Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


El burgués hechizado (1946)
(“Il borghese stregato”)
Originalmente publicado en Corriere della Sera (21 junio de 1946);
Paura alla Scala
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1948, 290 págs.)



      Giuseppe Gaspari, un comerciante de cereales de cuarenta y cuatro años de edad, llegó un día de verano al pueblo de montaña donde su mujer y sus hijas estaban veraneando. Después de comer, mientras todos los demás se echaban la siesta, salió solo a dar un paseo.
       Había tomado un escarpado camino de herradura que subía por la montaña e iba observando el paisaje que le rodeaba. A pesar del sol, sentía cierta desilusión. Había esperado que el pueblo estuviera en un romántico valle con bosques de pinos y de alerces y circundado por grandes paredes. Sin embargo, era un valle de los pre Alpes rodeado por cimas macizas y redondeadas de aspecto desolado y torvo. Un pueblo de cazadores, pensó Gaspari, suspirando por no haber podido ir nunca, ni siquiera durante unos días, a uno de aquellos valles, imagen de la felicidad humana, dominados por fantásticas peñas, donde blancos hoteles con forma de castillo se encuentran en los linderos de bosques antiguos, repletos de leyendas. Y consideraba con amargura que toda su vida había sido así: en el fondo nunca le había faltado de nada, pero todo había estado siempre por debajo de lo deseado, un término medio que satisfacía las necesidades más inmediatas, pero que nunca le había producido una felicidad plena.
       Entretanto había subido un buen trecho y, al volverse hacia atrás, le sorprendió ver el pueblo, el hotel, la cancha de tenis, ya tan pequeños y lejanos. Iba a reemprender el camino cuando, al otro lado de una cresta baja, oyó algunas voces.
       Picado por la curiosidad, dejó el camino de herradura y, abriéndose paso entre los matorrales, llegó a lo alto de la escarpadura. Allí detrás, alejada de las miradas de quienes seguían el camino normal, se abría una selvática quebrada, con paredes de tierra roja, abruptas y ruinosas. Aquí y allá afloraba un peñasco, un matojo, los restos secos de un árbol. Cincuenta metros más arriba el canalón doblaba a la izquierda, adentrándose en la ladera de la montaña. Un nido de víboras, abrasado por el sol, extrañamente misterioso.
       La contemplación de aquel lugar le produjo una gran felicidad; ni él mismo sabía por qué. El cauce no era especialmente hermoso, pero le había despertado muchos y fortísimos sentimientos, como hacía años que no experimentaba. Era como si reconociera aquellas escarpaduras ruinosas, aquella abandonada fosa que se perdía hacia quién sabe qué secretos, el murmullo de los pequeños derrumbes que se producían en las márgenes abrasadas. Había visto todo aquello hacía muchos años, un sinfín de veces: ¡qué maravillosos momentos había pasado!; exactamente así eran las mágicas tierras de los sueños y de las aventuras, anheladas en un tiempo en que todo se podía esperar.


       Pero, justo debajo, detrás de un ingenuo seto de palitos y de zarzas, había cinco chiquillos confabulando. Medio desnudos y con extraños gorros, fajas y cinturones, para simular ropas exóticas o de piratas. Uno de ellos llevaba un fusil de juguete, de esos que disparan una varilla; era el mayor de todos, debía de tener unos catorce años. Los otros iban armados con arquitos fabricados con ramas de avellano; como flechas utilizaban pequeñas puntas de madera hechas con ramitas ahorquilladas.
       —Escuchad —decía el mayor, que llevaba tres plumas en la frente—. Me da igual… yo de Sisto no pienso encargarme, de Sisto os encargaréis Gino y tú, entre los dos lo conseguiréis, espero. Sólo tenemos que ir con cuidado, ya veréis como los cogemos desprevenidos.
       Por sus palabras, Gaspari comprendió que estaban jugando a los salvajes o a la guerra: los enemigos se hallaban más adelante, atrincherados en un hipotético reducto, y Sisto era su jefe, el más fuerte y temible. Para tomar el fortín los cinco utilizarían una tabla de unos tres metros de largo que tenían precisamente allí y que les serviría para pasar de una orilla a otra de un foso o barranco (Gaspari no había entendido bien) situado a la espalda de la guarida enemiga. Dos de los niños irían por el fondo del valle, simulando un ataque de frente; y otros tres, por detrás, sirviéndose de la tabla.
       En ese preciso momento, uno de los cinco vio, parado en el borde del barranco, a Gaspari, un hombre anciano con la cabeza casi calva, la frente muy despejada, y los ojos claros y benévolos. “Mirad allí”, dijo a sus compañeros, que de pronto se quedaron callados, mirando al extraño con desconfianza.
       —Buenos días —dijo Giuseppe Gaspari, con muy buena disposición de ánimo—. Estaba mirándoos… entonces ¿cuándo os lanzaréis al asalto?
       A los niños les gustó que aquel señor desconocido, en lugar de regañarles, casi les animara. Pero callaron intimidados.
       A Giuseppe se le ocurrió entonces algo absurdo. Dio un salto hasta la quebrada y, hundiendo los pies en la grava que se desmoronaba bajo su peso, bajó a grandes zancadas hacia donde estaban los muchachos, que se pusieron de pie. Entonces les dijo:
       —¿Me dejáis unirme a vosotros? Llevaré la tabla, es demasiado pesada para vosotros.
       Los chicos esbozaron una sonrisa. ¿Qué quería aquel desconocido a quien nunca antes habían visto por allí? Después, al ver su simpático semblante, comenzaron a considerarlo con indulgencia.
       —Te aviso que allí arriba está Sisto —le dijo el más pequeño, para ver si se asustaba.
       —¿Realmente es tan terrible ese Sisto?
       —Gana siempre —contestó el niño—. Te coge la cara y parece que te quiere sacar los ojos con los dedos. Es muy malo…
       —¿Malo? ¡Ya verás como de todas formas lo apresaremos! —exclamó Gaspari, divertido.
       Así pues, se pusieron en camino. Ayudado por otro niño, Gaspari levantó la tabla, que pesaba mucho más de lo que en un principio había pensado. Después remontaron el canalón, hacia las peñas del fondo. Los niños le miraban asombrados. Curiosamente no tenía la menor indulgencia con ellos, no era como las demás personas mayores cuando se dignan a jugar. Parecía tomárselo muy en serio.
       Hasta que llegaron a un punto donde la quebrada formaba un recodo. Allí se detuvieron y, agazapándose detrás de las rocas, asomaron lentamente la cabeza para observar. Gaspari hizo lo mismo, tendiéndose cuan largo era sobre la grava, sin preocuparse por la ropa.
       Vio entonces el resto del canalón, todavía más singular y selvático. Conos de tierra roja que parecían fragilísimos se alzaban en derredor, superponiéndose unos a otros, como agujas de una catedral muerta. Tenían un aspecto vago e inquietante, como si estuvieran allí desde hacía siglos, inmóviles, esperando que llegara alguien. Y en la cima del más alto, que se alzaba en la parte superior de la quebrada, se veía una especie de murete de piedras del que sobresalían tres o cuatro cabezas.
       —¡Mira! ¡Están ahí arriba! ¿Los ves? —le susurró uno de los cinco.
       Gaspari hizo un gesto de asentimiento; estaba asombrado. Métricamente hablando, el trecho era muy corto. Sin embargo, Gaspari se preguntó por un momento cómo harían para llegar hasta allí, a aquella lejanísima roca suspendida entre los abismos. ¿Llegarían antes de que se hiciera de noche? Pero fue una impresión que apenas duró unos segundos. ¡Qué cosas se le ocurrían! ¡Si sólo se trataba de un centenar de metros!
       Dos de los chicos se quedaron esperando. Avanzarían sólo en el momento oportuno. Los otros, junto a Gaspari, treparían por un lado para alcanzar el borde del barranco, con cuidado de que no los vieran.
       —Despacio, no mováis las piedras —recomendaba Gaspari en voz baja, más preocupado que los demás por el resultado de la empresa—. ¡Ánimo! ¡Dentro de poco llegaremos!
       Alcanzaron la cresta, bajaron algunos metros por una torrentera lateral, totalmente insignificante, y después reanudaron la subida, llevando consigo la tabla.
       El plan estaba muy bien pensado. Cuando se volvieron a asomar a la quebrada, el “fortín” de los salvajes apareció a una decena de metros, un poco más abajo. Ahora había que bajar por en medio de los matorrales y echar la tabla sobre una estrecha hendidura. Los enemigos estaban plácidamente sentados y entre ellos destacaba Sisto, con una especie de crin en la cabeza; una máscara amarillenta de cartón, intencionadamente monstruosa, le ocultaba la mitad de la cara. (Pero mientras tanto una nube había descendido sobre ellos, el sol se había apagado, la torrentera había adquirido un color plomizo).
       —Hemos llegado —susurró Gaspari—. Ahora me adelantaré yo con la tabla.
       Con la tabla en las manos, se dejó caer lentamente por entre las zarzas, seguido de cerca por los muchachos. Consiguieron alcanzar el punto deseado sin que los salvajes se dieran cuenta.
       Pero en ese momento Gaspari se detuvo, como absorto (la nube seguía inmóvil, a lo lejos se oyó un grito lastimero semejante a una llamada). “Qué extraño”, pensaba, “hace sólo dos horas estaba en el hotel con mi mujer y mis hijas, sentado a la mesa; y ahora en cambio me encuentro en esta tierra desconocida, a miles de kilómetros de distancia, luchando contra unos salvajes”.
       Gaspari miraba. Ya no existía la quebrada apropiada para los juegos de los chicos, ni las mediocres cimas achatadas, ni el camino que subía por el valle, ni el hotel, ni la roja cancha de tenis. Debajo de él vio inmensas rocas, diferentes a cualquier recuerdo, que se precipitaban sin fin hacia un mar de bosques, más allá vio la trémula reverberación de los desiertos y más allá todavía otras luces, otros signos confusos que denotaban el misterio del mundo. Y allí delante, en lo alto de la roca, un siniestro fortín: tétricos muros oblicuos lo sostenían, y los tejados en equilibrio se hallaban coronados por calaveras calcinadas por el sol que parecían reír. ¡El país de las maldiciones y los mitos, las intactas soledades, la última verdad concedida a nuestros sueños!
       Una puerta de madera entornada (que no existía) y llena de amenazadores signos gemía bajo el embate del viento. Gaspari se encontraba ya muy cerca, a dos metros quizá. Comenzó a levantar lentamente la tabla para dejarla caer sobre la otra orilla.
       —¡Traición! —gritó en ese mismo momento Sisto, al darse cuenta del ataque; y se puso rápidamente de pie riendo, armado de un gran arco. Cuando distinguió a Gaspari se quedó perplejo durante unos segundos. Después se sacó del bolsillo una punta de madera, inocua flecha, la colocó en la cuerda del arco y apuntó.
       Pero, por la entornada puerta llena de oscuros signos (que no existía), Gaspari vio salir a un brujo cubierto de lepras y de infierno. Le vio erguirse, altísimo, los ojos sin alma, con un arco en la mano, sostenido por una fuerza perversa. Entonces soltó la tabla y retrocedió asustado. Pero el otro ya había disparado la flecha.
       Herido en el pecho, Gaspari cayó entre las zarzas.


       Volvió al hotel cuando ya estaba anocheciendo. Exhausto, se dejó caer en un banco al lado de la puerta de entrada. Salía y entraba gente, alguien le saludó, otros no lo reconocieron porque ya había oscurecido.
       Pero él, completamente ensimismado, no se fijaba en nadie. Y ninguno de los que pasaban se daba cuenta de que en medio del pecho tenía clavada una flecha. Una saeta perfectamente torneada, de una madera aparentemente durísima y de color oscuro, sobresalía, en el centro de una mancha sangrienta, de la camisa. Gaspari la observaba sin demasiado horror, debido a la singular felicidad que a la vez experimentaba. Había intentado extraérsela, pero le dolía demasiado: unos ganchos laterales debían de retenerla dentro de la carne. De la herida de vez en cuando manaba sangre. La sentía correr por el pecho y el vientre, detenerse en los pliegues de la camisa.
       Así pues, a Giuseppe Gaspari le había llegado su hora, con magnificencia poética; y de una forma cruel. Probablemente iba a morir —pensó—. Y sin embargo, qué desquite contra la vida, la gente, las conversaciones, las caras mediocres que siempre le habían rodeado. Él no volvía de la doméstica quebrada situada a pocos minutos del hotel Corona, sino de una tierra lejanísima, libre de las irreverencias humanas, reino de sortilegios, pura. Y para llegar a ella, los otros, él no, necesitaban atravesar los océanos y luego recorrer un largo trecho por inhóspitas soledades, enfrentándose a la naturaleza enemiga y a las debilidades del hombre; por otra parte, no era seguro que llegaran. Mientras que él, en cambio…
       Sí, él, un hombre de cuarenta y tantos años, se había puesto a jugar con los niños, creyéndose como ellos; sólo que mientras los niños poseen una suerte de ligereza angelical, él se lo había tomado en serio, con una fe exagerada y rabiosa, incubada sin darse cuenta durante quién sabe cuántos años de indolencia. Una fe tan fuerte que todo se había vuelto real: la quebrada, los salvajes, la sangre. Había entrado en el mundo, que había dejado de ser suyo, de las fábulas, más allá del confín que en cierta época de la vida no se puede atravesar de forma impune. Había dicho a una puerta secreta “ábrete”, casi en son de broma, y la puerta se había abierto de verdad. Había dicho “salvajes” y en eso se habían transformado. Había pronunciado la palabra “flecha”, y una verdadera flecha le estaba matando.
       Pagaba, pues, el arduo hechizo, el rescate. Había ido demasiado lejos como para poder regresar, pero, a cambio, qué venganza para él. ¡Que lo esperaran para comer su mujer, sus hijas, sus compañeros de hotel, que lo esperaran para el bridge vespertino! La sopa de pasta, la carne de vaca hervida, las noticias de la radio: todo aquello era ridículo. ¡Él acababa de salir de los más tenebrosos y apartados rincones del mundo!
       —Beppino —llamó su mujer desde una terraza superior donde estaban puestas las mesas para cenar—. Beppino, ¿qué haces ahí sentado? Y ¿qué has estado haciendo hasta ahora? ¿Todavía con los calcetines? ¿No vas a ir a cambiarte? ¿Sabes que son más de las ocho? Nosotros tenemos un hambre…
       —“…amén…”. —¿Oyó aquella voz Gaspari? ¿O bien se había alejado ya demasiado? Con la diestra hizo un gesto vago, como para decir que lo dejaran, que se olvidaran de él, que le importaba todo un comino. Incluso sonrió. Su rostro expresaba una alegría malévola, aunque su respiración fuera cada vez más débil.
       —¡Vamos, Beppino! —gritaba su mujer—. ¿Nos quieres hacer esperar todavía más? ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué no contestas? ¿Se puede saber por qué no contestas?
       Él bajó la cabeza como para decir que sí, y no volvió a levantarla. Por fin era un hombre de verdad, no un ser mezquino. Un héroe, no un gusano. Había dejado de ser uno más entre los otros. Se encontraba por encima de ellos y estaba solo. La cabeza le colgaba sobre el pecho, la muerte le había alcanzado, y sus helados labios continuaban sonriendo un poco, expresando desprecio: te he vencido, miserable mundo, no me has sabido retener.




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