Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


Noticias falsas (1937)
(“Notizie false”)
Originalmente publicado en Omnibus (22 de mayo de 1937);
I sette messaggeri
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1942, 262 págs.)



      De vuelta de la batalla, el regimiento llegó una tarde a las afueras de Antioco. En aquellos días la guerra languidecía y el enemigo invasor aún estaba lejos. Se podía hacer un alto: la tropa, agotada, acampó a las puertas de la ciudad, en los prados, y los heridos fueron llevados al hospital.
       A poca distancia del camino, al pie de dos grandes robles, se plantó la gran tienda blanca del comandante, el conde Sergio-Giovanni.
       –¿Izo el pendón? –preguntó, inseguro, su ayudante.
       –¿Y por qué no habrías de izarlo? –respondió el comandante leyendo su pensamiento–. ¿Acaso no tenemos...? –Pero no quiso terminar la frase.
       De este modo se alzó encima de la tienda el pendón amarillo de los Sergio-Giovanni, con dos espadas negras y una segur bordadas en el paño. Delante de la entrada de la tienda pusieron una pequeña mesa con un escabel en el que el comandante se sentó a esperar la cena. La noche, que apenas había empezado a caer, era calurosa, y resplandores de tormenta iluminaban las desnudas montañas de los alrededores; por el camino blanco se acercaba un hombre que se apoyaba en una vara. Era un anciano vestido con una indumentaria de otros tiempos, pero muy digno; alto y barbado, rústico, muy orgulloso.
       Llevaba las piernas cubiertas de polvo blanco hasta las rodillas; debía de haber caminado mucho. Cuando vio el campamento, miró con atención a todos lados y luego se acercó a la tienda del comandante.
       Una vez delante del conde Sergio-Giovanni, se descubrió con amplio ademán:
       –Excelencia –dijo–, si me lo permitís, debo hablaros.
       El comandante, que era un caballero, se puso de pie para responder al saludo, pero se veía que estaba cansado e irritado. Luego, resignado, se volvió a sentar.
       –¿Veis aquella montaña? –dijo el desconocido señalando un gran cono de precarias laderas hacia oriente–. Yo vengo de detrás de allí. Hace dos días que camino, pero, si Dios quiere, habré llegado a tiempo. Sabed, Excelencia –continuó después de una pausa–, que detrás de esa montaña está el pueblo de San Giorgio. Yo soy su podestá, Gaspare Nelius.
       El coronel, algo ausente, movió la cabeza arriba y abajo como para dar a entender que había comprendido.
       –Allí estamos aislados del mundo –siguió diciendo el anciano, animado claramente por una alegre agitación–. Pero, tarde o temprano, las grandes noticias llegan igual. El otro día se presentó allí un mercader. “¿Sabéis que la guerra ha terminado?”, dijo. “El regimiento de Cazadores regresa ya a la llanura, lo he visto con mis propios ojos. ” “¿Que ha terminado la guerra?”, dijimos. “Del todo”, dijo él. “¿Y por dónde viene el regimiento?”, digo yo. “Ha cogido el camino de Antioco”, responde, “en tres días deberá estar allí”.
       –Entiendo, pero... –trató de interrumpirle el conde Sergio-Giovanni; sin embargo, el otro estaba demasiado entusiasmado.
       –Imaginad qué noticia para nosotros. ¿Sabéis, Excelencia, que la segunda compañía de aquí, del regimiento, es toda de muchachos de San Giorgio? Se acabó lo malo, pensamos, ahora los soldados volverán con la paga y las medallas. Entonces planeamos una gran fiesta. Yo bajo a Antioco a buscarlos; ahora, con la guerra terminada, el señor comandante –y aquí el anciano sonrió, afable– los dejará venir. Han cumplido con su deber. Incluso dos de ellos han muerto, Lucchini y Bonaz, sin duda los dejará venir...
       –Pero, mi buen señor... –comenzó el coronel poniéndose de pie. El anciano lo interrumpió.
       –Ya sé qué queréis decir, Excelencia: que a los soldados no se les puede licenciar así como así. Eso yo ya lo pensé desde el principio. Pero no es eso, no es eso. El regimiento, sin duda, estará unos días en Antioco. Concededle a la segunda compañía cuatro días de permiso, dejad que vayan un rato a su pueblo, sólo unas horas, dentro de cuatro días os los devuelvo a todos, palabra de honor...
       –Pero no es eso lo que os quiero decir... –volvió a intentar hablar Sergio-Giovanni–. Es otra cosa lo...
       –No me digáis que no, Excelencia –suplicó el anciano intuyendo que el otro estaba a punto de darle una negativa, he caminado durante dos días sólo para eso. Además, pensad que en San Giorgio ya está todo preparado. Simone ha construido una especie de arco de triunfo a la entrada del pueblo. Será más alto que esta tienda, todo decorado, y pondrán banderas y flores. Arriba tendrá escrito... esperad, por aquí debo tenerlo... lo hemos pensado entre todos... –y después de rebuscar en dos o tres bolsillos sacó un pedazo de papel manoseado–, aquí está... “A los héroes victoriosos que regresan, San Giorgio orgulloso y agradecido...”, es sencillo, pero me parece bien expresado.
       –Pero dejadme deciros antes una cosa –dijo con voz alterada el comandante–. Sois una buena persona, a...
       –Dejadme acabar antes –rogó suplicante el anciano–, y os persuadiréis de que no podéis decirme que no. Pensad en los pobres muchachos, hace dos años que están combatiendo, han sido valerosos y esforzados, imaginad qué alegría. Hemos puesto toda nuestra alma en esto. Saldrá a recibirlos la banda; habrá un gran banquete, yo llevaré los fuegos artificiales, Gennari dará un baile en su casa, habrá discursos...
       –¡Basta, basta! –gritó exasperado el comandante–. ¿Acaso no comprendéis que gastáis saliva en balde? ¿Quién os ha dicho que la guerra ha terminado?
       –¿Qué? –dijo sorprendido el anciano.
       –No –dijo secamente Sergio-Giovanni con voz afligida. La guerra no ha terminado todavía.
       Ambos permanecieron en silencio, mirándose, durante unos segundos. Extrañas dudas surgían en la cabeza del anciano.
       –Pero escuchadme –volvió a insistir el podestá de San Giorgio–, de todos modos el regimiento se detendrá aquí en Antioco durante un tiempo. Conceded un permiso a nuestros soldados, con dos días bastará; iremos a toda prisa, en ese tiempo haremos lo mismo, tampoco es nada extraordinario ir de aquí a San Giorgio en una jornada.
       –Imposible. Sería imposible aunque la guerra hubiera terminado –dijo resuelto el comandante, otra vez con aquella voz profunda y afligida–. La segunda compañía ya no está conmigo.
       En vano se engañaba pensando que esta explicación habría de bastar. El rostro del anciano había empalidecido.
       –¿Que no está aquí la segunda compañía? ¿Entonces he venido para nada? ¿Ni siquiera podré verlos? ¿Han pasado, acaso, a otro regimiento? Decídmelo con franqueza, Excelencia, decidme dónde están, e iré a buscarlos a toda prisa; decidme: está incluso mi sobrino...
       –Están muertos –dijo por fin el comandante mirando al suelo.
       Se hizo un gran silencio. Parecía, incluso, que todo en el vecino campamento se hubiera detenido. El anciano sentía la sangre latirle con fuerza en las sienes. Sobre las montañas seguía estancado aquel resplandor de tormenta. El pendón amarillo colgaba desmayadamente sobre la tienda.
       El conde Sergio-Giovanni inclinó la cabeza; parecía abatido, sus manos se apoyaban, inertes, sobre la mesa.
       –Muertos... –murmuró el anciano entre sí con voz débil.
       En su cabeza bullían los pensamientos. Permaneció inmóvil durante unos minutos, luego una amarga sonrisa torció lentamente sus labios, levantó con orgullo la cabeza y empezó a hablar otra vez con voz monótona.
       –Claro, claro, con lo valientes que eran no podía ocurrir otra cosa. Ya se lo había dicho yo a Safron: con tal de que no haya pasado ninguna desgracia... se lo dije... Y, ahora, ¿cómo llevaré la noticia? ¿Cómo voy a volver a San Giorgio? –su voz, colmada de una rabiosa desesperación, se había elevado–. Por la Patria, debo decirles, ése es el único consuelo. Murieron en combate, se contaron entre los héroes. Sólo se puede hacer eso. ¿No es así, Excelencia?
       El comandante no respondió, su rostro parecía petrificado.
       –El arco de triunfo, las banderas –siguió diciendo el anciano con pesarosa burla–, podrán servir para los funerales. Pondremos las flores sobre las tumbas, las pondremos todas juntas, con cruces todas iguales, los mejores jóvenes del pueblo. Aquí yacen los héroes de San Giorgio, pondremos a la entrada. A los héroes victoriosos que regresan –repitió Gaspare con amargura–, San Giorgio orgulloso y agradecido. Por lo menos eso lo podrán tener, ¿no, Excelencia?
       –No –respondió con crispada acritud el coronel–. ¡Basta! ¡Callad! Ya que queréis saberlo, no: no lo podréis decir, no murieron como héroes, murieron en plena desbandada, por su culpa fuimos derrotados...
       Dijo todo esto a gritos, como sacudiéndose de encima un peso atroz; luego, a causa de la vergüenza, el conde Sergio-Giovanni apoyó la cabeza sobre la mesa; tal vez incluso sollozaba, pero lo hacía en silencio, recluido en sí mismo.
       Al anciano, parecía como si la vida se le hubiese escapado.
       –Perdonadme, Excelencia –dijo muy despacio después de una larga pausa, y lloraba–, ved que también yo...
       Pero no pudo continuar. Se retiró con humildad y se le vio alejarse como si arrastrara las piernas; los brazos le colgaban, inertes, una mano sujetaba aún el sombrero, la otra arrastraba la vara. Se alejó lentamente de la tienda y echó a andar por el camino blanco en dirección a las montañas mientras se hacía por completo la oscuridad.


       Sólo al cabo de tres días el podestá avistó su pueblo perdido entre los montes. Unos doscientos metros antes de llegar a las casas, vio a Jerónimo, el mesonero, que junto con su primo Peter estaban ocupados con unas estacas plantadas a los lados del camino; sin duda algún preparativo para la gran fiesta. Trozos de tela de colores que de lejos no se podían distinguir bien estaban prendidos de las estacas y brillaban al sol de aquel día bellísimo.
       En un momento dado, al alzar la cabeza, Jerónimo vio acercarse al podestá y se puso a gritar para advertir a los demás. Pero en las cercanías había poca gente. Junto con Jerónimo acudieron sólo su primo, dos chicos de los campesinos y una mujer de unos cincuenta años.
       –¿Qué? –preguntó Jerónimo, que parecía contentísimo, al viejo Gaspare–. ¿Conseguiste encontrarlos? ¿Cuándo vienen?
       –¿Y a mi Max, lo has visto? –dijo al mismo tiempo la mujer–. ¿Está bien? ¿Los tendremos aquí hoy?
       El podestá se sentó, abatido, al borde del camino. Se quitó el sombrero y dedicó unos instantes a recobrar el resuello.
       –No vienen –dijo al cabo, despacio.
       –¿Cómo que no vienen? –preguntó Giuseppe–. ¿Entonces llegan mañana?
       –Mañana tampoco –respondió el podestá–. No vienen.
       –Pero eso es absurdo –exclamó Jerónimo–. La guerra ya se ha terminado. ¿Qué se van a quedar a hacer allí?
       –La guerra habrá terminado –dijo Gaspare–, pero ellos no vienen.
       –Entonces di, ¿qué pasa? –preguntó ansiosa la mujer–. ¿Qué te han dicho?
       El viejo permaneció mudo durante algunos instantes, rebuscando en su interior.
       –Se van a la capital –anunció finalmente–. Van a formar parte de la Guardia del Rey. Quieren seguir siendo soldados. Se han acostumbrado. Ya no podrían trabajar en el campo.
       –Pero... pero... –objetó la mujer–, ¿no van a venir a saludarnos?...
       –Me han dicho que no –añadió Gaspare–, que no les iba a dar tiempo.
       Entre tanto, otro hombre se sumó al grupo. Era Simone, el carpintero.
       –¿Lo has visto? –gritó aproximándose al viejo Gaspare–. ¿Has visto el arco acabado? ¿Has visto qué bonito ha quedado?
       –Calla –le ordenó en voz baja uno de los chicos presentes.
       Pero Simone no podía comprender y siguió diciendo, dichoso:
       –Corre, ven a verlo, Gaspare; le he puesto encima un caballo dorado y por la noche encenderemos las luces.
       –Has trabajado para nada –fue la respuesta de Gaspare–, ya no vienen. Se van a la capital, ingresan en la Guardia del Rey.
       –Está bien –insistía la mujer–, pero por lo menos les darán un permiso, ¡volverán aunque sólo sea a saludarnos!
       –No me han dicho nada de eso –explicó el podestá–. Con seguridad no lo sé, pero no creo.
       –Pero, digo yo –dijo confuso el carpintero–, entonces, ahora, el arco...
       –Puedes echarlo abajo –respondió Gaspare con pena–. Ya te lo he dicho, no vienen.
       –Pero es resistente, sabes. Y también los colores. ¿Por qué quieres echarlo abajo? –replicó el carpintero–. Podemos esperar siquiera unos meses; quiero decir que luego, cuando vengan los soldados, con darle otra mano de pintura...
       –Te repito que es inútil –replicó Gaspare–, no vienen, ¿es que no lo entiendes?
       –¿Y una carta? –insistía la mujer, que no acababa de convencerse–. ¿No te ha dado mi Max ninguna carta para que me la trajeras? ¿No te ha dicho nada?
       –Nada –dijo Gaspare–. Se han vuelto todos unos soberbios, casi les daba vergüenza saludarme. Su pueblo ya no les importa nada.
       –¡Oh, eso es imposible! –exclamó la mujer–. ¡Qué cosas dices!, mi Max soberbio... otro no diré, pero él siempre ha sido como un niño, siempre me ha escrito cuando...
       –Él igual que los otros –replicó con crueldad el viejo–. También él se ha vuelto un soberbio, quién sabe qué se creen que son. Por eso no vienen, la guerra se les ha subido a la cabeza, no quise decirlo al principio para no disgustaros...
       –Pero piensa –dijo el carpintero meneando con tristeza la cabeza–, piensa que ya habíamos puesto banderas de un lado a otro de la plaza, que habíamos arreglado la vieja campana...
       –Apenas me hicieron caso –se ensañaba entre tanto Gaspare–. “Os esperamos”, les dije, “veréis cómo os divertís”. “¿En San Giorgio?”, me respondió uno, creo que el hijo de Filomena, con dos medallas en el pecho. “Ni soñarlo”, me dijo, “tenemos que irnos en seguida, estaríamos buenos”, y se echó a reír.
       Formaban un grupo inmóvil sobre el camino y proyectaban sobre el polvo blanco una sola sombra, que se alargaba a medida que el sol recorría su trayectoria.
       –Eso me dijeron –repitió con amargura el viejo, y ahora los demás callaban–. Es inútil esperarlos, no vienen –prosiguió como si tuviese miedo de que no le creyeran (y entre tanto se los imaginaba insepultos en un vallejo desierto, tirados aquí y allá entre los matojos y las piedras, una matanza entre los muertos restos de la batalla).
       El sol daba jubilosamente en los paños de colores, en las banderas nuevas, en el caballo dorado que coronaba el arco de triunfo. En el pueblo, las muchachas todavía estaban atareadas en los alegres preparativos, recogiendo flores para los soldados –las flores, los adornos, el vino, la música que para nadie habrían ya de ser.
       –Es inútil –comentó Jerónimo con melancolía rompiendo por fin el silencio–, tenía que pasar... demasiado valientes, el Rey no ha querido soltarlos, no se encuentran soldados así...
       –Sí –asintió el viejo–, pero se les ha subido demasiado a la cabeza, no debían haber dejado... –(tirados con el rostro enterrado en el suelo, mordiendo vilmente la tierra, con los cuervos volando alrededor, por encima de esos muertos sin honor de los que tan sólo se apiada el sol que calienta sus espaldas inmóviles, restañando la sangre de sus vergonzosas heridas).




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