Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


Sombra del Sur (1939)
(“Ombra del sud”)
Originalmente publicado, como “Messaggero del sud”, en el periódico
Corriere della Sera (2 de julio de 1939);
I sette messaggeri
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1942, 262 págs.)



      Entre las casas tambaleantes, los calados balconajes llenos de polvo, los corredores fétidos, las paredes calcinadas y los vapores de la porquería que anidaba en todas partes, vi una extraña y solitaria figura en medio de una calle de Port-Said. A los lados, al pie de las casas, bullía la gente miserable del barrio. Aunque, a decir verdad, no fuera mucha, el hormigueo era tan uniforme y continuo que parecía una gran muchedumbre. A través de los velos de polvo y de las deslumbrantes reverberaciones del sol, no lograba fijar la atención en nada, como en los sueños. Pero después, justo en medio de la calle, una calle cualquiera, idéntica a otras mil, que se perdía en la lejanía en una perspectiva de chabolas fastuosas y ruinosas, justo en medio, digo, inmerso por completo en el sol, distinguí a un hombre, tal vez árabe, vestido con una larga hopalanda blanca y la cabeza cubierta con una especie de capucha —o al menos eso me pareció— también blanca. Caminaba lentamente por en medio de la calzada, como tambaleándose, como si buscara algo, titubease o estuviera un poco adormilado. Se alejaba entre los baches polvorientos con sus andares de oso, sin que nadie le prestara atención. En aquella calle y a aquella hora, todo su ser parecía concentrar con una extraordinaria intensidad todo el mundo que le rodeaba.
       Fue cuestión de segundos. Sólo después de haber apartado la mirada de él, me di cuenta de que aquel hombre, y sobre todo su inusitada forma de caminar, se habían apoderado de pronto de mi ánimo sin que yo mismo pudiera explicarme por qué.
       —¡Mira qué tipo tan cómico! —dije a mi compañero, esperando de él una frase banal que hiciera que todo volviera a la normalidad, porque sentía que una cierta inquietud se abría paso en mí. Y volví a dirigir la mirada al final de la calle para observarlo.
       —¿Quién dices que es cómico? —preguntó mi compañero.
       —Aquel tipo que se tambalea en medio de la calle, ¿no lo ves? —respondí.
       Mientras decía esto el hombre desapareció. No sé si entró en una casa o en un callejón; si se lo tragó la multitud que se deslizaba junto a las casas o incluso se desvaneció en la nada, quemado por las reverberaciones meridianas del sol.
       —¿Dónde está? ¿Dónde? —repitió mi compañero.
       —Estaba allí, pero acaba de desaparecer —respondí.
       Después, aunque eran ya las dos de la tarde y hacía mucho calor, volvimos a subir al coche y fuimos a dar una vuelta. La inquietud había desaparecido en mí y nos reíamos por cualquier tontería, hasta que llegamos a los confines del poblado indígena, donde los polvorientos y grandes edificios de viviendas populares finalizaban, comenzaba la arena y aún resistían al sol algunas barracas sucias, que por piedad confié en que estuvieran deshabitadas. Pero, al mirar más detenidamente, me di cuenta de que un hilo de humo, casi invisible entre las llamaradas del sol, salía de uno de aquellos tugurios y subía con esfuerzo hacia el cielo. Así pues, allí dentro vivían hombres, pensé con remordimiento mientras me quitaba una brizna de paja de la manga de mi traje blanco.
       Me entretenía, pues, con estas filantropías de turista cuando, de pronto, me quedé sin respiración.
       —¡Qué gente! —estaba diciendo a mi compañero—. Mira por ejemplo aquel chiquillo que lleva un cacharro en la mano, ¿qué puede esperar de…?
       No terminé la frase, porque mi mirada, al no poder detenerse por la luz sobre cosa alguna y vagar inquieta, se posó sobre un hombre vestido con una hopalanda blanca que se dirigía tambaleándose más allá de los tugurios, por la arena, hacia la orilla de una laguna.
       —¡Qué situación tan absurda! —dije en voz alta para tranquilizarme—. ¡Llevamos media hora paseando y hemos ido a parar al mismo sitio de antes! ¡Mira aquel tipo! ¡Es el mismo de antes!
       En efecto, era él, no cabía ninguna duda, con su paso vacilante, como si estuviera buscando algo, titubeara o estuviera un poco adormilado. Y también ahora se daba la vuelta y se alejaba lentamente, impulsado —así me lo pareció— por una fatalidad paciente y obstinada.
       Era él; y la inquietud renació más fuerte en mí, porque sabía muy bien que aquel sitio no era el mismo de antes y que el automóvil, aunque hubiera dado muchas vueltas en vano, se había alejado algunos kilómetros, cosa que no hubiera podido hacer un hombre a pie. Y sin embargo, el árabe indescifrable estaba allí, dirigiéndose hacia la orilla de la laguna, donde yo no entendía qué podía buscar. No, no buscaba nada, lo sabía perfectamente. De carne y hueso o puro espejismo, se me había aparecido a mí; milagrosamente, se había trasladado de un extremo a otro de la ciudad indígena para volver a encontrarse conmigo, y supe (por una voz interior) que una oscura complicidad me unía a aquel ser.
       —¿A qué tipo te refieres? —respondió mi compañero despreocupado—, ¿al chico del cacharro?
       —¡No, hombre! —respondí airado—. ¿No lo ves allí? No hay nadie más que él, aquel que… que…
       Tal vez fuera un efecto de la luz, una ilusión banal de la vista, pero el hombre se había vuelto a disolver en la nada, siniestro engaño. Las palabras se me atascaban en la boca. Balbuceaba, desorientado, mirando fijamente la arena vacía.
       —Tú no estás bien —me dijo mi compañero—. Volvamos al barco.
       Entonces traté de reír y dije:
       —Pero ¿no te das cuenta de que estaba bromeando?
       Zarpamos esa misma tarde. La nave descendió por el canal hacia el Mar Rojo, en dirección al Trópico. Esa noche la imagen del árabe seguía impresa en mi ánimo, mientras trataba de pensar inútilmente en cosas sin importancia. Es más, me parecía obedecer oscuramente a unas decisiones que no eran mías; llegué incluso a pensar que el hombre de Port-Said no era ajeno al asunto, como si él hubiera querido señalarme los caminos del sur; que su tambaleo, sus andares de oso, eran ingenuos hechizos, como los que utilizan ciertos brujos.
       Conforme avanzaba el barco me fui convenciendo poco a poco de que estaba en un error: todos los árabes visten más o menos de la misma manera, evidentemente me había confundido, y la fantasía había sido cómplice. Sin embargo, la mañana que arribamos a Massaua volví a sentir un vago eco de aquel malestar. Ese día me fui a pasear solo durante las horas de más calor, deteniéndome en las encrucijadas para explorar a mi alrededor. Me parecía estar efectuando una prueba, como cuando se cruza un puente para ver si aguanta. ¿Aparecería de nuevo el individuo de Port-Said, fuera hombre o fantasma?
       Estuve dando vueltas durante una hora y media sin temor al calor del sol (el célebre sol de Massaua), pues el experimento parecía estar saliendo de acuerdo a mis esperanzas. Seguí a pie a través de Taulud, me detuve a inspeccionar el dique, vi árabes, eritreos, rostros puros o abyectos, pero a él no lo vi. Me dejaba achicharrar alegremente por el sol, como liberado de una persecución.
       Después llegó la noche y volvimos a zarpar hacia el sur. Los compañeros de viaje habían desembarcado, la nave estaba casi vacía, me sentía solo y extraño, un intruso en un mundo que no era el mío. Levadas las anclas, la nave empezó a separarse lentamente del muelle desierto, no había nadie despidiéndonos; y de pronto se me ocurrió que, en el fondo, de alguna forma el fantasma de Port-Said se había interesado por mí, aunque sólo hubiera sido para angustiarme. Sí, me había atemorizado con sus desapariciones mágicas, pero al mismo tiempo éstas habían sido para mí un motivo de orgullo. En efecto, el hombre había venido por mí (mi compañero de paseo ni siquiera lo había visto). Considerado desde la distancia, aquel ser se me revelaba ahora como una personificación que encerrara el secreto mismo de África. Entre yo y aquella tierra existía, pues, un vínculo hasta entonces insospechado. ¿Había venido hasta mí un mensajero de los reinos fabulosos del sur para indicarme el camino?
       Cuando el barco estaba ya a doscientos metros del embarcadero, una pequeña figura se movió en el extremo del muelle. Me pareció que se alejaba completamente solo y muy despacio por la franja de cemento gris, tambaleándose como si titubeara, buscara algo o estuviera un poco adormilado. Comenzó a latirme el corazón. Era él, estaba seguro, fuera hombre o fantasma. Probablemente, aunque no podía distinguirlo en la distancia, me daba la espalda y se dirigía hacia el sur, absurdo embajador de un mundo que hubiera podido ser también el mío.
       Hoy, en Harar, finalmente lo he vuelto a ver. Ahora me encuentro en la casa completamente aislada de un amigo, escribiendo; el ruido del ventilador no cesa de zumbarme en los oídos, los pensamientos van y vienen como si fueran olas, tal vez por el cansancio, tal vez por el mucho aire que me ha dado en el coche. No, ya no es temor, como el que me acometió en la laguna de Port-Said, sino más bien una sensación de debilidad, de inferioridad ante lo que nos espera.
       Hoy lo he visto de nuevo, mientras inspeccionaba los laberintos de la ciudad indígena. Hacía media hora que caminaba por esas callejuelas, todas iguales y diferentes, bañadas por la luz bellísima de después de una tormenta. Me entretenía echando una ojeada a través de los raros vanos donde se abren patios fabulosos, rodeados como minúsculas fortalezas por muros rojos de piedra y barro. Las callejas estaban casi todas desiertas, las casas, si es que se las podía llamar así, silenciosas. A veces se me ocurría pensar que era una ciudad muerta, asolada por la peste, y que ya no había ninguna salida; la noche nos sorprendería buscando afanosamente la salvación.
       En estos pensamientos estaba, cuando se me volvió a aparecer. Daba la casualidad de que la empinada callejuela por la que yo bajaba no era tortuosa como las otras, sino bastante recta, de forma que desde ella se podía ver con claridad hasta una distancia de ochenta metros. Él caminaba entre las piedras, tambaleándose más que nunca como un oso; con la espalda vuelta, se alejaba de una forma enormemente elocuente: no era exactamente trágica ni tampoco grotesca, no sabría cómo definirla. Pero era él, el hombre de Port-Said, el mensajero de fabulosos reinos que ya nunca más me podrá abandonar.
       Corrí entre las escarpadas piedras lo más rápido que pude. Esta vez no se me escaparía, dos muros rojos y uniformes, en los que no había ninguna puerta, cerraban la callejuela. Corrí hasta el lugar en que el callejón formaba un recodo, seguro de que, al girar, me encontraría con el hombre a no menos de tres metros. Pero no estaba. Al igual que las otras veces, se había desvanecido en la nada.
       Lo volví a ver más tarde, siempre igual, alejándose de nuevo por uno de aquellos callejones, no hacia el mar, sino hacia el interior. Ya no corrí tras él. Me quedé quieto, mirándolo con una vaga tristeza, hasta que desapareció por una callejuela lateral. ¿Qué quería de mí? ¿Adonde quería conducirme? No sé quién eres, si hombre, fantasma o espejismo, pero me temo que te has equivocado. Creo que no soy la persona que buscas. La cosa no está muy clara, pero me parece haber entendido que desearías conducirme más allá, cada vez más allá, cada vez más hacia el centro, hasta las fronteras de tu desconocido reino.
       Lo comprendo, incluso admito que sería muy hermoso. Eres paciente; me esperas en las encrucijadas solitarias para mostrarme el camino, eres francamente discreto, finges que huyes de mí con una diplomacia muy oriental, y no te atreves siquiera a descubrirme tu rostro. Sólo quieres hacerme comprender —me parece— que tu monarca me espera en medio del desierto, en un palacio blanco y maravilloso vigilado por leones y donde cantan fuentes embrujadas. Sería hermoso, lo sé, me gustaría verdaderamente ir. Pero mi alma es terriblemente tímida y la reprendo en vano: sus alas tiemblan, sus dientecitos diáfanos castañetean en cuanto se la conduce hacia el umbral de las grandes aventuras. Por desgracia soy así, y temo realmente que tu rey pierda el tiempo esperándome en ese palacio blanco en medio del desierto, donde probablemente sería feliz.
       No, no, por amor de Dios. Suceda lo que suceda, ¡oh, mensajero!, lleva la noticia de que voy; no es necesario que aparezcas ante mí otra vez. Esta noche me siento realmente bien, aunque mis pensamientos fluctúen un poco, y he tomado la decisión de partir (¿pero seré capaz? ¿No pondrá objeciones mi alma? ¿No se echará a temblar cuando llegue el momento?, ¿no esconderá la cabeza entre las temerosas alas diciendo que no quiere seguir avanzando?).




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