Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


El asalto al gran convoy (1936)
(“L’assalto al Grande Convoglio”)
Originalmente publicado en Il Convegno (25 de febrero de 1936);
I sette messaggeri
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1942, 262 págs.)



      Gaspare Planetta, el jefe de los bandoleros, fue detenido en una carretera regional y, al no ser reconocido, fue condenado únicamente por contrabando. Estuvo tres años en la cárcel.
       Salió de allí cambiado, consumido por la enfermedad, le había crecido la barba y, en lugar del famoso jefe de bandoleros, la mejor escopeta conocida, que jamás erraba un tiro, parecía un viejecito.
       Con sus pertenencias en un saco, se puso en camino hacia Monte Fumo, el que fuera su dominio, donde vivían sus compañeros.
       Era un domingo de junio cuando se internó en el valle, en lo más hondo del cual estaba su casa. Los senderos del bosque no habían cambiado: aquí una raíz a ras de tierra, allí una roca muy peculiar que él recordaba muy bien. Todo estaba como antes.
       Como era fiesta, los bandoleros se habían reunido en la casa. Al acercarse, Planetta oyó voces y risas. Al contrario que en los buenos tiempos, la puerta estaba cerrada.
       Llamó dos o tres veces. Dentro se hizo el silencio. Después preguntaron:
       —¿Quién es?
       —Vengo de la ciudad —respondió él—. Vengo de parte de Planetta.
       Quería darles una sorpresa, pero cuando le abrieron la puerta y se vieron las caras, Gaspare Planetta notó enseguida que no lo habían reconocido. Sólo el viejo perro de la banda, el esquelético Tromba, se le echó encima, ladrando de alegría.
       Al principio, sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también otras tres o cuatro caras nuevas, le hicieron corro pidiéndole noticias de Planetta. Él les contó que había conocido al capitán de los bandoleros en la cárcel; dijo que Planetta iba a ser liberado dentro de un mes y que, mientras tanto, le había mandado allí arriba para saber qué tal iban las cosas.
       Poco después, los bandoleros se desinteresaron del recién llegado y con un pretexto u otro le fueron dejando solo. Únicamente Cosimo se quedó hablando con él, pese a no reconocerlo.
       —¿Y cuando vuelva qué piensa hacer? —le preguntó refiriéndose al viejo jefe, convencido de que estaba en la cárcel.
       —¿Cómo que qué piensa hacer? —respondió Planetta—. ¿Acaso no puede volver aquí?
       —Claro, claro. Yo no digo nada. Pensaba en él, pensaba… Aquí las cosas han cambiado. Y él querrá seguir mandando, se comprende, pero no sé…
       —¿No sabes qué?
       —No sé si Andrea estará dispuesto… seguramente se opondrá… por mí puede volver cuando quiera, es más, nosotros dos siempre nos hemos llevado bien…
       Gaspare Planetta supo así que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos compañeros, el que parecía entonces el más violento.
       En ese preciso momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se detuvo en medio de la habitación. Planetta lo recordaba como una jirafa apática. Ahora, en cambio, tenía ante sí a un bandolero recio, con el rostro severo y un magnífico bigote.
       Cuando se enteró de las noticias que traía el recién llegado, a quien tampoco él reconoció, dijo refiriéndose a Planetta:
       —¿Ah sí? ¿Cómo es posible que no haya conseguido huir? Al fin y al cabo, no debe de ser tan difícil. A Marco también le metieron en chirona, pero sólo estuvo seis días. El mismo Stella no tardó en huir. Precisamente él, que era el jefe, precisamente él, no ha hecho muy buen papel.
       —La cárcel ya no es como antes —dijo Planetta sonriendo pícaramente—. Ahora hay muchos guardias, han cambiado las rejas, no nos dejaban nunca solos. Y además él cayó enfermo.
       Así habló; pero mientras tanto había comprendido que le habían dejado fuera, había comprendido que un capitán de bandoleros no puede dejarse encarcelar, y mucho menos permanecer en prisión durante tres años como un desgraciado cualquiera, había comprendido que era un viejo, que para él ya no había sitio, que su tiempo había pasado.
       —Me dijo —continuó con voz cansada, él que normalmente era jovial y sereno— que había dejado aquí su caballo, un caballo blanco que se llama Polàk, creo, y que tiene una hinchazón debajo de una de las rodillas.
       —La tenía —dijo Andrea arrogante, empezando a sospechar que se hallaba ante el propio Planetta—. Si el caballo ha muerto, nosotros no tenemos la culpa…
       —Me dijo —continuó tranquilo Planetta— que había dejado aquí unas ropas, una linterna y un reloj. —Y mientras tanto, sonreía maliciosamente y se acercaba a la ventana para que todos pudieran verlo bien.
       Y en efecto, todos lo vieron bien y reconocieron en aquel delgado viejecito lo que quedaba de su jefe, del famoso Gaspare Planetta, la mejor escopeta conocida, que jamás erraba un tiro.
       Sin embargo, nadie abrió la boca. Ni siquiera Cosimo se atrevió a decir nada. Todos fingieron no haberle reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe, al que temían. Y Andrea había fingido no darse cuenta de nada.
       —Nadie ha tocado sus cosas —dijo Andrea—. Deben de estar ahí, dentro de un cajón. De la ropa no sé nada. Probablemente la haya usado algún otro.
       —Me dijo —continuó imperturbable Planetta, esta vez sin sonreír—, me dijo que había dejado aquí su arma, su escopeta de precisión.
       —Su escopeta sigue aquí —repuso Andrea—. Podrá venir a recogerla.
       —Me decía —siguió Planetta—, siempre me decía: quién sabe cómo estarán usando mi escopeta, quién sabe qué cascajo me encontraré cuando vuelva. ¡Estaba tan encariñado con ella!
       —Yo la he utilizado alguna vez —admitió Andrea con un ligero tono de desafío—, pero no creo haberla estropeado por eso.
       Gaspare Planetta se sentó en un banco. Notaba la fiebre habitual, no mucha, pero sí la suficiente como para sentir la cabeza pesada.
       —¿Me la podrías enseñar? —dijo, dirigiéndose a Andrea.
       —Vamos —respondió Andrea, haciendo un gesto a uno de los bandoleros nuevos que Planetta no conocía—. Vamos, ve a por ella.
       Trajeron la escopeta a Planetta, que la observó minuciosamente con aspecto preocupado y poco a poco pareció tranquilizarse. Acarició el cañón con las manos.
       —Bien —dijo tras una larga pausa—. También me dijo que había dejado aquí municiones. Es más, recuerdo exactamente cuántas: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco balas.
       —Vamos —dijo Andrea molesto—. Vamos, id a por ellas. ¿Alguna cosa más?
       —Sí, todavía hay algo más —respondió Planetta con una gran calma. Y levantándose del banco, se acercó a Andrea y le quitó del cinturón un largo puñal envainado—. Su cuchillo de caza —y volvió a sentarse.
       Siguió un largo y pesado silencio. Finalmente, fue Andrea el que habló:
       —Bien… buenas tardes —dijo, para hacer comprender a Planetta que ya se podía ir.
       Gaspare Planetta alzó los ojos midiendo la potente corpulencia de Andrea. ¿Podría llegar a desafiarlo alguna vez, enfermo y cansado como estaba? Se levantó, pues, lentamente, esperó a que le dieran sus otras cosas, metió todo en el saco y se echó la escopeta al hombro.
       —Buenas tardes, señores —dijo encaminándose hacia la puerta.
       Los bandoleros se quedaron mudos, inmóviles por el estupor, porque nunca hubieran imaginado que Gaspare Planetta, el famoso jefe de los bandoleros, pudiera irse así, dejándose humillar de aquel modo. Sólo Cosimo consiguió sacar un poco de voz.
       —¡Adiós, Planetta! —exclamó, ya sin ningún disimulo—. ¡Adiós y buena suerte!
       Planetta se alejó por el bosque, rodeado por las sombras del anochecer, silbando una alegre melodía.
      

Así fue como Planetta dejó de ser jefe de los bandoleros y fue sólo Gaspare Planetta, hijo del difunto Severino, de cuarenta y ocho años de edad, sin domicilio fijo. Aunque en realidad tenía uno, una choza mitad de madera y mitad de piedra, en Monte Fumo, en medio del bosque, donde antaño se refugiaba cuando había demasiados guardias por la zona.
       Planetta llegó a su choza, encendió el fuego, contó el dinero que tenía, suficiente para algunos meses, y empezó a vivir solo.
       Una noche que estaba sentado junto al fuego, se abrió de pronto la puerta y apareció un joven con un fusil. Tendría unos diecisiete años.
       —¿Qué ocurre? —preguntó Planetta sin ponerse siquiera en pie.
       El joven tenía un aire audaz; se parecía a él, a Planetta, treinta años antes.
       —¿Están aquí los del Monte Fumo? Hace tres días que estoy buscándolos.
       El chico se llamaba Pietro. Contó sin titubeos que quería unirse a los bandoleros. Había vivido siempre como un vagabundo y hacía años que pensaba en ello, pero para ser bandolero era necesario poseer al menos una escopeta y había tenido que esperar un montón de tiempo. Ahora, por fin, había robado una bastante buena.
       —Has tenido suerte —dijo Planetta alegremente—. Yo soy Planetta.
       —¿Quieres decir el jefe Planetta?
       —Sí, claro, el mismo.
       —¿Pero no estabas en la cárcel?
       —Digamos que sí —explicó Planetta taimadamente—. Estuve tres días. No consiguieron retenerme más.
       El chico lo miró con entusiasmo.
       —¿Entonces me tomarás a tu servicio?
       —¿Tomarte a mi servicio? —contestó Planetta—. Bueno, por esta noche puedes dormir aquí, mañana ya veremos.
       Empezaron a vivir juntos. Planetta no desilusionó al muchacho, le dejó creer que seguía siendo el jefe; le explicó que prefería vivir solo y reunirse con sus compañeros sólo cuando era necesario. El chico lo creyó poderoso y esperó de él grandes cosas.
       Pero pasaban los días y Planetta no se movía. Todo lo más, salía a dar una vuelta para cazar. El resto del tiempo se quedaba junto al fuego.
       —Jefe —decía Pietro—, ¿cuándo me llevarás contigo a hacer algo?
       —¡Ah…! —respondía Planetta—, uno de estos días organizaremos una buena. Haré venir a todos los compañeros, así podrás sacarte la espina.
       Pero los días seguían pasando.
       —Jefe —decía el muchacho—, he sabido que mañana, por la carretera del valle, pasará en carruaje un mercader, un tal don Francesco, que debe de tener los bolsillos llenos.
       —¿Un tal Francesco? —preguntaba Planetta sin mostrar ningún interés—. Lástima que sea precisamente él, lo conozco bien desde hace mucho tiempo. Te digo que es un zorro, cuando viaja no lleva encima ni siquiera un escudo. Bastante con que lleve la ropa, tiene mucho miedo a los ladrones.
       —Jefe —decía el muchacho—, he sabido que mañana pasarán dos carros con un buen cargamento lleno de comestibles, ¿qué te parece?
       —¿De veras? —decía Planetta—, ¿comestibles? —y dejaba de hablar del asunto, como si no fuera digno de él.
       —Jefe —decía el chico—, mañana es la fiesta del pueblo, habrá un montón de gente yendo de un lado para otro, pasarán un montón de coches, muchos volverán de noche. ¿No deberíamos hacer algo?
       —Cuando hay gente —respondía Planetta—, es mejor no hacer nada. Cuando hay fiesta está todo lleno de guardias. Es mejor no fiarse. Precisamente así me detuvieron, durante una fiesta.
       —Jefe —decía al cabo de algunos días el chico—, di la verdad, a ti te pasa algo. Ya no tienes ganas de moverte. Ni siquiera quieres venir a cazar. No quieres ver a los compañeros. Debes de estar enfermo, ayer mismo me pareció que tenías fiebre. No te separas nunca del fuego. ¿Por qué no me hablas claro?
       —Puede ser que no me encuentre bien —decía Planetta sonriendo—, pero no es lo que tú piensas. Si realmente quieres que te lo diga, lo haré para que me dejes tranquilo: es una estupidez deslomarse para reunir sólo unos pocos cuartos. Si me muevo, quiero que sea para hacer algo que valga la pena. Pues bien, he decidido esperar al Gran Convoy.
       Se refería al Gran Convoy que una vez al año, exactamente el 12 de septiembre, llevaba a la capital un cargamento de oro, todos los tributos de las provincias del sur. Avanzaba entre toques de cornetas por la carretera principal, rodeado por la guardia armada. El Gran Convoy imperial, con el gran carruaje de hierro rebosante de monedas metidas en infinidad de saquitos. Los bandoleros soñaban con él por las noches, pero desde hacía cien años nadie había conseguido asaltarlo y salir impune. Trece bandoleros habían muerto y veinte habían ido a parar a la cárcel. Nadie se atrevía ya a pensar en el Gran Convoy. Además, de año en año los impuestos subían y aumentaba la escolta armada. Caballeros delante y detrás, patrullas a caballo a los lados, armados los cocheros, los arrieros y los mozos de carga.
       Un correo con trompeta y bandera precedía al convoy. A cierta distancia, seguían veinticuatro caballeros, con escopetas, pistolas y espadas. A continuación venía el carruaje de hierro, con el blasón imperial en relieve, tirado por dieciséis caballos. Con otros veinticuatro caballeros detrás y doce a cada lado. Cien mil ducados de oro y mil onzas de plata destinados a las arcas imperiales.
       Por dentro y fuera de los valles el fabuloso convoy pasaba a galope tendido. Cien años antes, Luca Toro había tenido el valor de asaltarlo y le había salido bien de milagro. Había sido la primera vez. La escolta se había acobardado. Luego, Luca Toro huyó a Oriente y se dio la gran vida.
       Muchos años después, lo habían intentado otros bandoleros: Giovanni, Borso, el Alemán, Sergio dei Topi, el Conde y el Jefe de los Treinta y Ocho, por citar sólo a algunos. A la mañana siguiente, todos estaban en el borde de la carretera, con la cabeza cortada.
       —¿El Gran Convoy? ¿De veras que quieres arriesgarte? —preguntó el chico, fascinado.
       —Sí, quiero arriesgarme. Si me sale bien, estaré a cubierto para siempre.
       Así habló Gaspare Planetta, pero en su interior ni se le pasaba por la cabeza. Incluso siendo veinte personas hubiera sido una enorme locura atacar al Gran Convoy, conque solo mucho más.
       Lo había dicho en broma, pero el muchacho se lo tomó en serio y miró a Planetta con admiración.
       —Dime, ¿cuántos seréis?
       —Seremos al menos quince.
       —¿Y cuándo lo haréis?
       —Hay tiempo —respondió Planetta—. Debo preguntárselo a los compañeros. No es para tomarlo a broma.
      

Pero los días, como siempre sucede, pasaron muy deprisa y los bosques empezaron a enrojecer. El chico esperaba con impaciencia. Planetta le dejaba creer y, en las largas noches que pasaban junto al fuego, hablaba del gran proyecto y él también se entretenía. En algunos momentos incluso llegaba a pensar que tal vez todo pudiera ser verdad.
       La víspera del día 11 de septiembre el muchacho estuvo por ahí toda la noche. Cuando regresó, tenía el semblante ensombrecido.
       —¿Qué pasa? —preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego.
       —Pasa que por fin he encontrado a tus compañeros.
       Hubo un largo silencio y se oyeron los chisporroteos del fuego. Se oyó también la voz del viento que soplaba fuera, en el bosque.
       —Entonces —dijo al final Planetta con una voz que quería ser burlona— te lo habrán contado todo, supongo…
       —Pues sí, me lo han contado absolutamente todo.
       —Bien —añadió Planetta, y volvió a hacerse el silencio en la estancia llena de humo, iluminada tan sólo por el fuego.
       —Me han dicho que me vaya con ellos —se atrevió a decir finalmente el chico—. Me han dicho que hay mucho trabajo.
       —Entiendo —aprobó Planetta—. Serías un estúpido si no lo hicieras.
       —Jefe —preguntó entonces Pietro con una voz próxima al llanto—, ¿por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué todos esos embustes?
       —¿Qué embustes? —replicó Planetta, haciendo un gran esfuerzo para mantener su tono alegre de siempre—. ¿Qué embustes te he contado yo? Te he dejado creer, eso es todo. No te he querido desengañar. Eso es todo, digamos.
       —No es verdad —dijo el muchacho—. Me has mantenido aquí con promesas y lo hacías sólo para burlarte de mí. Mañana, lo sabes muy bien…
       —¿Qué pasa mañana? —preguntó Planetta, tranquilizado de nuevo—. ¿Te refieres al Gran Convoy?
       —Eso es, y yo te he creído como un tonto —gruñó irritado el muchacho—. Por lo demás, podía habérmelo imaginado; con lo enfermo que estás no sé qué habrías podido… —Calló durante unos segundos y luego concluyó en voz baja—: Mañana me voy.


      Pero al día siguiente Planetta fue el primero en levantarse. Lo hizo sin despertar al chico, se vistió deprisa y cogió la escopeta. Sólo cuando estuvo en el umbral, Pietro se despertó.
       —Jefe —le preguntó, llamándolo así por la fuerza de la costumbre—, ¿se puede saber adonde vas tan temprano?
       —Claro que se puede saber —respondió Planetta sonriendo—. Voy a esperar al Gran Convoy.
       El muchacho se volvió hacia la pared, como para decir que estaba harto de aquel estúpido cuento.
       Sin embargo, no era ningún cuento. Para ser fiel a su promesa, aunque la hubiera hecho sólo para bromear, Planetta, ahora que se había quedado solo, iba a asaltar el Gran Convoy.
       Los compañeros ya se habían burlado bastante de él; que al menos ese muchacho supiera quién era Gaspare Planetta. Pero no, ni siquiera ese muchacho le importaba. En el fondo lo hacía por él mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última vez. Si le mataban enseguida, nadie lo vería, nadie se enteraría nunca, pero eso no tenía ninguna importancia. Se trataba de una cuestión personal con el antiguo y poderoso Planetta, una especie de apuesta desesperada.
       Pietro dejó que Planetta se marchara. Pero más tarde le surgió una duda: ¿y si Planetta fuera realmente a asaltar el convoy? Era una duda inconsistente y absurda, y sin embargo Pietro se levantó y salió en su búsqueda. Planetta le había mostrado en varias ocasiones el lugar adecuado para esperar el convoy. Iría hasta allí para ver.
       Ya había amanecido, pero largas nubes de tormenta se extendían por el cielo. La luz era clara y gris. De vez en cuando cantaba algún pájaro. En los intervalos reinaba el silencio.
       Pietro corrió cuesta abajo por el bosque, hacia el fondo del valle, por donde pasaba la carretera principal. Avanzaba cauto entre los matorrales en dirección a un grupo de castaños, donde debería estar Planetta.
       En efecto, allí estaba, agazapado detrás de un tronco. Se había construido un pequeño parapeto de hierbas y ramas para estar seguro de que no lo vieran. Se encontraba sobre una especie de promontorio desde el que se dominaba una brusca revuelta de la carretera: un tramo muy empinado donde los caballos se veían obligados a aflojar el paso. Era el mejor sitio para disparar.
       El muchacho vio allá abajo la llanura del sur, que se perdía en el infinito, dividida en dos por la carretera. Al fondo vio moverse una nube de polvo.
       La nube de polvo que se movía, avanzando por la carretera, era la que levantaba el Gran Convoy.
       Mientras Planetta preparaba la escopeta con una gran flema, oyó moverse algo cerca de él. Se volvió y vio al muchacho escondido con el fusil en el árbol de al lado.
       —Jefe —dijo jadeando el muchacho—, vete de aquí. ¿Te has vuelto loco?
       —Chitón —respondió sonriendo Planetta—, todavía no estoy loco. Vuelve a la choza inmediatamente.
       —Estás loco; te digo que estás loco, Planetta; tú esperas que vengan tus compañeros, pero no vendrán, me lo han dicho, nada más lejos de sus intenciones.
       —Vendrán, ya lo creo que vendrán, es cuestión de esperar un poco. Tienen la manía de llegar siempre un poco tarde.
       —Planetta —suplicó el muchacho—, hazme el favor, vete de aquí. Ayer por la noche bromeaba, yo no te quiero abandonar.
       —Sí, ya lo sé —rió bonachonamente Planetta—. Pero ahora basta, vete de aquí te digo, vamos, date prisa, este no es sitio para ti.
       —Planetta —insistió el chico—, ¿no comprendes que es una locura? ¿No comprendes que son muchos? ¿Qué quieres hacer tú solo?
       —¡Por Dios, vete! —exclamó con voz contenida Planetta, finalmente hecho una furia—. ¿No te das cuenta de que así me perjudicas?
       En aquel momento se empezaba a distinguir, en el fondo de la carretera principal, a los caballeros del Gran Convoy, el carruaje, la bandera.
       —¡Vete, de una vez! —repitió furioso Planetta.
       Y el chico finalmente se alejó; se retiró arrastrándose entre los matojos, hasta que desapareció.
       Planetta oyó entonces el sonido de los cascos de los caballos. Echó una ojeada a las grandes nubes plomizas que estaban a punto de estallar y vio tres o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy aflojaba ahora la marcha y comenzaba a subir por la cuesta.
       Justo cuando tenía ya el dedo en el gatillo, Planetta se dio cuenta de que el chico había regresado arrastrándose y se había apostado de nuevo detrás del árbol.
       —¿Has visto? —susurró Pietro—. ¿Has visto cómo no han venido?
       —Granuja —murmuró Planetta, reprimiendo una sonrisa, sin mover siquiera la cabeza—. Granuja, ahora estate quieto, es demasiado tarde para moverse. Atento que ahora empieza lo bueno.
       A trescientos, a doscientos metros, el Gran Convoy se iba acercando. Ya se distinguía el gran blasón en relieve en los flancos del precioso carruaje y se oían las voces de los caballeros, que hablaban entre ellos.
       En ese momento al chico le entró realmente miedo. Comprendió que era una empresa descabellada de la que era imposible salir vivo.
       —¿Has visto como no han venido? —susurró con tono desesperado—. ¡Por lo que más quieras, no dispares!
       Pero Planetta permaneció imperturbable.
       —Atento —murmuró alegremente, como si no le hubiera oído—. Señores, empieza la función.
       Planetta ajustó la mira, su formidable mira, que no podía errar. Pero en aquel instante, del lado opuesto del valle, resonó seca una descarga de fusilería.
       —¡Cazadores! —comentó Planetta jocosamente, mientras resonaba un terrible eco—. ¡Son cazadores, no hay nada que temer! Mejor, así habrá más confusión.
       Pero no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido a su lado. Volvió la cabeza y vio que el muchacho había soltado el fusil y estaba tirado en el suelo boca arriba.
       —Me han dado —se quejó—. ¡Madre…!
       Los que habían disparado no eran cazadores, sino los caballeros que escoltaban el Convoy, cuyo cometido era preceder al carruaje y esparcirse por los lados del valle para evitar emboscadas. Todos ellos eran tiradores elegidos, seleccionados mediante concurso. Llevaban fusiles de precisión.
       Mientras escrutaba el bosque, uno de los caballeros había visto al muchacho moverse entre los arbustos. Lo había visto luego caer al suelo y por último había distinguido también al viejo bandolero.
       Planetta soltó una maldición. Se levantó con precaución y se puso de rodillas para socorrer a su compañero. Resonó una segunda fusilada.
       La bala salió derecha, a través del pequeño valle, bajo las nubes tempestuosas. Después empezó a inclinarse, siguiendo las leyes de la trayectoria. Le habían apuntado a la cabeza; pero entró en el pecho, pasando muy cerca del corazón.
       Planetta cayó de pronto. Se hizo un gran silencio, como él jamás había oído. El Gran Convoy se había detenido. La tormenta no se decidía a llegar. Los cuervos volaban en el cielo. Todos estaban a la espera.
       El muchacho volvió la cabeza y sonrió.
       —Tenías razón —balbució—. Los compañeros han venido. ¿Has visto, jefe?
       Planetta no consiguió responder, pero haciendo un supremo esfuerzo, dirigió la mirada hacia el lugar señalado.
       Detrás de ellos, en un calvero del bosque, había aparecido una treintena de caballeros, con el fusil en bandolera. Parecían diáfanos como una nube y, sin embargo, destacaban claramente sobre el fondo oscuro del bosque. A juzgar por sus absurdos uniformes y sus petulantes caras, se hubiera dicho que eran bandoleros.
       De hecho, Planetta los reconoció. Eran sus antiguos compañeros, los bandoleros muertos, que venían a buscarlo. Rostros curtidos por el sol, largas cicatrices de lado a lado, horribles bigotazos de general, barbas desordenadas por el viento, ojos duros y clarísimos, las manos en las caderas, impresionantes espuelas, grandes botones dorados, semblantes honestos y simpáticos, polvorientos por las batallas.
       Ahí estaba el buen Paolo, tan duro de mollera, muerto en el asalto del molino. Y también Pietro del Ferro, que nunca había sabido montar, y Giorgio Pertica, y Frediano, muerto de frío, todos sus buenos y antiguos compañeros, a los que había visto morir uno tras otro. Y aquel hombretón de grandes bigotes y el fusil tan largo como él, montado en aquel flaco caballo blanco, ¿no era el Conde, el insigne jefe, también él caído por el Gran Convoy? Sí, sólo podía ser él, el Conde, con su semblante luminosamente cordial y lleno de satisfacción. Y si Planetta no se equivocaba ¿no era el último de la izquierda, aquel que se mantenía erguido y soberbio, Marco Grande en persona, el más famoso de los antiguos jefes? ¿Marco Grande, ahorcado en la capital en presencia del emperador y de cuatro regimientos armados? ¿Marco Grande, al que cincuenta años después aún se le nombraba en voz baja? Sí, era realmente él, también presente para honrar a Planetta, el último jefe desdichado y valiente.
       Los bandoleros muertos permanecían silenciosos, evidentemente conmovidos, pero embargados por una común alegría. Esperaban que Planetta se moviera.
       De hecho, Planetta, al igual que el muchacho, se levantó del suelo, ya no de carne y hueso como antes, sino diáfano como los otros, y a la vez idéntico a sí mismo.
       Tras echar una ojeada a su pobre cuerpo, que yacía hecho un ovillo en el suelo, Gaspare Planetta se encogió de hombros como para decirse a sí mismo que no le importaba nada y salió al calvero, ya indiferente a los posibles disparos de fusil. Avanzó hacia los antiguos compañeros y sintió cómo le invadía la alegría.
       Estaba a punto de comenzar a saludarlos uno por uno, cuando se dio cuenta de que justamente en primera fila había un caballo perfectamente ensillado pero sin jinete. Instintivamente se acercó a él sonriendo.
       —¡Hombre! —exclamó, sorprendiéndose por el tono extrañísimo de su nueva voz—. ¡Hombre! ¿no será éste mi Polàk, más en forma que nunca?
       Era realmente Polàk, su querido caballo, que, al reconocer a su dueño, emitió una especie de relincho; por llamarlo de alguna forma, porque la voz de los caballos muertos es más suave que la que nosotros conocemos.
       Planetta le dio dos o tres palmadas afectuosas y saboreó de antemano la próxima cabalgada junto a sus fieles amigos hacia el reino de los bandoleros muertos, que él no conocía pero que era legítimo imaginar lleno de sol y de un aire primaveral, con largas y blancas carreteras sin polvo que conducían a milagrosas aventuras.
       Con la mano izquierda apoyada en lo alto de la silla, como disponiéndose a saltar a la grupa, Gaspare Planetta dijo, intentando no dejarse dominar por la emoción:
       —Gracias, muchachos. Os juro que…
       Se interrumpió porque se había acordado del muchacho, que, también en forma de sombra, permanecía aparte, en actitud de espera, con ese embarazo que uno siente cuando está en presencia de personas a las que acaba de conocer.
       —Ah, perdona —dijo Planetta—. Os presento a un magnífico camarada —añadió dirigiéndose a los bandoleros muertos—. Apenas tenía diecisiete años, hubiera sido un hombre muy capaz.
       Todos los bandoleros, quien más quien menos sonriendo, bajaron ligeramente la cabeza en señal de bienvenida.
       Planetta calló y miró a su alrededor indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse cabalgando junto a sus compañeros y dejar al muchacho solo? Dio otras dos o tres palmadas al caballo, carraspeó sagazmente y después dijo al muchacho:
       —Vamos, súbete tú. Es justo que seas tú el que te diviertas. Vamos, vamos, déjate de remilgos —añadió después con fingida severidad viendo que el chico no se atrevía a aceptar.
       —Si te empeñas —exclamó finalmente el muchacho, claramente halagado. Y con una agilidad que él mismo jamás hubiera imaginado, por lo poco ducho que había sido hasta entonces en equitación, se vio de pronto en la silla.
       Los bandoleros agitaron los sombreros, despidiéndose de Gaspare Planetta; alguno le guiñó benévolamente el ojo, como para decirle “Hasta la vista”. Todos espolearon a los caballos y partieron al galope.
       Partieron como balas, alejándose entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se precipitaban en lo más intricado del bosque y lo atravesaban sin aflojar la marcha. Los caballos mantenían un galope suave y bello de ver. Incluso de lejos, el chico y algún que otro bandolero volvieron a agitar el sombrero.
       Al quedarse solo, Planetta echó una ojeada alrededor del valle. Con el rabillo del ojo miró de soslayo su propio cuerpo ya inútil, que yacía al pie del árbol. Dirigió entonces la mirada a la carretera.
       El convoy seguía parado detrás de la curva, por lo que no era visible. En la carretera sólo había seis o siete caballeros de la escolta; se hallaban inmóviles y miraban hacia donde estaba Planetta. Aunque parezca increíble, habían podido ver la escena: la sombra de los bandoleros muertos, la despedida, la cabalgada. En ciertos días de septiembre, bajo las nubes tormentosas, pueden suceder perfectamente este tipo de cosas.
       Cuando Planetta, una vez solo, se volvió, el jefe de aquel grupo de hombres armados se dio cuenta de que lo estaba mirando. Entonces se enderezó y saludó militarmente, como se acostumbra a hacer entre soldados.
       Planetta se llevó la mano al ala del sombrero, con un gesto informal pero lleno de afabilidad, frunciendo los labios en una sonrisa.
       Después, por segunda vez en ese día, de nuevo se encogió de hombros. Giró sobre su pierna izquierda, volvió la espalda a los jinetes, hundió las manos en los bolsillos y se fue silbando; silbando, sí señores, una marcha militar. Se fue en la dirección en la que habían desaparecido sus compañeros, hacia el reino de los bandoleros muertos que él no conocía, pero que era lícito suponer mejor que éste.
       Los caballeros vieron cómo se hacía cada vez más pequeño y diáfano. Llevaba un paso ligero que contrastaba con su vetusta figura; un paso de fiesta que sólo poseen los hombres de veinte años cuando son felices.




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