Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


La salida del tren
(“A partida do trem”)
(Otro título en español: “La partida del tren”)
Onde estivestes de noite (1974)



      La salida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y tomó su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren saliera. Primero la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.
       Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:
       —¿Quiere cambiar de lugar conmigo?
       Doña María Rita lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, prendido en el pecho, se pasó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:
       —¿Es por mí por lo que desea cambiar de lugar?
       Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:
       —Qué amabilidad la suya —le dijo—, qué gentileza.
       Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini se rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura muy limpia. Dio discretamente un tirón hacia abajo al cinturón que la apretaba demasiado.
       —Qué amable —repitió.
       Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre la bolsa que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmoderable. Pero Ángela le había quitado la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco más lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible. La situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en el mentón, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le había quitado la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de la hora. No se contuvo un segundo más, se incorporó y observó por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.
       —¿Quiere levantar el cristal? —le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.
       —¡Ah! —exclamó ella, aterrorizada.
       ¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que impresionarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clavicordio entre la sonrisa y el extremo encanto.
       —No, no, no —dijo ella con falsa autoridad—, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.
       Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes9 que cantaban Brasil agudamente. Afortunadamente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando j’attendrai.
       Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la salida. La vieja murmuró bajo: «¡Ay, Jesús!». Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una señora se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana friolenta. La vieja pensó: Brasil mejora el señalamiento de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.
       Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.
       —Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Meló, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre —dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre—. Chagas —añadió con modestia— eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su nombre de pila, ¿cuál es?
       —Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tíos. ¿Y usted?
       —¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el carruaje en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.
       Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que le había dejado a Eduardo: «No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste».
       Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y con una perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: «Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica». Miró el reloj, más para ver la gruesa chapa de oro que para ver la hora. «Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera.» Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, public relations, pasaba el día fuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se despertó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro, hacía frío.
       Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad: —Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.
       Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella observaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.
       —Qué amables son todos en este tren —dijo.
       Deprisa intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo con severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie: su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían conmovido, podía irse ahora, ella sola se irradiaba, delgada, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social con la cabeza, lleno de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde apenas podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja: —La juventud. La juventud amable.
       Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio en el asiento unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió la bolsa, sacó un periódico muy plegado, lo desdobló hasta convertirlo en un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.
       Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: tutú de frijol y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos. Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía las orejas en punta y una boca bonita y redonda, besable. Los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche cruda de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién le daría el último día de vermicida al perro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de víbora: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verdosa, con botas altas y untada con algún remedio contra los piquetes de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué animales encontraría? Era mejor llevar una escopeta, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió —pero lo descubrió realmente con espanto— que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida y, a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la había hecho mirar hacia adentro. Pero ahora veía hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo!, ¡existen nubes, Eduardo! Existe un mundo de caballos, yeguas y vacas, Eduardo, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo a pelo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y singular como una granada.
       Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar sola.
       También estoy bien de la cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas secas y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.
       Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían de reojo. Vejez: momento supremo. Era ajena a la estrategia general del mundo y la suya era parca. Había perdido los objetivos de mayor alcance. Ella ya era el futuro.
       Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.
       La vieja siempre había sido un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun «no existir» no existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, como sus besos rápidos, la public relations. La vieja tenía cierta pereza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.
       Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. «Tú eres una temperamental, Ángela», le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal hay en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quién soy es esta salida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en la cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir «normalmente». Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero la ruptura necesaria fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios. Vacía por dentro.
       Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba punzante: no tenía nada que hacer en el mundo, salvo vivir como un gato, como un perro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era débil. No hacía nada, hacía sólo eso: ser vieja. A veces, se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía ni siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.
       Pero, cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: he ahí con lo que contamos. Como doña María Rita siempre había sido una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un desastre o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desordenó. Y había sido una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, papagayos, samambayas, culantrillos, frescor verdoso. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era «pintoresco». Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.
       Un diálogo que sostenía consigo misma:
       —¿Estás haciendo algo?
       —Sí, claro: estoy siendo triste.
       —¿No te molesta estar sola?
       —No; pienso.
       A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Se podía ser lentamente o un poco deprisa.
       En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.
       Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en el andén del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.
       —Ángela —dijo—, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.
       —Yo tengo treinta y siete —dijo Ángela Pralini.
       Eran las siete de la mañana.
       —Cuando era joven era muy mentirosilla. Mentía sin ton ni son.
       Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.
       Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir. Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro con tus nubes negras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.
       En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.
       Ángela se miró en el pequeño espejo de su bolsa. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía a la lógica; sin embargo, tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.
       La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que, sin embargo, no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravia hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. No sólo era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, se consideraba una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.
       Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. «Eduardo», pensó ella para él, «yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una “letrada”. Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, yo que soy una inconsciente. Hui de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días me bañaré en el río mezclando con el barro mi bendecido lodo. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, ¡oh, mi amor!, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, aunque no lo sepas eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos».
       —Me parece —se dijo en voz baja la vieja—, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero ya nadie conversa conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, me parece que nadie se acuerda de mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no importa, yo me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.
       ¡El placer sufrido de rascarse!, pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy volviéndome más saludable, tengo deseos de decir una insolencia en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero bañarme desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender más que de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya, que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para «seguir una carrera en casa», como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.
       Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del «subconsciente» que explota en mí, quieras o no quieras tú. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto la pañoleta, pensando si el perro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y en su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. «Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo.» Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al perro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un cheque perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Y que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!
       «Conozca hoy el supertrén de mañana.» Selecciones del Reader’s Digest, que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Supertodo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el motor perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a las islas de Tahití. Aunque estén hechas un estrago por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una cancha de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un pesado que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto omelette. Con una sola mano rompía los huevos con una rapidez increíble, y los vaciaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo se moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba conferencias en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? «No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar.» Angola siempre tenía miedo de que la gente se retirara y lo dejara solo.
       La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.
       Después, en seguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Existía apenas. Era bueno así, muy bueno incluso. Inmersiones en la nada.
       Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una de un hombre a quien le gustaban mucho las jabuticabas. Entonces fue hacia un huerto donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos sin esfuerzo y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y éstas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etcétera. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas. En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar las semillas. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: Mangia, bella, que te fa bene.11 Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría las semillas. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Gato con siete vidas. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era lento en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre pero se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.
       Siempre.
       Como el tren.
       Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.
       La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice, hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo: la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.
       Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.
       Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.
       La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba «mamacita». Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la public relations que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.
       Ulises, si tu cara fuera contemplada desde el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista de perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color de whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin mundo perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.
       El tren entrando en el campo: los grillos cantaban agudos y ásperos.
       Eduardo, una que otra vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella habría preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad.
       No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, vida plana y plena, formidable, leyendo sin ocultarse los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.
       Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo con un aleluya: tenía miedo de que mientras el tren no saliera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que estaba castrada por su hija.
       Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.
       El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia delante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.
       La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.
       Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es en esta hora, en este minuto y en este segundo.
       Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir cómo dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi perro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sólo que un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años de edad. Aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.
       Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por el pueblo que no tolera la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con un resplandor demasiado luminoso para los ojos.
       Guau, guau, guau, ladró mi perro. Mi gran perro.
       La vieja pensó: soy una persona involuntaria. Tanto que, cuando reía —lo que no ocurría a menudo—, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.
       Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las burbujitas del agua mineral Caxambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante volver a empezar su vida. Como las burbujitas efervescentes del agua Caxambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.
       Con un largo silbido aullante, se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Agarró su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza derecha bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.
       Ángela bajó del vagón.
       Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había dormido por confianza en ella.
       Confianza en el mundo.

Onde estivestes de noite (1974)




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