Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


La palabra prohibida
(“La parola proibita”)
Sessanta racconti
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1958, 566 págs.)



      Por insinuaciones veladas, bromas alusivas, prudentes rodeos o vagos murmullos, he llegado a la conclusión de que en esta ciudad, a la que me trasladé hace tres meses, existe la prohibición de usar una palabra. ¿Cuál? No lo sé. Podría ser una palabra rara, inusual, aunque también podría tratarse de un vocablo corriente, en cuyo caso, para alguien con una profesión como la mía, podría suponer cierto inconveniente.
       Más intrigado que alarmado, acudo a preguntarle a mi amigo Geronimo, la persona más sensata que conozco, que vive en esta ciudad desde hace unos veinte años y se sabe la vida y milagros de todo el mundo.
       —Es cierto —me contesta enseguida—. Es cierto. Aquí hay una palabra prohibida que todos se cuidan mucho de no usar.
       —¿Y qué palabra es?
       —Mira —me dice—, sé que eres una persona honesta y que puedo fiarme de ti. Además, me considero de verdad amigo tuyo. Aun así, créeme, es mejor que no te la diga. Escúchame: vivo desde hace más de veinte años en esta ciudad, que me ha acogido, me ha dado trabajo y me permite llevar una vida digna, no lo olvidemos. Yo por mi parte he aceptado sus normas con lealtad, las buenas y las malas. ¿Quién me ha impedido que me vaya? Nadie. No quiero dármelas de filósofo, no quiero remedar a Sócrates cuando le propusieron que se fugara de la cárcel, pero realmente me repugna infringir las normas de una ciudad que me considera hijo suyo… aunque sólo sea en semejante minucia. Y sabe Dios que es realmente una minucia…
       —Pero aquí hablamos con toda      . Aquí no nos oye nadie. Venga, Geronimo, podrías decirme cuál es la dichosa palabra. ¿Quién te podría denunciar? ¿Yo?
       —Compruebo que ves las cosas con la mentalidad de nuestros abuelos —observó Geronimo con una sonrisa irónica—. ¿El castigo? Sí, antes se creía que sin castigo la ley no podría tener eficacia coercitiva. Y quizá fuera verdad. Pero es un concepto tosco, primario. Aunque no se apliquen sanciones, el precepto puede mantener su máximo valor; somos gente civilizada.
       —Entonces, ¿qué te lo impide? ¿La conciencia? ¿El posible remordimiento?
       —¡Ay la conciencia! ¡Qué concepto tan trasnochado! Pues sí, durante siglos, la conciencia ha prestado inestimables servicios a los hombres y ha tenido que adaptarse siempre a los nuevos tiempos; ahora se ha convertido en algo que sólo se parece vagamente a lo que era, más sencillo, más normal, más tranquilo, diría yo, y con mucho, menos trágico y comprometido.
       —Si no te explicas mejor…
       —Haría falta una definición científica. Vulgarmente lo llaman conformismo. Es la paz del que se siente en armonía con la gente que lo rodea. O bien es la inquietud, el malestar, el desconcierto de quien se aparta de la norma.
       —¿Y eso es todo?
       —¡Qué va a ser todo! Es una fuerza tremenda, más potente que la bomba atómica. Por supuesto, no es igual en todas partes. Existe una geografía del conformismo. En los países subdesarrollados está todavía en pañales, en estado embrionario, o bien funciona de manera desordenada, caprichosamente, sin directrices. La moda es un ejemplo típico. En los países más modernos, en cambio, esa fuerza ya se ha extendido a todos los campos de la vida, se ha consolidado, se puede decir que flota en el aire, y está en manos del poder.
       —¿Y aquí?
       —Aquí también hay mucho conformismo. La prohibición de la palabra, por ejemplo, ha sido una iniciativa sagaz de la autoridad, destinada, precisamente, a poner a prueba la madurez conformista del pueblo. Una especie de experimento. Y el resultado ha superado con creces las previsiones. Ahora esa palabra ya es tabú. Aunque la busques con lupa, te garantizo que aquí no volverás a encontrarla nunca más, ni debajo de la alfombra. La gente se ha adaptado rápidamente. Y sin necesidad de amenazarle con denuncias, multas o cárcel.
       —Si fuera verdad lo que dices, sería facilísimo conseguir que todo el mundo fuera honesto.
       —Claro. Pero se necesitarán muchos años, décadas, quizá siglos. ¡Qué caray!, prohibir una palabra es fácil, renunciar a una palabra no cuesta mucho, pero los enredos, las difamaciones, los vicios, la deslealtad, las cartas anónimas son cosas de más enjundia… a las que la gente se ha aficionado, y ve a decirle que renuncie a ellas… Eso sí que es un sacrificio. Por otra parte, la oleada espontánea de conformismo, abandonada en un principio a sí misma, se ha dirigido hacia el mal, la desidia, las componendas, la cobardía. Hay que hacerle cambiar de rumbo, y no es fácil. Está claro que con el tiempo se conseguirá, puedes estar seguro de que se conseguirá.
       —¿Y a ti te parece bonito? ¿No entraña todo eso una limitación, una uniformidad espantosa?
       —¿Bonito? No se puede decir que lo sea. Pero a cambio es útil, extremadamente útil. Y la colectividad se beneficia de ello. En el fondo —¿lo has pensado alguna vez?— los caracteres, los “tipos”, las personalidades destacadas, que hasta ayer nos gustaban y nos fascinaban, no eran, al fin y al cabo, más que el primer germen de la ilegalidad, de la anarquía. ¿No representaban un punto débil en el entramado social? Y, al contrario, ¿no has notado que en los pueblos más fuertes hay una uniformidad de tipos humanos extraordinaria, casi angustiosa?
       —En resumen, ¿has decidido no decirme esa palabra?
       —Vamos, hombre, ¡no te enfades! Mira, no es por desconfianza, pero si te la dijera me sentiría mal.
       —¿Tú también? ¿Tú también, un hombre superior, puesto a la misma altura que la masa?
       —Así es, querido mío —y movió melancólicamente la cabeza—. Habría que ser un titán para resistir la presión del ambiente.
       —¿Y la      ? ¡El bien supremo! Antes la amabas.
       Habrías dado cualquier cosa con tal de no perderla. ¿Y ahora qué?
       —Cualquier cosa, cualquier cosa… los héroes de Plutarco… Hace falta algo distinto… hasta el sentimiento más noble se atrofia y se disuelve poco a poco si nadie le presta atención. Es triste decirlo, pero no se puede ser el único en desear el paraíso.
       —Entonces, ¿no me la quieres decir? ¿Es una palabra sucia? ¿O tiene alguna connotación delictiva?
       —¡Qué va! Es una palabra elegante, honesta y muy serena. Precisamente en eso se nota la fineza del legislador. Para las palabras indignas o indecentes, ya existía una prohibición tácita, aunque suave… la prudencia, la buena educación. El experimento no habría valido gran cosa.
       —Dime al menos si es un sustantivo, un adjetivo, un verbo o un adverbio.
       —Pero ¿por qué insistes? Si te quedas aquí con nosotros, un buen día identificarás tú también la palabra prohibida, de repente, casi sin darte cuenta. Así es, amigo mío. La absorberás del aire.
       —Está bien, Geronimo, mira que eres cabezota. Paciencia. Eso quiere decir que para saciar mi curiosidad tendré que ir a la biblioteca a consultar la jurisprudencia. Habrá alguna ley al respecto, ¿no? ¡Supongo que estará impresa y dirá claramente lo que está prohibido!
       —¡Ay, ay, ay! Te has quedado atrasado; sigues razonando con los viejos esquemas. Y no sólo eso: eres un ingenuo. Una ley que, para prohibir el uso de una palabra, la nombrara, se incumpliría automáticamente ella misma, sería un engendro jurídico. No servirá de nada que vayas a la biblioteca.
       —Vamos, Geronimo, te estás burlando de mí. Alguien ha debido de avisar en algún momento que la palabra X está prohibida. Y la habrá mencionado, ¿no? Si no, ¿cómo se iba a enterar la gente?
       —Efectivamente, ése es el único aspecto un poco problemático del asunto. Existen tres teorías al respecto: hay quien dice que la prohibición la difundieron verbalmente policías municipales de paisano. Hay quien afirma que encontró en su casa, en un sobre cerrado, el decreto de la prohibición con la orden de quemarlo nada más leerlo. Por último, están los integristas —pesimistas los llamarías tú— que sostienen incluso que ni siquiera hubo necesidad de una orden concreta, pues los ciudadanos son como corderos; bastó con que las autoridades lo quisiesen para que todos lo supieran enseguida por una suerte de telepatía.
       —Pero no se habrán convertido todos en borregos. Por pocas que sean, en esta ciudad habrá todavía personas independientes con ideas propias. Disidentes, heterodoxos, rebeldes, marginales, llámalos como quieras. Supongo que algunos de ellos, por desafío, pronunciarán o escribirán alguna vez la palabra censurada. ¿Qué ocurre entonces?
       —Nada, absolutamente nada. De ahí el éxito extraordinario del experimento. La prohibición ha calado tan hondo en las mentes que ha llegado a condicionar la percepción sensorial.
       —¿Y eso qué significa?…
       —Significa que, por un veto del inconsciente, siempre dispuesto a intervenir en caso de peligro, si uno pronuncia la palabra nefanda, la gente no la oye siquiera, y si la encuentra escrita, no la ve
       —Y en vez de la palabra, ¿qué ve?
       —Nada, la pared limpia, si está escrita en una pared, y un espacio en blanco, si está escrita en una hoja de papel.
       Intento el último asalto:
       —Geronimo, por favor. Por simple curiosidad: hoy, hablando aquí contigo, ¿he utilizado la palabra misteriosa? Eso al menos me lo podrás decir, no te compromete a nada.
       El viejo Geronimo sonríe y me guiña un ojo.
       —Entonces, ¿la he usado?
       Vuelve a guiñarme el ojo, pero de repente una enorme melancolía ilumina su rostro.
       —¿Cuántas veces? No te hagas el interesante, venga, dímelo, ¿cuántas veces?
       —Te doy mi palabra de honor de que no lo sé. Aunque la hayas pronunciado, yo no la he oído. Pero me ha parecido que en un momento dado, te juro que no recuerdo cuándo, ha habido una pausa, un brevísimo espacio vacío, como si hubieses pronunciado una palabra y no me hubiera llegado el sonido. También podría ser que se tratara de una pausa involuntaria, como suele pasar en toda conversación.
       —¿Sólo una vez?
       —Basta. No insistas.
       —Pues ¿sabes lo que voy a hacer ahora? En cuanto llegue a casa, transcribiré esta conversación palabra por palabra. Y luego llevaré el texto a la imprenta.
       —¿Con qué finalidad?
       —Si es verdad lo que has dicho, el tipógrafo, que podemos presumir que es un buen ciudadano, no verá la palabra censurada. Hay dos posibilidades: o deja un espacio en blanco al componer la línea y entonces me daré cuenta, o bien no lo deja, y en tal caso no tendré más que cotejar el texto impreso con el original del que, por supuesto, tengo copia, y así sabré cuál es la palabra.
       Geronimo se ríe afable.
       —Te quedarás in albis, amigo mío. En cualquier imprenta a la que vayas, el conformismo es tal que el tipógrafo sabrá automáticamente cómo actuar para eludir tu pequeña maniobra. Así que, excepcionalmente, verá la palabra que has escrito —si es que la has escrito— y no se la saltará en la composición. Descuida, aquí están muy bien entrenados los tipógrafos, y muy bien informados.
       —Pero, perdona, ¿cuál es la finalidad de todo esto? ¿No sería beneficioso para la ciudad que yo supiera cuál es la palabra prohibida sin que nadie la pronunciara o la escribiera?
       —Por ahora, probablemente no. Por lo que se desprende de tus palabras, es evidente que no estás maduro. Necesitas una iniciación. Todavía no te has adaptado. Según la ortodoxia vigente, aún no eres digno de cumplir la ley.
       —Y el público, al leer este diálogo, ¿no se dará cuenta de nada?
       —Simplemente verá un espacio en blanco. Y simplemente pensará: qué distraídos, se han saltado una palabra.




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