Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


El acorazado “Tod” (1954)
(“La corazzata ‘Tod’”)
Originalmente publicado en Tutti (4 de abril de 1954);
Sessanta racconti
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1958, 566 págs.)



      Hugo Regulus, que fue capitán de corbeta alemán en la Segunda Guerra Mundial, publicará el mes que viene un libro extraordinario (Das Ende des Schlachschiffes König Friedrich II, Gotta Verlag, Hamburgo). Los pocos que han leído el manuscrito al principio se han quedado un poco sorprendidos, pues los hechos narrados rozan lo inverosímil, por no decir el puro y simple delirio. Sin embargo, avanzando en la lectura, hay que admitir que la documentación del autor parece indiscutiblemente seria y convincente. Entre otras cosas, impresiona la fotografía —a decir verdad, la única, pero por su calidad no parece que sea el fruto de ninguna mistificación— del inaudito monstruo, que se diría creado en un delirio de grandeza, condenado y envilecido por su ignominioso y humillante exilio, y finalmente abocado, cuando ya todo parecía disolverse en una deshonrosa degradación, a la trágica magnificencia de un destino tanto más heroico y ambicioso cuanto que nadie en el mundo debería haber sabido nunca nada de él.
       De ser cierto lo que cuenta Regulus, se trata de la revelación del secreto más asombroso y tenebroso de la última contienda. Asombroso por la gesta en sí misma, que a primera vista parece inverosímil y se diferencia extrañamente de cualquier otro episodio de la guerra. Y quizá más asombroso aún por la conjura de silencio con que miles y miles de hombres guardaron y siguen guardando el secreto, como si el hecho de compartirlo, a sabiendas de ser los únicos, les deparase una dicha inestimable. En la necesidad o conveniencia de callar estuvieron y están de acuerdo hombres ricos y pobres, poderosos y humildes, cultos e ignorantes, altos oficiales y simples peones de obra, todos ellos fieles al pacto incluso cuando la catástrofe deshizo el vínculo de la disciplina militar. Todos ellos —declara Regulus, aunque sobre esto surgen dudas— seguirán callando mañana, cuando el libro esté publicado; y si alguien los identifica, lo negarán, dirán que no saben nada. Todos menos uno.
       El libro está dividido en tres partes. En la primera, Regulus narra en primera persona cómo se enteró de la misteriosa historia. Se trata de una especie de meticuloso memorial en el que describe las fases de su investigación: las primeras y vagas sospechas que le llevaron a reunir todo un conjunto de presunciones y de indicios que parecían no tener relación alguna entre sí; sus investigaciones durante mucho tiempo infructuosas, hasta que el azar le condujo al lugar mismo donde el hecho se desarrolló y donde devastados rastros de escombros hablaban aún de sueños insensatos; los testimonios, si se pueden llamar así las deducciones hechas a partir de frases oídas en las negras tabernas de los puertos, cuando la noche y el cansancio comienzan a hacer mella en la obstinación del hombre; y el encuentro con el superviviente, que en el delirio de su agonía habla sin parar, revelando el terrible secreto, ¡al fin!
       La segunda parte consiste en el relato, por desgracia lleno de lagunas, de lo ocurrido a bordo del navío desde el día en que zarpó para su primera misión hasta la mañana de la tragedia en los extremos confines del océano.
       En la tercera parte, que tiene carácter de apéndice, Regulus responde a las posibles dudas, objeciones y críticas del público. Tratando de explicar, sobre todo, cómo un hecho de tales proporciones, que implicó a miles de personas, ha podido permanecer durante tanto tiempo oculto bajo una capa de silencio. Citando en sus más mínimos detalles, con una insistencia casi sospechosa, los “documentos”. Y, por último, tratando de interpretar el último acto del drama que, pese a todos sus esfuerzos, permanece envuelto en un halo sobrenatural y exige de nosotros un verdadero acto de fe. Pero, aunque nos cueste creerlo, ¿acaso una aventura tan descabellada podía tener un final menos absurdo? ¿Sería realmente un prodigio que, fascinados por una locura tan pura, los poderes de las tinieblas, de los que a veces se oyó hablar en tiempos pasados, salieran de los abismos australes para responder al desafío dignamente?
       Hugo Regulus, hijo de un armador de Lübeck, tenía treinta y cinco años cuando estalló la guerra. Oficial de marina, había dejado el servicio en 1936 con el grado de capitán de corbeta por motivos de salud y para poder ayudar a su padre, ya viejo, en la fábrica. Movilizado cuando comenzaron las hostilidades, habría podido ser declarado inútil a causa de sus condiciones físicas. Pero por patriotismo quiso incorporarse y fue destinado al Ministerio de Marina de Guerra, a la sección de “Personal”, donde permaneció hasta el final.
       Nunca le encargaron tareas difíciles o de responsabilidad. Llevaba el fichero de suboficiales y supervisaba sus ascensos, traslados, permisos, faltas disciplinarias, etcétera. De ese modo siempre tenía, indirectamente, una visión de conjunto y perfectamente actualizada de las vicisitudes de la Kriegsmarine.
       Pues bien —es él quien lo cuenta—, a partir del verano de 1942 empezaron a llegar a su oficina unas órdenes de traslado diferentes. Se indicaba el lugar o la unidad de procedencia, pero como destino se daba una fórmula secreta: “Eventualidad 9000 —Misión especial— Presentarse en la Oficina operativa 27”.
       Este tipo de órdenes, con la contraseña “Misión especial”, llegaban de vez en cuando, y habría sido indiscreto, además de sospechoso, que los oficinistas de la sección de “Personal” indagasen sobre la naturaleza de dicha misión. De momento aparecían pocas veces, referidas a pequeños grupos de siete u ocho personas como máximo. Era fácil suponer el secreto que ocultaban: encargos reservados para el Servicio de Información y Contraespionaje, misiones en territorio enemigo, o cruceros de vigilancia especialmente delicados con submarinos, por lo que se consideraba necesario rodearlas de una reserva mayor que la empleada habitualmente en el resto de las operaciones bélicas.
       Pero esta vez los destinados a la “misión especial” no eran siete u ocho, ni tampoco una docena. En cuestión de semanas sólo los suboficiales destinados a ese lugar desconocido sumaban casi 200. Luego el ritmo de esos extraños traslados disminuyó, prolongándose sin embargo durante meses y meses.
       Regulus hablaba poco con sus colegas. A veces tuvo la impresión de que en su oficina había alguien que sabía más que él pero que prefería evitar el tema. Como si se tratara de uno de esos secretos que es mejor no conocer, porque el miedo a dejar escapar una palabra, a cometer una indiscreción por pequeña que sea, se convierte para los iniciados en una pesadilla, tan grave es lo que está en juego. Entonces uno rehuye incluso a los amigos y no se relaja nunca y, si vive en familia, se despierta sobresaltado por la noche con miedo de haber hablado en sueños y de que su mujer le haya oído.
       La “Eventualidad 9000” acabó convirtiéndose en una especie de puerta misteriosa que se tragaba a cientos de hombres; y, al otro lado, la oscuridad era total. ¿Una base para nuevas armas secretas? ¿Un curso de adiestramiento para algún plan temerario? ¿Un cuerpo de expedición para desembarcar en Inglaterra? Hasta que en febrero de 1943 la enigmática llamada se llevó también al cabo de primera clase Willy Untermeyer, que era el brazo derecho de Regulus.
       El tal Untermeyer era un hombre muy puntilloso y cumplidor, pero sin el menor temple guerrero. Su temor, no del todo disimulado, era tener que salir del ministerio, donde llevaba seis años trabajando, para embarcarse y salir a la mar. Gracias a su diligencia y a la simpatía de sus superiores, hasta entonces se había librado. Pero sus esperanzas se frustraron, y de la forma más temible. Para los de la sección de “Personal”, que desconocían lo que había detrás, la “Eventualidad 9000” era, de hecho, sinónimo de máximo peligro, de separación del género humano, de partida sin esperanzas de regreso.
       Por lo general taciturno y tímido, el cabo Untermeyer no conseguía dominarse en la víspera de su partida e interrogaba ansiosamente a sus superiores para que le dieran siquiera una vaga explicación. Pero siempre chocaba con un muro de silencio.
       El capitán de corbeta Regulus lo vio partir con pena. Y el enigma de la “Eventualidad 9000”, hasta entonces ajeno a él, entró, por decirlo así, en su vida. La curiosidad, el deseo de saber lo que no se debe saber, ese sentimiento tan poco militar, se acabó convirtiendo en una obsesión cotidiana. Bastaba con que un guardia le entregase un sobre con la anotación “reservado” —sucedía varias veces al día— para que le diera un vuelco el corazón: ¿y si la “Eventualidad 9000” llegaba a necesitarle también a él?
       Pero la llamada para el capitán de corbeta Regulus no llegó, y pasaron los meses, y decenas y decenas de otros suboficiales partieron a un destino desconocido, y por mucho que aguzara el oído y estuviera con los ojos bien abiertos, no logró descubrir el menor indicio, ni una palabra, ni una alusión, ni un gesto, ni una mirada, nada que de algún modo tuviera algo que ver con el inquietante enigma. Llegaron los bombardeos, su oficina se trasladó a un lugar seguro de las afueras de Berlín, luego terminó la guerra y Regulus, gracias a su delicada salud, logró evitar la detención y la cárcel. Pero ni siquiera entonces, cuando se desmontó el aparato militar y los secretos más ocultos salieron a la luz, pudo saber nada sobre la “Eventualidad 9000”. Sin embargo, cientos de suboficiales y probablemente miles de marineros habían estado implicados. ¿Adonde habían ido a parar? Fuera cual fuese el misterio, muchos de ellos tenían que haber vuelto. ¿Cómo es que nadie decía nada? ¿Y por qué el cabo Untermeyer, que desde su partida le había escrito unas líneas todos los meses, regularmente, en una tarjeta con franquicia (pero ni el texto ni la estampilla revelaban su procedencia real), no daba señales de vida?
       Así fue como surgió en el antiguo capitán de corbeta Regulus la determinación de resolver el misterio. El secreto militar o la barrera infranqueable del frente habían provocado durante años grandes lagunas en el conocimiento de los hechos bélicos; lagunas que las revelaciones de los protagonistas, de cualquiera de los dos bandos, poco a poco fueron rellenando. Diariamente salían a la luz, se diría que con desvergüenza, las intimidades más recónditas de los gobiernos y altos mandos. El panorama de la contienda iba completándose con episodios desconocidos hasta entonces. La vida privada del Führer, las armas secretas, los complots de los generales, los sondeos para armisticios por separado, etcétera, todo salía a relucir. Todo excepto la “Eventualidad 9000”. Era el único vacío que no llegaba a colmarse, y no era un vacío cualquiera, a juzgar por el gran número de personas desaparecidas. En el gigantesco rompecabezas que reconstruía la historia de esos años faltaba todavía una pieza, y para rellenar el agujero no había más que esa fórmula convencional y sin sentido, tras la cual no se divisaba nada, ni siquiera la sombra confusa de un fantasma.
       A decir verdad, los que conocían esa laguna eran muy pocos, sólo aquellos que, como Regulus, habían tenido indicios de ella por motivos de trabajo. El mundo exterior no sabía nada. Parecía que ni los ingleses, ni los norteamericanos, ni los rusos estaban al corriente. Incluso los escasos colegas con que Regulus se tropezaba parecían haberlo olvidado.
       —¿La “Eventualidad 9000”? —contestaban—. Ah, sí, ahora me acuerdo… Una misión especial, ¿verdad?… Vete a saber lo que era eso… Yo nunca supe nada.
       El caso es que parecían sinceros.
       Pero Regulus no se dio por vencido (eso es al menos lo que él asegura). Es más, andando el tiempo la “Eventualidad 9000” llegó a convertirse para él en una especie de obsesión. Aunque su familia se había empobrecido con la guerra, él no pasó apuros económicos, pues encontró un puesto decente en una empresa comercial de Lübeck. Su trabajo tampoco era agotador, de modo que pudo sacar tiempo para hacer sus indagaciones.
       En noviembre de 1945 empezó a buscar a la familia de Untermeyer, cuyas señas conservaba. Viajó a Kiel, donde encontró al padre y a la esposa del suboficial, que no había dado señales de vida desde abril de 1945. No, nunca habían sabido nada de su verdadero destino. No, después de ser enviado a la “misión especial” no había vuelto nunca de permiso. No, no tenían ni la más remota idea de cuál había sido su suerte. Pero esperaban verle aparecer de un momento a otro. No, tampoco habían oído nunca noticias, hipótesis ni rumores sobre la “Eventualidad 9000”. Fue una investigación completamente infructuosa.
       Hugo Regulus confiesa que en este punto se sintió bastante desanimado. No sólo se tambaleaba su convicción de que había un misterio —y un misterio de carácter monstruoso—, sino que dudaba de poder resolverlo algún día. Seguía sin encontrar la menor pista; seguía sin poder formular la menor hipótesis; seguía debatiéndose inútilmente en el vacío más absoluto.
       Empezaba a preguntarse si no sería preferible renunciar, cuando hizo su primer “descubrimiento”. En realidad, se trataba tan sólo de una interpretación muy personal de una noticia aparecida en diciembre de 1945 en Stars and Stripes, la hoja que publicaban los comandos de ocupación estadounidenses. Pero para él fue un indicio.
       La noticia era la siguiente:
       “La tripulación de un pequeño vapor argentino, el María Dolores III, llegado a Bahía Blanca procedente de las Malvinas, asegura haber divisado una serpiente de mar “tan grande como un cerro”. La descubrieron poco antes del amanecer. El gigante flotaba inmóvil, a contraluz, aparentemente dormido. Los marineros del mercante han coincidido en precisar que el monstruo tenía “por lo menos tres o cuatro cabezas y muchos tentáculos, o antenas, parecidas a las de los insectos pero de una longitud espantosa, que se elevaban al cielo girando lentamente, como si buscaran algo”. La aparición fue tan terrorífica que el María Dolores III cambió de rumbo y se alejó a toda máquina. Poco después las tinieblas de la noche envolvieron al monstruo, ya lejano en el horizonte, que permanecía inmóvil”.
       Varios días después hubo otra noticia interesante. El piloto de un avión procedente de África del Sur contaba que había visto en pleno océano —y daba la posición exacta— un islote volcánico recientemente emergido del agua. Cuando lo había sobrevolado con su aparato la erupción todavía estaba en pleno desarrollo, y el nuevo escollo quedaba en gran parte oculto por una columna de vapor que se alzaba a varios cientos de metros. Que se supiera, en aquella zona del océano nunca había habido ninguna isla.
       Para Regulus fue una auténtica revelación. Lo que se le había aparecido al María Dolores III —pensó— podía ser cualquier cosa menos una serpiente de mar, ya que esos monstruos jamás habían existido. Pero además, en un destello de clarividencia, relacionó aquellas dos noticias tan distintas y se preguntó si no serían dos interpretaciones absurdas del mismo fenómeno. ¿Por qué descartar que tanto la serpiente de mar como la isla volcánica fuesen un navío gigantesco?
       Era muy poco, se puede decir que más bien nada. Elucubraciones gratuitas a partir de dos noticias que quizá fueran el fruto de alucinaciones, agrandadas por los corresponsales de los periódicos, o incluso puras invenciones.
       Sin embargo, Regulus no conseguía quitarse de la cabeza esa idea exageradamente novelesca de que la “Eventualidad 9000” era un navío de guerra de proporciones gigantescas proyectado en secreto, construido en un astillero secreto, botado, armado y equipado en secreto para que apareciese de repente en el mar y exterminase con unos cuantos disparos las flotas de los enemigos. Quizá las antenas que habían visto los marineros del María Dolores III eran cañones de dimensiones nunca vistas, cada uno como la chimenea de las Lederer Stahlwerke construidas a las afueras de Lübeck. Pero también podían ser armas nuevas y terribles, lo que por otra parte explicaría todo aquel secretismo, que disparasen proyectiles o rayos exterminadores, como en los sueños de los jovencísimos cadetes, cuando por la noche caen rendidos en la fría y dura litera después de una jornada agotadora de estudio y ejercicios.
       Sólo que el navío invencible no había llegado a tiempo (ésa era la suposición de Regulus) y, cuando ya estaba listo para la batalla, había cesado el combate en todos los frentes de la tierra y el mar, debido a la postración, la ruina, la derrota total de su querida y gran Alemania.
       Pese a todo había zarpado para su primera misión, había llegado sin ser visto al océano Atlántico aprovechando esos días de excitación, de confusión, de frenesí mundial, porque la guerra había terminado y ya no había que morir.
       Por eso el navío —imaginaba Regulus— había estado vagando por las aguas más solitarias, como las que se encuentran al este de Argentina. ¿Con qué fin? ¿Con qué esperanza? ¿Viviendo de qué? ¿Con qué combustible encendía sus calderas del tamaño de las antiguas catedrales góticas? Y entonces las dudas volvían a asaltar al antiguo capitán de corbeta, que llegaba a reírse de su locura.
       Pero esa especie de demonio que llevaba dentro no se rendía, e incluso le impulsó a visitar las ciudades donde habían estado los mayores astilleros de la Kriegsmarine, o las localidades costeras poco conocidas donde la flota del Reich había instalado sus bases menores.
       Mal vestido, con una gorra de maquinista, pasaba las noches en las tabernas de mala muerte, bebiendo, fumando, charlando y haciendo preguntas tontas, como, por ejemplo, dónde se podían encontrar chicas jóvenes baratas, pero de vez en cuando dejaba caer alguna pregunta de otro tipo, como las que podría hacer un hombre entrado en años que se encontrase fortuitamente en un figón de poca categoría en una ciudad que no era la suya después de haber bebido más de la cuenta.
       Hablaba del barco legendario —no había encontrado un nombre más adecuado— como si se tratara de un dato de dominio público y no hubiese ningún peligro en mencionarlo.
       A su alrededor había obreros, descargadores, marineros, tenderos, fulanas que conocían la vida y milagros de su puerto. Pero ninguno parecía entender la alusión. Ninguno dio la menor señal de recelo o enfado, ni invitó al señor Regulus, más o menos abiertamente, a cesar un interrogatorio tan inoportuno.
       Parecía que nadie tenía ni la menor idea, que nunca habían oído hablar de un enorme navío construido en secreto y botado clandestinamente para salvar la patria agonizante.
       Estaba a punto de renunciar a sus investigaciones cuando la suerte salió a su encuentro en una cervecería de Wilhelmhaven.
       La suerte se había materializado en un mozo de cuerda o similar, de pelo gris, achaparrado, cansado, que se había quedado dormido en un rincón delante de su jarra vacía.
       Hugo Regulus, como siempre, entabló conversación con los presentes y la llevó con mucha astucia al asunto que le tenía en ascuas. Preguntó a unos y a otros, pero ni siquiera entendían de qué les estaba hablando, nunca habían oído hablar de semejante historia.
       De modo que la velada resultó infructuosa hasta el momento en que Regulus se encontró solo en el local y el dueño le hizo comprender que iba a cerrar; fuera, en la noche cada vez más silenciosa, se oía un chirrido rítmico y doloroso, como el de los veleros en el muelle balanceados por el movimiento de las olas.
       Entonces el mozo de cuerda de pelo gris se levantó para salir, pero cuando estuvo en el umbral de la puerta se volvió con una curiosa sonrisa burlona y dijo:
       —Esa historia que acaba usted de contar, se la oí contar a otro. Era un tipo de la isla de Rügen.
       Y desapareció.
       Regulus corrió tras él. Pero fuera no había ni un alma. Miró a derecha e izquierda. No se veía nada a la luz de la única farola encendida, como si se lo hubiese tragado la tierra.
       Pues bien, ahí le tienen deambulando por la isla de Rügen con un caballete y una caja, fingiendo ser un pintor. Mientras pinta —cuando era niño se entretenía pintando acuarelas, por lo que después de todo tampoco se le da tan mal— se diría que le gusta charlar un poco con los lugareños, en su mayoría viejos, niños y alguna mujer que otra, que se le acercan por detrás para observar con interés lo que está haciendo.
       —A propósito —dice—, hace tiempo oí decir que, durante la guerra, en la isla de Rügen, hubo una obra enorme.
       —Es verdad, es verdad —dice uno—. Lo hacían todo a escondidas, ¡como si aquí no se supiese todo!
       Con la emoción, el antiguo capitán de corbeta casi se queda sin aliento.
       —¿Y qué construían? Un acorazado, ¿verdad? ¿Era un gran navío de guerra?
       El hombre se echa a reír, seguido de los demás.
       —¿Un acorazado? Qué va. ¡Era el estadio, el estadio para 500.000 espectadores, para las grandes olimpíadas de 1948, que iban a ser la fiesta de la humanidad cuando Hitler hubiera conquistado todo el mundo!
       Es una amarga desilusión para alguien que ha buscado y se ha afanado tanto.
       —¿Y por qué iban a construirlo en secreto?
       —Cualquiera sabe. Quizá porque tenía que ser una sorpresa maravillosa, revelada de pronto al pueblo, agotado después de la victoria.
       —¿Y ustedes trabajaban allí?
       —No, ninguno de Rügen trabajábamos allí. Sólo había gente venida de fuera, miles y miles, todos jóvenes. Y no entendíamos por qué traían a trabajar al estadio a todos aquellos jóvenes que deberían haber estado en el frente.
       —¿Y les dejaban ver la obra?
       —Estaba rodeada por un alambre de espino con corriente de alta tensión. Y centinelas armados. Después había un espacio completamente vacío y luego aún más alambre de espino, y en el muro centinelas con orden de disparar.
       —¿Y después, qué hicieron? —pregunta el antiguo capitán de corbeta.
       —Después lo destruyeron todo. Se dio la orden de volar todas las instalaciones, seguramente por despecho. Durante cuatro días hubo explosiones continuamente, desde aquí se veían los fogonazos, la isla temblaba.
       —¿Y ahora?
       —Ahora no queda nada, sólo escombros.
       —¿Dónde está?
       Entonces le enseñan el camino.


       El obstinado Hugo Regulus llega, pues, al lugar donde Hitler había mandado construir el estadio más grande del mundo para las olimpíadas de la apoteosis alemana; justo en la isla de Rügen, ¡qué ocurrencia! Pero Regulus no es ningún ingenuo y enseguida comprende que allí nunca se construyó un estadio. Siente una extraordinaria conmoción al ver lo que lleva tantos meses buscando.
       Es una especie de vaguada que termina en la orilla del mar, y en ella hay hierbajos, pedruscos en desorden, trozos de pared y hormigón, hierros retorcidos, paredes rotas, pero sobre todo hierbajos y matorrales raquíticos que lo cubren todo penosamente.
       Calcula la longitud de la hondonada, más o menos medio kilómetro, calcula la anchura, la profundidad, todo. Ve restos de rieles, de grúas, de pontones, de planchas, incluso un casquillo de granada completamente hundido en el barro. Además olfatea en el aire ese olor característico de los navíos de guerra: una mezcla de gasóleo, pintura, alquitrán y sudor humano.
       De modo que ésta es la recóndita base de la “Eventualidad 9000”. Aquí se construyó un barco de proporciones inverosímiles, en este dique lo hicieron, desde aquí se deslizó hasta el mar, y ahora no queda ni siquiera el recuerdo, porque todo se hizo en secreto y los hombres que lo saben no abren nunca la boca, debe de ser por un juramento sagrado que compromete el honor y la vida; a no ser que hayan muerto todos, miles y miles sepultados bajo la superficie de la tierra. O del mar.
       Luego ve los restos del alambre de espino, del muro larguísimo, de los talleres, de los barracones, aquí debió de vivir una ciudad entera durante años a espaldas del mundo, protegida con algún ingenioso camuflaje, a espaldas de los propios peces gordos de la Kriegsmarine.
       Pero ahora sólo queda un páramo pedregoso y abandonado por donde no pasa nadie, con esa concavidad fatal en medio que ya no tiene sentido, y sobre él unos cuantos pájaros parecidos a cuervos que dan vueltas y vueltas tendenciosamente emitiendo graznidos quejumbrosos bajo el cielo gris e inmóvil del Báltico, con esa luz diáfana hacia el norte, siempre hacia el norte, y enfrente el mar eternamente en movimiento, mar duro y poderoso de color gris con largas crestas blancas que aparecen y desaparecen sin motivo, mientras las miradas, tratando de seguirlas, se dirigen a lo lejos, cada vez más lejos, hasta un remotísimo horizonte completamente deshabitado.
       El misterio de la “Eventualidad 9000” se hacía así aún más verdadero e inquietante. Hugo Regulus ya no podía echarse atrás ni aunque lo intentara con todas sus fuerzas; tenía que llegar hasta el final, incluso a costa de perder lo que le quedaba de vida. Corría el mes de mayo de 1946.
       De pronto, ese enigma tan difícil y oscuro se resolvió prácticamente por sí solo. En un periódico de Hamburgo se publicó una noticia sobre un intento de suicidio en Kiel: en un parque público habían encontrado a un hombre sin sentido y ensangrentado con una herida grave en la cabeza. Todavía llevaba un revólver en la mano derecha. Era un tal Wilhelm Untermeyer, antiguo suboficial de marina, repatriado recientemente de América del Sur, donde había estado internado durante algún tiempo. Se desconocían las causas del suicidio.
       Evidentemente era el cabo Willy Untermeyer, el que había trabajado tanto tiempo a las órdenes de Regulus hasta que se lo había llevado la “Eventualidad 9000”. Regulus lo encontró en el hospital de Kiel con la cabeza vendada y hablando sin parar, a pesar de los sedantes que le daban los médicos. De vez en cuando caía en un sueño profundo, pero en cuanto se despertaba volvía a hablar, diciendo cosas sin sentido aparente, por lo que todos estaban convencidos de que deliraba. La herida —según los médicos— era grave, había pocas posibilidades de que el hombre sobreviviese.
       Ni el padre ni la mujer del desdichado se explicaban lo ocurrido. Willy había vuelto hacía al menos un mes, más taciturno y reservado que nunca. No había contado casi nada de lo que le había ocurrido. Sólo que se había embarcado en un navío, que al final de la guerra habían autohundido el buque y a él lo habían internado en Argentina, donde lo había pasado regular, y que después lo habían repatriado. Pero no había explicado de qué navío se trataba, ni cómo, cuándo ni dónde había ido. También era muy extraño que tras la repatriación no se hubiese puesto en contacto con Regulus, dada la amistad que les unía. Su mujer le había dicho una vez:
       —¿Por qué no escribes al comandante Regulus? Vino aquí preguntando por ti, se alegrará de saber que has vuelto.
       —Sí, sí, le escribiré —había contestado Willy, pero no lo había hecho.
       ¿Reconoció el cabo Untermeyer a su antiguo superior cuanto éste entró en la pequeña habitación del hospital? Regulus dice que no está muy seguro. Parece, no obstante, que el herido respondió casi siempre a las preguntas que le hizo. Pocas, a decir verdad, porque los médicos habían prohibido interrogarle. Ya hablaba demasiado, como si tuviese dentro un espantoso atasco de cosas reprimidas que ahora trataban de liberarse; como si el disparo del revólver hubiese abierto una salida y por ella se derramase todo lo que en él fermentaba con dolor desde hacía demasiado tiempo.
       En esa verborrea interminable que sólo cesó una hora antes de su muerte, el cabo Untermeyer nunca mantuvo un discurso coherente. Los recuerdos surgían de aquí y allá sin ningún orden, de modo que a un episodio le seguía otro que a lo mejor había tenido lugar varios meses antes.
       Por eso la historia que Regulus pudo reconstruir presenta numerosas lagunas e incoherencias. Pese a todo, Regulus cree que nada de lo que salió de los labios de Untermeyer era fruto del delirio. La narración, aunque fragmentaria, está siempre motivada y, sobre todo, despeja de un modo exhaustivo las principales incógnitas que la “Eventualidad 9000” había planteado. Sea como fuere, se trata del único testimonio directo y digno de fe de uno de los acontecimientos más maravillosos de nuestro tiempo.
       Comienza entonces la segunda parte del libro, la más importante y por desgracia la más corta. Para ampliarla, Regulus, con muy buen criterio, no ha querido dar rienda suelta a su imaginación ni recomponer el material fragmentario con conexiones y añadidos que la lógica hubiera permitido. En la transcripción de lo dicho por Untermeyer su intervención se limita a situar los hechos en una sucesión cronológica evidente y dar forma sintáctica a las palabras que salieron de la boca del agonizante en frases entrecortadas, expresiones dialectales y balbuceos. Y ahora sólo nos queda escuchar.
       En el arsenal de la isla de Rügen —llamado precisamente arsenal 9000—, con una discreción que sería la envidia de los pálidos burócratas de las unidades criptográficas y un derroche de medios que parecía destinado a exprimir hasta la última gota de sangre de la nación, por lo que todos los presentes eran presa del miedo, como si se tratase de una locura calamitosa; en ese arsenal, cubierto por una inmensa techumbre sobre la cual, todas las mañanas, unos hombres extendían ramas verdes, broza amarillenta o una capa de nieve, según la estación; en ese arsenal lleno de militares y obreros totalmente separados del mundo; en ese arsenal protegido por un juramento solemne de todos los participantes, entre junio de 1942 y enero de 1945, se construyó el König Friedrich II, que debía ser el arma secreta del gran Reich para desbaratar las flotas unidas de Gran Bretaña, Estados Unidos y de todos los países que se les sumaran, pobres de ellos, que Dios se apiadara de los marineros que estuvieran a bordo porque ni siquiera tendrían tiempo de dirigir una oración al Todopoderoso.
       El desplazamiento tenía que ser de 120.000 toneladas, y así fue. La velocidad, 30 nudos. Casco con protección doble contra torpedos, de modo que el navío podía recibir por lo menos 30 impactos antes de vacilar. Propulsión a chorro con dos hélices auxiliares. Protección vertical de 45 centímetros en la obra viva y 3 5 en el puente acorazado. Cuatro torres de tres cañones del 203, 36 conjuntos de 75 antiaéreos. El armamento principal consistía en doce artilugios sin precedentes, en grupos de tres, que quizá fuesen cañones o quizá no, el cabo Untermeyer los llamaba Vernichtungsgeschütze y decía que podían aniquilar en unos segundos cualquier unidad de superficie en un radio de 40 kilómetros. Eslora, unos 280 metros. Tripulación, 2100 hombres. Las chimeneas eran tres.
       En el hospital, durante un intervalo de relativa calma, el cabo Untermeyer pidió a su mujer que le trajese sus papeles, guardados en una cartera de cuero, y extrajo de entre ellos una pequeña fotografía del leviatán para entregársela al comandante Regulus. Como en la toma no había puntos de referencia, las dimensiones no se pueden apreciar. Además, se trata de una instantánea mediocre tomada por un aficionado inexperto. En conjunto, la silueta recuerda a la de las demás grandes unidades alemanas, con su típica proa lanzada. Pero faltan las torres de los grandes calibres y en su lugar se ven unas astas o tubos metálicos de unos veinte metros de largo, con rotación y elevación autónoma, que podrían ser cañones o no. Estas armas no parecen tener ninguna coraza protectora. Arrancan de la cubierta y se elevan con una fuerte inclinación (por lo menos en la fotografía). Regulus descarta que se tratase de armas atómicas, también demuestra que no podían ser simples lanzacohetes, y renuncia a hacer una descripción técnica.
       El navío fue botado en octubre de 1944, pero pasaron varios meses antes de que estuviese listo. No se sabe si hizo ejercicios de tiro en la zona; son demasiadas las cosas que no se saben de esa espera desesperada. Pero ninguno de los enemigos sospechó jamás lo que se estaba tramando en el arsenal 9000, por lo que no hubo bombardeos y los aviones de reconocimiento pasaban de largo, aparentemente satisfechos.
       Después llegaron febrero, marzo y abril; la barrera defensiva del frente desbaratada, los rusos avanzando sobre Berlín; pero aunque los partes del Cuartel General ya no ocultaban la derrota, a bordo del König Friedrich II los hombres vivían tranquilos. Como el que vive encerrado en una sólida casa de granito mientras fuera brama la tempestad. Así de invencible parecía el nuevo acorazado, obra suprema de la estirpe alemana.
       Pero ¿por qué no encendían las calderas? ¿A qué estaban esperando? ¿A que apareciesen por la retaguardia las primeras patrullas de despreciables soviéticos? Berlín estaba a punto de caer, o mejor dicho, ya debía de haber caído, pues una noche dejó de transmitirse el parte del Cuartel General.
       Entonces los obreros y los ingenieros desembarcaron del acorazado, el aire empezó a tremolar sobre las tres chimeneas, señal de que habían encendido las calderas, en el ánimo de los hombres luchaban pensamientos y esperanzas opuestos, la paz era tremendamente deseable, incluso al precio de la humillante derrota, pero también resultaba amargo abandonar el navío maravilloso sin haber intentado siquiera combatir.
       El comandante de la unidad, el capitán de navío Rupert George, mandó dar el toque de asamblea. Era un hombre alto, rubio, aristocrático, de ojos muy claros, tan sensible y avergonzado de sus sentimientos que para protegerse de ellos había tenido que forjarse una voluntad de hierro.
       Eran las tres de la tarde del día 4 de junio de 1945. Cuando toda la tripulación estuvo reunida en la cubierta de popa, el comandante empezó a hablar en estos términos:
       —Oficiales, suboficiales, marineros, es poco lo que debo deciros, pero muy grave.
       ”Como seguramente ya habéis imaginado, las fuerzas armadas alemanas de tierra, mar y aire están dejando de combatir. Es posible que antes de esta noche se firme el armisticio. Todos los militares del Reich deberán someterse a sus cláusulas.
       Dicho esto dejó de hablar y, con sus ojos claros, observó durante unos instantes a los hombres que tenía ante sí.
       —Pero nuestra suerte es distinta. Por un decreto del mando supremo, el acorazado König Friedrich II queda exento de obedecer las cláusulas de cualquier posible armisticio. Tengo el documento en mi poder desde hace varios días y más tarde será expuesto para que cada uno de vosotros pueda verlo.
       ”De modo que el acorazado König Friedrich II zarpará esta noche rumbo a un destino que no puedo revelaros. Cuando el territorio nacional se encuentre completamente ocupado por los ejércitos enemigos, nosotros seguiremos siendo una Alemania libre e independiente. Ya no atacaremos, pero estaremos dispuestos a defendernos. Seremos el último pedazo intacto de nuestra patria.
       ”Tengo el deber de haceros saber que nos aguardan días, semanas, meses, años quizá, de duro sacrificio, y es posible que nos espere la muerte. Pero debéis saber que nos ha sido confiado el último jirón de la bandera destrozada. Quizá seamos nosotros los que debamos librar el combate más serio y postrero. Un combate que podrá darnos gloria, pero nada más, porque ya no habrá esperanzas.
       ”Al mismo tiempo tengo el deber de dejaros completamente libres en vuestra decisión. La elección sólo os incumbe a vosotros. Los que den por terminada la partida y prefieran compartir la suerte de nuestro pueblo, pueden desembarcar esta misma noche, exonerados de todas sus obligaciones militares. Motivos familiares y humanos pueden perfectamente justificar tal decisión, y no me corresponde a mí juzgarlos.
       ”Los que, por el contrario, opten libremente por permanecer a bordo, deben saber que sólo les esperan penalidades y privaciones. Será una misión larguísima, nadie está en condiciones de prever cuándo ni cómo finalizará. Incomodidades, soledad, separación absoluta de vuestras familias, desconocimiento del propio destino: eso es todo cuanto podéis esperar. ¿Vale la libertad semejante sacrificio? Que cada cual decida en conciencia. Yo ya he tomado la decisión hace tiempo.
       ”¿Hasta cuándo podremos conservar nuestro bien supremo? ¿Cuál es nuestra última meta? ¿Seremos llamados a una batalla decisiva? Ni yo mismo lo sé, pero aunque lo supiera no os lo podría decir.
       ”Por eso, cuando zarpemos rumbo a lo desconocido, los que se queden a bordo pueden dirigir una mirada de despedida a la tierra patria que dejamos. Es posible que no vuelvan a verla nunca más.
       Este fue, a grandes rasgos, el discurso del comandante George. Y justo después se dio la orden de romper filas. Nadie comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero las palabras del comandante incidieron tanto en los ánimos que apenas fueron 227 los hombres que pidieron desembarcar.
       Las últimas luces del día no se habían apagado del todo cuando el acorazado König Friedrich II salió de debajo del gigantesco camuflaje que lo había ocultado durante tanto tiempo y se dirigió a alta mar. En tierra, empezaron a atronar inmediatamente las cargas explosivas colocadas para destruir el dique, el arsenal, las oficinas y todo lo demás, y no dejar el menor rastro que delatara lo que se había hecho. Y durante mucho tiempo, todavía se pudieron ver desde el barco, cada vez más lejos, aquellas llamaradas tan elocuentes. Nunca volverían allí.
       En este punto la narración da un gran salto en el tiempo y no dice nada sobre cómo pudo el navío salir del Báltico sin ser descubierto, costear impunemente Escocia y recorrer el océano Atlántico de norte a sur sin tropezarse con el enemigo.
       Volvemos a encontrar el acorazado parado en medio del mar, al este del golfo de San Mateo, amarrado a una especie de boya que alguien, no se sabe cómo, había colocado especialmente para él en un bajío. Allí, casi dos mil hombres llevaban una vida absurda, lejos del resto del mundo, que seguía ignorando su existencia. Las actividades a bordo eran exactamente las mismas que las de cualquier navío que hace escala en un puerto, sólo que en ese lugar no había muelles ni señales visibles de tierra firme, sino el vacío desesperante de las olas. Al alba, limpieza, luego toda clase de ejercicios; muy pocas veces el radar señalaba la aproximación de un barco o un avión desconocidos. Entonces el monstruo de los mares se cubría inmediatamente con una espesa niebla gracias a unos aparatos especiales, y los navegantes siempre pasaban de largo sin preocuparse demasiado de esa extraña nube en medio del océano; lo mismo hacían los aviones. (En lo que concierne al avistamiento del María Dolores III, Untermeyer no supo dar ninguna explicación).
       De vez en cuando echaban al agua una motora grande que se alejaba rápidamente hacia poniente. Al cabo de unas horas, regresaba con nuevas provisiones de víveres. De hecho, se había organizado previamente el sistema de aprovisionamiento mediante encuentros en alta mar con barcos procedentes de Argentina. ¿Eran barcos alemanes o enarbolaban banderas extranjeras? No se sabe nada preciso. A veces, en lugar de la motora echaban al agua un pequeño barco cisterna, que volvía con gasóleo en lugar de víveres.
       Mientras tanto las noticias de la catástrofe alemana se sucedían en la radio y a bordo empezaron a cundir voces discordantes y sediciosas. Sin embargo, la sola presencia del comandante George bastaba para infundir un sentimiento de veneración y temor en los corazones encogidos.
       A la larga, ni siquiera la disciplina formal y la intensa actividad de todo tipo bastaron para contener el descontento. Por la noche se entablaban discusiones cada vez más audaces en la cámara de oficiales, y aquí y allá, en el retiro de los cuartos de oficiales, casi se fraguaban confabulaciones.
       ¿A qué estaban esperando? ¿Qué se podía esperar? De la ilusión romántica que les había seducido al partir ya no quedaba nada. La soledad era una pesadilla. La inmovilidad, desesperante. ¿A qué esperaban? ¿A ser descubiertos, como ocurriría fatalmente antes o después, y a que la aviación estadounidense les matara a todos? ¿A pudrirse en ese exilio absurdo?
       Voces, murmuraciones, calumnias, recelos y fábulas comenzaban a circular de boca en boca. Algunos sospechaban que el comandante George estaba loco. Se corrió la voz de que había tenido una violenta discusión con su segundo, el comandante Stephan Murlutter, un hombre sensato, frío, con la cabeza sobre los hombros. Se decía que Murlutter era partidario del autohundimiento y la rendición. La mayoría de los miembros de la tripulación compartían ahora esa opinión.
       Pero George también tenía a alguna gente de su parte. En especial los oficiales más jóvenes, los guardias marinas y los subtenientes de navío. Era justo —sostenían— que una aristocracia de unos pocos se sacrificara para expiar las infames culpas con las que Alemania se había manchado. Ellos eran los puros, los místicos, los ascetas.
       ¿Cuántos meses pasaron así? El tiempo se les echaba encima como les sucede a los enfermos, para quienes los días, siempre parecidos entre sí, se confunden, quitando toda consistencia al pasado. Llegó noviembre, luego diciembre, Nochebuena, y la fortaleza invencible nacida para la destrucción y la batalla seguía yaciendo en la indolencia. Aquella noche —allí era pleno verano—, desde la cubierta del navío el canto del Stille Nacht se extendió, patético, por la inmensidad desnuda del océano, sin hallar ningún eco.
       Surgieron extrañas leyendas. Se decía por ejemplo que con los barcos de avituallamientos clandestinos había llegado a bordo una mujer, es más, las mujeres eran tres y vivían escondidas en las cámaras de los suboficiales. Se decía que en la sala de máquinas alguien instigaba a los fogoneros para que se amotinasen. También se decía que próximamente habría un combate. Pero ¿contra quién? Nadie lo sabía.
       Los marineros, hasta entonces muy disciplinados, daban frecuentes muestras de nerviosismo. Empezaron a cundir falsas alarmas sin motivo. Los vigías divisaban aparatos inexistentes o humos que eran meros espejismos. Sin previo aviso, a veces en plena noche, una agitación febril se apoderaba de repente de todos los tripulantes, que saltaban de los catres, se vestían y corrían a los puestos de combate. Se había oído un “toque” de radar, se había encendido una bengala en el horizonte, un submarino había pasado cerca: ésos eran los rumores. Después se comprobaba que nada era verdad.
       En éstas, mientras se fraguaba el desastre, el comandante George enfermó. El mayor médico Leo Turba diagnosticó un tifus. La noticia contribuyó al derrotismo.
       Al cabo de ocho días el comandante George empezó a delirar. Creía que estaba en su casa de Bremen, llamaba a su mujer, ordenaba que le ensillasen el caballo.
       Al noveno día se repuso y mantuvo una larga conversación con su segundo, el capitán Murlutter. Informado de la excitación que cundía a bordo, ordenó volver a encender máquinas para zarpar al día siguiente.
       Esa decisión reanimó de momento a la tripulación, pero el desánimo fue aún mayor cuando el navío puso proa al sur, alejándose todavía más de Alemania.
       Finalmente, sin embargo, avistaron tierra, lo que hizo que los marineros casi enloquecieran de alegría.
       También esta vez se truncaron sus ilusiones. La costa era la de la Tierra del Fuego y la gigantesca embarcación se introdujo en una ensenada tortuosa, donde echó el ancla. El lugar no podía ser más inhóspito y salvaje. Peñas ásperas, glaciares inmensos, ni una brizna de hierba, manadas de pingüinos, frío. Ya nadie llamaba al navío por su nombre. Todos decían “el acorazado Tod”.
       El comandante George murió el día 23 de enero de 1946, lo que fue un alivio para la mayoría de la tripulación, pues el mando pasaba al capitán de fragata Murlutter, partidario del autohundimiento y la rendición.
       Las honras fúnebres tributadas a George fueron conmovedoras. Cuando el féretro envuelto en la bandera cayó al agua y se hundió en el mar, la banda entonó el himno nacional. Fueron muchos los que, con los nervios destrozados, rompieron en sollozos.
       Pasaron diez días más en la inmovilidad tétrica del fiordo patagónico. Extrañamente, las alarmas eran mucho más frecuentes que cuando el barco estaba en mar abierto, por lo que durante el día lo camuflaban con una especie de niebla que volvía el aire irrespirable.
       Todos esperaban que en cualquier momento Murlutter ordenase zarpar rumbo al norte. Y en efecto, un día mandó dar el toque de asamblea.
       Por tercera vez, los marineros, que ya empezaban a animarse, sufrieron una cruel decepción. Murlutter, como si el comandante George, con sus últimas consignas, le hubiese transmitido también toda su locura, anunció que todos debían prepararse para la última y más dura de las pruebas: al día siguiente, dijo, librarían batalla.
       Un murmullo amenazador se extendió por aquella exasperada multitud de hombres, en su mayoría andrajosos y barbudos. Entonces la voz de Murlutter sonó como un trueno:
       —Repito que mañana con toda probabilidad combatiremos. Leo en vuestros ojos una sola pregunta: ¿contra quién? Os respondo: no lo sé. Ignoro el nombre del enemigo. No sé cuáles son los colores de su bandera. Y preciso que eso no tiene la menor importancia. Recordad: muchos de vosotros llamáis a este acorazado con el nombre de Tod. ¡El acorazado Muerte! ¿Creíais que se trataba de una broma?
       ”Y ahora escuchadme con mucha atención. Como puede ocurrir que entre vosotros haya alguno, o muchos, que no se sientan llamados, a ellos les digo lo mismo que dijo el comandante George cuando salimos de la isla de Rügen: sois libres de elegir. El que quiera desembarcar que lo haga, nos las arreglaremos sin él. Pongo a su disposición las embarcaciones necesarias con carburante y víveres suficientes para llegar al lugar habitado más cercano. Su único deber, en el que no transijo, es el deber del silencio. Con un juramento severísimo tendrán que comprometerse a no decir jamás una palabra a nadie, por ningún motivo, sobre el acorazado… sobre el acorazado Tod. No soy un filósofo y no sé explicar bien ciertas cosas, pero querría decir simplemente esto: un sacrificio nunca llegará a los pies de Dios Todopoderoso si no se consuma en secreto. Bastaría una palabra de más por vuestra parte para que todo se echase a perder del modo más miserable. Maldición eterna, pues, a quien no sepa callar.
       ”¡Mas para quienes se queden a combatir, gloria! ¡Gloria a nosotros, al acorazado Tod! ¡Gloria a la desventurada patria lejana!
       El discurso cayó como una violentísima piedra en el corazón afligido de aquellos hombres. Su primer pensamiento fue: Murlutter también se ha vuelto loco. Sobre todo las últimas frases, pronunciadas con un ardor sombrío y doloroso, revelaban una exaltación peligrosa.
       Luego el nuevo comandante segundo Hellmuth von Wallorita dio la voz de firmes a la tripulación y saludó a Murlutter.
       Pero al llevarse la mano a la visera, Von Wallorita dejó caer el monóculo de su ojo derecho. Con un extraño tintineo el pequeño disco de vidrio golpeó en la chapa, pero en vez de romperse rebotó, rodando hacia el borde de la cubierta. Nadie osó moverse. En el denso silencio se oyó el leve rumor. Los ojos siguieron el recorrido de la lente, que aceleró cada vez más su rotación hasta que se metió en el trancanil. Pero en vez de detenerse allí, dio un último salto y cayó al mar.
       Al oír el ruido del vidrio en el agua, y sin duda por las inexplicables resonancias que sintieron dentro de ellos, un atroz sentimiento de soledad, como nunca habían experimentado, se apoderó de aquellos hombres exiliados en los confines de la tierra. Las miradas, perdidas, se dirigieron con odio a las tétricas montañas, a los peñascos y los glaciares impasibles, sumidos en su sueño eterno.
       Ochenta y seis hombres exactamente pidieron ser desembarcados, de ellos, dos oficiales y doce suboficiales, entre los que se encontraba Untermeyer.
       Muchos otros tripulantes habrían querido partir también de buena gana, para volver con la comunidad de los humanos y luego a su patria, pero pensaban que esa huida era inútil: al día siguiente, el nuevo comandante se daría cuenta de que aquello era una demencia. La imposibilidad de resistir mucho tiempo en aquel fondeadero salvaje sería más fuerte que cualquier locura. Y el navío acabaría rindiéndose.
       En presencia del comandante, los ochenta y seis prófugos prestaron el juramento de callar y, cada cual con su equipaje —ya había anochecido—, ocuparon su sitio en la motora, que se dirigió a la salida de la ensenada y no tardó en llegar a alta mar. Sólo entonces en algunos comenzó a despertarse el arrepentimiento, incluso el remordimiento, como si aquello fuese una vil deserción. Un remordimiento que con el paso del tiempo perseguiría cada vez más a Untermeyer, hasta llevarle al suicidio.
       Durante toda la noche, con mar en calma, la motora navegó rumbo a levante, porque había que alejarse mucho de la costa para evitar la insidia de las escolleras y llegar al estrecho de Le Maire.
       Cuando amaneció, el cielo estaba despejado y había una ligera calina en el horizonte. La tierra ya casi no se veía. Poco a poco los hombres pudieron mirarse a la cara, reconocerse bajo las espesas barbas.
       —¡Atención, unidad desconocida a popa! —gritó alguien de repente. Contuvieron la respiración—. ¡Pero si es el acorazado Tod! Sigue nuestro mismo rumbo… Sí, se acerca hacia aquí… No, no, se aleja… ¿Adonde diablos va?… Ahora vira hacia fuera… ¡Dios mío, va a toda máquina!
       Era una escena impresionante. Lanzado a toda velocidad, el leviatán salía de las brumas de la noche erizado de antenas misteriosas, y su poderosa y picuda proa hendía las olas con dos altos borbotones de espuma. Rápidamente la motora se inclinó hacia sotavento.
       Cuando el acorazado Tod estuvo casi de través a media milla de distancia, les pareció percibir, traído por el viento, un típico toque de trompeta:
       —¿Oyes la trompeta?
       —Sí, la oigo.
       —Yo también.
       —¡Se han vuelto locos!
       —¡Tocan zafarrancho de combate!
       Luego un grito ahogado lleno de horror:
       —¡Ave María Santísima, mirad allí!
       Los ochenta y seis miraron a la vez. La sangre se les heló en las venas. Allá, en el lejano horizonte austral, borrosas en la calígine del alba, unas espantosas sombras de navíos avanzaban en formación. ¿Eran barcos de verdad o sólo apariencias fantasmales?
       Se erguían soberanos sobre las olas y, en comparación con ellos, el gigantesco acorazado Tod parecía un barquito de juguete. Con formas inusitadas y de un intenso color negro, debían de tener una altura de varios cientos de metros y pesar millones de toneladas: parecían realmente salidos del infierno. Los hombres contaron dos, tres, cuatro, cinco, seis, pero seguían apareciendo muchos más entre la niebla, en un cortejo interminable. Cada uno tenía una silueta distinta: con extrañas arboladuras, torreones torcidos que parecían minaretes balanceándose en el cielo y coronados por un bosque de inmensos estandartes que ondeaban como una crin fúnebre. Y todos, ¿cómo explicarlo?, daban la impresión de ser extremadamente antiguos.
       ¿Quiénes eran? ¿Había que pensar verdaderamente que los almirantes del Apocalipsis surgían de las profundidades ocultas de la Tierra con las órbitas vacías y negras como cavernas, para humillar al hombre? ¿Eran ángeles o demonios los que poblaban esas fúnebres fortalezas? ¿No serían el enemigo último al que había aludido el comandante George Murlutter?
       Evidentemente, el acorazado Tod se precipitaba de frente hacia su perdición. Lo vieron acortar distancias, acelerar la velocidad, como si temiera perder la ocasión. Mientras tanto, los navíos de las tinieblas llenaban ya todo el horizonte con sus siniestras arquitecturas.
       El combate —contó luego el cabo Untermeyer— duró diez minutos. Los de la motora asistieron a él, impotentes y paralizados por el horror.
       Vieron cómo el acorazado Tod alzaba bien alto los doce largos cuellos de sus Vernichtunggsgeschütze en dirección a las formas espectrales. Luego un fogonazo triple, seguido de un borbotón triple de humo rojizo que se quedó atrás, flotando sobre las olas. De los cañones salieron tres lanzas incandescentes que, tras dibujar en el cielo una curva vertiginosa, acabaron dando en el blanco. Dio la impresión de que desaparecían en el costado de uno de los negros navíos.
       —¡Tocado! —gritó alguien en la motora, con un absurdo rebrote de esperanza. De hecho, en el centro del navío se había abierto una vorágine de fuego, inmediatamente los torreones comenzaron a vacilar y, tras permanecer un momento en equilibrio, todo se desmoronó en una frenética confusión de escombros y se hundió en el mar.
       Pero cuando el acorazado Tod disparó la segunda salva, el enemigo también hizo fuego. Unos resplandores amarillentos destellaron al mismo tiempo en cuatro unidades de la armada misteriosa.
       Conteniendo el aliento, los hombres de la motora esperaron la llegada de los proyectiles. Hasta que uno dijo:
       —¡Pero si no llega nada! ¡Pero si no son más que fantasmas!
       En ese preciso momento, mientras un trueno terrorífico estallaba con múltiples ecos, justo delante de la proa del acorazado Tod, una docena de inmensas columnas de espuma y agua se elevaron verticalmente desde el lívido océano. Se irguieron hacia arriba, muy arriba, cada vez más, parecía que no iban a terminar nuca. ¿A cuánta altura? ¿A seiscientos metros? ¿A setecientos? Cada una de esas trombas era un cataclismo. Tras desfogar su ímpetu, se desplomaron de pronto: tremenda masa en la que desapareció el acorazado Tod durante un par de minutos.
       Reapareció intacto, chorreando espuma, y enseguida emitió la tercera y la cuarta salva, lanzando otras seis lanzas incandescentes.
       Las tres primeras, demasiado cortas, cayeron al mar. Las otras tres, en cambio, se clavaron en un buque que parecía un furgón funerario con siete anchas chimeneas. Unos segundos después, la nave reventó con una explosión violentísima: la espantosa herida, contrayendo sus negros labios, vomitó las vísceras de fuego. Entonces el mar hirvió con furiosos silbidos y se formó una gran nube de vapor de agua en la que desaparecieron, derrumbándose por completo, las estructuras de la nave destrozada.
       Así pues, el acorazado Tod hacía frente a los guerreros del infierno. Pero ¿de qué servían sus magníficos disparos? Una segunda salva monstruosa de columnas de agua lo rodeó, haciéndole tambalearse como si fuera una barquichuela. ¿Qué proyectiles eran ésos? ¿De qué calibre? ¿Gruesos como vagones? ¿Como casas? ¿De qué sobrehumanas artillerías?
       Ahora todos los Vernichtungsgeschütze hacían fuego al mismo tiempo. Doce husos ardientes volaron por encima de las nubes condensadas sobre la batalla y volvieron a bajar, fulminantes. Un tercer navío negro reventó y saltó por los aires con un ciprés de llamas y humo que llegó hasta la cúpula del cielo.
       Pero fue el último. De repente, justo en el punto donde se encontraba el acorazado Tod, se alzó de pronto una montaña de agua, con las paredes lisas y un tamaño indescriptible. Como un monstruo, se elevó en el aire superando la altura de las nubes. Allí permaneció inmóvil un segundo. Repentinamente tembló, se rompió en una catarata y se desplomó sobre el dorso gris de las olas.
       Después, de pronto, la nada. Los hombres de la motora, petrificados, no podían creer lo que estaban viendo. De golpe se desvanecieron los fúnebres navíos del abismo, cesaron las columnas de agua, los fogonazos, las detonaciones, desapareció el acorazado Tod. Como si todo lo que acababa de ocurrir sólo hubiera sido fruto de su imaginación. En la vasta y uniforme superficie de las aguas no quedaba nada, ni un desecho, ni un cadáver, ni una mancha de gasóleo iridiscente. El océano y nada más.
       En el cielo, como testigos, sólo algunos jirones de nubes alquitranadas. Y en el horrible silencio que se abrió en sus corazones como una tumba vacía e inmensa, la hélice de la motora que runruneaba, que runruneaba rítmicamente.




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