a las ilusiones. Algunas veces Galina Apolónovna andaba por la habitación con la trenza suelta, con zapatos rojos y bata china. Bajo los encajes de su camisa muy escotada se veía el hoyo y el comienzo de unos pechos blancos, abultados, achatados hacia abajo y en la bata había dragones, pájaros y árboles ahuecados bordados con seda roja.
       Se movía el día entero con una sonrisa confusa en los labios húmedos, tropezando con las arcas sin desembalar, con las escaleras de gimnasia desparramadas por el suelo. De los golpes, a Galina le salían moraduras; subía la bata por encima de la rodilla y decía al marido:
       —Besa la pupa…
       Y el oficial doblaba sus largas piernas embutidas en pantalones de dragón con espuelas, con botas de cabritilla ceñidas, se hincaba en el suelo sucio y con una sonrisa iba moviendo las piernas y arrastrando las rodillas y besaba el lugar magullado, allí donde la liga había dejado una arruga carnosa. Yo veía desde mi ventana aquellos besos. Me hacían sufrir, pero no merece la pena contarlo; el amor y los celos de un niño de diez años se parecen en todo al amor y a los celos del hombre adulto. Estuve dos semanas sin arrimarme a la ventana y eludiendo a Galina hasta que por casualidad tropecé con ella. La casualidad fue el pogrom judío que en el año cinco se desencadenó en Nikoláyev y en otras ciudades del límite de residencia de los judíos. Una multitud de asesinos a sueldo saqueó la tienda de mi padre y mató a mi abuelo Shoil. Todo eso ocurrió en mi ausencia. Aquella mañana estaba yo comprando palomas al cazador Iván Nikodímich. Me pasé cinco años de mis diez soñando con pasión en palomas y cuando las compré el mutilado Makárenko las estrelló contra mi sien. Kuzmá me llevó a casa de los Rubtsov. La portilla de los Rubtsov tenía marcada con tiza una cruz; a ellos no les tocaban, y ocultaron en su casa a mis padres. Kuzmá me llevó a la terraza de cristales. Allí estaban mi madre con una pelerina verde y Galina.
       —Tenemos que lavarnos —dijo Galina—, tenemos que lavarnos, pequeño rabí… Traemos la cara manchada de plumas, y las plumas de sangre…
       Me abrazó y me llevó por un pasillo con olor penetrante. Mi cabeza descansaba en la cadera de Galina; la cadera se movía y respiraba. Llegamos a la cocina y Rubtsova metió mi cabeza bajo el grifo. Un ganso se asaba en la cocina alicatada, una vajilla llameante pendía de las paredes; al lado de la vajilla, en el rincón de la cocinera, colgaba el zar Nikolai adornado con flores de papel. Galina lavó los restos de la paloma pegados a mis mejillas.
       —Serás novio, mi precioso —dijo besándome en los labios con su boca inflamada y volvió la cara.
       —Mira —susurró de pronto—, tu padrito tiene disgustos, anda todo el día por la calle sin ton ni son, dile que venga a casa…
       Desde la ventana vi la calle desierta con un cielo enorme sobre ella y a mi padre pelirrojo caminando por la calzada. Sin gorra, cubierto de ligeros pelos rojos alborotados, con una pechera de algodón, torcida y abrochada con un botón que no se correspondía con el ojal. Vlásov, un obrero macilento con andrajos enguatados de soldado, caminaba con insistencia detrás de mi padre.
       —Vaya —decía él con voz ronca y afectuosa y tocaba cariñosamente con las manos a mi padre—, no queremos la libertad, para que los judíos comercien a sus anchas… Tú dale la claridad de la vida al obrero por sus trabajos, por esta terrible inmensidad… Dásela, amigo, ¿me oyes?, dásela…
       El obrero imploraba algo a mi padre y le tocaba; en su cara los instantes de inspiración borracha se alternaban con la melancolía y la modorra.
       —Nuestra vida debe parecerse a los molokanos —balbuceaba y se tambaleaba sobre sus piernas quebradizas—, como los molokanos debe ser nuestra vida, pero sin ese dios sectario: de él sólo se aprovechan los judíos, nadie más…
       Y Vlásov gritó con desesperación del dios sectario que sólo compadeció a los judíos. Vlásov vociferaba, tropezaba y perseguía a su dios ignoto; en ese momento una ronda cosaca le cortó el paso. Un oficial con bandas en el pantalón, con cinturón plateado de gala cabalgaba a la cabeza del grupo; llevaba un casquete alto. El oficial iba despacio sin mirar a los lados. Parecía marchar por un barranco donde sólo se puede mirar hacia adelante.
       —Capitán —musitó mi padre cuando el cosaco pasaba a su lado—, capitán —dijo mi padre encogiendo la cabeza y se arrodilló en el barro.
       —A su disposición —respondió el oficial, siempre mirando adelante, y saludó con la mano enguantada en cabritilla color limón.
       Más allá, en la esquina de la calle Ríbnaya, la turba saqueaba nuestra tienda, sacaba cajones de clavos, máquinas y mi nuevo retrato con uniforme escolar.
       —Mire —dijo mi padre y no se incorporó—, están destrozando lo sudado, capitán… ¿Cómo puede ser?…
       El oficial murmuró algo, se llevó a la gorra el guante limón y soltó la rienda, pero el caballo no se movió. Mi padre se arrastraba de rodillas ante el caballo, se restregó contra sus patas cortas, bonachonas, despeluzadas.
       —A sus órdenes —dijo el capitán, tiró de la rienda y se fue.
       Los cosacos le siguieron. Cabalgaron impávidos en sus sillas altas, marcharon por el barranco imaginado hasta perderse en la bocacalle de la Sobórnaya.
       Galina volvió a empujarme hacia la ventana.
       —Llama a papá a casa —dijo—; está sin comer desde la mañana.
       Me asomé a la ventana.
       Al oír mi voz mi padre se volvió.
       —Hijito mío —musitó con ternura inexpresable.
       Juntos nos dirigimos a la terraza de los Rubtsov, donde yacía mi madre con su pelerina verde. Al lado de su cama había pesas y un tensor.
       —Malditos kopeks —dijo mi madre al vernos—, has sacrificado a ellos una vida humana, los hijos, nuestra dicha infeliz, todo… Malditos kopeks —gritó con voz ronca y ajena; se removió en la cama y calló.
       Y en ese silencio se escuchó mi hipar. Yo estaba con la gorra calada arrimado a la pared y no lograba contener el hipo.
       —Ten vergüenza, mi precioso —esbozó Galina su sonrisa despectiva y me golpeó con su bata inflexible. Con zapatos rojos caminó hasta la ventana para colgar las cortinas chinas de un extravagante bastidor. Sus manos desnudas se hundían en la seda, una trenza viva se movía en su cadera; yo la observaba arrebatado.
       Yo, niño culto, la miraba como se mira a un lejano escenario iluminado por muchos focos. Allí mismo me imaginé ser Mirón, hijo del carbonero que vendía en nuestra esquina. Me imaginé que pertenecía a la milicia judía y que, como Mirón, llevaba botas rotas amarradas con cuerdas. Llevo una escopeta inservible, colgada del hombro con un cordón verde, estoy de rodillas ante una vieja valla y disparo contra los asesinos. Detrás de mi valla hay un solar con pilas de carbón cubierto de polvo, la vieja escopeta tira mal, los asesinos de barbas y de dentaduras blancas avanzan; tengo la orgullosa sensación de una muerte próxima y en lo alto, en el azul del mundo, vislumbro a Galina. Veo una aspillera en la pared de un gigantesco edificio, construido con miríadas de ladrillos. Esa casa purpúrea aplasta el callejón de tierra gris mal apisonada; en la aspillera superior está Galina. Sonríe con su sonrisa despectiva desde su ventana inaccesible; su marido, un oficial a medio vestir, está a sus espaldas y la besa en el cuello…
       Me imaginé todo esto, mientras intentaba contener el hipo, para amar a Rubtsova con más amargura, pasión y desesperación y quizá porque la medida de la aflicción es demasiada para un hombre de diez años. Los sueños descabellados ayudáronme a olvidar la muerte de las palomas y la muerte de Shoil; quizá hubiera olvidado esas muertes, pero en ese momento apareció en la terraza Kuzmá con el horrible judío Aba.
       Oscurecía cuando llegaron. En la terraza ardía una mortecina lámpara ladeada; una lámpara centelleante, compañera de las desgracias.
       —Amortajé al abuelo —dijo Kuzmá al entrar—; ahora yace muy hermoso. Aquí traigo a un sacristán para que diga algo sobre el viejo.
       Kuzmá indicó al salmista Aba.
       —Que gimotee algo —dijo el barrendero en tono amistoso—; que llene la tripa el sacristán. El sacristán pasará la noche dando la tabarra a Dios…
       Allí estaba en el umbral, Kuzmá, con su bonachona nariz aplastada, torcida en todas las direcciones; intentó contar lo más sentidamente posible cómo había atado la mandíbula al muerto, pero mi padre interrumpió al viejo.
       —Haga el favor, Aba —dijo mi padre—, de rezar por el muerto, yo se lo pago…
       —Yo me temía que no me lo pagase —respondió Aba con fastidio y puso sobre el mantel su cara barbuda y asqueada—; me temo que coja mi propina y que se largue a la Argentina, a Buenos Aires, para abrir un negocio al por mayor con mi propina… Al por mayor —dijo Aba; movió los labios desdeñosos y tiró del periódico “Hijo de la Patria”, que se hallaba sobre la mesa. El periódico hablaba del manifiesto zarista del 17 de octubre y de la libertad.
       —“… Ciudadanos de la Rusia libre —deletreaba Aba mientras mascaba la barba que le llenaba la boca—, ciudadanos de la Rusia libre, os felicito con motivo de la radiante resurrección de Cristo…”.
       El periódico estaba inclinado ante el viejo salmista y temblaba: él leía con somnolencia, como si cantara, y ponía acentos sorprendentes en las palabras rusas desconocidas. Los acentos de Aba recordaban el sordo lenguaje de un negro llegado de su patria a un puerto ruso. Hizo reír hasta a mi madre.
       —Cometo un pecado —gritó ella asomándose por debajo de su pelerina—; me estoy riendo, Aba… Mejor haría hablándonos de su vida, de la familia.
       —Pregúnteme de otras cosas —rezongó Aba sin soltar la barba de los dientes y continuando la lectura.
       —Pregúntale de otras cosas —repitió mi padre después de Aba y se situó en el centro de la habitación. Sus ojos que nos habían estado sonriendo entre lágrimas de pronto giraron en sus órbitas y se posaron en un punto de todos invisible.
       —¡Ah, Shoil! —pronunció mi padre con voz llana, falsa y preparativa—. ¡Ay, Shoil de mi alma!
       Vimos que se disponía a gritar, pero mi madre nos puso en guardia.
       —Manus —gritó ella desarreglándose momentáneamente y comenzó a rasgar el pecho de su marido—, mira qué mal lo está pasando nuestro hijito. ¿Por qué no oyes los hipos? ¿Por qué, Manus?…
       Mi padre calló.
       Rajil —dijo atemorizado—, no puedo expresarte qué pena me da de Shoil…
       Salió a la cocina y regresó con un vaso de agua.
       —Bebe, artista —dijo Aba acercándose—. Bebe esa agua que te aliviará como el incensario al muerto…
       Así fue: el agua no me dio alivio. Hipaba con mayor fuerza aún. Un bramido se escapaba de mi pecho. Un tumor agradable al tacto se hinchó en mi garganta. El tumor respiraba, se abultaba, obstruía la faringe y se desprendía del cuello. En él borbotaba mi respiración destrozada. Borbotaba como el agua en ebullición. Y cuando a la noche dejé de ser el niño orejudo de toda mi vida anterior y me convertí en un ovillo que se retorcía, mi madre me envolvió en un chal y, más alta y esbelta, se acercó a Rubtsova que estaba muerta de espanto.
       —Querida Galina —dijo mi madre con voz sonora y recia—, somos mucho trastorno para usted, para la cariñosa Nadezhda Ivánovna y para todos los suyos. ¡Qué vergüenza me da, querida Galina!…
       Con las mejillas encendidas mi madre hizo recular a Galina hasta la salida, después se lanzó hacia mí y me metió el chal en la boca para acallar mi quejido.
       —Aguanta, hijito —musitaba mi madre—, hazlo por tu mamita…
       Aunque hubiera podido no habría aguantado porque dejé de sentir vergüenza.
       Así comenzó mi enfermedad. Tenía yo diez años. A la mañana siguiente me llevaron al médico. El pogrom continuaba, pero a nosotros no nos tocaron. El médico, un hombre gordo, me halló una enfermedad nerviosa.
       Dispuso que saliéramos rápidamente a Odesa a que me vieran los profesores y a esperar allí el calor y los baños de mar.
       Así lo hicimos. Días después salí con mi madre para Odesa, donde vivía el abuelo Leivi-Itsjok y el tío Simón. Salimos en barco por la mañana y al mediodía las pardas aguas del Bug fueron desplazadas por la pesada ola verde del mar. Comenzaba para mí una vida al lado del demencial abuelo Leivi-Itsjok y me despedí para siempre de Nikoláyev, donde transcurrieron diez años de mi infancia.



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