Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)
Lectura de un verano
George Stoyonovich era un
muchacho de la vecindad que había dejado la secundaria, por un
capricho, cuando tenía dieciséis años, le faltó paciencia y,
aunque le daba vergüenza confesarlo, cada vez que iba a buscar
trabajo, cuando la gente le preguntaba si la había terminado, él
tenía que contestar que no. Nunca regresó a la escuela. Aquel verano
era una estación dura para los empleos, y él no tenía ninguno. Con
tanto tiempo entre las manos, George pensó ir a una escuela de
verano, aunque supuso que los chicos de su grado serían demasiado
jóvenes. También pensó inscribirse en una secundaria nocturna,
solamente que no le gustaba la idea de tener maestros que siempre le
estuvieran indicando qué hacer. Creía que no lo habían respetado en
su privacía. El resultado fue que se pasaba la mayor parte del día
ora en la calle, ora en su cuarto. Estaba cerca de los veinte y tenía
compromisos con las chicas del vecindario, pero nada de dinero para
gastar. Sólo podía obtener unos cuantos centavos ocasionales, ya que
su padre era pobre y su hermana Sophie, quien se le parecía —una
joven alta y delgada de veintitrés años—, ganaba muy poco, de modo
que lo que tenía se lo quedaba. Su madre estaba muerta y Sophie
tenía que ocuparse de la casa.
Muy temprano por la mañana el
padre de George se levantaba para ir a trabajar en un mercado de
pescado. Sophie salía alrededor de las ocho para emprender el largo
trayecto por el subterráneo, hasta una cafetería en el Bronx. George
tomaba solo el café; luego holgazaneaba en la casa. Cuando esta, un
angosto apartamento de cinco habitaciones arriba de una carnicería,
lo exasperaba, la limpiaba: fregaba el piso con una jerga húmeda y
ponía en su lugar las cosas. Pero la mayor parte del tiempo se
sentaba en su cuarto. En las tardes escuchaba el juego de pelota.
Asimismo, tenía un par de viejas copias del Almanaque Mundial que
había comprado tiempo atrás; le gustaba leerlas, así como las
revistas y periódicos que Sophie traía a casa, de los que recogía
olvidados, en las mesas de la cafetería. En su mayoría eran revistas
ilustradas con fotos de artistas de cine y campeones deportivos,
aunque también llevaba por lo regular el “News” y el “Mirror”.
La misma Sophie leía cualquier cosa que cayera en sus manos, aunque a
veces leía además buenos libros.
Ella le preguntó a George en una
ocasión lo que hacía metido todo el día en su cuarto. Él le
respondió que también leía mucho.
—¿Qué otra cosa además de lo
que traigo a casa? ¿Has leído buenos libros?
—Algunos —contestó George,
aunque en realidad no era cierto.
Había tratado de leer uno o dos
libros que Sophie había llevado,pero se dio cuenta de que no estaba
de buen humor para ellos. Ultimamente no podría soportar historias
ficticias: se ponía de malas. Deseaba tener una afición en qué
entretenerse... De niño era bueno en carpintería, aunque ¿dónde
podía practicarla? A veces salía a pasear durante el día; las más
de las veces caminaba después de que se ponía el ardiente sol y
soplaba aire fresco en las calles.
En la noche, después de la cena,
George salía de casa y vagabundeaba por la vecindad. Durante los
días calurosos, algunos de los tenderos y sus esposas se sentaban a
abanicarse, en sillas colocadas sobre las duras, derruidas banquetas
frente a sus tiendas. George caminaba por allí mientras los muchachos
se apiñaban en la esquina de la dulcería, Conocía aun par de ellos,
de toda la vida, pero nadie se reconocía entre sí. Él no tenía un
lugar especial adonde ir, aunque en general, guardándolo para el
final a manera de postre, abandonaba el vecindario y caminaba cuadras
enteras hasta llegar a un iluminado parquecito lleno de bancas y
árboles, cuyos prados cercaba un alambre de acero que le imponía un
sentimiento de privacía. Se sentaba sobre una banca a observar los
frondosos árboles y las flores abiertas dentro del cercado, tratando
de pensar en una vida mejor para él. Recordaba los empleos que había
tenido desde que dejó la escuela: mandadero, dependiente, repartidor
en bicicleta y, por último, obrero de una fábrica. Se sentía
insatisfecho de todos ellos y pensaba que algún día le gustaría
tener un buen empleo y vivir en una casa propia, con una cochera sobre
una calle arbolada. Quería tener algo de dinero en los bolsillos a
fin de comprar cosas, y una chica con quien salir para no estar tan
solo, especialmente los sábados por la noche. Deseaba que la gente lo
quisiera y lo respetara. A menudo pensaba sobre tales puntos,
particularmente cuando se encontraba solo en la noche. Cerca de la
medianoche se levantaba y retornaba a su caluroso y pétreo
vecindario.
Caminando en una ocasión George
se encontró al señor Cattanzara, quien regresaba tarde, a casa, del
trabajo. Se preguntó si estaría borracho, pero no pudo esclarecerlo.
El señor Cattanzara, un rechoncho hombre calvo que trabajaba en una
cabina de cambios en una estación IRT, vivía en la calle siguiente a
la de George, arriba de una reparadora de calzado. Por las noches,
durante la estación calurosa, se sentaba a leer el “New York Times”
en el balcón, a la luz que difundía la zapatería. Lo leía de la
primera a la última página. Luego se iba a dormir. Y todo el tiempo
que empleaba en leer el periódico, su esposa, una mujer gorda con una
cara blanca, se apoyaba sobre la ventana, a mirar la calle, con sus
gruesos brazos blancos cruzados bajo sus senos sueltos.
De vez en cuando, el señor
Cattanzara llegaba a casa borracho, pero era un borracho reservado.
Nunca provocaba pleitos; se limitaba a caminar muy erguido por la
calle y a subir con lentitud las escaleras que desembocaban en el
pasillo. Aunque ebrio, se veía igual que siempre, salvo por su
caminar erguido, su reserva, y el hecho de que sus ojos estuvieran
húmedos. A George le simpatizaba el señor Cattanzara porque
recordaba que cuando él era un chiquillo solía darle monedas para
que comprara helados de limón. El señor Cattanzara era de una clase
diferente a la del resto del vecindario. Hacía preguntas diferentes a
las de los demás, cuando lo encontraba a uno, y parecía estar al
tanto de lo que ocurría en todos los periódicos. Los leía mientras
su obesa esposa enferma observaba desde su ventana.
—¿Qué estás haciendo este
verano, George? —preguntó el señor Cattanzara—. Veo que caminas
por las noches.
George se sintió embarazado.
—Poca cosa. Espero la
posibilidad de un empleo.
Como le avergonzaba admitir que no
estaba trabajando, George agregó:
—Permanezco en casa... Leo mucho
para no descuidar mi educación.
El señor Cattanzara pareció
interesado. Se limpió la cara sudorosa con un pañuelo rojo.
—¿Qué lees?
George vaciló. Luego declaró:
—Una vez saqué una lista de
libros de la biblioteca. Los voy a leer este verano.
Se sintió extraño y un poco mal
al decirlo, pero quería que el señor Cattanzara lo respetara.
—¿Cuántos libros son?
—Nunca los conté. Tal vez cerca
de cien.
El señor Cattanzara silbó entre
dientes.
—Imagino que si lo hago —continuó
George con gravedad—, ello me ayudará en mi educación. No me
refiero a lo que le enseñan a uno en secundaria. Quiero aprender
cosas diferentes de las que enseñan allí, ¿comprende lo que quiero
decir?
El cambista aprobó con la cabeza.
—De cualquier manera, cien
libros es una cantidad muy fuerte para un verano.
—Puede que me tome más tiempo.
—Después de que termines
algunos, quizás tú y yo podamos intercambiar opiniones sobre ellos
—sugirió el señor Cattanzara.
—Cuando termine —contestó
George.
El señor Cattanzara se marchó a
casa y George reanudó su camino. Después de aquello, aunque
alimentaba aquella intención, George no hizo nada diferente a lo
usual. Por la noche siguió con las caminatas que concluían en el
pequeño parque. Una noche el zapatero de la siguiente calle detuvo a
George para decirle que era un buen muchacho. George se imaginó que
el señor Cattanzara le había contado lo relativo a los libros que
leía. Del zapatero se debe haber transmitido la noticia hacia la
calle, porque George vio que le sonreían con amabilidad un par de
personas, aunque no le hablaban. Se sintió mejor en el vecindario y
le gustó más, pero no tanto que deseara quedarse a vivir allí para
siempre. Sin que le gustara mucho, nunca le había disgustado la gente
del vecindario. La molestia procedía del vecindario en sí. Para su
sorpresa, George descubrió que su padre y Sophie también estaban
enterados de sus lecturas. Su padre era demasiado tímido para decir
nada al respecto —nunca fue un gran conversador en su vida—, pero
Sophie se mostraba más tierna con George, y le demostró en otros
sentidos que se sentía orgullosa de él.
Con el transcurso del verano,
George alentó un buen humor hacia la vida. Limpiaba la casa todos los
días —como un favor a Sophie—. Disfrutaba más los juegos de
pelota. Sophie le otorgó un dólar a la semana y, pese a que todavía
no le bastaba y tenía que gastarlo con cuidado, era mucho mejor a
tener unos centavos solo de vez en cuando. Gozaba al máximo lo que
compraba con ese dinero: cigarrillos en especial, una cerveza
ocasional, o un boleto de cine. La vida no era tan mala si se la
sabía apreciar. Ocasionalmente compraba un libro en algún expendio
de periódicos y, a pesar de que nunca los leía, se sentía contento
de tener un par de libros en su cuarto. No obstante, leía totalmente
las revistas y periódicos de Sophie. En las noches eran las horas
más placenteras porque, cuando pasaba por los tenderos sentados
enfrente de sus tiendas, se daba cuenta de que lo tenían en un alto
concepto. Caminaba erguido y, pesa a que no les decía nada, ni ellos
a él, podría sentir su aprobación unánime. Un par de noches se
sintió tan bien que dejó de ir al parquecito al final de la tarde.
Simplemente vagó por el vecindario, donde la gente lo conocía desde
que era un chiquillo, desde que jugaba a la pelota siempre que se
celebraba un juego. Caminó por allí, luego regresó a casa, y se
metió a la cama con un sentimiento de alegría.
En el transcurso de unas cuantas
semanas sólo platicó una vez con el señor Cattanzara y, a pesar de
que el cambista no aludió a los libros, ni le formuló preguntas, su
silencio embarazó un poco a George. Por un tiempo, George dejó de
pasar frente a la casa del señor Cattanzara, hasta que una noche se
le olvidó, y se acercó a ella desde una dirección distinta a la que
solía tomar. Ya era más de medianoche. La calle, salvo por una o dos
personas, se hallaba desierta. George se sorprendió al ver que el
señor Cattanzara todavía leía su diario a la luz que proyectaba la
lámpara del poste. Su primer impulso fue detenerse bajo el balcón y
platicar con él. Aunque no estaba seguro de lo que le quería decir
sabía que las palabras saldrían solas tan pronto empezara a hablar;
pero, a medida que lo pensaba, más le asustaba la idea. Al cabo,
decidió no hacerlo. Hasta llegó a pensar en irse a casa por otra
calle; no obstante, estaba demasiado cerca del señor Cattanzara;
éste podía verlo desviarse y se molestaría. Así que George cruzó
la calle como si nada, tratando de parecer interesado en el escaparate
de una tienda al otro lado de la calle. Se sentía incómodo por lo
que había. Temía que en cualquier momento el señor Cattanzara
mirara por encima de su periódico y lo llamara una rata sucia por
caminar del otro lato de la calle. Sin embargo, todo cuanto hizo fue
quedarse sentado, transpirando mucho bajo su camiseta de punto.
Arriba, su obesa mujer se inclinaba sobre la ventana y parecía
también leer el diario con él. George pensó que ella lo delataría
al señor Cattanzara; por fortuna, nunca le quitó de encima la mirada
al marido.
George decidió mantenerse alejado
del cambista hasta que hubiera leído algunos de sus libros, pero
perdía interés y no se molestaba por terminarlos tan pronto como
veía que se trataba de pura ficción. También perdió el interés
por leer otras cosas. Las revistas y periódicos de Sophie se
acumulaban sin que siquiera las hojeara. Ella las encontró un día
apiladas sobre una silla de su cuarto y le preguntó a él por qué ya
no las veía. George le respondió que se lo había imaginado. De modo
que George tenía encendida la radio la mayor parte del día y la
sintonizaba en alguna estación de música una vez que se cansaba de
los comerciales. Mantenía la casa regularmente limpia. Sophie no
decía nada cuando la descuidaba. A pesar de que las cosas no
marchaban tan bien para él como antes, ella todavía era tierna con
él y le daba un dólar extra.
Después de todo la situación era
buena. Asimismo, sus caminatas nocturnas lo animaban sin fallar, sin
importarle cuán malo hubiera estado el día. Así las cosas, una
noche George vio que del otro lado de la casa se aproximaba el señor
Cattanzara. George estuvo a punto de volverse y echar a correr, pero
se dio cuenta, por la manera de caminar, de que el señor Cattanzara
estaba borracho; por lo tanto, era probable que ni siquiera se
percatara de su presencia. De manera que George siguió su marcha
hacia adelante, hasta ponerse a la altura del cambista. Sentía deseos
de que se lo tragara la tierra, y no le sorprendió el silencio del
señor Cattanzara al pasar junto a él, con su caminar lento, y su
rostro y cuerpo rígidos. George suspiraba de alivio por su milagroso
escape cuando oyó que lo llamaban por su nombre. Al lado tenía al
señor Cattanzara, oloroso a barril de cerveza. Tenía los ojos
tristes en el momento de mirar a George y éste se sintió tan
apenado, que estuvo tentado a darle un empellón al borracho y
continuar su camino.
Por desgracia, no se podía
comportar así con él; además, el señor Cattanzara ya había tomado
una moneda de los bolsillos de su pantalón y se la extendía.
—Ve a comparte un helado de
limón, George.
—Ya pasó ese tiempo, señor
Cattanzara —respondió George—. Ahora soy un hombre.
—No, no lo eres —replicó el
señor Cattanzara sin que George pudiera responder.
—¿Cómo van esos libros? —preguntó
el señor Cattanzara.
Se tambaleaba un poco, a pesar de
sus intentos por conservar el equilibrio.
—Creo que bien —contestó
George, consciente del rubor de su cara.
—¿Estás seguro? —sonrió el
cambista con ironía y de una manera que George jamás lo había visto
sonreír.
—Claro que estoy seguro. Van
bien.
Los ojos del señor Cattanzara
estaban fijos,pese a que su cabeza oscilaba describiendo pequeños
arcos. Tenía unos ojos azules que lastimaban si se les veía
demasiado.
—George —dijo él—,
nómbrame un libro de la lista que hayas leído este verano, y beberé
a tu salud.
—Noquiero que nadie beba por
mí.
—Nómbrame uno para que pueda
preguntarte sobre él. ¿Quién sabe?, si es un buen libro puede que
me anime a leerlo.
A pesar de su presencia de ánimo,
George sentía que por dentro se venía abajo.
Incapaz de contestar nada, cerró
los ojos; cuando —después de lo que le parecieron años— los
volvió a abrir notó que el señor Cattanzara, en un gesto de
delicadeza hacia él, se había marchado dejándole retumbando en los
oídos estas palabras:
“George, no hagas lo que yo hice”.
Tuvo miedo de salir de su cuarto a
la noche siguiente y, aunque Sophie tuvo un altercado con él, no
abrió la puerta.
—¿Qué haces allí? —preguntó
ella.
—Nada.
—¿No estás leyendo?
—No.
—¿No?
Ella mantuvo un minuto de
silencio, luego preguntó:
—¿Dónde guardas los libros que
lees? Nunca he visto ninguno en tu cuarto, fuera de unos cuantos sin
valor.
Él se mantenía callado.
—En ese caso no mereces ni
siquiera el dólar del dinero que gano con tanta dificultad. ¿Por
qué me habría de sobar la espalda por ti? Anda, perezoso, busca un
trabajo.
Él permaneció en su cuarto casi
una semana. Salía a hurtadillas a la cocina cuando no había nadie en
casa. Sophie lo regañaba, le pedía que saliera y su viejo padre
lloraba. George no se movía de allí a pesar de la terrible
temperatura y de la sofocación que imperaba en su pequeño cuarto. Le
costaba esfuerzos respirar, cada inhalación era como un extraer una
llama de sus pulmones.
Una noche, incapaz de soportar
más tiempo el calor, salió a la calle a la una de la mañana. Era
poco menos que su sombra. Esperaba llegar al parque sin ser visto, mas
había gente en toda la cuadra, mustia e indiferente, que esperaba la
llegada de una corriente de aire. George bajó los ojos avergonzado y
se alejó de ella. No obstante, no tardó en descubrir que todavía se
mostraban amistosos hacia él. Supuso que el señor Cattanzara no lo
había traicionado. Quizás cuando se despertó de la borrachera, ya
se le había olvidado lo relativo a su encuentro con George. George
sintió renacer lentamente la confianza en sí mismo.
Esa misma noche, un hombre le
preguntó en la calle si era cierto que había terminado de leer
tantos libros. George asintió. El hombre dijo que era una cosa
maravillosa que un muchacho de su edad leyera tanto.
—Sí —respondió George,
aliviado.
Esperaba que nadie mencionara de
nuevo los libros. Un par de diste después se encontró por accidente
al señor Cattanzara otra vez y, pese a su silencio, George tenía la
firme idea de que él había corrido el rumor de que los había
terminado de leer.
Una tarde de otoño, George salió
de su casa en dirección de la biblioteca, en la que no había puesto
los pues en años. Había libros por días que se mirase. Luchando por
controlar un interno temblor que lo estremecía, George fácilmente
contó cien volúmenes; luego, se sentó en una mesa a leer.
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