Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


La muerte del dragón (1939)
[Otro título en español: “La matanza del dragón”]

(“L’uccisione del drago”)
Originalmente publicado en Oggi (3 de junio de 1939);
I sette messaggeri
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1942, 262 págs.)



      En mayo de 1902, un campesino del conde Gerol, un tal Giosuè Longo que iba con frecuencia a cazar a las montañas, contó que había visto en el valle Seco un enorme bicho que parecía un dragón. En Palissano, el último pueblo del valle, existía desde hacía siglos la leyenda de que, en ciertas gargantas áridas, seguía viviendo uno de aquellos monstruos. Pero nadie se lo había tomado nunca en serio. Esta vez, en cambio, la sensatez de Longo, la precisión de su relato, los detalles de la aventura repetidos varias veces sin la menor variación, convencieron a la gente de que algo debía haber de cierto, y el conde Martino Gerol decidió ir a ver. Él, por supuesto, no pensaba que fuera un dragón; pero bien podía ser que alguna gran serpiente de una especie rara viviera entre aquellos desfiladeros deshabitados.
       Le acompañaron en la expedición el gobernador de la provincia, Quinto Andrónico, junto con su hermosa e intrépida mujer, María, el profesor Inghirami, naturalista, y su colega Fusti, especialmente versado en el arte del embalsamamiento. El apático y escéptico gobernador se había dado cuenta desde hacía tiempo de que su mujer sentía una gran simpatía por Gerol, pero era algo que no le preocupaba. Al contrario, accedió de buen grado cuando María le propuso ir con el conde a cazar al dragón. No tenía los más mínimos celos de Martino; ni tampoco le envidiaba, a pesar de que Gerol fuera mucho más joven, apuesto, fuerte, audaz y rico que él.
       Pasada la medianoche, dos coches escoltados por ocho cazadores a caballo salieron de la ciudad y, hacia las seis de la mañana, llegaron al pueblo de Palissano. Gerol, la hermosa María y los dos naturalistas dormían; únicamente Andrónico estaba despierto. Fue él quien ordenó detener el coche delante de la casa de un antiguo conocido: el médico Taddei. Poco después, avisado por un cochero, el doctor, completamente adormilado, con el gorro de dormir en la cabeza, apareció en una ventana del primer piso. Andrónico, que se había situado debajo de la ventana, lo saludó jovialmente y le explicó el objetivo de la expedición. Había esperado que el otro se echara a reír al oír hablar de dragones, pero no fue así; al contrario, Taddei movió la cabeza para expresar su desaprobación.
       —Yo en vuestro lugar no iría —dijo resueltamente.
       —¿Por qué? ¿Pensáis que allí no hay nada? ¿Que son todo patrañas?
       —Eso no lo sé —respondió el doctor—. Personalmente, creo que el dragón existe, aunque yo no lo haya visto. Pero yo no me metería en ese lío. Me parece que es algo de mal agüero.
       —¿De mal agüero? ¿Eso significa que creéis realmente en su existencia?
       —Soy viejo, querido gobernador —contestó el otro—, y he visto muchas cosas. Puede ser que todo sea un embuste, pero también podría ser verdad. Yo, en vuestro lugar, no me metería en ese lío. Además, tened en cuenta que el camino es difícil de encontrar y que el lugar está lleno de montañas infectas donde se producen multitud de desprendimientos, basta un soplo de viento para provocar una catástrofe, y no hay una gota de agua. Olvidadlo, gobernador, id mejor allá arriba, a la Crocetta —y señaló una redondeada montaña herbosa que dominaba el pueblo—. Allí hay liebres para dar y tomar. —Calló un instante y añadió—: Yo, realmente no iría. Además, en cierta ocasión oí decir que… Es inútil… os echaríais a reír.
       —¿Por qué habría de reírme? —exclamó Andrónico—. Decidme, decidme.
       —Pues bien, algunos cuentan que el dragón echa humo, que ese humo es venenoso, y que un poco es suficiente para causar la muerte.
       A pesar de lo prometido, Andrónico soltó una gran carcajada.
       —Siempre os he tenido por reaccionario —concluyó—, extravagante y reaccionario. Pero esta vez habéis superado todos los límites. Sois medieval, querido Taddei. ¡Hasta esta noche, en la que volveré con la cabeza del dragón!
       Hizo un gesto de despedida, volvió a subir al coche y dio la orden de reanudar la marcha. Giosuè Longo, que formaba parte de los cazadores y conocía el camino, se puso a la cabeza del convoy.
       —¿Por qué razón movía ese anciano la cabeza? —preguntó la hermosa María, que mientras tanto se había despertado.
       —Por nada —respondió Andrónico—. Era el bueno de Taddei, que a ratos perdidos trabaja también de veterinario. Hablábamos del afta epizoótica.
       —¿Y del dragón? —preguntó el conde Gerol que estaba sentado enfrente—. ¿Le ha preguntado si sabe algo del dragón?
       —No, a decir verdad, no —contestó el gobernador—. No quería que se riera de mí a mis espaldas. Le he dicho que hemos venido aquí arriba a cazar un poco, no le he dicho nada más.
       Al salir el sol, la somnolencia de los viajeros desapareció, los caballos aceleraron el paso y los cocheros se pusieron a canturrear.
       —Taddei era el médico de nuestra familia. En tiempos —contaba el gobernador— tenía una magnífica clientela. Un buen día, por algún desengaño amoroso, se retiró a vivir al campo. Después debió de sucederle alguna otra desgracia y vino a encerrarse aquí. ¡Otra desgracia más y acabará convirtiéndose él también en una especie de dragón!
       —¡Estupideces! —dijo María un poco molesta—. Siempre la historia del dragón; empiezo a estar harta de oír siempre la misma canción, no habéis hablado de otra cosa desde que salimos.
       —¡Pero si fuiste tú la que quisiste venir! —objetó con irónica dulzura su marido—. Y además, ¿cómo has podido oír lo que decíamos si no has parado de dormir? ¿Acaso fingías?
       María no respondió; miraba inquieta por la ventanilla. Observaba las montañas que se iban haciendo cada vez más altas, escarpadas y áridas. Al fondo del valle se entreveía una sucesión caótica de cimas, casi todas ellas de forma cónica, desnudas de bosques y prados, de color amarillento, de una desolación sin par. Abrasadas por el sol, resplandecían con una luz pertinaz y fortísima.
       A eso de las nueve los coches se detuvieron al acabar el camino. Una vez fuera del coche, los cazadores vieron que se encontraban ya en el corazón de aquellas montañas siniestras. De cerca se veía que estaban formadas por rocas de barro a punto de deshacerse y con desprendimientos aquí y allá.
       —Mirad, aquí empieza el sendero —dijo Longo, señalando un rastro de pasos humanos que subía hasta la boca de un pequeño valle. Siguiéndolo, en tres cuartos de hora se llegaba al Burel, donde había sido visto el dragón.
       —¿Habéis traído agua? —preguntó Andrónico a los cazadores.
       —Hay cuatro garrafas; y también dos de vino, excelencia —respondió uno de ellos—. Creo que tendremos bastante.
       Qué extraño. Ahora que estaban lejos de la ciudad, en medio de las montañas, la idea del dragón comenzaba a parecer menos absurda. Los viajeros miraban en derredor, sin descubrir nada que les tranquilizara. Crestas amarillentas donde no se veía ni un alma, torrenteras que se adentraban a los lados, ocultando a la vista sus meandros: un enorme abandono.
       Se pusieron en camino sin decir palabra. Abrían la marcha los cazadores con los fusiles, las culebrinas y demás pertrechos de caza, luego venía María y, por último, los dos naturalistas. Por suerte, el sendero estaba todavía en sombra; por entre las tierras amarillas, el sol habría sido un suplicio.
       También la torrentera que llevaba al Burel era estrecha y tortuosa; no tenía torrente en el fondo, ni plantas ni hierba a los lados, solamente piedras y montículos de tierra. No se oían cantos de pájaros ni rumor de aguas, sólo aislados susurros de grava.
       Mientras el grupo avanzaba de ese modo, llegó desde abajo, caminando más rápido que ellos, un jovencito con una cabra muerta a la espalda.
       —Ése va a ver al dragón —dijo Longo; y lo dijo con la mayor naturalidad, sin ningún ánimo de burla. La gente de Palissano, explicó, era enormemente supersticiosa, y cada día mandaba una cabra al Burel para acallar al monstruo. Los jóvenes del pueblo, por turno, llevaban la ofrenda. ¡Si el monstruo dejaba oír su voz, acaecía una desgracia!
       —¿Y el dragón se come todos los días la cabra? —preguntó, jocoso, el conde Gerol.
       —A la mañana siguiente no encuentran rastro de ella, eso es innegable.
       —¿Ni siquiera los huesos?
       —Pues no, ni siquiera los huesos. Se la come dentro de la cueva.
       —¿Y no podría ser que fuera alguien del pueblo quien se la comiera? —preguntó el gobernador—. El camino lo conocen todos. ¿Han visto verdaderamente alguna vez al dragón atrapando la cabra?
       —Eso no lo sé, excelencia —respondió el cazador.
       Mientras tanto, el joven con la cabra les había dado alcance.
       —¡Eh, jovencito! —preguntó el conde Gerol con su tono autoritario—. ¿Cuánto quieres por esa cabra?
       —No puedo venderla, señor —respondió el otro.
       —¿Ni siquiera por diez escudos?
       —Ah, si es por diez escudos la cosa cambia… —condescendió el jovencito—. Eso significa que iré a por otra. —Y dejó el animal en el suelo.
       Entonces preguntó al conde Gerol:
       —¿Y para qué quieres esa cabra? Supongo que no la querrás para comértela.
       —Ya verás, ya verás para qué la quiero —contestó el otro evasivamente.
       Uno de los cazadores se echó la cabra al hombro, el jovencito de Palissano volvió a bajar corriendo hacia el pueblo (evidentemente iba a tratar de obtener otro animal para el dragón) y la comitiva reanudó la marcha.
       Menos de una hora después de camino finalmente llegaron. El valle se abría inesperadamente en un amplio circo salvaje, el Burel, una especie de anfiteatro rodeado de murallas de tierra y rocas inestables de color amarillo rojizo. Justo en el medio, en la cima de un cono de tierra, había un agujero negro: la gruta del dragón.
       —Ahí está —dijo Longo.
       Se detuvieron a poca distancia, sobre una terraza de grava que ofrecía un magnífico punto de observación, a una decena de metros sobre el nivel de la caverna y casi enfrente de ésta. La terraza tenía la ventaja de no ser accesible desde abajo, pues estaba defendida por una pequeña pared cortada a pico. María podía quedarse allí sin ningún peligro.
       Callaron y aguzaron los oídos. No se oía más que el desmesurado silencio de las montañas, turbado por algún que otro susurro de grava. Ora a la derecha, ora a la izquierda, una cornisa de tierra se rompía de repente, y finos regueros de piedrecitas empezaban a moverse, extinguiéndose lentamente, lo que hacía que el paraje tuviera un aspecto de ruina perenne. Parecían montañas dejadas de la mano de Dios que se deshicieran poco a poco.
       —¿Y si el dragón no sale hoy? —preguntó Quinto Andrónico.
       —Tengo la cabra —replicó Gerol—. ¿Olvidas que tengo la cabra?
       Se comprendió lo que quería decir: el animal serviría de cebo para hacer salir al monstruo de la caverna.
       Comenzaron los preparativos. Dos cazadores treparon con esfuerzo una veintena de metros por encima de la entrada de la caverna para lanzar piedras en caso de que fuera necesario. Otro fue a depositar la cabra en el pedregal, no lejos de la gruta. Otros se apostaron a los lados, bien protegidos por enormes peñascos, con las culebrinas y los fusiles. Andrónico no se movió, con la intención de mirar.
       La hermosa María callaba. En ella se había desvanecido cualquier intrepidez. ¡Con cuánta alegría se habría vuelto rápidamente atrás! Pero no se atrevía a decírselo a nadie. Sus miradas recorrían las paredes en derredor, los antiguos y los nuevos derrumbes, las rocas de tierra roja que parecían irse a caer de un momento a otro. Su marido, el conde Gerol, los dos naturalistas y los cazadores le parecían muy pocas personas, poquísimas, contra tanta soledad.
       Una vez depositada la cabra muerta delante de la gruta, comenzó la espera. Hacía un buen rato que habían dado las diez y el sol había invadido por completo el Burel, calentándolo intensamente. Oleadas ardientes reverberaban por todos lados. Los cazadores, para proteger de los rayos al gobernador y a su mujer, levantaron como pudieron una especie de baldaquín con las mantas del coche. María no se hartaba de beber.
       —¡Atención! —gritó de pronto el conde Gerol, de pie sobre un peñasco, abajo en el pedregal, con una carabina en la mano y un mazo metálico colgado al cinto.
       Todos se estremecieron y contuvieron la respiración al ver que de la caverna salía algo vivo.
       —¡El dragón! ¡El dragón! —gritaron dos o tres cazadores, no se sabía si con júbilo o espanto.
       El ser emergió a la luz con un trémulo serpenteo, como de culebra. ¡Ahí estaba el monstruo de las leyendas cuya sola voz hacía temblar a todo un pueblo!
       —¡Oh, qué feo! —exclamó María con evidente alivio, porque se esperaba algo mucho peor.
       —¡Valor, valor! —gritó un cazador bromeando. Y todos recobraron la confianza en sí mismos.
       —¡Parece un pequeño Ceratosaurus! —dijo el profesor Inghirami, que había recuperado la suficiente tranquilidad de ánimo como para poder pensar en los problemas de la ciencia.
       De hecho, el monstruo, de poco más de dos metros de largo, con una cabeza parecida a la de un cocodrilo, pero más corta, un exagerado cuello de lagarto, el tórax casi hinchado, la cola corta y una especie de cresta flácida a lo largo del lomo, no parecía tan terrible. Más que su modesto tamaño, eran sus movimientos pesados, su color terroso de pergamino (con algunas estrías verduscas) y la apariencia en general floja de su cuerpo, lo que disipaba el miedo. Todo su ser denotaba una vejez inmensa. Si era un dragón, era un dragón decrépito, casi al final de su vida.
       —¡Toma esto! —gritó mofándose uno de los cazadores que habían subido por encima de la entrada de la caverna. Y arrojó una piedra en dirección al bicho.
       La piedra cayó a plomo y alcanzó exactamente la cabeza del dragón. Se oyó con gran nitidez un “toc” sordo, como de calabaza. María reaccionó con repulsa.
       El golpe fue enérgico, pero insuficiente. Tras quedar unos instantes inmóvil, como atontado, el reptil comenzó a agitar el cuello y la cabeza lateralmente, en señal de dolor. Sus mandíbulas se abrían y cerraban una y otra vez, dejando entrever una hilera de afilados dientes, pero sin emitir sonido alguno. Después, el dragón descendió por la grava en dirección a la cabra.
       —Te han dejado atontado, ¿eh? —se burló el conde Gerol, que de pronto había depuesto su altivez. Parecía embargado por una alegre excitación, al saborear de antemano la muerte del animal.
       Un tiro de culebrina, disparado desde una treintena de metros, erró el blanco. La detonación laceró el aire estancado, despertó tristes resonancias entre las murallas de tierra, desde las que comenzaron a deslizarse un sinfín de pequeños desprendimientos.
       Casi inmediatamente disparó la segunda culebrina. El proyectil alcanzó al monstruo en una de las patas traseras, de la que brotó al instante un reguero de sangre.
       —¡Mira cómo baila! —exclamó la bella María, fascinada también ella por el cruel espectáculo. En efecto, con el espasmo de la herida, el animalito se había puesto a girar sobre sí mismo, estremeciéndose con lastimera desazón. La pata rota le colgaba detrás, dejando en la grava un rastro de líquido negro.
       Finalmente el reptil consiguió llegar hasta la cabra y asirla con los dientes. Ya iba a retirarse, cuando el conde Gerol, para hacer gala de su valor, se acercó a casi dos metros de él y le descargó la carabina en la cabeza.
       Una especie de silbido salió de las fauces del monstruo. Pareció que trataba de dominarse, de reprimir el furor, de no emitir toda la voz que tenía en el cuerpo, que un motivo desconocido para los hombres le inducía a tener paciencia. El proyectil de la carabina le había dado en el ojo. Tras disparar, Gerol se retiró a todo correr, y todos esperaban que el dragón cayera desplomado. Pero el animal no cayó desplomado, su vida parecía inextinguible como fuego de alquitrán. Con la bala de plomo en el ojo, el monstruo engulló tranquilamente la cabra, y se vio cómo su cuello se dilataba como si fuera de goma a medida que pasaba por él el gigantesco bocado. Después retrocedió a la base de las rocas y empezó a trepar por la pared que estaba junto a la cueva. Subía afanosamente, con la tierra desmoronándose a menudo bajo sus patas, ansioso de salvarse. Arriba se curvaba un cielo límpido y pálido, y el sol secaba rápidamente los rastros de sangre.
       —Parece un escarabajo en una palangana —dijo en voz baja el gobernador Andrónico, hablando consigo mismo.
       —¿Cómo dices? —le preguntó su mujer.
       —Nada, nada —contestó él.
       —¡No se sabe por qué no entra en la cueva! —observó el profesor Inghirami, apreciando lúcidamente cada aspecto científico de la escena.
       —Tiene miedo de que le hagan prisionero —sugirió Fusti—. Debe de estar completamente atontado, ¿cómo quieres que haga un razonamiento así? Un Ceratosaurus… No es un Ceratosaurus —dijo Fusti—. He reconstruido muchos para los museos y son diferentes. ¿Dónde están las púas de la cola?
       —Las tiene escondidas —replicó Inghirami—. Mira qué hinchado tiene el abdomen. La cola se enrosca por debajo y no se puede ver.
       Mientras hablaban así, uno de los cazadores, el que había disparado el segundo tiro de culebrina, se dirigió a toda prisa hacia la terraza donde estaba Andrónico, con la evidente intención de irse.
       —¿Adonde vas? ¿Adonde vas? —le gritó Gerol—. Quédate en tu puesto hasta que hayamos acabado.
       —Me voy —respondió con voz firme el cazador—. Este asunto no me gusta nada. Esta clase de caza no me va.
       —¿Qué quieres decir? ¿Que tienes miedo? ¿Eso es lo que quieres decir?
       —No, señor, yo no tengo miedo.
       —Sí que lo tienes, te digo; si no, te quedarías en tu puesto.
       —No tengo miedo, os repito. En todo caso, sois vos quien debería avergonzarse, señor conde.
       —¡Conque avergonzarme! —repuso furioso Martino Gerol—. ¡Un maldito bellaco, eso es lo que eres! ¡Apuesto a que eres de Palissano, un gallina! Lárgate de aquí antes de que te dé una lección.
       —¿Y tú, Beppi? ¿Adonde vas ahora? —volvió a gritar el conde, viendo que otro de los cazadores se retiraba.
       —Yo también me voy, señor conde. No quiero tener nada que ver con este desagradable asunto.
       —¡Ah, cobardes! —aullaba Gerol—. ¡Cobardes! ¡Si pudiera moverme me las pagaríais!
       —No es miedo, señor conde —repuso el segundo cazador—. No es miedo, señor conde. ¡Ya veréis como esto acaba mal!
       —¡Vosotros sí que vais a ver lo que es bueno! —exclamó el conde y, cogiendo una piedra del suelo, la lanzó con todas sus fuerzas contra el cazador. Pero erró el tiro.
       Hubo unos minutos de pausa mientras el dragón renqueaba por la pared sin conseguir encaramarse. La tierra y las piedras caían, lo arrastraban cada vez más abajo, hacia donde estaba al principio. Salvo aquel rumor de piedras removidas, todo estaba en silencio.
       Al poco se oyó la voz de Andrónico:
       —¿Tenemos para mucho? —gritó a Gerol—. Hace un calor infernal. Cárgate ya de una vez a ese bicho. Aunque sea un dragón, ¿qué sacas con atormentarle así?
       —¿Qué culpa tengo yo de que no quiera morir? —respondió, irritado, Gerol—. Tiene una bala en la cabeza y está más vivo que nunca…
       Se interrumpió al ver aparecer en el borde del pedregal al jovencito de antes con otra cabra a la espalda. Sorprendido por la presencia de aquellos hombres, de aquellas armas, de aquellos rastros de sangre y sobre todo por el afán del dragón que intentaba trepar por las rocas, el muchacho, que nunca lo había visto salir de la caverna, se había detenido a observar la extraña escena.
       —¡Eh, tú, chico! —gritó Gerol—. ¿Cuánto quieres por esa cabra?
       —Nada, no puedo —respondió el joven—. No os la vendo ni a peso de oro. ¿Pero qué le habéis hecho? —añadió, abriendo desmesuradamente los ojos al ver el monstruo sanguinolento.
       —Estamos aquí para ajustar cuentas. Deberías estar contento. A partir de mañana se acabaron las cabras.
       —¿Por qué se acabaron las cabras?
       —Mañana el dragón ya no existirá —respondió el conde sonriendo.
       —¡Pero no podéis, no podéis hacerlo! —exclamó el joven, asustado.
       —¿Tú también empiezas con lo mismo? —gritó Mar-tino Gerol—. ¡Dame la cabra ahora mismo!
       —Os digo que no —replicó obstinadamente el otro retirándose.
       —¡Voto a Cristo! —Y el conde se arrojó encima del joven, le asestó un puñetazo en la cara, le arrebató la cabra de la espalda y lo tiró al suelo.
       —Os digo que os arrepentiréis, ¡ya lo veréis! —imprecó en voz baja el joven levantándose, porque no se atrevía a rebelarse.
       Pero Gerol le había dado ya la espalda.
       Ahora el sol incendiaba la cuenca y a duras penas se podía estar con los ojos abiertos, tan deslumbrante era el reflejo de la grava amarilla, de las rocas, de la grava de nuevo y de las piedras; no había nada, absolutamente nada, donde poder descansar la vista.
       María tenía cada vez más sed, beber no servía de nada.
       —¡Dios mío, qué calor! —se quejaba. Incluso la presencia del conde Gerol empezaba a molestarle.
       Mientras tanto, como surgidos de la tierra, habían aparecido decenas de hombres. Venidos probablemente de Palissano al enterarse de que los extranjeros habían subido al Burel, estaban inmóviles sobre el borde de varias crestas de tierra amarilla y observaban la escena sin decir palabra.
       —¡Ahora sí que tienes un buen público! —intentó bromear Andrónico, volviéndose hacia Gerol, que trajinaba con dos cazadores alrededor de la cabra.
       El joven alzó la mirada hasta divisar a los desconocidos que lo estaban observando. Hizo una mueca de desdén y continuó con su trabajo.
       El dragón, extenuado, había resbalado por la pared hasta el pedregal y yacía inmóvil; lo único que palpitaba en él era su vientre hinchado.
       —¡Listos! —dijo un cazador levantando con Gerol la cabra del suelo. Habían abierto el vientre al animal e introducido dentro una carga explosiva conectada a una mecha.
       Se vio entonces al conde avanzar impávido por el pedregal, acercarse a no más de una decena de metros del dragón, dejar con mucha calma la cabra en el suelo y luego retirarse desenrollando la mecha.
       Hubo que esperar media hora a que la bestia se moviera. De pie en el borde de las crestas, los desconocidos parecían estatuas: ni siquiera hablaban entre ellos, sus rostros expresaban reprobación. Insensibles al sol, que había adquirido una enorme fuerza, no apartaban la vista del reptil, como implorando que no se moviera.
       Sin embargo, el dragón, herido en el lomo por un disparo de carabina, se volvió de improviso, vio la cabra y se arrastró hasta ella lentamente. Ya iba a alargar la cabeza y a aferrar la presa, cuando el conde encendió la mecha. La llama corrió rápidamente a lo largo del cordón, alcanzó a la cabra y provocó la explosión.
       El estallido fue mucho menos ruidoso que los disparos de culebrina: un sonido seco pero opaco, como de tabla que se rompe. Pero el cuerpo del dragón salió despedido hacia atrás en el acto, y se vio que tenía el vientre desgarrado. Su cabeza volvió a agitarse penosamente de derecha a izquierda, parecía decir que no, que no era justo, que habían sido demasiado crueles y que ya no había nada que hacer.
       El conde rió complacido, pero esta vez él solo.
       —¡Oh, qué horror! ¡Basta! —exclamó la bella María tapándose la cara con las manos.
       —Sí —dijo lentamente su marido—, yo también creo que esto acabará mal.
       El monstruo, aparentemente exhausto, yacía sobre un charco de sangre negra. Y he aquí que de sus costados empezaron a salir dos hilos de humo oscuro, uno a la derecha y el otro a la izquierda, dos finísimas y densas columnas de humo que ascendían con esfuerzo.
       —¿Has visto? —preguntó Inghirami a su colega.
       —Sí, he visto —confirmó el otro.
       —Dos respiraderos de fuelle, como en el Ceratosaurus, los llamados opérculos hammerianos.
       —No —dijo Fusti—. No es un Ceratosaurus.
       En ese momento, el conde Gerol salió de detrás del peñasco donde se había guarecido y se adelantó para rematar al monstruo. Ya estaba en el medio del cono de grava empuñando el mazo metálico, cuando todos los presentes lanzaron un alarido.
       Por un instante Gerol creyó que era un grito de triunfo por la muerte del dragón. Pero después notó que algo se movía a su espalda. Se volvió rápidamente y vio, oh qué escena tan ridícula, dos animalitos miserables que salían tropezando de la caverna y avanzaban bastante deprisa hacia él. Dos pequeños reptiles informes, de no más de medio metro de largo, que reproducían en miniatura la imagen del dragón moribundo. Dos dragoncitos, sus hijos, que probablemente habían salido de la caverna por hambre.
       Fue cuestión de unos segundos. El conde demostraba con creces su agilidad.
       —¡Toma! ¡Toma! —gritaba alegremente blandiendo la clava de hierro. Bastaron dos golpes con el mazo. Con gran energía y decisión, golpeó sucesivamente a los monstruitos, rompiendo sus cabezas como si fueran bolas de cristal. Ambos cayeron desmadejados, muertos; de lejos parecían dos cornamusas.
       Entonces los desconocidos, sin dar la menor voz, se alejaron corriendo cuesta abajo por los canales de grava. Parecían huir de una repentina amenaza. No hicieron ruido, no provocaron ni un desprendimiento de tierra, no volvieron la cabeza ni siquiera por un instante hacia la cueva del dragón, desaparecieron tal y como habían aparecido, misteriosamente.
       Ahora el dragón se movía, parecía que nunca llegaría a morir. Arrastrándose como un caracol, se acercaba a los animalitos muertos, sin dejar de emitir dos hilos de humo. Una vez al lado de sus hijos, se dejó caer en el pedregal, alargó con infinito esfuerzo la cabeza y se puso a lamer suavemente a los dos monstruitos muertos, quizá con la intención de devolverlos a la vida.
       Finalmente el dragón pareció hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban, elevó el cuello hacia el cielo, como no había hecho hasta entonces, y de su garganta salió, primero muy lento, y después con una potencia cada vez mayor, un aullido indecible, una voz jamás oída en el mundo, ni animal ni humana, tan llena de odio que incluso el conde Gerol se quedó paralizado por el horror.
       Ahora se comprendía por qué no había querido volver a entrar en la cueva, donde seguramente se hubiera salvado, y por qué no había emitido ningún grito o rugido, limitándose a algunos silbidos. El dragón pensaba en sus dos hijos y, para protegerlos, había renunciado a su vida. Si se hubiera escondido en la caverna, los hombres lo habrían seguido hasta allí, descubriendo a los pequeños; y si hubiera levantado la voz, los animalitos habrían corrido fuera para ver qué pasaba. Sólo ahora, que los había visto morir, el monstruo lanzaba su aullido infernal.
       El dragón demandaba ayuda y pedía venganza para sus hijos. Pero ¿a quién? ¿A las montañas quizá, áridas y deshabitadas? ¿Al cielo sin pájaros ni nubes, a los hombres que lo estaban torturando, al demonio tal vez? El aullido taladraba las murallas de roca y la bóveda celeste, llenaba el mundo entero. Parecía imposible (aunque no hubiera ningún motivo racional para pensar lo contrario) que nadie le respondiera.
       —¿A quién llama? —preguntó Andrónico intentando en vano que su voz sonara burlona—. ¿A quién llama? No parece que venga nadie…
       —¡Oh, que muera pronto! —dijo la mujer.
       Pero el dragón no se decidía a morir, aunque el conde Gerol, obcecado por la idea fija de matarlo, le disparara con la carabina. ¡Pam! ¡Pam! Era inútil. El dragón acariciaba con su lengua a los animalitos muertos; pero ahora del ojo ileso le manaba, cada vez más lento, un líquido blanquecino.
       —¡El sauro! —exclamó el profesor Fusti—. ¡Mira cómo llora!
       El gobernador contestó:
       —Es tarde. Ya basta, Martino, es tarde, es hora de irse.
       Siete veces se alzó hacia el cielo la voz del monstruo, y las peñas y el cielo retumbaron. La séptima vez pareció no acabar nunca, después repentinamente se extinguió, cayó en picado, se hundió en el silencio.
       En la mortal quietud que siguió se oyeron algunas toses. Completamente cubierto de polvo, el rostro demudado por el cansancio, la emoción y el sudor, el conde Martino, tras arrojar la carabina entre las piedras, atravesaba el cono de cascajo tosiendo y se llevaba una mano al corazón.
       —¿Qué pasa ahora? —preguntó Andrónico con semblante serio presintiendo algo malo—. ¿Qué te ocurre?
       —Nada —dijo Gerol tratando de que el tono de su voz fuera jocoso—. Se me ha metido dentro un poco de ese humo.
       —¿De qué humo?
       Gerol no respondió, pero señaló con la mano al dragón. El monstruo yacía inmóvil, con la cabeza abandonada entre las piedras; se habría dicho que estaba bien muerto, de no ser por aquellos dos sutiles penachos de humo.
       —Me parece que ha muerto —dijo Andrónico.
       En efecto, eso era lo que parecía. La obstinadísima vida estaba saliendo por la boca del dragón.
       Nadie había respondido a su grito, nadie se había movido en todo el mundo. Las montañas permanecían inmóviles, incluso los pequeños derrumbes parecían haberse reabsorbido, el cielo estaba sereno, sin una sola nubecilla, y el sol comenzaba a ponerse. Nadie, ni animal ni espíritu, había acudido a vengar la matanza. Había sido el hombre quien había eliminado aquel resto de mancha del mundo, el hombre astuto y poderoso que en todas partes establece sabias leyes para mantener el orden, el hombre incensurable que se esfuerza por el progreso y no puede admitir de ningún modo la supervivencia de los dragones, ni siquiera en las montañas perdidas. Había sido el hombre quien había matado, y habría sido estúpido lamentarse.
       Lo que el hombre había hecho era justo, totalmente conforme a las leyes. Y sin embargo, parecía imposible que nadie hubiera respondido a la última llamada del dragón. Andrónico, lo mismo que su mujer y los cazadores, sólo pensaba en huir; incluso los naturalistas renunciaron a realizar el embalsamamiento, con tal de alejarse rápidamente de allí.
       Los hombres del pueblo habían desaparecido, como si presintieran alguna maldición. Las sombras subían por las paredes ruinosas. Del cuerpo del dragón, armazón apergaminado, se elevaban ininterrumpidamente dos hilos de humo que se retorcían lentamente en el aire estancado. Todo parecía haber acabado. Un triste incidente que había que olvidar y nada más. Pero el conde Gerol seguía tosiendo y tosiendo. Agotado, se hallaba sentado en una gran piedra, junto a sus amigos, que no se atrevían a hablarle. Incluso la intrépida María miraba hacia otra parte. Sólo se oían aquellas secas tosecillas. Martino Gerol trataba de dominarlas en vano; una especie de fuego se difundía dentro de su pecho, cada vez más hondo.
       —Lo presentía —susurró el gobernador Andrónico a su mujer, que temblaba un poco—. Presentía que esto acabaría mal.




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