Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


Tres mundos (1924)
[“Berestechko”]

(“Берестечко”)
Originalmente publicado en Известия Одесского губисполкома
[Boletín del Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (1 de marzo de 1924);
reimpreso en Красная новь, 3 (abril-mayo de 1924), págs. 19-21;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      De Chotin nos fuimos a Berestechko. Los soldados iban adormilados en sus altas sillas. Una canción murmuraba quedamente como un río seco. Yacían cadáveres mutilados alrededor de las tumbas milenarias.
       Campesinos de camisas albas se quitaban la gorra ante nosotros; el capote negro del comandante de división Paulichenko ondeaba sobre el estado mayor como un estandarte fúnebre. Había echado sobre los hombros las cintas de su baschlyk y su sable curvo colgaba como pegado a su costado.
       Pasamos a caballo junto a las tumbas de cosacos y al túmulo de Bogdan de Chmelniski. Detrás de la lápida salió arrastrándose un viejo con una bandurria y cantó con delgada voz de niño una canción de la gloria pretérita del cosaco. Escuchamos la canción en silencio, desplegamos después los estandartes y entramos en Berestechko a los sones atronadores de una marcha. Los vecinos atrancaron las ventanas con barras de hierro y el lugar quedó atónito en un silencio que se cernía sobre todo.
       Me alojaron en casa de una viuda pelirroja, cuyo dolor de viudez le llegaba a uno desde lejos. Me lavé y me marché a la calle. En los postes del telégrafo había ya pegadas unas hojas diciendo que el comandante Vinogradof hablaría sobre el segundo Congreso de la Internacional Comunista. Delante de mi ventana había unos cosacos ocupados precisamente en fusilar por espionaje a un judío viejo de barba de plata. El viejo se lamentaba y se escapó. Entonces Kudra, un soldado de nuestra sección de artillería, atenazó la cabeza del viejo debajo de su axila. El judío enmudeció y esparrancó las piernas. Kudra sacó con la mano derecha su puñal y cautelosamente, sin una salpicadura, mató al viejo. Después llamó a una ventana cerrada.
       —Si alguien se interesa por él —dijo—, se lo puede llevar. Eso está permitido...
       Y los cosacos doblaron la esquina. Los seguí y vagué por el pueblo. Berestechko está en su mayor parte habitado por judíos, mientras que en los alrededores viven diseminados pequeños burgueses rusos, en su mayoría curtidores, en casas blancas con ventanas verdes. En vez de vodka los pequeños burgueses beben cerveza o aloja; plantan tabaco en sus huertos y lo fuman, como los campesinos de Galizia, en pipas largas y curvas. La vecindad de tres razas trabajadoras, emprendedoras, ha despertado en ellos esa obstinada laboriosidad propia del ruso muchas veces, cuando no es un piojoso.
       Cierto es que también en Berestechko las antiguas costumbres habían sido sorprendidas por las tempestades, pero todavía permanecían intactas. Ya habían durado tres siglos y, sin embargo, sus retoños seguían verdeando en Volinia con el tibio olor añejo del tiempo pasado. Los judíos unían, por el hilo del provecho, al campesino ruso con el panie polaco, al colono checo con la fábrica de Lodz. Eran los mejores contrabandistas de toda la frontera y casi siempre defensores de su fe. El chassidismo tenía a aquel activo pueblo de taberneros, buhoneros y agentes de cambio en una abotagada prisión. Los muchachos, con sus kaftanes largos, seguían todavía el eterno camino hacia la escuela chassida, cheder, y las viejas seguían llevando a las novias al zadik y le suplicaban una oración para hacerlas fecundas.
       Los judíos viven aquí en casas espaciosas, blancas pintadas de azul claro. El tradicional desperfecto de su arquitectura se remonta a siglos atrás. Detrás de cada casa se alza un cobertizo de dos, a veces de tres pisos, en el que no entra un solo rayo de sol. Ese indescriptible y tenebroso cobertizo remplaza a nuestros patios. Pasos secretos conducen a la cueva y a las cuadras. En tiempo de guerra se ponen a cubierto de las balas y de los saqueos en esas catacumbas. Ahí se amontona días y días la porquería de los hombres y del ganado. Miedo y terror llenan las catacumbas con un olor corrosivo, con la acidez podrida de los excrementos.
       Berestechko sigue hediendo hasta el día de hoy y todos los moradores huelen a arenque podrido. El pueblo hiede en espera de una nueva era, y en lugar de hombres pasan por allí las sombras pálidas de los fronterizos miserables. Al acabar el día me aburrieron y me fui al límite de la ciudad, subí al monte y caí en el castillo devastado de los condes de Radsiborski, que todavía no hace mucho eran los señores de Berestechko.
       En la pradera del castillo se tendía azulada la paz de la tarde moribunda. Sobre el estanque se elevaba la luna, verde como un lagarto. Miro por la ventana la posesión del conde Radsiborski: las praderas y los campos de lúpulo, en torno a los cuales se tejía la niebla del ocaso.
       En el castillo vivía antes, con su hijo, la condesa, nonagenaria y loca. Despreciaba a su hijo porque no daba heredero a su estirpe, que se iba, y le pegaba por eso, según me aseguraron los aldeanos, con el látigo del caballo.
       Abajo, en la plaza de la ciudad, se reunían los habitantes para un mitin. A él acudían campesinos, judíos y curtidores de los alrededores. Sobre ellos tronaba la voz entusiasta de Vinogradof y se oía el tintineo argentino de sus espuelas. Hablaba del segundo Congreso Comunista Internacional.
       Pero yo me fui, bordeando las tapias, a los prados donde las ninfas de mis ojos vaciados danzaban un baile de rueda antiguo... Y en un rincón, en el suelo apisonado, encontré el fragmento de una carta amarillenta. Con una tinta pálida habían escrito allí:

    Berestechko, 1820. Paul, mon bien aimé, on dit que l’empereur Napoleón est mort, est-ce vrai? Moi, je me sens bien, les couches ont été faciles, notre petit hèros achève sept semaines...
    [Paul, mi amado, dicen que el emperador Napoleón está muerto. ¿Es verdad? Me siento bien, el parto fue fácil, nuestro pequeño ya tiene siete semanas.]


      Y abajo sigue resonando la voz del comisario militar. Lleno de pasión, convence a los burgueses estupefactos y a los judíos estafados.
       —Vosotros sois la fuerza. Todo lo que hay aquí os pertenece. Ya no hay más patrones. Paso a la elección del Comité Revolucionario...



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