Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)
La chaqueta embrujada (1962)
(“La giacca stregata”)
Originalmente publicado en el periódico Corriere della Sera (17 de enero de 1962);
Il Colombre
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1966, 451 págs.)
Aunque aprecio la elegancia en el vestir, no me preocupa, por lo general, la perfección o imperfección con la que están cortados los trajes de mis semejantes.
Una tarde, sin embargo, durante una recepción en una casa de Milán conocí a un hombre, que aparentaba unos cuarenta años, que literalmente resplandecía por la belleza, definitiva y pura, de sus ropas. No sabía quien era, lo acababa de conocer, y cuando me lo presentaron, como sucede siempre, me fue imposible entender su nombre. Pero en un cierto momento me encontré junto a él y comenzamos a charlar. Parecía un hombre muy educado, pero con un aire de tristeza. Por ello, con una confianza exagerada –ojalá Dios me hubiese disuadido de ello– me deshice en cumplidos sobre su elegancia; y osé incluso preguntarle quién era su sastre. El hombre esbozó una extraña sonrisa, casi como si hubiese estado esperando la pregunta. “Casi nadie lo conoce” dijo “pero es un gran maestro. Y trabaja sólo cuando le apetece. Para unos cuantos iniciados.” “¿De manera que yo...?” “Oh, pruebe, pruebe. Se llama Corticella, Alfonso Corticella, calle Ferrara 17.” “Será caro, me imagino.” “Supongo, pero le juro que no lo sé. Me hizo este traje hace tres años y aún no me ha enviado la factura.” “¿Corticella? ¿Calle Ferrara 17, ha dicho?” “Exactamente” responde el desconocido. Y me dejó para unirse a otro grupo.
En la calle Ferrara 17 encontré una casa como tantas otras y como la de tantos otros sastres era el domicilio de Alfonso Corticella. Vino a abrirme en persona. Era un viejo, con cabellos negros, pero seguramente teñidos.
Para mi sorpresa, no se hizo el difícil. Más bien parecía ansioso de que me convirtiese en su cliente. Le expliqué cómo había conseguido la dirección, alabé su estilo y le pedí que me hiciese un traje. Escogimos un tejido gris, después me tomó las medidas y se ofreció a venir a mi casa para las pruebas. Le pregunté el precio. No se preocupe, me respondió, ya nos pondremos de acuerdo. Qué hombre más simpático, pensé al principio. Sin embargo, más tarde, mientras descansaba, me acordé de que el viejecito me había dejado un mal sabor de boca (quizás por su sonrisa tan insistente y empalagosa). Al final, no tenía ningún deseo de volver a verlo. Pero había encargado el traje y estaría listo en veinte días. Cuando me lo llevaron, lo probé, durante unos segundos, mirándome al espejo. Era una obra de arte. Pero, no sé bien por qué, quizás por el recuerdo del viejo desagradable, no tenía ningunas ganas de ponérmelo. Y pasaron semanas sin que me decidiese.
Nunca olvidaré aquel día. Era un martes del mes de abril y llovía.
Cuando me hube puesto el traje –chaqueta, pantalones y chaleco– constaté con placer que no me tiraba ni me apretaba en ningún sitio, como ocurre casi siempre con los trajes nuevos. Me sentaba a la perfección.
Tengo la costumbre de no meter nada en el bolsillo derecho de la chaqueta; el dinero lo pongo en el bolsillo izquierdo. Esto explica por qué suelo después de un par de horas, en la oficina, cuando metí la mano en el bolsillo derecho por casualidad, me di cuenta de que había un papel dentro. ¿Sería la factura del sastre?
No. Era un billete de diez mil liras.
Me dejó asombrado. Estaba seguro de que no lo había puesto yo. Por otra parte, era absurdo pensar en un regalo de mi criada, la única persona que, aparte del sastre, había tenido la oportunidad de acercarse al traje. ¿O sería un billete falso? Lo miré a contraluz, lo comparé con otros. No podía ser mejor.
La única explicación posible era una distracción de Corticella. Puede que hubiese venido un cliente a pagar su factura, el sastre no tenía la cartera en aquel momento y, para no dejar el billete a la vista, no había metido en mi chaqueta, colocada en un maniquí. He oído hablar de casos parecidos.
Pulsé el timbre para llamar a mi secretaria. Escribiría una carta a Corticella devolviéndole el dinero que no era mío. Pero, sin saber por qué, volví a meter la mano en el bolsillo.
“¿Qué le ocurre, doctor? ¿Se encuentra mal?” me dijo la secretaria, que entraba en aquel momento.
Debo haberme vuelto tan pálido como un muerto. El bolsillo había encontrado el borde de otro papel, que no estaba allí anteriormente.
“No, no, nada” dije. “Un leve mareo. Me pasa algunas veces. Quizá esté algo estresado. A propósito, señorita, se trataba de dictarle una carta, pero lo haremos más tarde.”
Sólo después de que se fue la secretaria, me atreví a sacar el papel del bolsillo. Era otro billete de diez mil liras. Entonces probé por tercera vez. Y saqué un tercer billete. El corazón me empezó a latir rápidamente. Tenía la sensación de encontrarme mezclado, por razones misteriosas, en un cuento de hadas de los que se le cuentan a los niños y que nadie cree.
Con el pretexto de no sentirme bien, dejé la oficina y volví a casa. Necesitaba estar solo. Por suerte, la señora de la limpieza ya se había ido. Cerré la puerta, bajé las persianas. Comencé a sacar billetes uno tras otro con la máxima rapidez, del bolsillo que parecía inagotable.
Actuaba con una tensión espasmódica, por el miedo de que el milagro cesase de un momento a otro. Habría querido continuar toda la tarde y toda la noche, para acumular miles de millones. Pero llegó un punto en el que me faltaron las fuerzas.
Ante mí se alzaba un montón impresionante de billetes. Ahora mismo, lo importante era esconderlo, para que nadie lo supiese. Vacié un viejo baúl lleno de papel de empapelar y en el fondo, ordenados en varios montones, puse el dinero, que conté al mismo tiempo. Eran cincuenta y ocho millones y pico.
Me despertó la mañana siguiente la muchacha, sorprendida de encontrarme en cama todo vestido. Traté de reír, explicando que la noche anterior había bebido un poco de más y que me había dado el sueño de repente.
Una nueva preocupación: la muchacha me pidió que me quitase el traje para darle al menos un cepillado.
Respondí que tenía que salir inmediatamente y que no tenía tiempo de cambiarme. Después iría a un comercio de ropa para comprar otro traje, de tela parecida y se lo daría a la muchacha; el “mío”, el que me habría convertido en unos días en uno de los hombres más poderosos del mundo, lo habría guardado en un lugar seguro.
No sabía si estaba soñando, si era feliz o si, por el contrario, me estaba sofocando bajo el peso de una fatalidad enorme. En la calle, a través del impermeable, palpaba continuamente el bolsillo mágico y cada vez respiraba aliviado. Bajo el tejido respondía el crujido reconfortante del billete.
Pero una coincidencia singular me curó de mi gloriosa fiebre. En los periódicos de la mañana destacaba la noticia de un robo cometido el día anterior. La furgoneta blindada de un banco que, tras haber visitado las sucursales, llevaba a la sede central la recaudación de la jornada, había sido asaltado y desvalijado en la calle Palmanova por cuatro ladrones. Al acudir gente, uno de los criminales, para escapar, había abierto fuego y matado a un transeúnte. Pero sobre todo me llamó la atención el monto del botín: exactamente cincuenta y ocho millones (como el mío).
¿Podía existir una relación entre mi improvisada riqueza y el golpe criminal que había tenido lugar casi al mismo tiempo? Parecía absurdo pensar así y yo no soy supersticioso. Sin embargo, el hecho me dejó perplejo.
Cuanto más se tiene, más se quiere tener. Ya era rico, teniendo en cuenta mi modesto estilo de vida. Pero me atraía el espejismo de una vida de lujo desenfrenado. Y aquella misma tarde volví a la labor. Esta vez procedí con más calma y con menos nervios. Otros ciento treinta y cinco millones se añadieron al tesoro precedente.
Aquella noche no conseguí pegar un ojo. ¿Era el presentimiento del peligro? ¿O la mala conciencia de quien obtiene una fabulosa fortuna sin merecerla? ¿O una especie de remordimientos? Con los primeros rayos de sol, salté de la cama, me vestí y corrí a la calle en busca de un periódico.
Al leerlo me faltó la respiración. Un incendio terrible, iniciado en un depósito de naftalina, había destruido varios edificios de la céntrica calle San Cloro. Entre otros, habían sido devoradas por las llamas las cajas fuertes de una gran empresa inmobiliaria, que contenían unos ciento treinta millones en metálico. En el siniestro habían encontrado la muerte dos bomberos.
¿Debo enumerar mis delitos uno por uno? Sí, porque sé que el dinero que me daba la chaqueta provenía del crimen, de la sangre, de la desesperación, de la muerte, venía del infierno. Pero dentro de mí vivía la insidia de la razón que, impenitente, se negaba a admitir responsabilidad alguna. Y de nuevo volvía la tentación, y la mano – ¡era tan fácil! – se introducía en el bolsillo y los dedos, con rapidísima voluptuosidad, apretaban los bordes del siempre nuevo billete. ¡El dinero, el divino dinero!
Sin dejar el viejo apartamento (para no despertar sospechas), mi había comprado en poco tiempo una gran casa, poseía una valiosa colección de cuadros, conducía un automóvil de lujo y, abandonando mi empresa por “motivos de salud”, recorría el mundo de esquina a esquina en compañía de mujeres maravillosas.
Sabía que, cuando quiera que sacaba dinero de la chaqueta, ocurría algo turbio y doloroso en el mundo. Pero era siempre una conciencia vaga, que no se basaba en pruebas lógicas. Al mismo tiempo, con cada nueva caída, mi conciencia se degradaba, envileciéndose más y más. ¿Y el sastre? Lo llamé por teléfono para pagar la factura, pero nadie respondió. En la calle Ferrara, a donde fui a buscarlo, me dijeron que había emigrado al extranjero, no sabían a dónde. Así pues, todo se conjuraba para demostrarme que, sin saberlo, había firmado un pacto con el demonio.
Hasta que una mañana, en el edificio en el que habitaba desde hacía muchos años, encontraron muerta a una jubilada, asfixiada por el gas; se había suicidado por haber perdido sus treinta mil libras mensuales que había cobrado el día anterior (y que habían acabado en mis manos).
¡Basta, basta! Para no hundirme más en el abismo, debía desembarazarme de la chaqueta. No dándosela a alguien, porque las desgracias continuarían (¿quién hubiera podido resistir a tanta tentación?). Era indispensable destruirla.
Me dirigí a un recóndito valle de los Alpes. Dejé el automóvil en un claro cubierto de hierba y me adentré en el bosque. No había ni un alma. Al pasar el bosque, llegué a la gravilla de la morrena. Allí, entre dos macizos gigantescos, saqué la infame chaqueta de mi mochila, la empapé en gasolina y le prendí fuego. En unos minutos no quedaban más que cenizas.
Pero con el último destello de las llamas, detrás de mí –como a unos dos o tres metros de distancia– resonó una voz humana: “¡Demasiado tarde, demasiado tarde!”. Aterrorizado, me volví con un culebreo de serpiente. Pero no se veía a nadie. Exploré los alrededores, saltando de una roca a otra, para descubrir al autor del maleficio. Nada. No había más que piedras.
A pesar del espanto que había sufrido, descendí al fondo del valle con una sensación de alivio.
Libre, por fin. Y rico, por suerte.
Pero mi automóvil no estaba en el claro. Y, de vuelta a la ciudad, mi suntuosa casa había desaparecido; en su lugar, un prado sin cultivar con dos pancartas que decían “Se vende. Terreno comunal”. Y las cuentas bancarias, no me explicaba cómo, completamente a cero. Y desaparecidos, de mis numerosas cajas de seguridad, los gruesos paquetes de acciones. Y polvo, nada más que polvo, en el viejo baúl.
En la actualidad he vuelto a trabajar, apenas me las arreglo y, lo que es más raro, nadie parece asombrarse de mi súbita ruina.
Y sé que aún no ha acabado. Sé que un día sonará el timbre, iré a abrir y me encontraré, con su abyecta sonrisa, para saldar la última de las cuentas, al sastre de la mala suerte.
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