Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


Directísimo (1953)
(“Direttissimo”)
Originalmente publicado en el periódico Corriere della Sera (10 de diciembre de 1954);
Sessanta racconti
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1958, 566 págs.)



      —¿Qué tren coges?
       —Aquél.
       La locomotora tenía un aspecto terrible bajo la cubierta acristalada llena de humo, parecía un toro enfurecido que pateara por el ansia de arrancar.
       —¿Viajas en ese tren? —me preguntaban. De hecho, la tensión del vapor de agua que se filtraba silbando por las rendijas era tan frenética que infundía miedo.
       —Sí, en ése —respondí yo.
       —¿Y adonde?
       Dije el nombre. Hasta entonces nunca lo había pronunciado, ni siquiera hablando con los amigos, por una especie de pudor. El gran nombre, el máximo, el destino fabuloso. No tengo el valor de escribirlo aquí.
       Entonces me miraron, unos de una forma y otros de otra: con ira por mi osadía, con desprecio por mi locura, con piedad por mis ilusiones. Alguno rió. De un salto me subí al vagón. Abrí una ventanilla, busqué entre la multitud rostros amigos. Ni un alma.
       Adelante, pues, oh, tren, no perdamos ni un solo minuto, corre, vuela. Señor maquinista, por favor, no sea mezquino con el carbón, dé vida al leviatán. Se oyeron unos soplos emitidos con precipitación, los vagones se estremecieron, las pilastras de la marquesina se movieron, al principio lentamente, una a una desfilaron ante mí. Después casas y más casas establecimientos gasómetros árboles huertos casas tran-tran tran-tran los prados el campo, ¡las nubes que viajaban por el cielo abierto! ¡Adelante, maquinista! ¡A todo gas!
       ¡Dios, cómo corríamos! A esa velocidad no tardaríamos nada en llegar a la estación 1 y luego a la 2, a la 3, a la 4 y, finalmente, a la 5, que era la última: sería todo un triunfo. A través de los cristales miraba complacido los cables de la luz, que bajaban y bajaban hasta que se desplazaban bruscamente, tac, y volvían a subir a la posición inicial con el poste siguiente. El ritmo se aceleraba cada vez más.
       Delante de mí, en el asiento de terciopelo rojo, estaban sentados dos señores con aspecto de entender de trenes, que consultaban una y otra vez el reloj y movían la cabeza rezongando.
       Entonces yo, que soy un tipo algo aprensivo, me armé de valor y pregunté:
       —Señores, si no es indiscreción, ¿por qué mueven de esa forma la cabeza?
       —Movemos la cabeza —me respondió el que parecía mayor de los dos—, porque este maldito tren no avanza como debiera. A este paso llegaremos con un retraso espantoso.
       Yo no dije nada pero pensé: “Los hombres nunca están contentos; este tren es apasionante por su vigor y buena voluntad, parece un tigre; este tren corre como probablemente ningún tren lo haya hecho jamás, y sin embargo, siempre tiene que haber algún viajero que se queje”. Mientras tanto, los campos huían a ambos lados con maravilloso ímpetu y la distancia recorrida aumentaba cada vez más a nuestras espaldas.
       De hecho, la estación número 1 se presentó antes de lo que yo esperaba. Miré el reloj. Llegábamos con una gran puntualidad. Allí, según los planes, debía reunirme con el ingeniero Moffin para resolver un asunto importantísimo. Bajé a todo correr y, tal y como estaba previsto, me dirigí al restaurante de primera clase, donde efectivamente estaba Moffin, que había acabado de comer hacía un momento.
       Le saludé y me senté, pero él ni siquiera mencionó nuestro asunto, hablaba del tiempo y de otras nimiedades como si tuviera por delante todo el tiempo del mundo. Dejó pasar como poco diez minutos (cuando sólo faltaban 7 para que volviera a arrancar el tren) antes de decidirse a sacar de su cartera de piel los documentos necesarios. Pero se dio cuenta de que yo miraba el reloj.
       —¿Por casualidad tiene prisa, caballero? —me preguntó no sin ironía—. Para ser sincero, no me gusta despachar los asuntos con apremio…
       —Tiene toda la razón, ingeniero —me atreví a decir—, pero mi tren vuelve a partir dentro de poco y…
       —Si es así —dijo él recogiendo los papeles con un enérgico ademán—, lo siento muchísimo, pero volveremos a hablar cuando usted, señor mío, esté un poco más relajado. —Y se levantó.
       —Perdone —balbucí—, pero yo no tengo la culpa. Verá, el tren…
       —No importa, no importa —dijo sonriendo con superioridad.
       Cogí mi tren por los pelos, pues ya empezaba a ponerse en marcha. “Qué se le va a hacer”, pensé, “otra vez será, lo importante es no perder el tren”.
       Volamos a través de los campos, los cables de la luz danzaban arriba y abajo con sacudidas de epiléptico. Se veían prados inmensos y cada vez menos casas, porque nos adentrábamos en las tierras del norte, que se abren en abanico hacia la soledad y el misterio.
       Los dos señores de antes ya no estaban. En mi compartimiento se encontraba un pastor protestante de aspecto apacible que no hacía más que toser. Y prados y bosques y marismas, mientras detrás de nosotros la distancia recorrida se agrandaba con la potencia de un remordimiento.
       De pronto, no sabiendo qué hacer, miré el reloj, e inmediatamente el pastor protestante, entre tos y tos, hizo lo mismo y movió la cabeza. Pero esta vez no le pregunté el porqué, por desgracia ya lo sabía. Eran las dieciséis y treinta y cinco minutos y ya hacía un cuarto de hora que deberíamos haber llegado a la estación 2, que ni siquiera se distinguía en el horizonte.


       En la estación 2 debía esperarme Rosanna. Cuando el tren se paró, en el andén había mucha gente, pero Rosanna no estaba. Habíamos llegado con un retraso de media hora. Me apeé, atravesé la estación y me asomé a la calle. Al fondo de la avenida, lejanísima, divisé a Rosanna, que se iba un poco encorvada.
       —¡Rosanna, Rosanna! —llamé con todas mis fuerzas. Pero mi amor ya estaba demasiado lejos. Ni siquiera se volvió, y a mí me gustaría saber: humanamente hablando, ¿podía yo correr detrás de ella, podía abandonar el tren y todo lo demás?
       Rosanna desapareció en el fondo de la avenida. Con una renuncia más, volví a subirme en el tren directo y proseguí mi camino a través de las llanuras boreales, hacia lo que los hombres llaman destino. ¿Qué importancia tenía el amor después de todo?
       Seguimos avanzando durante días y días; los cables de la luz junto a los raíles continuaban con su danza neurasténica, pero ¿por qué el estruendo de las ruedas ya no tenía el mismo ímpetu que al principio? ¿Por qué en el horizonte los árboles se rezagaban desganados en vez de huir como liebres cogidas por sorpresa?
       En la estación número 3 había apenas una veintena de personas. No vi a la comisión que debía venir a recibirme.
       —¿No ha venido por casualidad una comisión así y así? —pregunté en el andén de la estación—. ¿Hombres y mujeres con una banda de música y banderas?
       —Sí, sí, han venido. Han estado esperando durante un buen rato, pero después se han cansado y se han ido.
       —¿Cuándo?
       —Hace unos tres o cuatro meses —me respondieron.
       En ese preciso momento se oyó un largo silbato, porque el tren volvía a ponerse en marcha.
       Valor, pues, ¡adelante! El directo arrancaba con todas las fuerzas que podía: ciertamente ya no iba a galope tendido como al principio. ¿Sería por la mala calidad del carbón? ¿Por la diferente atmósfera? ¿Por el frío? ¿Porque el maquinista estuviera cansado? Y, a nuestras espaldas, la distancia recorrida era una especie de abismo que daba vértigo mirar.
       Sabía que en la estación número 4 estaría esperándome mi madre. Pero cuando el tren se paró los andenes estaban vacíos. Y nevaba.


       Me asomé a la ventanilla y estuve mirando en derredor durante un buen rato. Ya iba a volver a cerrarla, desilusionado, cuando conseguí verla: estaba en la sala de espera, acurrucada en un banco, completamente envuelta en un chal, durmiendo. ¡Dios mío, que diminuta se había vuelto!
       Salté del tren y corrí a abrazarla. Al estrecharla entre mis brazos, me di cuenta de que ya casi no pesaba: era un frágil saquito de huesos. Y la sentí temblar por el frío.
       —Dime, ¿hace mucho que me esperas?
       —No, no, hijo mío —y reía feliz—, hace menos de cuatro años.
       Mientras decía esto, no me miraba a mí, sino que parecía buscar algo en el suelo.
       —¿Qué buscas, madre?
       —Nada… ¿y tus maletas? ¿Las has dejado en el andén?
       —Están en el tren —dije.
       —¿En el tren? —y una sombra de desolación cayó como un velo sobre su frente—. ¿No las has bajado todavía?
       —Yo… —no sabía cómo decírselo.
       —¿Quieres decir que vuelves a partir enseguida? ¿No te quedas ni siquiera un día?
       Calló turbada, sin dejar de mirarme.
       Yo suspiré.
       —¡Está bien! ¡Dejaré que el tren se vaya! Correré a coger las maletas. Ya lo he decidido, me quedaré aquí contigo. Después de todo, me has estado esperando cuatro años.
       Ante estas palabras, la cara de mi madre cambió. Volvieron a ella la alegría y la sonrisa, pero ya no estaba tan resplandeciente como antes.
       —No, no vayas a coger las maletas, me he expresado mal —suplicó—. Estaba bromeando. Yo te comprendo. No puedes pararte en este pobre pueblo. Por mí no lo hagas. Por mí no debes perder ni siquiera una hora. Es mucho mejor que vuelvas a irte enseguida. Es tu deber… Yo sólo deseaba una cosa: volver a verte. Ahora que he vuelto a verte ya estoy contenta…
       —¡Mozo, mozo! —llamé (un mozo apareció de inmediato)—. ¡Hay que bajar tres maletas!
       —Pero qué estás diciendo —repitió mi madre—. Una ocasión como ésta no volverá a repetirse. Tú eres joven, tienes que seguir tu camino. Rápido, sube al vagón. Vete, vete —y, sonriendo con una fatiga inmensa, me empujaba débilmente hacia el tren—. Por lo que más quieras, date prisa, están cerrando las puertas.
       De ese modo, sin saber cómo, me volví a encontrar con todo mi egoísmo en el compartimiento, y me asomaba por la ventanilla abierta para despedirme con la mano.
       Conforme el tren huía, se fue haciendo aún más pequeña de lo que ya era: una figurita afligida e inmóvil en la plataforma desierta, bajo la nieve que caía. Después se convirtió en un punto negro sin rostro, una minúscula hormiga en la vastedad del universo; y acto seguido desapareció en la nada. Adiós.
       Con un retraso acumulado de años y años, aún seguimos de viaje. Pero ¿hacia dónde? Cae la noche, los vagones están gélidos, no ha quedado casi nadie. Aquí y allá, en los rincones de los compartimientos oscuros, se sientan desconocidos con caras pálidas y duras que tienen frío y no lo dicen.
       ¿Hacia dónde? ¿A qué distancia está la última estación? ¿Llegaremos alguna vez? ¿Valía la pena huir con tanta precipitación de los lugares y de las personas queridas? ¿Dónde he puesto los cigarrillos? Ah, aquí, en el bolsillo de la chaqueta. Ciertamente no se puede volver atrás.
       Ánimo, pues, señor maquinista. ¿Cómo es tu cara y cómo te llamas? No te conozco ni te he visto nunca. ¡Ay de ti si no me ayudas! Mantente firme, maquinista, echa en el fuego el último carbón, haz volar a este viejo trasto chirriante, te lo ruego, lánzalo a toda velocidad, que se parezca al menos a la locomotora de antaño, ¿te acuerdas? Hazlo correr por la noche a todo trapo. Pero, por Dios te lo pido, no abandones, no dejes que el sueño se apodere de ti. Mañana tal vez lleguemos.




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