Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


Una cosa que empieza por ele (1939)
(“Una cosa che comincia per elle”)
Originalmente publicado en La Lettura (Núm 1, 1939);
I sette messaggeri
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1942, 262 págs.)



      Tan pronto como llegó al pueblo de Sisto y se alojó en la posada de siempre, en la que acostumbraba a parar dos o tres veces al año, Cristoforo Schroder, comerciante de maderas, se metió en la cama, porque no se sentía bien. Después mandó llamar al doctor Lugosi, al que conocía desde hacía años. El médico vino y pareció quedarse sorprendido. Excluyó que tuviera nada grave, le pidió un frasquito de orina para examinarla y prometió volver ese mismo día.
       A la mañana siguiente, Schroder se sentía mucho mejor, tanto que quiso levantarse sin esperar al doctor. Estaba afeitándose en mangas de camisa cuando llamaron a la puerta. Era el médico. Le invitó a entrar.
       —Esta mañana me encuentro perfectamente —dijo el comerciante sin siquiera volverse, continuando con su afeitado delante del espejo—. Gracias por haber venido, pero ahora puede irse.
       —¡Qué prisas, qué prisas! —respondió el médico, y carraspeó para mostrar un ligero embarazo—. Esta mañana he venido con un amigo.
       Schroder se volvió y vio en el umbral de la puerta, junto al doctor, a un señor de unos cuarenta años, fornido, con el rostro rojizo y bastante vulgar, que sonreía insinuante. El comerciante, un hombre siempre satisfecho de sí mismo y habituado a imponer su voluntad, miró molesto al médico con gesto inquisitivo.
       —Es un amigo mío —repitió Lugosi—, don Valerio Melito. Más tarde debemos ir juntos a visitar a un enfermo, así que le he dicho que me acompañara.
       —Para servirle —dijo Schroder fríamente—. Siéntese, siéntese.
       —De todas formas —continuó el médico sobre todo para justificarse—, hoy, por lo que parece, ya no necesita usted de mis servicios. La orina estaba muy bien. Sin embargo, querría hacerle una pequeña sangría.
       —¿Una sangría? ¿Y por qué una sangría?
       —Le sentará bien —explicó el médico—. Después se encontrará como nuevo. A los temperamentos sanguíneos como el suyo siempre les sienta bien. Y además es cuestión de dos minutos.
       Y diciendo esto, sacó de su capa un frasquito de vidrio con tres sanguijuelas dentro. Lo apoyó en una mesa y añadió:
       —Póngase una en cada muñeca. Sólo tiene que sujetarlas con firmeza durante un momento para que se le adhieran enseguida. Por favor, hágalo usted mismo. ¿Qué quiere que le diga?, hace veinte años que ejerzo mi profesión y nunca he sido capaz de cogerlas con la mano.
       —Traiga acá —dijo Schroder con aquel irritante aire suyo de superioridad. Cogió el frasquito, se sentó en la cama y se aplicó en las muñecas las dos sanguijuelas, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
       Mientras tanto, el extraño visitante, sin quitarse su amplia capa, había dejado encima de la mesa su sombrero y un paquete alargado que emitió un sonido metálico. Schroder se dio cuenta, con una vaga sensación de malestar, de que el hombre se había sentado casi en el umbral de la puerta, como si quisiera estar lejos de él.
       —Usted no lo creerá, pero don Valerio ya le conoce —dijo el médico a Schroder, sentándose también él, no se sabe por qué, cerca de la puerta.
       —No recuerdo haber tenido el gusto —respondió Schroder, que, sentado encima de la cama, tenía los brazos abandonados encima del colchón, las palmas vueltas hacia arriba, mientras las sanguijuelas le succionaban las muñecas. Después añadió—: Dígame una cosa, Lugosi, ¿llueve esta mañana? Todavía no me he asomado fuera. Sería un verdadero fastidio que lloviera, porque tengo que ir de un lado a otro durante todo el día.
       —No, no llueve —contestó el médico restando importancia al asunto—. Le decía que don Valerio le conoce, estaba deseando volver a verle.
       —En realidad… —dijo el tal Melito con una voz desagradablemente cavernosa—. En realidad no he tenido el placer de conocerle personalmente, pero sé algo de usted que seguramente no se imagina.
       —Quizá… —respondió el comerciante con absoluta indiferencia.
       —Trate de recordar: ¿no pasó usted hace tres meses en su coche por la carretera del Confín viejo? —preguntó Melito.
       —Puede ser —contestó Schroder—. Puede ser perfectamente, pero no me acuerdo con pelos y señales.
       —Bien. ¿No recuerda entonces haber derrapado en una curva y haberse salido de la carretera?
       —Sí, es cierto —admitió el comerciante observando gélidamente a la nueva y no deseada relación.
       —¿Y que una rueda del coche se salió de la carretera y el caballo no conseguía volver a encarrilarlo?
       —Exacto. Pero ¿usted dónde estaba?
       —Se lo diré luego —respondió Melito prorrumpiendo en una carcajada y haciendo un guiño al doctor—. Entonces usted se bajó, pero tampoco conseguía sacar el coche. Dígame, ¿no fue así?
       —En efecto. Y además llovía a cántaros.
       —¡Vaya si llovía! —continuó don Valerio, muy satisfecho—. Y mientras usted penaba, ¿no se acercó un tipo curioso, un hombre altísimo con la cara completamente negra?
       —Ahora no recuerdo bien —interrumpió Schroder—. Perdone, doctor, pero ¿tengo que estar mucho más tiempo con estas sanguijuelas? Ya están hinchadas como sapos. No aguanto más. Y además le he dicho que tengo muchas cosas que hacer.
       —¡Sólo unos minutos más! —le exhortó el médico—. ¡Un poco de paciencia, querido Schroder! Después se sentirá como nuevo, ya lo verá. No son ni siquiera las diez, diantre, ¡tiene usted tiempo de sobra!
       —¿No era un hombre alto, con la cara completamente negra y un extraño sombrero de copa? —insistía don Valerio—. ¿Y no llevaba una especie de campanilla? ¿No recuerda que no cesaba de tocarla?
       —Vale: sí, lo recuerdo —respondió descortésmente Schroder—. Perdone, ¿adonde quiere ir a parar?
       —¡A ningún sitio! —contestó Melito—. Sólo era para decirle que ya le conocía a usted. Y que tengo muy buena memoria. Por desgracia, aquel día estaba lejos, al otro lado de un foso, estaba al menos a quinientos metros de distancia. Estaba debajo de un árbol para resguardarme de la lluvia y pude verlo todo.
       —¿Y quién era entonces aquel hombre? —preguntó Schroder con aspereza, como dando a entender que si Melito tenía algo que decir, era mejor que lo dijera pronto.
       —Ah, no sé quién era exactamente, ¡lo vi de lejos! Y ¿usted?, ¿quién cree que era?
       —Debía de ser un pobre desgraciado —respondió el comerciante—. Puede que un sordomudo. Cuando le rogué que viniera a ayudarme, se puso a murmurar, no entendí una sola palabra de lo que dijo.
       —Y entonces usted fue a su encuentro y él retrocedió, pero usted le cogió por un brazo y le obligó a empujar el coche con usted. ¿No fue así? Diga la verdad.
       —¿Y eso qué tiene que ver? —rebatió Schroder con desconfianza—. No le hice ningún daño. Al contrario, después le di dos liras.
       —¿Ha oído? —susurró Melito en voz baja al médico. Después, alzando más la voz, se volvió hacia el comerciante—: Por supuesto que no le hizo ningún daño, pero reconocerá usted que lo vi todo.
       —No tiene por qué agitarse, querido Schroder —dijo el médico en ese momento viendo oscurecerse el rostro del comerciante—. El bueno de don Valerio, aquí presente, es un bromista. Quería simplemente confundirle.
       Melito se volvió al doctor, asintiendo con la cabeza. En el movimiento, los bordes de la capa se entreabrieron un poco y Schroder, que lo estaba observando, empalideció.
       —Perdone, don Valerio —dijo con una voz mucho menos desenvuelta de lo normal—. Usted lleva una pistola. Creo que debería haberla dejado abajo. Si no me equivoco, es la costumbre en estos pueblos.
       —¡Dios mío! ¡Perdóneme! —exclamó Melito golpeándose con la mano la frente para expresar su desazón—. ¡No sé realmente cómo excusarme! Se me había olvidado por completo. Normalmente no la llevo, por eso la he olvidado.
       Parecía sincero, sin embargo no se quitó la pistola del cinto mientras seguía moviendo la cabeza.
       —Y dígame —añadió, sin dejar de dirigirse a Schroder—, ¿qué impresión le causó aquel pobre diablo?
       —¿Qué impresión me iba a causar? La de un pobre diablo, un desgraciado.
       —Y aquella campanilla, aquella cosa que no dejaba de tocar, ¿no se preguntó usted qué era?
       —Bueno —respondió Schroder, midiendo las palabras, por el presentimiento de alguna insidia—, quizá fuera un gitano; les he visto muchas veces tocar una campanilla para atraer a la gente.
       —¡Un gitano! —gritó Melito, echándose a reír como si la idea le divirtiera muchísimo—. ¿Creyó que era un gitano?
       —¿Qué ocurre? —preguntó Schroder ásperamente—. ¿Qué significa este interrogatorio? ¡Señor Lugosi, este asunto no me gusta nada! ¡Si quieren algo de mí, díganmelo a las claras!
       —No se excite, se lo ruego… —respondió el médico desconcertado.
       —Si quieren decir que ese vagabundo sufrió un accidente y que la culpa fue mía, hablen claro —continuó el comerciante alzando cada vez más la voz—, hablen claro, señores míos. ¿Quieren ustedes decir que lo mataron?
       —¡Qué cosas dice! —contestó Melito, sonriendo, completamente dueño de la situación—. ¡Qué cosas se le ocurren! Si le he molestado, de verdad que lo lamento. El doctor me ha dicho: don Valerio, suba también usted, está el caballero Schroder. Ah, lo conozco, le he dicho yo. Bien, me ha dicho él, entonces suba también usted, se alegrará de verle. Si le he importunado, lo lamento mucho…
       El comerciante se dio cuenta de que se había dejado llevar por la ira.
       —Al contrario, perdóneme usted por haber perdido la paciencia. Pero parecía un interrogatorio en toda regla. Si pasa algo, díganmelo sin rodeos.
       —Pues bien —intervino el médico con mucha cautela—. Pues bien: efectivamente hay un problema.
       —¿Una denuncia? —preguntó Schroder cada vez más seguro de sí, mientras trataba de volver a colocarse en las muñecas las sanguijuelas, que se habían soltado durante el arrebato—. ¿Sospechan de mí?
       —Don Valerio —dijo el médico—, quizá sea mejor que hable usted.
       —Está bien —comenzó Melito—. ¿Sabía quién era aquel individuo que le ayudó a sacar el coche?
       —No, se lo juro. ¿Cuántas veces se lo debo repetir?
       —Le creo —dijo Melito—. Sólo le pregunto si pensó quién era.
       —No lo sé, un gitano, un vagabundo…
       —No, no era un gitano. Y si lo había sido alguna vez, ya no lo era. Aquel hombre, para decírselo abiertamente, era una cosa que empezaba por ele.
       —¿Una cosa que empieza por ele? —repitió mecánicamente Schroder, buscando en la memoria, mientras una sombra de aprensión se extendía por su rostro.
       —Sí, empezaba por ele —confirmó Melito con una maliciosa sonrisa.
       —¿Un ladrón? —preguntó el comerciante, iluminándosele el semblante por la seguridad de haberlo adivinado.
       Don Valerio soltó una carcajada:
       —¡Ja, ja, ja! ¡Un ladrón! ¡Ésta sí que es buena! Tenía usted razón, doctor: ¡el caballero Schroder es un hombre con un gran sentido del humor!
       En ese momento se oyó por la ventana el ruido de la lluvia.
       —Hasta otro día, señores —dijo el comerciante de forma tajante, quitándose las dos sanguijuelas y volviéndolas a meter en el frasco—. Ahora llueve. Tengo que irme si no quiero llegar tarde.
       —Una cosa que empieza por ele —insistió Melito poniéndose él también de pie y maniobrando algo bajo la amplia capa.
       —Le juro que no lo sé. Las adivinanzas no son mi fuerte. Si tienen algo que decirme, decídanse… ¿Una cosa que empieza por ele?… ¿Un lansquenete, tal vez?… —añadió en tono de burla.
       Melito y el doctor se habían puesto de pie y acercado el uno al otro, apoyando la espalda en la puerta. Ninguno de los dos sonreía ya.
       —Ni un ladrón ni un lansquenete —dijo lentamente Melito—. Era un leproso.
       El comerciante miró a los dos hombres, pálido como un muerto.
       —Y ¿qué pasaría si hubiera sido un leproso?
       —Por desgracia lo era —contestó el médico, tratando de buscar refugio detrás de la espalda de don Valerio—. Y ahora lo es también usted.
       —¡Basta! —aulló el comerciante temblando de ira—. ¡Fuera de aquí! ¡Esta clase de bromas no me gustan nada! ¡Fuera de aquí los dos!
       En ese momento, Melito sacó fuera de la capa el cañón de la pistola.
       —Soy el alcalde, querido señor. Cálmese, más le vale.
       —¡Se va a enterar de quién soy yo! —gritaba Schroder—. ¿Qué quiere ahora?
       Melito escrutaba a Schroder, dispuesto a rechazar un eventual ataque.
       —En ese paquete está su campanilla —respondió—. Saldrá inmediatamente de aquí y la tocará sin cesar hasta que esté fuera del pueblo, y luego continuará tocándola hasta que salga del reino.
       —Yo le daré campanilla —rebatió Schroder, e intentó volver a gritar, pero la voz no le salió de la garganta, el horror de la revelación le había helado el corazón. Finalmente todo estaba claro: en la visita del día anterior, el doctor había sospechado y avisado al alcalde. El alcalde, por casualidad, le había visto tres meses antes coger por el brazo a un leproso que estaba de paso, y ahora él, Schroder, estaba condenado. La historia de las sanguijuelas había servido para ganar tiempo. Consiguió añadir—: Me voy sin necesidad de que me lo ordenen, canallas, les enseñaré quién soy yo…
       —Póngase la chaqueta —ordenó Melito, con el rostro iluminado por una diabólica satisfacción—. Y ahora largo de aquí inmediatamente.
       —Tendrán que esperar —dijo Schroder, con muchos menos humos que antes—. En cuanto haya recogido mis cosas me iré, pueden estar seguros.
       —Sus cosas deben quemarse —advirtió con una sonrisa de sarcasmo el alcalde—. Cogerá la campanilla, nada más.
       —¡Por lo menos mis cosas personales! —exclamó Schroder, hasta entonces tan satisfecho e intrépido; y suplicaba al alcalde como un niño—. Me dejarán que al menos me lleve mi ropa y mi dinero, ¿no?
       —La chaqueta, la capa y nada más. Lo otro debe ser quemado. En cuanto al coche y el caballo, ya hemos tomado medidas.
       —¿Cómo? ¿Qué quieren decir? —balbució el comerciante.
       —El coche y el caballo han ido al fuego, tal y como dispone la ley —respondió el alcalde, disfrutando de su desesperación—. No pretenderá que un leproso se pasee por ahí en coche, ¿verdad?
       Y soltó una vulgar carcajada. Después, añadió brutalmente:
       —¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritaba a Schroder—. ¡No pretenderá que siga discutiendo con usted durante horas! ¡Fuera de aquí inmediatamente, granuja!
       Grande y grueso como era, todo el cuerpo de Schroder temblaba cuando, amenazado por el cañón de la pistola, salió de la habitación, la mandíbula caída, la mirada alelada.
       —¡La campanilla! —le volvió a gritar Melito sobresaltándole; y le tiró a los pies el misterioso paquete, que sonó a algo metálico al caer—. Sácala y cuélgatela al cuello.
       Schroder se agachó con la fatiga de un viejo decrépito, recogió el paquete, desató lentamente el cordel y sacó del envoltorio una flamante campanilla de cobre nueva, con el mango de madera torneado.
       —¡Al cuello! —le gritó Melito—. ¡Si no te das prisa, te juro que te disparo!
       Las manos de Schroder estaban temblando, por lo que no le era fácil cumplir la orden del alcalde. Aun así, el comerciante consiguió ponerse alrededor del cuello la correa con la campanilla, que le quedó colgando sobre el vientre y resonaba con cada movimiento.
       —¡Cógela con la mano y agítala, narices! Te vas a portar bien, ¿sí o no? ¡Un hombretón como tú! ¡Caray, qué leproso tan apuesto! —se ensañó don Valerio, mientras el médico se retiraba a un rincón, aturdido por la repugnante escena.
       Con paso de enfermo, Schroder comenzó a bajar las escaleras. Movía la cabeza de un lado a otro, como esos cretinos que se ven en las grandes avenidas. Tras bajar dos peldaños se volvió hacia el médico y le miró largamente a los ojos.
       —¡Yo no tengo la culpa! —balbució el doctor Lugosi—. ¡Ha sido una desgracia, una gran desgracia!
       —¡Adelante! ¡Adelante! —le incitaba mientras tanto el alcalde, como a un animal—. Agita la campanilla, te digo, ¡la gente debe saber que llegas!
       Schroder siguió bajando las escaleras. Poco después, salió por la puerta de la fonda y se encaminó lentamente a través de la plaza. Decenas y decenas de personas se echaban a los lados para dejarle pasar, retrocediendo a medida que él se acercaba. La plaza era grande, larga de atravesar. Con ademán rígido, agitaba ahora la campanilla, que emitía un sonido límpido y festivo: “tilín, tilín”.




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