Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


Garaje Erebus (1953)
(“Autorimessa Erebus”)
Originalmente publicado en el periódico Corriere della Sera (23 de mayo de 1953);
El desplome de la Baliverna
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1954, 340 págs.)



      Ustedes se habrán preguntado cómo es posible que ciertos jovencitos, sin razón aparente, puedan salir de paseo en automóviles de millonario que parecen aeronaves para la luna. No son de familia adinerada, su profesión es nula o incierta, tampoco tienen aspecto de aventureros o malhechores, son individuos mediocres, que no saben decir dos palabras. Uno los ve pasar por las calles elegantes o por el centro de las autopistas, rígidos e inexpresivos, con las manos distraídamente abandonadas sobre el volante, semejantes a los ídolos de los Incas. Tal vez fueron nuestros compañeros de escuela, y en esa época no les habríamos dado media lira. Ahora triunfan. ¿Por qué? ¿Cómo se han enriquecido? ¿Dónde han encontrado su fortuna? Desaparecen en la lejanía, con un suave rumor, y uno piensa en otra cosa.
       ¿Cuál es su secreto? Éste se encuentra en el fondo de un patio de la Vía Ferulana, número 5, allí donde las pilastras del pórtico están pintadas a franjas diagonales amarillas y azules, y en lo alto se ve un gran letrero de neón: Garage Erebus. Su secreto se llama en realidad Onofrio, y en apariencia sólo es un viejo mecánico de acento liornés. La verdad es que Onofrio es otra cosa, mucho más importante; pocos saben con exactitud cuál es su verdadero poder, algunos sólo lo adivinan, ninguno se atreve a decirlo abiertamente.
       Yo lo conocí porque cuando era muchacho, en el último año del colegio secundario, solía acompañar allí a mi amigo Sergio Balza, de familia noble, loco por los automóviles. En esa época, Onofrio –y hace de eso unos cuarenta años– era exactamente igual que hoy: un viejito enjuto y rengo, que entre risas, en unos minutos, arreglaba los desperfectos más complicados de un motor, rebeldes ante cualquier otro mecánico. El patio de entrada era exactamente como es ahora, e idéntica la oficinita del patrón; allí se encontraba entonces un tal Crosti, y allí se encuentra ahora el mencionado Onofrio.
       Balza no poseía en esos tiempos ninguna clase de automóvil.
       –Pero ¿se puede saber qué vas a hacer en ese garaje? –le preguntaba yo.
       –Nada –decía él–, me gusta charlar con Onofrio, es un hombre tan divertido.
       Cuando lo acompañaba yo, Sergio siempre encontraba algún modo de apartarse con Onofrio y se quedaban conversando largamente. De vez en cuando, oía la risa desagradable del viejo.
       –¿De qué hablaban? –preguntaba yo después a Sergio– ¿Qué están tramando?
       –Cosas que no te interesan –respondía, como un adulto responde a un niñito–. Cosas de personas mayores.
       En esa época se produjo la metamorfosis de Sergio. En el colegio era un animal: empezó a sacar siete y ocho en todas las materias. No tenía nunca un céntimo en el bolsillo; empezó a vestirse como un gran señor. Era feo y sin gracia; se lo veía todo el tiempo con muchachas formidables, y él mismo parecía haberse vuelto casi agraciado. Un día llegó finalmente al colegio manejando un bólido rojo de gran marca, nuevo, flamante; la gente de la calle se volvía para verlo.
       ¿Una herencia? ¿Un golpe afortunado de su padre? ¿Una mina de oro? Cuando se lo preguntábamos, Sergio meneaba la cabeza alegremente y eludía la respuesta. Poco después dejó el colegio. De lejos, lo vimos recorrer una parábola fantástica; arrastrado por una especie de fatalidad, como un personaje de novela, se alejó de nosotros hacia el mundo elegante, su fotografía aparecía a menudo en los periódicos, se habló de su matrimonio con una princesa de Turn and Taxis. Luego desapareció. Llegaban de él ecos cada vez más vagos y fragmentarios, hasta que un halo turbio lo ocultó de la vista. Corrieron rumores: de un escándalo mundano, de un proceso en España, de un clamoroso regreso al primer plano, de una nueva recaída.
       Mientras tanto, yo había conseguido enterarme de su secreto. Es decir, sabía quién era verdaderamente Onofrio. ¡Un mecánico! Nada de eso. Era Satánas, la antigua Serpiente, modernamente camuflado con su uniforme azul. Por otra parte, ¿acaso podía Sergio haber obtenido gratis todos esos dones, la riqueza, las mujeres, el éxito, los estupendos automóviles? ¿Qué había entregado en cambio? En la vida, todo se paga puntualmente. Y también vosotros sabéis lo que cuestan ciertas fortunas, cuál es su precio, pactado en antiquísimos comercios: el alma. (Mientras tanto, aquí y allá, apostados en los rincones, están los diablos esperando el momento de cobrar.)
       Esto lo supe un día por el mismo Sergio, antes de su desaparición. Me decía:
       –No pienses en eso, ciertas cosas ni siquiera deberías saberlas, no son para ti, tú eres un joven de bien. Además, ¿qué necesidad tienes de ellas? Eres inteligente, buen alumno, de óptima familia, te abrirás camino sin recurrir a estos ardides.
       Sergio en realidad me quería mucho.
       Es cierto que yo era un muchacho excelente, pasaba siempre sin dar exámenes, todo me era fácil, me parecía innoble vender por el éxito lo mejor de nosotros mismos. ¡Y además a un hombre como Onofrio, a un sucio vejestorio cubierto de aceite!
       Así seguí mi camino, y si me encontraba con el mecánico –porque vivía cerca– lo miraba con desprecio. A veces, rengueando fatigosamente, trataba de seguirme y con lisonjero servilismo me decía:
       –Señor, señor, venga a verme alguna vez, tengo mucho interés en un cliente como usted, aunque no tenga dinero a mano no importa, siempre podemos llegar a un arreglo…
       Yo apresuraba el paso, distanciándome.
       Seguí mi camino, seguro de mí. Era inteligente, honesto, laborioso, físicamente fuerte, un joven ejemplar, que no necesitaba por cierto mercar el alma para hacer fortuna. Pobre Onofrio, podía cansarse de esperar.


       Y aquí estoy en cambio, viejo, cansado y desilusionado de la vida, incapaz ya de esperanzas, un hombre vencido y enfermo, una ruina, en la entrada del garaje Erebus. Vencido, finalmente.
       Onofrio está sentado en su cuartito, simula hacer cuentas.
       –Buen día –digo.
       –Buen día –contesta con tono incierto.
       –¿No me reconoce? –digo
       –Bueno, realmente, para decir verdad…
       –Yo venía siempre con el conde Balza, ¿no recuerda?
       –Ah, el conde Balza… han pasado tantos años… Discúlpeme, he envejecido mucho.
       Pero no es cierto, en todo ese tiempo no ha cambiado un pelo.
       –¿Recuerdas, no? –insisto–. ¿Cuántos automóviles te compró el conde Balza? El Counsel, el Rolls, el Super Devoitine de carrera, el Maxer ocho cilindros, ¿recuerdas?
       –¡Ah! –contesta haciéndose el tonto–, claro que recuerdo, eran unos regios automóviles, los Maxer.
       –¿Y de mí, Onofrio, no te acuerdas?
       Me mira largamente, alzando las pupilas. Tengo la impresión de que sus espaldas flacas y encorvadas se estremecen, como agitadas por una leve risa interior. Luego en voz baja me dice:
       –¿Viene por un automóvil?
       –No –le contesto en voz baja.
       –¿Un hermoso coche de ocasión? Escuche, tiene suerte, hace justamente media hora…
       –No, no es por eso.
       Onofrio sonríe ahora, con sonrisa ambigua, se le arruga toda la piel alrededor de los ojos, de las pupilas sólo se ve un puntito.
       –¿Un automóvil nuevo? Sin duda puedo conseguírselo ahora mismo, sin…
       Lo interrumpo:
       –No, no, no, te digo, no es por un coche.
       Me mira, me mide. ¿Por qué no habla?
       –Onofrio, en otros tiempos eras más amable. Me decías: venga a verme, me interesaría muchísimo, decídase alguna vez a darme ese gusto; así decías, y no me hablabas únicamente de automóviles.
       –Señor, no comprendo…
       –¿Recuerdas al conde Balza, no? Él no venía a verte por los automóviles… conozco bien su historia… También yo quisiera…
       De pronto el sol que iluminaba el patio blanco del garaje se ha apagado, como bajo un nubarrón negro, y cesa el estrépito que envuelve la oficina; todo es silencio. Y ahora Onofrio no es más el viejo mecánico que finalmente ha conseguido ser dueño del garaje, ahora su cara parece de cera, y resplandece con una luz infame.
       –Vamos, Onofrio, ¿qué son estas historias? ¿No podría obtener yo también lo que consiguió el conde Balza?
       –¡Señor! –murmura con acento de reproche.
       –Lo que él te dio, también puedo dártelo yo.
       –¡Señor! –repite.
       –¿No lo niegas, no? Reconoces entonces haber comprado su…
       Me falta el coraje para repetir esa ridícula y terrible palabra: "el alma". Tan absurda, en esa oficinita de garaje. Él es el que la pronuncia.
       –El alma, ¿eh? –con voz odiosa y helada–. ¡El alma! A cambio de la fortuna, del dinero, de la gloria, del amor, de la felicidad… ¿Es eso, no, lo que el señor quiere decir?
       Sin respirar, le digo que sí con la cabeza.
       –¿Y ahora se le ocurre venir? ¡Espléndido, espléndido! ¿Se decidió finalmente? Pero vea que tardó bastante. Lo esperé durante años, justamente a usted. Muchos, muchos años. Pero usted creía que no me necesitaba, ¿no? No quiso venir nunca. Se las arreglaba solo, ¿no es verdad? Me despreciaba, dígalo con franqueza, me despreciaba…
       –No, en todo caso era miedo.
       –Pero hoy ya no tiene miedo, ¿no es cierto, señor? Hoy no desprecia más, hoy ha comprendido muchas cosas que ayer no comprendía, hoy está dispuesto ¿no?
       Meneó la cabeza, o hizo una larga pausa.
       –Pero ahora –prosiguió– ¿qué puede hacer el viejo Onofrio? Es demasiado tarde, estimado señor. El viejo Onofrio, créame, ya no está en condiciones de complacerlo…
       –¿Por qué? ¿Acaso no te pagaré, como lo hizo el conde de Balza?
       –¡Ah no, ah no, señor! Usted me obliga a ser absolutamente franco. ¡Su alma! Pero dígame, con la mano en el corazón, ¿qué pueden darme por ella ahora? Dígame, ¿de qué puede servirme?
       Y señala con el índice la pared.
       En la pared hay un gran espejo, publicidad de una marca de bencina. Y en el espejo se ve mi imagen, mi cara trabajada, mis cabellos grises, se ven los años consumados, tantos, el largo camino (yo caminaba sacando el pecho, seguro de mí mismo, seguro de poder recorrerlo solo hasta el final).
       –Dígame –repite el viejo odioso– Dígame: ¿de qué puede servirme? El conde Balza, ése sí que me dio satisfacciones. Pero el conde Balza tenía dieciocho años. ¡Dieciocho años! ¿Me explico, señor mío?
       Yo en cambio tengo cincuenta y ocho. Y en los años que me quedan, poco podría hacer por él, por el Gran Enemigo aquí presente en el uniforme azul de Onofrio. ¿Qué vicios, qué crápulas, qué traiciones, qué crueldades, qué mentiras, qué perfidias, qué sacrilegios, qué delitos puedo honradamente ofrecerle yo, que he vivido con morigeración, que ya me he cristalizado en un hábito vil de honestidad? ¿Dónde encontrar ahora las energías necesarias para banquetear en la mesa del pecado? Se requeriría la juventud, el ávido entusiasmo de los veinte años, la locura de ser más que los demás, el corazón duro, el ímpetu salvaje; entonces sí podría servir al Diablo. ¡Pero ahora, pobre de mí!
       –Adiós, señor ––dice Onofrio al ver que me resigno a irme. ¿Es una ilusión, o realmente vibra en su voz algo semejante a la piedad?
       Me alejo con mi humillación y mi derrota. Hasta el Diablo me ha cerrado la puerta en la cara. En el cielo, mientras tanto, se ha formado una tormenta. Allá lejos, por encima de los gasómetros, relampaguea. Dentro de poco lloverá.
       Nunca tan solo. Al pasar frente a la Catedral miro por casualidad la inmensa puerta. Parece cerrada. Quizá sólo esté entornada. Bastaría empujarla un poco, bastaría una sombra de valentía. Allí dentro está la paz, quizá.
       Pero sigo adelante. Ni siquiera disminuyo el paso. Busco ansiosamente en mis bolsillos; no obstante, tendría que quedarme un cigarrillo.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar