Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


El diácono sordo (1924)
[“Ivanov”]

(“Иваны”)
Originalmente publicado en Русский современник [Ruso Contemporáneo],
1 (1924), págs. 151-156;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      Dos veces se había escapado ya del frente el diácono Iván Agueyef. Por este motivo se le mandó al regimiento penitenciario de Moscú. El comandante jefe, Serguei Sergueyitsch Kamenef revistaba su regimiento en Moschaisk antes de que partiera para el frente.
       —Imposible utilizarlo —declaró el comandante—. ¡A Moscú, otra vez, a limpiar letrinas!
       En Moscú se pudo formar del regimiento penitenciario una compañía. En ella cayó, entre otros, el diácono. Llegaba del frente polaco y se presentó allí como sordo. El ayudante sanitario Barsutski, de la sección de vendajes, que se las había entendido durante toda una semana con Agueyef, estaba asombrado del tesón del diácono.
       —¡Que se vaya al diablo este sordo! —dijo Barsutski al sanitario Soitschenko—. Pide en la administración un carruaje para mandar al diácono a Rovno para que le reconozcan.
       Soitschenko fue a la Administración y volvió con tres carros. El primero lo conducía Iván Akinfiyef.
       —Iván —le dijo Soitschenko—, vas a llevar al sordo a Rovno.
       —Puedo hacerlo.
       —Y me traerás un certificado.
       —Naturalmente —confirmó Akinfiyef—. Pero ¿qué pasa con su sordera?
       —Que lo que más quiere es la pelleja —dijo el sanitario—. Eso es todo. Un pillo, no un sordo.
       —Yo le llevaré —repitió Akinfiyef echando a andar tras de los carros...
       En la enfermería pararon los tres carros. En el primero se sentó una hermana a quien destinaban al interior, el segundo era para un cosaco enfermo de nefritis, y en el tercero se sentó el diácono, Iván Agueyef.
       Cuando todo estuvo dispuesto, voceó Soitschenko al ayudante sanitario Barsutski:
       —Nuestro pillo se marcha ya —le dijo—. Le he dejado contra recibo en el carro celular del tribunal revolucionario. Van a salir en seguida...
       Barsutski miró por la ventana, vio el carro y, arrebatado el rostro, sin gorra, se precipitó fuera de la casa.
       —¡Eh! ¿Quieres matarle? —gritó a Akinfiyef—. El diácono tiene que ir en otro carruaje.
       —¿Dónde vas a llevarle? —exclamaron riendo los cosacos que allí había— Nuestro Iván le entregará bien...
       Iván Akinfiyef estaba con el látigo en la mano junto a sus caballos. Se quitó la gorra y dijo cortésmente:
       —Buenos días, compañero sanitario.
       —Buenos días, amigo —contestó Barsutski—. Eres un animal. El diácono tiene que ir en otro carro.
       —Me gustaría saber —dijo reprimiéndose el cosaco—, me gustaría saber —su labio superior se replegó hacia arriba, temblando sobre los dientes, refulgentes de blancura— si en una época en que el enemigo nos tiraniza de modo tan inaudito, en que cuelga de nuestras piernas como un lastre y nos maniata con serpientes, si es decente o no, en una hora como ésta de vida o muerte, soldarse los oídos...
       —Iván se pone de parte de los señores comisarios —dijo el cochero del primer carruaje—. ¡Pues sí que vale la pena!...
       —No se trata de eso —murmuró Barsutski volviéndose—. Todo vale la pena. Lo que se hace hay que hacerlo con arreglo a las instrucciones.
       —¡Pero si éste oye! —le interrumpió Akinfiyef dando la vuelta al látigo entre sus dedos y haciendo un guiño al diácono. Éste se sentó en el carro, dejó caer sus hombros enormes y meneó la cabeza.
       —¡Bueno, andando, en nombre de Dios! —gritó el ayudante sanitario desesperado—. Tú me sales responsable de todo, Iván.
       —De acuerdo —contestó Akinfiyef pensativo, asintiendo con la cabeza—. Siéntate más cómodo —le dijo al diácono sin volverse—. Más cómodo todavía —repitió el cosaco cogiendo las riendas.
       Los carros se colocaron uno tras otro y uno tras otro se lanzaron a lo largo de la carretera. Delante iba Korotgof; Akinfiyef era el tercero y silbaba una canción y bamboleaba las riendas.
       Así habrían andado quizá quince kilómetros, cuando, al anochecer, se vieron sorprendidos por un brusco ataque del enemigo.
       Aquel día, el 21 de julio, se las habían arreglado los polacos para entrar en Kosin, atacarnos por la espalda y hacer buen número de prisioneros de nuestra división.
       Los carros del tribunal revolucionario anduvieron dos días con dos noches entre el fragor de los combates dispersos, y hasta la tercera noche no lograron llegar al camino donde se había retirado el estado mayor de las etapas.
       Allí los encontré yo a media noche. Era después de la batalla de Chotin. Yo estaba aterrado. En aquella batalla me habían matado mi caballo Laurik, mi consuelo en la tierra. A consecuencia de aquella pérdida monté en un carro sanitario y recogí heridos. Los sanos los enviábamos otra vez al frente, y por fin me quedé solo en una cabaña derruida. La noche iba entrando impetuosamente. La gritería de la administración llenaba los espacios. Sobre la tierra henchida de gemidos callaban los caminos. Las estrellas se deslizaban sobre el fresco cuerpo de la noche y en el horizonte ardían algunos pueblos abandonados. Me descargué de la silla de montar y me fui bordeando un lindero removido; al llegar a un recodo me paré para aliviar una necesidad.
       Una vez aliviado, observé al abrocharme que tenía la mano mojada. Enciendo la linterna, miro en torno mío y veo en la tierra el cadáver de un polaco sobre el cual había caído mi orina. Desde la boca, la orina le había escurrido por los dientes, llenando las cuencas hundidas de los ojos. Al lado del cadáver había un libro de notas y fragmentos de un folleto de Pildsuski. En el libro de notas del polaco figuraban unos gastos, el repertorio del teatro dramático de Cracovia y el santo de una mujer que se llamaba María Luisa. Con la proclama de Pildsuski, el mariscal y jefe de ejército polaco, sequé del rostro de mi desconocido hermano el líquido hediondo... y me marché agobiado por el peso de la silla.
       En ese momento chirriaban por algún sitio, cerca, unas ruedas.
       —¡Alto! —grité estremecido—. ¿Quién va?
       La noche era todavía más oscura. Los incendios resplandecían en el horizonte.
       —Del tribunal revolucionario —contestó una voz apagada en las tiniebla.
       Marché hacia allá y me tropecé con un carro.
       —Han matado a mi caballo —dije a grandes voces—... Mi caballo pardo. Se llamaba Laurik.
       Nadie me contestó. Me subí al carro, puse la silla de cabecera y me dormí. Al amanecer me despertó el calor del heno podrido y del cuerpo de Iván Akinfiyef, mi vecino accidental.
       Éste despertó poco después que yo.
       —¡Gracias a Dios que ya es de día! —dijo, sacó su revólver y disparó un tiro al oído del diácono. Iba éste sentado delante de nosotros guiando los caballos. En la calva imponente de su cráneo se estremecían un par de pelos grises. Akinfiyef volvió a dispararle un tiro junto al otro oído y guardó el revólver en el estuche.
       —Muy buenos días, Iván —le dijo al diácono mientras se ponía las botas entre quejidos. Vamos a desayunar.
       —Muchacho —le grité, cuando logré reponerme—, ¿qué haces?
       —Todavía no hago bastante —contestó Akinfiyef sacando la vianda—. Hace tres días enteros que está haciéndose el simulador...
       Korotkof, el del primer carro, intervino entonces en la conversación. Yo le conocía del XXXI regimiento y me contó la historia del diácono desde el principio. Akinfiyef escuchaba atentamente. Luego sacó de debajo de la silla de montar, una pierna de vaca, metida en una arpillera y con algunas pajas pegadas. El diácono bajó del pescante, se puso a mi lado y cortó con su navaja un pedazo de carne verduzca para cada uno de nosotros. Después del desayuno, Akinfiyef volvió a guardar en el saco la pierna de vaca y la metió en el heno.
       —Iván dijo a Agueyef. —¡Ea, vamos! ¡A echar al diablo! Así como así tenemos que parar para que beban los caballos.
       Y sacó del bolsillo un frasco de medicina y una jeringuilla de Tarnovski y se lo alargó al diácono. Se apearon los dos del carro y se alejaron en el campo unos veinte pasos.
       —Hermana —dijo Korotkof desde el tercer carro—, no mires para allá si no quieres quedarte ciega con lo que le sobra a Akinfiyef.
       La mujer murmuró algo y se volvió.
       Akinfiyef se levantó la camisa, el diácono se arrodilló delante de él y le puso una inyección. Luego lavó la jeringuilla con un trapo y la miró a la luz. Akinfiyef se levantó el pantalón se acercó al diácono por detrás en un momento propicio y le disparó al oído.
       —Mi saludo —dijo y se abrochó.
       El diácono dejó el frasco en la hierba y se levantó. Su par de pelos aleteaban en el aire.
       —A mí me juzgará el tribunal supremo —dijo sombríamente—. Iván, tú no estás por encima de mí...
       —Ahora todos pueden juzgar a todos —interrumpió el conductor del segundo carruaje que parecía un jorobado listo—. Incluso condenar a muerte. Muy sencillo.
       —Sería mejor —prorrumpió Agueyef irguiéndose—que me mataras, Iván.
       —Es una estupidez diácono —dijo Korotkof dirigiéndose a él—. Ten en cuenta con quién viajas. Otro te hubiera retorcido el pescuezo como a un ganso sin andarse en más, y él en cambio quiere pescar la verdad de ti y te enseña algo, pope renegado.
       —Sería mejor —repitió el diácono tercamente, adelantándose— que me mataras, Iván.
       —Te vas a matar tú solo, inmundo —silbó Akinfiyef palideciendo—. Tú mismo vas a cavar tu fosa y tú mismo vas a enterrarte.
       Levantó el brazo, se arrancó el cuello y cayó al suelo con un ataque.
       —¡Ay, madre querida! —gritaba ferozmente, salpicándose el rostro de arena—. ¡Oh tú, mi amarga sangre, mi Poder Soviético!
       —Iván —dijo Korotkof poniéndole la mano suavemente en el hombro—. Iván, no te atormentes, amigo mío, no estés triste; tenemos que seguir, Iván...
       Korotkof tomó un buche de agua y roció con ella a Akinfiyef y lo subió después al carro. El diácono volvió a sentarse en el pescante y seguimos nuestro camino.
       Hasta la aldehuela de Werby no había más de dos kilómetros. Aquella mañana habían acantonado allí infinidad de tropas. La undécima división, y la decimocuarta y la cuarta. Los judíos con chaleco, encogidos de hombros, se estacionaban delante de las puertas como pájaros desplumados. Los cosacos paseaban por los patios, quitaban toallas y comían ciruelas verdes. Apenas llegados, Akinfiyef se tumbó en el heno y se durmió. Yo cogí una manta del carro y me marché para buscar una sombra. Pero el campo, a ambos lados del camino, estaba lleno de una porquería indescriptible. Un campesino barbudo, con anteojos de cobre y sombrero tirolés que leía aparte un periódico, sorprendió mi mirada y dijo:
       —Nos llamamos hombres, pero olemos peor que chacales. Debiéramos avergonzarnos de la tierra.
       Dio media vuelta y siguió leyendo el periódico a través de sus anteojos enormes.
       Me dirigí entonces hacia la izquierda, al bosquecillo, y vi al diácono que venía en mi dirección.
       —¿Adónde vas tú, paisano? —le gritó Korotkof desde el primer carro.
       —A una necesidad —murmuró el diácono, me cogió la mano y me la besó—. Es usted una buena persona —me decía en voz baja, haciendo muecas, temblando y tomando aliento—. Le ruego que mande usted noticias en un minuto libre a la ciudad de Kassimof, para que mi mujer pueda llorarme.
       —¿Es usted sordo o no, padre diácono? —le solté a boca de jarro.
       —¿Cómo? —me dijo poniéndose la mano en el oído.
       —¿Es usted sordo o no, Agueyef?
       —Sordo —contestó precipitadamente—. Hasta hace tres días tenía mi oído perfectamente, pero el compañero Akinfiyef con su tiroteo me ha estropeado los oídos. Tiene la obligación de llevarme a Rovno, pero qué sé yo si me llevará...
       Y el diácono cayó de rodillas, dobló la cabeza con sus pelos rebeldes y se arrastró entre los carros. Llegó a rastras al otro lado, se levantó y se fue a donde estaba Korotkof. Le echó tabaco en la mano, liaron un cigarrillo y se dieron fuego mutuamente.
       —Así es mejor —dijo Korotkof haciéndole sitio a su lado. El diácono se sentó y los dos permanecieron en silencio. En esto despertó Akinfiyef. Sacó la pierna de vaca del saco, cortó con el cuchillo la carne verduzca y dio un pedazo a cada uno. Cuando vi aquella carne podrida me puse mal y la rechacé desesperado.
       —Que os vaya bien, muchachos! —dije—. ¡Feliz viaje!...
       —Adiós —contestó Korotkof.
       Saqué la silla del carro y me marché. En el camino seguía oyendo el refunfuñar interminable de Akinfiyef.
       —Iván —le decía a Agueyef—, te has equivocado, Iván. Mi nombre debiera haberte amedrentado. Tú, en cambio, te has sentado en mi carro. Hubieras podido seguir así antes de haber caído en mis manos, pero ahora..., bueno, ahora quiero convidarte otra vez a beber, y luego voy a terminar contigo, Iván.



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