Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


Preciosidad
(“Preciosidade”)
Originalmente publicado en Laços de família (1960)


      Por la mañana, temprano, siempre era la misma cosa renovada: despertar. Lo que era lento, extendido, vasto. Ampliamente abría los ojos.
       Tenía quince años y no era bonita. Pero por dentro de su delgadez existía la amplitud casi majestuosa en que se movía como dentro de una meditación. Y dentro de la nebulosidad, algo precioso. Que no se desperezaba, que no se comprometía, no se contaminaba. Que era inmenso como una joya. Ella.
       Despertaba antes que todos, ya que para ir a la escuela tendría que tomar un autobús y un tranvía, lo que le llevaría una hora. De devaneo agudo como un crimen. El viento de la mañana violentando la ventana y el rostro hasta que los labios se ponían duros, helados. Entonces ella sonreía. Como si sonreír fuese en sí un objetivo. Todo eso sucedería si tuviese la suerte de que «nadie mirara, la mirara».
       Cuando se levantaba de madrugada —ya superado el momento dilatado en que se desenredaba toda— se vestía corriendo, se mentía a sí misma que no tenía tiempo de bañarse y la familia adormecida jamás adivinó qué pocos baños tomaba. Bajo la luz encendida del comedor bebía el café que la doncella, rascándose en la oscuridad de la cocina, había recalentado. Apenas si tocó el pan que la mantequilla no conseguía ablandar. Con la boca fresca por el desayuno, los libros debajo del brazo, por fin abría la puerta, trasponía la tibieza insulsa de la casa escurriéndose hacia la helada fruición de la mañana. Después ya no se apresuraba más.
       Tenía que atravesar la ancha calle desierta hasta alcanzar la avenida, al final de la cual un autobús emergería vacilando dentro de la niebla, con las luces de la noche todavía encendidas en el farol. Al viento de junio, el acto misterioso, autoritario y perfecto de erguir el brazo —y ya de lejos el autobús trémulo comenzaba a deformarse obedeciendo a la arrogancia de su cuerpo, representante de un poder supremo, de lejos el autobús comenzaba a tornarse incierto y lento, lento y avanzando, cada vez más concreto— hasta detener su rostro en humo y calor, en calor y humo. Entonces subía, seria como una misionera a causa de los obreros del autobús que «podrían decirle alguna cosa». Aquellos hombres que ya no eran jóvenes. Aunque también de los jóvenes tenía miedo, miedo también de los chicos. Miedo de que «le dijesen alguna cosa», de que la mirasen mucho. En la gravedad de la boca cerrada había una gran súplica: que la respetaran. Más que eso. Como si hubiese prestado voto, estaba obligada a ser venerada y, mientras por dentro el corazón golpeaba con miedo, también ella se veneraba, ella era la depositaría de un ritmo. Si la miraban se quedaba rígida y dolorosa. Lo que la salvaba era que los hombres no la veían. Aunque alguna cosa en ella, a medida que dieciséis años se aproximaban en humo y calor, alguna cosa estuviera intensamente sorprendida, y eso sorprendiera a algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hombro. Una sombra tal vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento cristalizable e incierto que formaba parte de la monótona geometría de las grandes ceremonias públicas. Como si les hubieran tocado el hombro. Ellos miraban y no la veían. Ella hacía más sombra que lo que existía.
       En el autobús los obreros se comportaban silenciosamente con la tartera en la mano, el sueño todavía en el rostro. Ella sentía vergüenza de no confiar en ellos, que estaban cansados. Pero hasta que conseguía olvidarlos existía la incomodidad. Es que ellos «sabían». Y como también ella sabía, de ahí la incomodidad. Todos sabían lo mismo. También su padre sabía. Un viejo pidiendo limosna sabía. La riqueza distribuida, y el silencio.
       Después, con paso de soldado, cruzaba —incólume— el Largo de Lapa, donde ya era de día. En ese momento, la batalla estaba casi ganada. Escogía en el tranvía un asiento, vacío si era posible, o, si tenía suerte, se sentaba al lado de alguna segura mujer con un atado de ropa sobre su regazo, por ejemplo, y era la primera tregua. Todavía tendría que enfrentar en la escuela el ancho corredor donde los compañeros estarían de pie conversando, y donde los tacones de sus zapatos hacían un ruido que las piernas tensas no podían contener, como si ella quisiera inútilmente hacer que se detuviera un corazón, eran zapatos con baile propio. Se hacía un vago silencio entre los muchachos que quizá sintieran, bajo su disfraz, que ella era una de las devotas. Pasaba entre las filas de los compañeros creciendo, y ellos no sabían qué pensar ni cómo comentarla. Era feo el ruido de sus zapatos. Con tacones de madera rompía su propio secreto. Si el corredor se hubiese extendido un poco más, ella olvidaría su destino y correría tapándose los oídos con las manos. Solamente usaba zapatos duraderos. Como si todavía fueran los mismos que le habían calzado con solemnidad el día que naciera. Cruzaba el corredor interminable como el silencio de una trinchera, y había algo tan feroz en su rostro —y también soberbio a causa de su sombra— que nadie le decía nada. Prohibitiva, ella les impedía pensar.
       Hasta que llegaba finalmente al aula. Donde repentinamente todo se tornaba sin importancia y más rápido y leve, donde su rostro tenía algunas pecas, los cabellos caían sobre los ojos, y donde ella era tratada como un muchacho. Donde era inteligente. La astuta profesión. Parecía haber estudiado en casa. Su curiosidad le informaba algo más que de respuestas. Adivinaba, sintiendo en la boca el gusto cítrico de los dolores heroicos, adivinaba la repulsión fascinante que su cabeza pensante creaba en los compañeros, que, de nuevo, no sabían cómo comentarla. Cada vez más la gran simuladora se tornaba inteligente. Había aprendido a pensar. El sacrificio necesario: así «nadie tendría coraje».
       A veces, mientras el profesor hablaba, ella, intensa, nebulosa, dibujaba trazos simétricos en el cuaderno. Si un trazo, que tenía que ser fuerte y delicado al mismo tiempo, salía fuera del círculo imaginario en que debería caber, todo se desmoronaría: ella se encontraba ausente, guiada por la avidez de lo ideal. A veces, en lugar de trazos, dibujaba estrellas, estrellas, tantas y tan altas que de ese trabajo anunciador salía exhausta, levantando una cabeza apenas despierta.
       El regreso a casa estaba tan lleno de hambre que la impaciencia y el odio roían su corazón. A la vuelta parecía otra ciudad: en el Largo de Lapa cientos de personas reverberadas por el hambre parecían haber olvidado, y si se les recordara, mostrarían los dientes. El sol delineaba a cada hombre con carbón negro. A esa hora en que el cuidado tenía que ser mayor, ella estaba protegida por esa especie de fealdad que el hambre acentuaba, sus rasgos oscurecidos por la adrenalina que oscurecía la carne de los animales de caza. En la casa vacía, toda la familia en el trabajo, gritaba a la sirvienta que ni siquiera le respondía. Comía como un centauro. El rostro cerca del plato, los cabellos casi en la comida.
       —Flaquita, pero hay que ver cómo devora —decía la empleada con picardía.
       —Vete al diablo —le gritaba, sombría.
       En la casa vacía, sola con la sirvienta, ya no caminaba como un soldado, ya no precisaba cuidarse. Pero sentía la falta de la batalla en las calles. Melancolía de la libertad, con el horizonte todavía lejos. Se había entregado al horizonte. Pero estaba la nostalgia del presente. El aprendizaje de la paciencia, el juramento de la espera. De lo que tal vez jamás supiera librarse. La tarde transformándose en interminable y, hasta que todos regresaran para la comida y ella pudiera volver a transformarse con alivio en una hija, era el calor, el libro abierto y después cerrado, una intuición, el calor: se sentaba con la cabeza entre las manos, desesperada. Cuando tenía diez años, recordó, un chico que la quería le había arrojado un ratón muerto. ¡Porquería!, había gritado pálida por la ofensa. Fue una experiencia. Jamás se lo había contado a nadie. Con la cabeza entre las manos, sentada. Decía quince veces: soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte, después advertía que apenas había prestado atención al conteo. Preocupada con la cantidad, dijo una vez más: soy fuerte, dieciséis. Y ya no estaba más a merced de nadie. Desesperada porque, fuerte, libre, ya no estaba más a merced de nadie. Había perdido la fe. Fue a conversar con la sirvienta, antigua sacerdotisa. Ellas se reconocían. Las dos descalzas, de pie en la cocina, la estufa envuelta en la humareda. Había perdido la fe, pero, a orillas de la gracia, buscaba en la sirvienta apenas lo que ella perdiera, no lo que ganara. Entonces se hacía la distraída y, conversando, evitaba la conversación. «Ella imagina que a mi edad debo saber más de lo que sé y es capaz de enseñarme algo», pensó, la cabeza entre las manos, defendiendo la ignorancia como si se tratara de un cuerpo. Le faltaban los elementos, pero no los quería de quien ya los había olvidado. La gran espera formaba parte. Dentro de la inmensidad, maquinando.
       Todo eso, sí. Luego, cansada, la exasperación. Pero en la madrugada siguiente, así como se abre un avestruz grande, ella despertaba. Despertó en el mismo misterio intacto, abriendo los ojos, ella era la princesa del misterio intacto.
       Como si la fábrica ya hubiera hecho sonar la sirena, se vistió corriendo, bebió el café de un trago. Abrió la puerta de la casa.
       Y entonces ya no se apresuró más. Fue a la gran inmolación de las calles. Atontada, atenta, mujer de apache. Parte del rudo ritmo de un ritual.
       Era una mañana aún más fría y oscura que las otras, ella se estremeció dentro del suéter. La blanca nebulosidad dejaba invisible el final de la calle. Todo estaba algodonado, ni siquiera se escuchaba el ruido de un autobús que pasase por la avenida. Fue caminando hacia lo imprevisible de la calle. Las casas dormían en las puertas cerradas. Los jardines estaban endurecidos de frío. En el aire oscuro, más que en el cielo, en medio de la calle una estrella. Una gran estrella de hielo que todavía no había vuelto, incierta en el aire, húmeda, deforme. Sorprendida con su retraso, se redondeaba en la vacilación. Ella miró la estrella próxima. Caminaba solita en la ciudad bombardeada.
       No, ella no estaba sola. Con los ojos fruncidos por la incredulidad, en la lejanía de su calle, desde dentro del vapor, vio a dos hombres. Dos muchachos viniendo. Miró en torno como si pudiese haberse equivocado de calle o de ciudad. Sólo había equivocado los minutos: había salido de casa antes de que la estrella y los dos hombres hubiesen tenido tiempo de desaparecer. Su corazón se asustó.
       El primer impulso, frente al error, fue rehacer para atrás los pasos dados y entrar en su casa hasta que ellos pasaran: «¡Ellos van a mirarme, lo sé, no hay nadie más a quien ellos puedan mirar y ellos me van a mirar mucho!». Pero cómo volver y huir si había nacido la dificultad. Si toda su lenta preparación tenía el destino ignorado al que ella, por culto, tenía que adherirse. ¿Cómo retroceder, y después nunca más olvidar la vergüenza de haber esperado miserablemente detrás de una puerta?
       Y quizás hasta no habría peligro. Ellos no tendrían el valor de decirle nada porque ella pasaría con el andar duro, la boca cerrada, en su ritmo español.
       Con las piernas heroicas, continuó la marcha. Cada vez que se aproximaba, ellos también se aproximaban —entonces todos se aproximaban, la calle quedó cada vez un poco más corta—. Los zapatos de los dos muchachos mezclaban su ruido con el de sus propios zapatos, era horrible escuchar. Era insistente escuchar. Los zapatos eran huecos o la acera era hueca. La piedra del suelo avisaba. Todo era un eco y ella escuchaba, sin poder impedirlo, el silencio del cerco comunicándose por las calles del barrio, y veía, sin poder impedirlo, que las puertas habían permanecido muy cerradas. Hasta la estrella se retiraba ahora. En la nueva palidez de la oscuridad, la calle quedaba entregada a los tres. Ella caminaba, escuchaba a los hombres, ya que no podía verlos y ya que necesitaba saberlos. Ella los oía y se sorprendía con el propio coraje de continuar. Pero no era coraje. Era un don. Y la gran vocación para un destino. Ella avanzaba, sufriendo al obedecer. Si consiguiera pensar en otra cosa no oiría los zapatos. Ni lo que ellos pudieran decir. Ni el silencio con que cruzarían.
       Con brusca rigidez los miró. Cuando menos lo esperaba, traicionando el voto de secreto, rápidamente los miró. ¿Ellos sonreían? No, estaban serios.
       No debería haberlos visto. Porque, viéndolos, por un instante ella arriesgaba tornarse individual, y ellos también. Era de lo que parecía haber sido avisada: mientras ejecutase un mundo clásico, mientras fuera impersonal, sería hija de los dioses, y asistida por lo que tiene que ser hecho. Pero, habiendo visto lo que los ojos, al ver, disminuyen, se había arriesgado a ser ella misma, lo que la tradición no amparaba. Por un instante vaciló, perdido el rumbo. Pero era demasiado tarde para retroceder. Sólo no sería muy tarde si corriera. Pero correr sería como errar todos los pasos, y perder el ritmo que todavía la sostenía, el ritmo que era su único talismán, el que le fuera entregado a la parte del mundo donde se habían apagado todos los recuerdos, y como incomprensible reminiscencia había quedado el ciego talismán, ritmo que era de su destino copiar, ejecutándolo, para la consumación del mundo. No la suya. Si ella corriera, el orden se alteraría. Y nunca le sería perdonado lo peor: la prisa. Aun cuando se huye, corren detrás de uno, son cosas que se saben.
       Rígida, catequista, sin alterar por un segundo la lentitud con que avanzaba, ella avanzaba. ¡Ellos van a mirarme, lo sé! Pero intentaba, por instinto de una vida interior, no transmitirles susto. Adivinaba lo que el miedo desencadena. Iba a ser rápido, sin dolor. Sólo por una fracción de segundo se cruzarían, rápido, instantáneo, por causa de la ventaja a su favor al estar ella en movimiento y venir ellos en movimiento contrario, lo que haría que el instante se redujera a lo esencialmente necesario —a la caída del primero de los siete misterios que eran tan secretos que de ellos apenas quedara una sabiduría: el número siete—. Haced que ellos no digan nada, haced que ellos sólo piensen, que pensar yo los dejo. Iba a ser rápido, y un segundo después de la transposición ella diría maravillada, caminando por otras y otras calles: casi no dolió. Pero lo que siguió no tuvo explicación.
       Lo que siguió fueron cuatro manos difíciles, fueron cuatro manos que no sabían lo que querían, cuatro manos equivocadas de quien no tenía la vocación, cuatro manos que la tocaron tan inesperadamente que ella hizo la cosa más acertada que podría haber hecho en el mundo de los movimientos: quedó paralizada. Ellos, cuyo papel predeterminado era solamente el de pasar junto a la oscuridad de su miedo, y entonces el primero de los siete misterios caería; ellos, que tan sólo representarían el horizonte de un solo paso aproximado, ellos no comprendieron la función que tenían y, con la individualidad de los que tenían miedo, habían atacado. Fue menos de una fracción de segundo en la calle tranquila. En una fracción de segundo la tocaron como si a ellos les correspondieran todos los siete misterios. Que ella conservó, todos, y se tornó más larva, y siete años más de atraso.
       Ella no volvió los ojos porque su cara quedó vuelta serenamente hacia la nada. Pero por la prisa con que la ofendieron supo que ellos tenían más miedo que ella. Tan asustados estaban que ya no se hallaban más allí. Corrían. «Tenían miedo de que ella gritara y las puertas de las casas se abrieran una por una», razonó, ellos no sabían que no se grita.
       Se quedó de pie, escuchando con tranquila dulzura los zapatos de ellos en fuga. La acera era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca. En el hueco de los zapatos de ellos oía atenta el miedo de los dos. El sonido golpeaba nítido sobre las baldosas como si golpearan a la puerta sin parar y ella esperase que desistieran. Tan nítida en la desnudez de la piedra que el zapateado no parecía distanciarse: estaba allí a sus pies, como un zapateado victorioso. De pie, ella no tenía por dónde sostenerse sino por los oídos.
       La sonoridad no la desalentaba, el alejamiento le era transmitido por una celeridad cada vez más precisa de los tacones. Los tacones no sonaban más sobre la piedra, sonaban en el aire como castañuelas cada vez más delicadas. Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido.
       Y, traído de nuevo por la brisa, el silencio era una calle vacía.
       Hasta ese momento se había mantenido quieta, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese varias etapas de la misma inmovilidad, quedó detenida. Poco después suspiró. Y en nueva etapa se quedó parada. Después movió la cabeza, y entonces quedó más profundamente parada.
       Después retrocedió lentamente hasta un muro, jorobada, bien lentamente, como si tuviese un brazo fracturado, hasta que se recostó toda en el muro, donde quedó apoyada. Y entonces se mantuvo parada. No moverse es lo que importa, pensó de lejos, no moverse. Después de un tiempo probablemente se habría dicho así: ahora mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspiró y se quedó quieta, mirando. Aún estaba oscuro.
       Después amaneció.
       Lentamente reunió los libros desparramados por el suelo. Más adelante estaba el cuaderno abierto. Cuando se inclinó para recogerlo, vio la letra menuda y destacada que hasta esa mañana era suya.
       Entonces salió. Sin saber con qué había llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegó a la escuela con más de dos horas de retraso. Como no había pensado en nada, no sabía que el tiempo había transcurrido. Por la presencia del profesor de latín comprobó con una delicada sorpresa que en la clase ya habían comenzado la tercera hora.
       —¿Qué te ha pasado? —murmuró la chica del pupitre vecino.
       —¿Por qué?
       —Estás pálida. ¿Te pasa algo?
       —No —y lo dijo tan claramente que muchos compañeros la miraron. Se levantó y dijo en voz bien alta: —Con permiso.
       Fue hasta el baño. Y allí, ante el gran silencio de los azulejos gritó, aguda, supersónica: ¡Estoy sola en el mundo! ¡Nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! ¡Estoy sola en el mundo!
       Allí estaba, perdiendo también la tercera clase, en la ancha banca del baño, frente a varios lavabos. «No importa, después copio los apuntes, pido prestados los cuadernos para copiarlos en casa, ¡estoy sola en el mundo!», se interrumpió golpeando varias veces el banco con el puño cerrado. El ruido de los cuatro zapatos comenzó de pronto como una lluvia menuda y fina. Ruido ciego, no reflejaba nada en los azulejos brillantes. Sólo la nitidez de cada zapato que no se enmarañó ninguna vez con otro zapato. Como nueces que caían. Sólo era esperar que dejaran de golpear la puerta. Entonces se detuvieron.
       Cuando fue a mojarse el pelo frente al espejo, ¡estaba tan fea!
       Era tan poco lo que ella poseía, y ellos lo habían tocado.
       Ella era tan fea y preciosa.
       Estaba pálida, los trazos afinados. Las manos humedecían los cabellos, sucias de tinta todavía del día anterior. «Debo cuidar más de mí», pensó. No sabía cómo. Y en verdad, cada vez sabía menos cómo. La expresión de la nariz era la de un hocico señalando la cerca.
       Volvió a la banca y se quedó quieta, con su hocico. «Una persona no es nada.» «No», retrucó en débil protesta, «no digas eso», pensó con bondad y melancolía. «Una persona siempre es algo», dijo por gentileza.
       Pero durante la cena la vida tomó un sentido inmediato e histórico.
       —¡Necesito zapatos nuevos! ¡Los míos hacen mucho ruido, una mujer no puede caminar con tacones de madera, llama mucho la atención! ¡Nadie me da nada! ¡Nadie me da nada! —y estaba tan frenética y agónica que nadie tuvo valor para decirle que no los tendría. Solamente dijeron: —Tú aún no eres una mujer y los tacones son siempre de madera.
       Hasta que, así como una persona engorda, ella dejó de ser mujer, sin saber por qué proceso. Existe una oscura ley que hace que se proteja al huevo hasta que nace el pollo, pájaro de fuego.
       Y ella obtuvo sus zapatos nuevos.

Laços de família (1960)




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