Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


La viuda (1923)
(“Вдова”)
Originalmente publicado, como “Шевелев” [“Shevelev”]
en Известия Одесского губисполкома
[Boletín del Comité Ejecutivo Provincial de Odessa] (15 de julio de 1923);
reimpreso en Красная новь, 3 (abril-mayo de 1924).;
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      En el coche sanitario se muere el comisario del regimiento, Scheveliof. A sus pies está sentada una mujer. La noche, iluminada por el resplandor de los cañonazos, desciende sobre él, y Lievka, el cochero del comandante de la división, revuelve la comida en el cacharro de la cocina. El mechón de Lievka cae encima del fuego. En el soto corren los caballos en reata. Lievka revuelve con una rama el contenido del cacharro y dice a Scheveliof, tendido en el coche sanitario:
       —Yo he trabajado en la ciudad de Temryuk, compañero, como corredor y como atleta. Las ciudades pequeñas, naturalmente, son bastante fastidiosas para una mujer. Apenas me habían visto allí las damiselas, cuando ya se bamboleaba la pared... Lief Gavrilytsch, no nos rechace usted una merienda à la carte. No se quejará usted de haber perdido el tiempo... Fui con una cualquiera a un restaurante. Pedimos dos raciones de ternera y media botella de aguardiente. Nos sentamos muy tranquilos uno al lado del otro y bebemos... De pronto advierto que un desconocido, no mal vestido y bastante decente, se me acerca. Está sereno, y en toda su persona noto una gran presunción.
       —Perdone —me dice—, quisiera saber de qué nacionalidad es usted.
       —¿Cómo se le ocurre —pregunto yo— molestarme a causa de mi nacionalidad, precisamente estando en compañía de una señora?
       Y él responde:
       —¿Usted pretende ser un atleta...? Con el boxeo francés se zurra sencillamente a la gente como usted con un movimiento de mano. Pruébeme usted su nacionalidad...
       Yo sigo sin hacer caso.
       —Yo no conozco siquiera su nombre ni su apellido. ¿A qué viene un desafío que no conduciría, inevitablemente, más que a que uno cayese aquí en seguida o, con otras palabras, se tumbase a exhalar su último suspiro?
       —¡El último suspiro! —repitió entusiasmado Lievka levantando las manos al cielo y desperezándose en la noche.
       El viento infatigable, el puro viento de la noche, canta, se hincha de tonalidades y conmueve las almas. Las estrellas brillan en la oscuridad como anillos de esponsales, y caen sobre Lievka, se le enredan en el pelo y se apagan en su enmarañada cabellera.
       —Lief, ven aquí —murmuró repentinamente Scheveliof con los labios azulencos—. El oro que tengo pertenece a Saschka; los anillos, los arreos del caballo, todo es de ella. Hemos vivido lealmente juntos y quiero recompensarla por ello. Los trajes, los calzoncillos y la orden del heroísmo inquebrantable, mándalo a Terek, a mi madre. Mándaselo con una carta y escribe en ella:

     El comandante te saluda y no tienes que llorar. La isba te pertenece a ti, madre; vive en ella. Si alguien te molesta, vete en seguida a ver a Budienny y dile que eres la madre de Scheveliof...
     El caballo Abamka se lo dejo al regimiento en recuerdo de mi alma...

       —Lo del caballo lo he entendido —murmuró Lievka palmoteando—. Saschka —gritó a la mujer—, ¿has oído lo que ha dicho? Confiesa delante de él si vas a dar a la vieja lo suyo o no.
       —¡A mí qué me importa su madre! —contestó Saschka, y se marchó derecha como una ciega al soto.
       —¿Le vas a dar su parte? —y Lievka fue a buscarla y la cogió por el cuello— Dilo delante de él.
       —Sí; se la daré. Déjame.
       Y una vez que Lievka le había arrancado esta confesión, quitó el cacharro del fuego y echó el caldo en la boca abierta del moribundo. La sopa se derramó por la cara de Scheveliof, la cuchara rechinó en sus dientes brillantes, muertos, y las balas cantaban cada vez más triste, cada vez más intensamente en la lejana espesura de la noche.
       —Con fusil tira esa canalla —dijo Lievka.
       —¡Maldita casta de nobles! —replicó Scheveliof. Su fuego de artillería nos destroza el flanco derecho.
       Y con los ojos cerrados, solemne como un cadáver en la capilla ardiente, acecha Scheveliof el estruendo de la batalla con grandes orejas céreas. A su lado masca Lievka la carne con ruido y atragantándose. Cuando terminó, se relamió el labio y se fue al vallecito con Saschka.
       —Saschka —dijo él estremeciéndose, eructando y palmoteando, Saschka, como delante de Dios te digo: los pecados se adhieren a nosotros como lampazos... Se vive una vez sólo y se revienta una vez también... Déjame, Saschka. Yo te lo agradeceré, y aunque me costase la sangre... Con él ya ha terminado todo, Saschka. Pero ante Dios, la vida sigue su curso...
       Se sentaron en la hierba. La luna salía arrastrándose vacilante detrás de las nubes y se detuvo sobre las rodillas desnudas de Saschka.
       —Vosotros os calentáis ahí —murmuró Scheveliof—, y el enemigo, mira, corre tras de la catorce división...
       Lievka jadeaba y en el soto se oían crujidos... La luna taciturna vagaba como un mendigo por el cielo. A lo lejos relampagueaba la artillería. Las balas zumbaban en la tierra inquieta y las estrellas de agosto caían sobre la hierba.
       Saschka regresó a su sitio de antes. Cambió al herido la venda y le alumbró con una linterna la boca podrida.
       —Mañana terminaste —dijo Saschka secando el sudor frío de la frente de Scheveliof—. En los intestinos tienes la muerte...
       En ese momento conmueve la tierra un estallido múltiple y funesto. Cuatro nuevas brigadas lanzadas al combate por el mando unido del enemigo empezaron a bombardear y destruyeron nuestras comunicaciones, incendiando toda la comarca donde se divide el Bug. En el horizonte se elevan dóciles hogueras y los funestos pájaros del bombardeo salen del fuego. Busk ardía. Lievka, el mozo desenfrenado, escapa en el frágil carruaje del comandante de la sexta división. Lleva vigorosamente las riendas grosella y pasa como una furia por el bosque, rozando con las lacadas ruedas los troncos de los árboles. El carro pequeño en que yace Scheveliof vuela detrás de él. Saschka conduce cautamente los caballos, que a veces se salen del carril.
       Así llegan a la linde del bosque, donde está la estación sanitaria. Lievka desengancha y va a ver al comandante para buscar una manta de caballo. Atraviesa el bosque lleno de carruajes. Entre ellos descansan los cuerpos de los sanitarios, y sobre sus zamarras tiembla el tímido arrebol de la mañana. Las botas de los durmientes están tiradas al azar; las bocas, abiertas como agujeros torcidos y negros.
       Lievka regresó con una manta a donde se encontraba Scheveliof, le besó en la frente y le tapó hasta la cabeza. Después se acercó Saschka al coche.
       —Paulik —gritó—. ¡Ah, Jesucristo! —y se arrojó sobre el muerto con su cuerpo enorme.
       —Casi se mata —dijo Lievka—. Hay que reconocer que los dos se entendían bien. Ahora tendrá que volver a fatigarse con todo el escuadrón. No es ningún placer...
       Lievka estaba precisamente comiendo cuando resuena en el camino un fúnebre trompeteo y el rumor de numerosas herraduras. Sobre un arzón iba expuesto el cadáver de Scheveliof, cubierto con banderas. Saschka seguía a caballo el féretro de Scheveliof, y en las últimas filas de jinetes resonaba una canción cosaca.
       El escuadrón pasó la carretera y dobló el río. Entonces, Lievka, descalzo y sin gorra, se precipita detrás de la tropa en marcha y agarra por la rienda el caballo del comandante del escuadrón:
       —...Calzoncillos —nos llevaba el viento fragmentariamente— Su madre vive en Terek —oíamos la gritería incoherente de Lievka. El comandante del escuadrón no le escuchaba ya, y se dirigió a Saschka. Pero la mujer meneó la cabeza y siguió andando. Entonces salta Lievka a la silla, coge a Saschka del pelo, le echa la cabeza hacia atrás y le da de puñetazos en toda la cara. Saschka se limpió con la falda la sangre y siguió andando. Lievka saltó de la silla. Y las trompetas estridentes siguieron guiando el escuadrón frente a la línea azulada del Bug.
       Luego volvió Lievka, el cochero del comandante de división, hacia nosotros, y gritó con ojos chispeantes:
       —Cuando menos no la he vapuleado mal. Ha dicho: “Mandaré las cosas a su madre cuando me venga bien.” “Pero de veras no lo olvides, tú, hueso hediondo... Si lo olvidas, ya te acordarás otra vez. Y si lo vuelves a olvidar, volverás a acordarte...”



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