Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)
Una carta de amor (1955)
(“Una lettera d’amore”)
Sessanta racconti
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1958, 566 págs.)
Enrico Rocco, de treinta y un años, gerente de una empresa comercial, enamorado, se había encerrado en su despacho; su amor por ella se había vuelto tan poderoso y atormentado que sacó fuerzas de flaqueza. Le escribiría, por encima de cualquier orgullo y pudor.
“Estimada señorita”, empezó, y sólo de pensar que ella leería los signos que iba dejando en el papel, el corazón se le desbocó. “Querida Ornella, Amada mía, Alma adorada, Luz, Fuego que me abrasa, Obsesión de mis noches, Sonrisa, Florecilla, Amor…”.
En ese momento, entró Ermete, el ordenanza.
—Disculpe, señor Rocco, hay un señor que desea verle. Se llama Manfredini —añadió después de mirar un papelito.
—¿Manfredini? No me suena ese nombre. Ahora no puedo recibirle, tengo un trabajo muy urgente. Que venga mañana o más tarde.
—Creo que es el sastre, señor Rocco, debe de haber venido para la prueba…
—¡Ah… Manfredini! Bueno, dile que vuelva mañana.
—Sí señor, pero ha dicho que le ha llamado usted.
—Es verdad, es verdad… —suspiró—. Está bien, que pase, pero dile que se dé prisa; dos segundos, no más.
Manfredini entró con el traje y le hizo la prueba, por llamarlo de alguna manera: le puso la chaqueta, marcó tres rayas con el jaboncillo y acto seguido se la quitó.
—Perdone, pero tengo un asunto muy urgente entre manos. Hasta la vista, Manfredini.
Volvió ansiosamente al escritorio y siguió escribiendo: “Alma Santa, Criatura, ¿dónde estás en este momento? ¿Qué haces? Pienso en ti con tal fuerza que es imposible que no te llegue mi amor aunque estés tan lejos, en la otra punta de la ciudad, que me parece una isla perdida allende los mares…”. (Qué raro, pensaba mientras tanto, ¿cómo es posible que un hombre tan realista como yo, un organizador comercial, de buenas a primeras se ponga a escribir estas cosas? ¿Será una especie de locura?).
En esto, el teléfono que tenía al lado empezó a sonar. Fue como si de pronto le pasaran una sierra de hierro gélido por el espinazo. Jadeó:
—¿Diga?
—Holaaa —contestó una mujer con un maullido indolente—. Vaya voz… creo que llamo en mal momento.
—¿Quién es? —preguntó él.
—Qué barbaridad, hoy estás imposible, mira que…
—¿Quién es?
—Por lo menos espera a que…
Colgó el teléfono y volvió a coger la pluma.
“Escucha, Amor mío”, escribió, “fuera hay niebla, una niebla espesa, húmeda, fría, con olor a gasolina y llena de miasmas, pero ¿sabes que la envidio? ¿Sabes que me camb…”.
Riiing, el teléfono. Dio un respingo como si hubiera recibido una descarga de doscientos mil voltios.
—¿Diga?
—¡Pero bueno, Enrico! —era la voz de hacía un momento—. He venido a la ciudad expresamente para verte y tú…
Vaciló, acusando el golpe. Era Franca, su prima, una buena chica, incluso mona, que desde hacía unos meses le hacía la corte, a saber lo que estaría fantaseando. Las mujeres, ya se sabe, inventan romances inverosímiles. Pero tampoco podía mandarla a paseo así como así.
Se mantuvo firme. Haría cualquier cosa con tal de terminar esa carta. Era el único modo de calmar el fuego que le abrasaba por dentro, al escribir a Ornella le parecía que de alguna manera entraba en su vida; quizá leería su mensaje hasta el final, quizá sonreiría, quizá guardaría esa carta en su bolso, quizá aquella hoja que él estaba llenando de frases insensatas, dentro de poco estaría en contacto con esos pequeños y maravillosos objetos perfumados y delicados que sólo le pertenecían a ella, su lápiz de labios, su pañuelo bordado, y todas esas enigmáticas baratijas llenas de una turbadora intimidad. Y justo en ese momento tenía que venir Franca a molestarlo.
—Oye Enrico —preguntó ella, arrastrando las palabras—, ¿quieres que vaya a buscarte a la oficina?
—No, lo siento, tengo un montón de trabajo.
—No hace falta que disimules, si te aburro, no he dicho nada. Hasta luego.
—Pero mujer, no te lo tomes así. Te digo que estoy ocupado, eso es todo. Ven más tarde.
—¿Más tarde, cuándo?
—Ven… ven dentro de dos horas.
Colgó el teléfono. Le parecía que había perdido un tiempo precioso, tenía que echar la carta antes de la una, porque si no llegaría a su destino al día siguiente. No, no, la mandaría urgente.
“… me cambiaría por ella?”, escribía. “Cuando pienso que la niebla rodea tu casa, que ondea delante de tu habitación y que si tuviera ojos —quién sabe, a lo mejor la niebla también ve— podría contemplarte a través de la ventana… ¿Y cómo no va a haber una rendija, un intersticio finísimo por el que introducirse? Oh, un soplo minúsculo, nada más, un leve aliento de algodón impalpable que te acaricie… Es tan poco lo que necesita la niebla, es tan poco lo que necesita el am…”.
El ordenanza Ermete está en la puerta.
—Perdone…
—Ya te he dicho que tengo un trabajo urgente, no estoy para nadie, di que vuelvan por la tarde.
—Pero…
—Pero ¿qué?
—El comendador Invernizzi le espera abajo en su coche.
¡Maldita sea!, Invernizzi: el atestado de la compañía de seguros por el almacén donde había habido un conato de incendio, la reunión con los peritos, maldita sea, se le había ido de la cabeza, lo había olvidado por completo. Y no tenía escapatoria…
El tormento que le abrasaba por dentro, a la altura del esternón, alcanzó una intensidad intolerable. ¿Decir que estaba enfermo? Imposible. ¿Dar la carta por terminada? Pero aún le quedaban muchas cosas que decirle, unas cosas importantísimas. Desanimado, guardó la carta en un cajón. Cogió el abrigo y salió, lo único que podía hacer era tratar de darse prisa. Dentro de media hora, Dios mediante, podría estar de vuelta.
Cuando regresó era la una menos veinte. Entrevió a tres o cuatro hombres en la sala de espera. Irrumpió jadeante en su despacho, se sentó en el escritorio, abrió el cajón: la carta no estaba.
El vuelco que le dio el corazón le dejó casi sin aliento. ¿Quién podía haber estado fisgoneando en su escritorio? No podía ser… Abrió todos los cajones, uno por uno.
Menos mal, se había confundido, ahí estaba la carta. Pero ya era imposible echarla antes de la una. Claro que… —los razonamientos (por un asunto tan sencillo, tan corriente) se atropellaban en su mente, con una alternancia enervante de angustia y esperanza— claro que si la mandaba urgente aún llegaría a tiempo para el último reparto de la tarde, o bien… mejor todavía, se la daría a Ermete para que la llevase, no, no, era mejor no mezclar al ordenanza en un asunto tan delicado, la llevaría él personalmente.
“… es tan poco lo que necesita el amor”, escribió, “para salvar el espacio y atrave…”.
Riing…, otra vez ese maldito teléfono rabioso. Sin soltar la pluma cogió el auricular con la mano izquierda.
—¿Dígame?
—Le habla la secretaria de su excelencia Tracchi.
—Diga, diga.
—Le llamo a propósito de la licencia de exportación para el suministro de cables a…
Se quedó helado. Era un negocio importantísimo, de él dependía su futuro. La conversación duró veinte minutos.
“… atravesar”, escribió, “las murallas de China. Oh, querida Orn…”.
El ordenanza se presentó de nuevo en la puerta. Arremetió contra él:
—¿No te he dicho que no puedo recibir a nadie?
—Pero es que el ins…
—¡A nadie! ¡A nadieeee! —vociferó con furia.
—El inspector de Hacienda dice que tiene una cita con usted.
Sintió que las fuerzas le abandonaban. No recibir al inspector sería una locura, una especie de suicidio, la ruina. Por tanto lo recibió.
Son las dos menos veinticinco. Hace tres cuartos de hora que la prima Franca le espera fuera. Y el ingeniero Stolz, llegado expresamente de Ginebra. Y el abogado Messumeci, por el juicio de los descargadores. Y la enfermera que viene todos los días a ponerle la inyección.
“Oh querida Ornella”, escribe con el furor del náufrago sobre el que se abaten olas cada vez más altas y mortíferas.
El teléfono.
—Le habla el comendador Stazi, del Ministerio de Comercio.
El teléfono.
—Le habla el secretario de la Confederación de Consorcios…
“Oh mi deliciosa Ornella”, escribe, “quisiera que sup…”.
El ordenanza Ermete en el quicio de la puerta anunciando al doctor Be, vicegobernador.
“… que supieras”, escribe, “cu…”.
El teléfono.
—Le habla el jefe del Estado Mayor Central.
El teléfono.
—Le habla el secretario particular de Su Eminencia el arzobispo…
“… cuando te v…”, escribe febrilmente con el último aliento.
Ring, ring, el teléfono:
—Le habla el primer presidente del Tribunal de Apelación.
—¡Le escucho, le escucho!
—Le habla el Consejo Supremo, le habla el senador Cormorano.
—¡Le escucho, le escucho!
—Le habla el primer ayudante de campo de Su Majestad el Emperador…
Aturdido, arrastrado por la corriente.
—¡Sí, soy yo, gracias, excelencia, sumamente agradecido!… Por supuesto, enseguida, sí, señor general, tomaré las medidas pertinentes, y un millón de gracias… ¡Diga, diga! Sin duda alguna, Majestad, con infinita devoción —la pluma, abandonada, rodó lentamente hasta el borde, se detuvo un momento en equilibrio, cayó a plomo torciéndose la plumilla y allí quedó—… Pero siéntese, hágame el favor, adelante, adelante, no, si me permite, quizá sea mejor que se siente en la butaca, estará más cómodo, qué inesperado honor, sin duda, por supuesto, oh gracias, ¿un café?, ¿un cigarrillo?…
¿Cuánto duró la vorágine? ¿Horas, días, meses, milenios? Al caer la noche se quedó por fin solo.
Pero antes de salir del despacho trató de poner un poco de orden en la pila de papelajos, expedientes, proyectos, protocolos que había en el escritorio. Bajo esa enorme montaña encontró una hoja de papel de carta sin membrete escrita a mano. Reconoció las primeras letras.
Intrigado, leyó. “Qué estupideces, qué sarta de ridiculeces, ¿cuándo las habré escrito?”, se preguntó, rebuscando inútilmente en la memoria con una sensación de hastío y desconcierto nunca antes experimentada, y se pasó una mano por el pelo ya gris. “¿Cuándo habré escrito estas tonterías? Y por otra parte, ¿quién era esa Ornella?”.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar