Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


La canción de guerra (1945)
(“La canzone di guerra”)
Originalmente publicado en Oggi (21 de julio de 1945);
Paura alla Scala
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1948, 290 págs.)



      El rey alzó la cabeza de la gran mesa de trabajo hecha de acero y diamantes.
       —¿Qué diablos cantan mis soldados? —preguntó.
       Fuera, por la plaza de la Coronación, pasaban, en efecto, batallones y más batallones en marcha hacia la frontera y, mientras tanto, cantaban. Liviana era para ellos la vida, porque el enemigo ya estaba en fuga y allí, en las lejanas praderas, no les quedaba por cosechar más que gloria, con la que se coronarían para el regreso. Y como consecuencia, también el rey se sentía maravillosamente bien dispuesto y seguro de sí. Muy pronto dominaría el mundo.
       —Es su canción, majestad —respondió el primer consejero, también él completamente cubierto de corazas y de hierro, como lo exigían las leyes de la guerra.
       Y el rey dijo:
       —¿No se saben algo más alegre? Schroeder ha escrito para mis ejércitos unos himnos bellísimos. Yo los he oído y son auténticas canciones militares.
       —Qué queréis, Majestad —dijo el viejo consejero, todavía más encorvado bajo el peso de las armas de lo que en realidad estaba—. Los soldados tienen sus manías, un poco como los niños. Démosles los más bellos himnos del mundo y ellos seguirán prefiriendo sus canciones.
       —Pero ésta no es una canción militar —dijo el rey—. Cuando la cantan, parece incluso que están tristes. Y no creo que tengan ningún motivo.
       —Estoy con vos —aprobó el consejero con una sonrisa llena de lisonjeras alusiones—. Pero quizá sea sólo una canción de amor, es posible que no pretenda ser nada más.
       —¿Y qué dice la letra? —insistió el rey.
       —Lo cierto es que no estoy informado —respondió el viejo conde Gustavo—. Haré que me pongan al corriente.
       Los batallones llegaron al frente, arrollaron pavorosamente al enemigo y aumentaron sus territorios. El fragor de sus victorias se extendía por todo el mundo, el sonido de sus pisadas se perdía por las llanuras, cada vez más alejados de las cúpulas plateadas del palacio. Y desde sus campamentos rodeados de ignotas constelaciones se expandía siempre el mismo canto: no alegre, sino triste, no victorioso y guerrero, sino lleno de amargura. Los soldados estaban bien alimentados, vestían paños delicados, botas de cuero armenio, calientes pellizas, y sus caballos galopaban de batalla en batalla cada vez más lejos; la carga más pesada era la del que transportaba las banderas enemigas. Pero los generales preguntaban:
       —¿Qué diablos están cantando los soldados? ¿No se saben algo más alegre?
       —Son así, excelencia —respondían en posición de firmes los del Estado Mayor—. Esos muchachos están como robles, pero tienen sus manías.
       —Una manía muy poco brillante —decían los generales de malhumor—. Parecen llorar, diantre. ¿Y qué más pueden pedir? Cualquiera diría que están descontentos.
       Sin embargo, no había un solo soldado de los regimientos victoriosos que no estuviera contento. Efectivamente, ¿qué más podían pedir? Una conquista tras otra, ricos botines, mujeres lozanas con las que gozar, próximo el regreso triunfal. En sus jóvenes frentes, resplandecientes de fuerza y de salud, se leía ya la eliminación final del enemigo de la faz de la tierra.
       —¿Y qué dice la letra? —preguntaba el general intrigado.
       —¡Ah, la letra! Es una letra estúpida —respondían los del Estado Mayor, siempre cautos y reservados siguiendo una antigua costumbre.
       —Estúpida o no, ¿qué dice?
       —Exactamente no la conozco, excelencia —decía uno—. Diehlem, ¿tú te la sabes?
       —¿La letra de esa canción? No tengo ni idea. Pero aquí está el capitán Marren, seguramente él…
       —No es mi fuerte, señor coronel —respondía Marren—. Con su permiso, podríamos preguntárselo al mariscal Peters…
       —Vamos, déjense de historias. Apostaría… —pero el general prefirió no terminar la frase.
       Ligeramente emocionado, tieso como un palo, el mariscal Peter respondía al interrogatorio:
       —La primera estrofa, serenísima excelencia, dice así:

Por campos y pueblos,
el tambor sonó
pero pasados los años
el camino de vuelta,
el camino de vuelta,
nadie lo encontró.

       “Y luego viene la segunda estrofa, que dice: “Por dinde y por donde…”.
       —¿Cómo? —preguntó el general.
       —“Por dinde y por donde”, exactamente así, serenísima excelencia.
       —¿Y qué significa “por dinde y por donde”?
       —No sé, serenísima excelencia, pero se canta así.
       —Bah, ¿y luego qué dice?
       —Por dinde y por donde,

Adelante vamos
y pasados los años
donde te dejé,
donde te dejé,
una cruz hallé.

      “Y luego está la tercera estrofa, que no se canta casi nunca. Dice…
       —Basta, ya es suficiente —dijo el general, y el mariscal saludó militarmente.
       —No me parece muy alegre —comentó el general cuando se hubo ido el suboficial—. Poco adecuada para la guerra, en todo caso.
       —Muy poco adecuada, verdaderamente —confirmaban con el debido respeto los coroneles del Estado Mayor.
       Cada noche, al final de los combates, mientras el terreno todavía humeaba, se enviaba a veloces mensajeros para que volaran a llevar la buena nueva. Las ciudades se adornaban con banderas, los hombres se abrazaban por las calles, las campanas de las iglesias repicaban y, sin embargo, quien pasaba de noche por los barrios bajos de la capital oía a hombres, muchachas y mujeres cantar siempre la misma canción, nacida no se sabía cuándo. En efecto, era bastante triste, en ella anidaba una gran resignación. Jóvenes rubias, apoyadas en el alféizar de la ventana, la cantaban lánguidamente.
       Nunca en la historia del mundo, por mucho que uno se remontara en el tiempo, se recordaban victorias semejantes; nunca ejércitos tan afortunados, generales tan valientes, avanzadas tan rápidas, nunca tantas tierras conquistadas. Había tanto para repartir que incluso el último soldado de infantería al final se vería convertido en un rico señor. Las esperanzas ya no tenían límites. Ahora, por las noches, se celebraban fiestas en las ciudades, el vino corría en abundancia, los mendigos bailaban. Y entre un jarro y otro, qué mejor que una cancioncita, un pequeño coro de amigos. “Por campos y pueblos…”, cantaban, incluida la tercera estrofa.
       Y si nuevos batallones atravesaban la plaza de la Coronación para marchar a la guerra, entonces el rey alzaba ligeramente la cabeza de los pergaminos y los partes para escuchar, y no sabía explicarse por qué aquel canto le ponía de malhumor.
       Año tras año, los regimientos avanzaban cada vez más por los campos y los pueblos, sin decidirse a tomar de una vez por todas el camino de vuelta, y se equivocaban los que apostaban por la inmediata llegada de la última y más feliz noticia. Batallas, victorias, victorias, batallas. Ahora los ejércitos marchaban a tierras increíblemente lejanas, con nombres imposibles de pronunciar.
       Hasta que, de victoria en victoria, llegó el día en que la plaza de la Coronación quedó desierta, las ventanas del palacio cerradas a cal y canto, y a las puertas de la ciudad, se oyó el estruendo de los carros de combate extranjeros que se aproximaban; y, en las llanuras remotísimas, de los invencibles ejércitos habían nacido bosques que antes no existían, monótonos bosques de cruces que se perdían en el horizonte, nada más. Porque el destino no estaba escrito en las espadas, en el fuego o en la ira de las caballerías desenfrenadas, sino en aquella canción que a reyes y generalísimos les había parecido lógicamente tan poco adecuada para la guerra. Durante años, el propio hado había hablado de forma insistente a través de aquellas pobres notas, anunciando a los hombres lo que ya estaba escrito. Sin embargo, los palacios, los capitanes, los sabios ministros habían hecho oídos sordos. Nadie había entendido; salvo los ignorantes soldados coronados de cien victorias, cuando, por los caminos de la noche, marchaban cansados hacia la muerte, cantando.




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