Isaac Babel
(Odesa, Ucrania, Imperio Ruso, 1894 - Prisión Butyrka, Moscow, 1940)


El yugo (1924)
[“Biografía de Matvey Rodionych Pavlichenka”]

(“Жизнеописание Павличенки, Матвея Родионыча”)
Originalmente publicado en Шквал (Odessa), 8 (diciembre 1924);
reimpreso en 30 дней [30 Días], 1 (1925);
Конармия [Caballería] [roja]
(Moscú-Leningrado: Editorial del Estado, 1926, 170 págs.)



      ¡Paisanos, compañeros, hermanos! Oíd aquí, en nombre de la Humanidad, la biografía del general rojo Matief Paulichenko. Este general fue en otro tiempo pastor en Lidino, la posesión del señor Nikitinski, y guardó los cerdos del amo, hasta que un día la suerte le concedió un entorchado, y con ese entorchado pasó a apacentar vacas. ¡Y quién sabe si nuestro Matief, esta antorcha, de haber nacido en Australia, no se hubiera elevado, queridos amigos, hasta los elefantes, y nuestro Matiuska hubiera apacentado elefantes! Pero mi gran dolor es que en nuestro gobierno no hay elefantes. Con toda franqueza debo confesaros que a la redonda no se encuentra un animal mayor que un búfalo. Pero el pobre no encontraba en el búfalo gusto alguno, pues el ruso encuentra aburrido gastar bromas con los búfalos. ¡Dadnos un caballo apocalíptico, un caballo que se beba los vientos!
       Paulichenko contaba:
       Apacentó el ganado vacuno y vivo en medio de las vacas, estoy harto de leche, hiedo como una ubre abierta y los recentales de un gris de ratón me rodean corteses. La libertad radica en los campos, la hierba susurra mansamente sobre el mundo entero, el cielo se abre sobre mí como un órgano polífono, y el cielo en el gobierno de Stavropol, amada gente, es a veces muy azul. Así apacentó el ganado, y para distracción toco al viento el caramillo.
       Pero un día se me acerca un viejo y dice:
       —Ven, Matief —dice—; ven a ver a Nastia.
       —¿Para qué, viejo? —digo yo—. ¿Queréis reíros de mí?
       —Ven —dijo él—; te llama ella.
       Y de esta manera fui a verla.
       —Nastia —digo, y me pongo muy colorado—. Nastia —digo— parece que te estás riendo de mí.
       Pero ella no me dejó concluir, echó a correr delante de mí tan rápida como pudo y yo tras ella. Así corrimos juntos hasta que, fatigados, encendidos y jadeantes, llegamos a la pradera.
       —Matief —dice entonces Nastia—, hace tres domingos, cuando asomaron las oleadas de la primavera y los pescadores fueron a las riberas, fuiste con ellos con la cabeza caída. ¿Por qué dejabas caer la cabeza Matief? ¿Tiene algún dolor tu corazón, di?
       —Nastia —digo yo—, no tengo nada que contarte. Mi cabeza no es ninguna escopeta ni tiene mira para apuntar, pero tú conoces mi corazón, Nastia. Está abandonado, y creo que ahogado en leche. Es terrible que un hombre como yo huela a leche.
       Y al decir esto veo que Nastia se enfurece.
       —Voy a matarme —dice— y ríe indómitamente, ríe a garganta plena, y en toda la estepa resuena su risa como si redoblara en un tambor—. Voy a matarme porque miras amorosamente a las señoritas...
       Y después de haber hablado durante algún tiempo cosa tontas, nos casamos. Vivimos a nuestro modo, como entendíamos la vida, y no la entendíamos mal. La noche entera nos era calurosa, hasta en invierno nos era calurosa; la noche entera andábamos desnudos, arrancándonos la piel del cuerpo. Bien vivimos, por el diablo, hasta que el viejo apareció por segunda vez.
       —Matief —dijo—, el amo ha tentado ayer a tu mujer por todas partes, y el amo quiere tenerla...
       Y yo:
       —No —digo yo,— no..., y perdona, viejo; acaba, porque si no, te mato aquí mismo.
       Y el viejo marchó apresuradamente sin decir palabra, y yo anduve a pie veinte kilómetros aquel día. Un gran pedazo de tierra me anduve a pie, y por la noche caí en la finca Lidino, de mi alegre señor Nikitinski. El viejo estaba sentado en el estrado, examinando tres sillas de montar: una inglesa, otra de dragones y otra de cosacos. Yo me quedé en la puerta, como si hubiera echado raíces, y me estuve una hora entera de pie, como un lampazo, sin que ocurriese nada. Pero después me echó la vista encima:
       —¿Qué quieres? —me preguntó.
       —Quiero el despido.
       —Tienes algo contra mí?
       —No tengo nada contra usted, pero quiero franqueza...
       Entonces aparta la vista, la dirige altaneramente a un rincón, se levanta, extiende en el suelo una manta de fieltro de un rosa claro, más claro que la bandera de los zares, se planta encima y dice, alardeando y sacando el pecho como un gallo:
       —Allá cada cual con su voluntad. Con tu madre y con tu abuela, las buenísimas cristianas, hice lo que quise. Puedes marcharte si quieres; pero, amigo Matiuska, ¿no me debes todavía una pequeñez?
       —Ah, ah! —respondí yo riendo—. Es usted un bromista, como hay Dios, es usted un bromista. ¿No tengo que recibir salario de usted?
       —¿Salario? —preguntó furioso mi amo, me tiró al suelo, empezó a darme patadas a la vez que me soltaba toda clase de blasfemias—. ¿El salario quieres? ¿Has olvidado el yugo que el año pasado dejaste que rompieran los bueyes? ¿Dónde está el yugo?
       —Yo te devolveré el yugo —contesto a mi amo, levanto hacia él mis ojos inocentes y me arrodillo ante él como la criatura más baja—; yo te devuelvo el yugo, pero tú, viejo, no me has de agobiar con mis deudas y me vas a dejar un poco de tiempo...
       Y, ¿qué es lo que tengo que deciros, jóvenes de Stavropol, queridos paisanos, compañeros y hermanos? El señor esperó cinco años seguidos mis deudas; cinco años perdidos habían pasado, hasta que a mí, al perdido, me recibió el año diez y ocho. En vigorosos potros, en caballos padres retozones llegó el año diez y ocho. Venía rico de carga, entonando diversos cantos. ¡Ah, qué grato me eres, año diez y ocho! ¡Jamás podremos vivir ya tan alegres e indómitos, oh mi sangre, mi año diez y ocho! Disipadores, cantamos tus cánticos, bebimos tu vino y erigimos tu verdad, y ahora no nos queda de ti más que un puesto de escribiente. Aquellos días, queridos míos, no se vio un alma de escribiente por Kuban, y a un paso de distancia mandamos al cielo almas de generales. Matief Rodionich estuvo entonces herido en Prikumski. Sólo cinco kilómetros estuvo alejado Matiel Rodionich de la finca Lidino. Y me fui solo, sin mi sección, y entré con tranquilidad y decencia en la casa. Allí se encontraban las autoridades del pueblo. Nikitinski las obsequiaba con vino y se captaba la simpatía de las gentes. Al verme, se quedó estupefacto. Yo me quité la gorra ante él.
       —Buenos días —dije a los reunidos—, buenos días. Acéptenme como huésped, señores, y díganme qué actitud se toma aquí.
       —Aquí, pacífica y cortés —me contestó uno que a juzgar por la manera de hablar debía ser apeador—. Pacífica y cortés; pero tú, compañero Paulichenko, vienes al parecer de muy lejos y tu cara está sucia. Nosotros, la autoridad del lugar, nos asustamos de una cara así. ¿Por qué?
       —Porque vosotros —contesté yo— habéis ejercido vuestro poder con demasiada moderación; porque a mí me abrasa hace cinco años una mejilla de mi cara; me abrasó en las trincheras; me abrasó en las marchas; me abrasó con las mujeres y me abrasará hasta el juicio final —digo mirando a Nikitinski, contento al parecer. Pero Nikitinski no tiene ya ojos sino dos bolas en medio del rostro, como si le hubieran aplastado en la cabeza esas dos bolas, debajo de la frente. Y la mirada empavorecida de aquellas dos bolas de cristal quería parecer alegre...
       —Matiusko —me dijo—, nos hemos conocido una vez y mi esposa Nastia Vassiliefna, que a consecuencia de los tiempos que corremos ha perdido la razón, fue una vez buena contigo; tú la cortejaste más que nadie, Matiuska... ¿Quieres verla ahora?
       —Puede ser —digo, y me voy con él a otra habitación. Allí empieza a estrecharme las manos: primero la derecha y después la izquierda.
       —Matiuska —me pregunta—, ¿eres mi destino o no?
       —No —respondo—, deja esas palabras. Nosotros somos un escupitajo de Dios. Nuestro destino no vale un céntimo; nuestra vida exactamente lo mismo. Deja esas palabras y oye, si quieres, una carta de Lenin para...
       —¿Para mí?... ¿Una carta?
       —Para ti.
       Y saco el diario de servicio, lo abro por una página en blanco y leo en ella, aunque ni siquiera conozco las letras:
       “En el nombre del pueblo —leo— y para fundamento de una vida futura esplendorosa, ordeno a Matief Rodionich Paulichenko que ahorque a algunas personas según su parecer...
       —Ésta es —digo— la carta de Lenin para ti...
       Y él a mí:
       —No, Matiuska, nuestra vida pertenece verdaderamente al diablo, y en el apostólico Estado ruso la sangre se ha puesto barata. Recibirás toda la sangre que te conceden y no olvidarás nunca la mirada de mis ojos moribundos... Pero ¿no sería mejor que te enseñara una parte de mi casa?
       —Enséñamela —contesto—, quizá sea mejor...
       Y recorro con él otra vez las habitaciones, bajamos a la bodega; allí quitó un ladrillo de la pared y sacó un cofrecillo. En él había anillos, collares y condecoraciones y un icono cubierto de perlas. Me tira el cofrecillo y se queda allí petrificado.
       —Te pertenece —dice—. Posee de aquí en adelante el icono de Nikitinski, y ahora, Matief, vuelve a tu antro...
       Entonces le cojo por el cuerpo, por el cuello, por los pelos.
       —¿Y qué voy a hacer con mi mejilla? —pregunto. Di, hermano, ¿qué voy a hacer con mi mejilla?
       Y entonces rompió a reír de pronto, estrepitosamente, sobre sí mismo, y ya no intentó escapar.
       —Tienes la conciencia de un chacal. He hablado contigo como con un oficial de la Rusia zarista. Pero vosotros, vosotros, idiotas, estáis amamantados con leche de loba. Dispara, mátame, hijo de perra...
       Pero yo no disparé, porque no era un tiro lo que yo le debía. Le llevé a rastras a la sala. Allí estaba la loca Nastia Vassiliefna, paseándose de arriba abajo por la sala con un reluciente sable y mirándose al espejo. Cuando entré en la sala con Nikitinski, se fue a un sillón, en cuya tapicería de terciopelo había tejida una corona de plumas, se sentó ágilmente y me saludó con la espada. Entonces empecé a pisotear al señor, mi señor Nikitinski. Una hora o más estuve danzando sobre él. Con un tiro, por decirlo así, se queda uno libre de un hombre; un tiro es una gracia para él; para mí, un alivio abominable. Con un tiro no penetras hasta donde el hombre tiene el alma, no le obligas a manifestarse abiertamente.
       Tampoco yo tengo compasión conmigo mismo, y muchas veces me bato con el enemigo una hora o más, pues quisiera saber a toda costa qué es lo que el hombre lleva dentro...



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