Carson McCullers
(Columbus, Georgia, 1917 - Nyack, Nueva York, 1967)
El aliento del cielo
“Breath from the Sky”
Originalmente publicado en Redbook (October 1971)
The Mortgaged Heart (1972)
Su rostro joven y afilado examinó durante algún tiempo, con gesto insatisfecho, el suave azul del cielo que orlaba el horizonte. Luego, con un estremecimiento de la boca, abierta, descansó de nuevo la cabeza sobre la almohada, se inclinó el jipijapa sobre los ojos y se quedó inmóvil sobre la tumbona de lona a rayas. Sombras ajedrezadas se agitaban sobre la manta que cubría su delgado cuerpo. En los arbustos de reina de los prados, que a poca distancia multiplicaban sus flores blancas, se oía el zumbido de las abejas.
Constance se adormiló por un momento. La despertó el olor asfixiante de la paja caliente del sombrero y la voz de la señorita Whelan.
—Vamos. Aquí tienes tu leche.
Del aturdimiento provocado por el sueño surgió una pregunta que Constance no se proponía hacer, sobre la que ni siquiera había estado pensando de manera consciente.
—¿Dónde está mi madre?
La señorita Whelan sostenía la botella refulgente en sus manos regordetas. Al verterla, la leche hizo una espuma blanca bajo la luz del sol y adornó el vaso de escarcha cristalina.
—¿Dónde...? —repitió Constance, dejando que la palabra se deslizase con su escasa emisión de aliento.
—En algún sitio con tus hermanos. Mick ha armado un alboroto esta mañana sobre trajes de baño. Imagino que han ido al centro a comprarlos.
¡Qué alto hablaba! Lo bastante alto para destrozar las frágiles floraciones de reina de los prados, de manera que miles de diminutos pétalos caerían flotando, en un mágico caleidoscopio de blancura. Blancura silenciosa. Para que ella sólo viera las ramas desnudas, espinosas.
—Apuesto a que tu madre se sorprenderá cuando te vea aquí fuera.
—No —susurró Constance, sin saber la razón de su negativa.
—Yo pensaría que sí. Tu primer día al aire libre y todo eso. Por mi parte no pensaba que fueras a convencer al médico para que te dejara salir. Sobre todo después de lo mal que lo pasaste anoche.
Constance miró fijamente la cara de la enfermera, la amplitud de su cuerpo vestido de blanco, sus manos plácidamente cruzadas sobre el estómago. Y luego de nuevo su cara; tan rosada y rolliza..., ¿por qué no le resultaban incómodos el peso y el color brillante? ¿Por qué no se le caía a veces cansadamente sobre el pecho...?
El odio hizo que le temblaran los labios y que su respiración se hiciera más superficial, más agitada.
Al cabo de un momento dijo:
—Si puedo hacer casi quinientos kilómetros la semana que viene, todo el camino hasta Mountain Heights, supongo que no me hará daño pasar un ratito en mi propio jardín.
La señorita Whelan movió una mano regordeta para apartarle a Constance el pelo de la cara.
—Vamos, vamos —dijo plácidamente—. El aire de allá arriba será la solución. No seas impaciente. Después de una pleuresía has de tomártelo con calma y tener cuidado.
Constance apretó los dientes con fuerza. “No permitas que llore”, pensó. “Por favor, no permitas que esta mujer me vuelva a ver nunca cuando estoy llorando. No dejes que me mire ni que me vuelva a tocar. Por favor, no. Nunca jamás”.
Cuando la enfermera se alejó con toda su gordura a través del césped y volvió a entrar en la casa, Constance se olvidó de llorar. Vio cómo una brisa alta hacía que las hojas de los robles al otro lado de la calle se agitaran al sol con un brillo plateado. Dejó que el vaso de leche le descansara sobre el pecho, doblando la cabeza ligeramente para tomar un sorbo de cuando en cuando.
Al aire libre otra vez. Bajo el cielo azul. Después de inhalar durante tantas semanas, en febriles respiraciones mezquinas, las paredes amarillas de su cuarto. Después de tener que contemplar el pesado pie de cama de su lecho, sintiendo que se caía y le aplastaba el tórax. Cielo azul. Frescor azul que se podía absorber hasta que toda ella estuviera empapada en su color. Miró hacia lo alto hasta que una humedad caliente se le acumuló en los ojos.
Tan pronto como se oyó el ruido del coche en el extremo de la calle, Constance reconoció el resoplido del motor y volvió la cabeza hacia la franja de calzada visible desde donde estaba. El automóvil pareció inclinarse peligrosamente en el giro para entrar por la avenida de la casa y luego se detuvo ruidosamente con una sacudida. El cristal de una de las ventanillas posteriores tenía una grieta y lo habían remendado con una fea cinta adhesiva. Por encima asomaba la cabeza de un perro policía, lengua palpitante, cabeza ladeada.
Mick fue la primera en salir, acompañada del perro.
—¡Mira, mamá! —exclamó con una sana voz infantil que ascendió hasta convertirse casi en grito—. ¡Está fuera!
La señora Lane pisó el césped y miró a su hija sin expresión, pero tensa. Aspiró a fondo el cigarrillo que sostenía entre dedos nerviosos y lanzó al aire grises jirones de humo que se retorcieron al sol.
—Vaya... —empezó Constance con voz sin entonación.
—Hola, forastera —dijo la señora Lane con crispada alegría—. ¿Quién te ha dejado salir?
Mick sujetaba al perro que tiraba de la correa.
—¡Mira, mamá! King está tratando de irse con ella. No se ha olvidado de Constance. ¿Ves? La conoce tan bien como a cualquiera... ¿Verdad que sí? Quieto, King, quieto.
—No grites tanto, Mick. Encierra a ese perro en el garaje.
Detrás de su madre y de Mick apareció Howard, su rostro de catorce años, lleno de granos, dominado por la timidez.
—Hola, Cons —murmuró después de una pausa de movimientos inconexos—. ¿Qué tal te encuentras?
Verlos a los tres, a la sombra de los robles, hizo, por alguna razón, que a Constance se le acumulara el cansancio que no había sentido apenas desde que saliera al jardín. Sobre todo Mick, que trataba de sujetar a King con sus robustas piernecitas, aferrándose al cuerpo curvado del perro, que parecía dispuesto a saltarle encima a ella en cualquier momento.
—¿Ves, mamá? King...
La señora Lane movió un hombro, nerviosa.
—Mick... Howard, llévate a ese animal ahora mismo, y hazme caso, enciérralo en algún sitio. —Sus manos esbeltas hicieron un gesto impreciso—. En este mismo instante.
Los niños miraron a Constance de reojo y atravesaron el césped en dirección al porche delantero.
—Bien... —dijo la señora Lane cuando se hubieron marchado—. ¿Te has liado la manta a la cabeza y has salido?
—El médico ha dicho que podía, por fin, y él y la señorita Whelan sacaron esa vieja silla de ruedas del sótano y... me han ayudado.
Las palabras, tantas de una sola vez, la fatigaron. Y cuando jadeó levemente para recobrar el aliento, la tos empezó de nuevo. Se volvió hacia un lado, un pañuelo de papel en la mano, y tosió hasta que el raquítico tallo de hierba en el que había fijado los ojos se grabó indeleblemente, como las grietas en el suelo junto a la cama, en su memoria. Cuando hubo terminado, metió el pañuelo de papel en una caja de cartón junto a la tumbona y miró a su madre, de pie junto al arbusto de reina de los prados vuelta de espaldas, chamuscando las flores distraídamente con la punta del cigarrillo.
Constance dejó de mirar a su madre para contemplar el cielo azul. Le pareció que tenía que decir algo.
—Me gustaría fumarme un cigarrillo. —Pronunció las palabras despacio, acoplando las sílabas a las dificultades de la respiración.
La señora Lane se volvió. Su boca, cuyas comisuras temblaban ligeramente, se dilató en una sonrisa demasiado alegre.
—¡Eso sí que sería bonito! —Dejó caer el pitillo en la hierba y lo aplastó con el tacón del zapato—. Creo que quizá los suprima yo también durante una temporada. Tengo toda la boca llagada y como peluda, como un gatito sarnoso.
Constance rió débilmente. Cada risa era una pesada carga que la ayudaba a serenarse.
—Madre...
—Sí.
—El médico quería verte esta mañana. Ha dicho que lo llames.
La señora Lane rompió una ramita de reina de los prados y aplastó las flores con los dedos.
—Entraré en casa y hablaré con él. ¿Dónde está la señorita Whelan? ¿Tódo lo que hace es sacarte al césped y dejarte sola cuando yo me voy..., a merced de los perros y...?
—No digas eso, madre. Está
en casa. Hoy es su tarde libre, acuérdate.
—Bueno, todavía es por la mañana.
El susurro salió fuera fácilmente acompañado por la respiración.
—Madre...
—Sí, Constance.
—¿Volverías luego? —Miró en otra dirección mientras lo decía; miró el cielo, de un azul febril, ardiente.
—Si tú quieres, saldré.
Constance vio cómo su madre cruzaba el césped y tomaba el sendero de grava que llevaba a la puerta principal. Caminaba tan a saltos como una marioneta. Cada tobillo huesudo se lanzaba rígidamente delante del otro, los delgados brazos huesudos se balanceaban rígidos, el delicado cuello inclinado hacia un lado.
Constance miró de la leche al cielo y de nuevo a la leche.
—Madre —dijeron sus labios, pero todo lo que se oyó fue un cansado suspiro.
Apenas había empezado a beberse la leche. Dos manchas cremosas bajaban desde el borde del vaso, una junto a otra. Había bebido, por tanto, cuatro veces. Dos en la limpieza reluciente, dos más con un escalofrío y los ojos cerrados. Constance giró el vaso un centímetro y dejó que sus labios se hundieran en una parte que no estaba manchada. La leche se le deslizó fresca y soñolienta garganta abajo.
Cuando la señora Lane regresó, se había puesto los guantes blancos para trabajar en el jardín y llevaba unas ruidosas podaderas oxidadas.
—¿Has telefoneado al doctor Reece?
Las comisuras de la boca de la interpelada se movieron infinitesimalmente como si acabara de tragar.
—Sí.
—¿Y...?
—Piensa que lo mejor es... no retrasar la marcha demasiado. Tanto esperar... Cuanto antes te instales, mejor será.
—¿Cuándo entonces? —Sintió que le temblaba el pulso en las puntas de los dedos como una abeja en una flor; que vibraba sobre el cristal frío.
—¿Qué te parece pasado mañana?
Notó que su respiración se acortaba hasta convertirse en jadeos calientes, ahogados. Asintió con la cabeza.
Desde la casa llegó el sonido de las voces de Mick y de Howard. Parecían discutir sobre los cinturones de sus trajes de baño. Las palabras de Mick se transformaron en un grito. Y luego los ruidos se calmaron.
Por eso lloraba casi. Pensaba en el agua, en mirar sus grandes remolinos color de jade, en sentir su frescor en sus extremidades sudorosas, en atravesarla con largas brazadas sin esfuerzo. Agua fresca, del color del cielo.
—¡Me siento tan sucia...!
La señora Lane inmovilizó las podaderas. Sus cejas se alzaron temblorosas sobre las blancas floraciones que sostenía.
—¿Sucia?
—Sí, sí. No me he metido en una bañera desde... hace tres meses. Estoy harta de que sólo se me pase una esponja.., y con tacañería...
Su madre se agachó para recoger del césped el envoltorio de un dulce, lo miró desconcertada durante un momento y después lo dejó caer de nuevo en el césped.
—Quiero ir a nadar..., sentir la frialdad del agua. No es justo..., no es justo que no pueda.
—Calla —dijo la señora Lane con un susurro malhumorado—. Calla, Constance. Es absurdo que te preocupes por tonterías.
—Y mi pelo... —Se llevó la mano al nudo grasiento que le sobresalía en la nuca—. No lo he lavado con agua desde... hace meses..., pelo asqueroso que va a acabar por volverme loca. No me importa soportar la pleuresía y los drenajes y la tuberculosis, pero...
La señora Lane apretaba tanto las flores que tenía en la mano que se doblaron sin fuerza unas sobre otras como avergonzadas.
—Calla —repitió con voz apagada—. No hace ninguna falta que te pongas así.
El cielo ardía brillante: llamas azul azabache. Asfixiante y asesino para el aire.
—Quizá si me lo cortara...
Las podaderas se cerraron despacio.
—Escucha, si quieres que lo haga..., supongo que te lo podría cortar.
¿De verdad lo quieres corto?
Constance torció la cabeza y alzó con dificultad una mano para tirar de las horquillas de bronce.
—Sí, muy corto. Quítamelo todo.
Frío y húmedo, el pesado pelo castaño, una vez suelto, colgaba muchos centímetros por debajo de la almohada. Vacilante, la señora Lane se inclinó y se apoderó de un mechón. Las hojas de la podadora con un brillo cegador bajo el sol, empezaron a cortarlo despacio.
Mick apareció de repente por detrás de los arbustos de reina de los prados. Sin otra ropa que el pantalón de baño, brillaba al sol su rollizo tórax de un blanco sedoso. Inmediatamente por encima del redondo estómago de niña se dibujaban dos pequeños michelines.
—¿Se lo estás cortando tú?
La señora Lane, con gesto crispado, se quedó mirando el pelo que tenía en la mano.
—Buen trabajo —dijo alegremente—. Sin trasquilones en torno al cuello, espero.
—No —dijo Constance, mirando a su hermana pequeña.
La niña extendió una mano abierta.
—Dámelo, mamá. Me servirá para rellenar un precioso almohadoncito para King. Puedo...
—No se te ocurra dejarle que toque esa porquería —dijo Constance sin abrir apenas la boca. Con una mano se revisó los tiesos mechones sueltos en torno al cuello y luego se recostó cansadamente y se puso a arrancar césped.
La señora Lane se agachó, retiró las flores blancas del periódico donde las había colocado, envolvió el pelo y dejó el bulto en el suelo, detrás de la tumbona de la enferma.
—Me lo llevaré cuando entre...
Las abejas zumbaban sobre la cálida quietud. La sombra se había espesado y las manchas oscuras que antes se agitaban junto a los robles estaban inmóviles ya. Constance se bajó la manta de viaje hasta las rodillas.
—¿Le has dicho a papá que me voy a ir tan pronto?
—Sí, le he telefoneado.
—¿A Mountain Heights? —preguntó Mick, mientras se sostenía en equilibrio, primero con una pierna desnuda y luego con la otra.
—Sí, Mick.
—Mamá, ¿no es ahí donde fuiste a ver al tío Charlie?
—Sí.
—¿No nos mandó desde ahí unos dulces de cacto, hace ya mucho tiempo?
Arrugas, delgadas y grises como una tela de araña, se extendieron por la piel pálida en torno a la boca y los ojos de la señora Lane.
—No, Mick. Mountain Heights está sólo al otro lado de Atlanta. Aquello era en Arizona.
—Tenían un gusto muy raro —comentó Mick.
La señora Lane empezó de nuevo a cortar las flores con apresurados tijeretazos.
—Me... me parece que oigo aullar a ese perro tuyo en algún sitio. Ve a ocuparte de él, anda, Mick.
—No oyes a King mamá. Howard le está enseñando a dar la mano en el porche de atrás. No me obligues a irme, por favor. —Se cubrió con las manos la suave redondez del estómago—. ¡Mira! No has dicho nada sobre mi traje de baño. ¿Verdad que me sienta bien, Constance?
La enferma miró los ansiosos músculos flexionados de la niña que tenía delante y luego volvió a mirar al cielo. Dos palabras se le formaron, inaudibles, en los labios.
—¡Vaya! Tengo que darme prisa y entrar. ¿Sabéis que nos están haciendo caminar por una especie de zanja para que este año no nos duelan los dedos de los pies? ¿Y que han instalado un tobogán nuevo?
—Obedéceme ahora mismo, Mick, y entra en casa.
La niña miró a su madre y echó a andar atravesando el césped. Al alcanzar el sendero que llevaba hasta la puerta hizo una pausa y, protegiéndose de la luz del sol con la mano, se volvió para mirarlas.
—¿Nos iremos pronto? —preguntó, más contenida.
—Sí; coge tus toallas y estate preparada.
Durante varios minutos ni la madre ni la hija dijeron nada. La señora Lane se movía espasmódicamente
de los arbustos de reina de los prados a las flores de brillantes colores que bordeaban la entrada para vehículos, asestando precipitados tijeretazos a los capullos, mientras las sombras oscuras de sus pies la perseguían con la rechonchez característica del medio día. Constance la vigilaba con ojos medio cerrados por el resol, con las huesudas manos sobre la dinamo retumbante y llena de burbujas que era su pecho. Finalmente, dio forma a las palabras con sus labios y las dejó salir:
—¿Voy a ir allí arriba yo sola?
—Por supuesto, cariño. Te subiremos a una bicicleta y te daremos un empujón...
Constance aplastó con la lengua una cadena de flemas para no tener que escupirla y pensó en repetir la pregunta.
No había más flores que se pudieran cortar. La madre miró de reojo a su hija por encima del ramo que abrazaba, mientras su mano de venas azules cambiaba de posición sobre los tallos.
—Escucha, Constance... El club de jardinería tiene hoy una celebración de algún tipo. Todo el mundo se reúne a almorzar en el club y luego van a ir al jardín de alguien, uno que tiene rocas y plantas alpinas. He pensado que si me llevo a tus hermanos pequeños..., ¿no te importa que vaya, verdad que no?
—No —dijo Constance al cabo de un momento.
—La señorita Whelan ha prometido quedarse. Mañana quizá...
Constance pensaba todavía en la pregunta que tenía que repetir, pero las palabras se le pegaban a la garganta como pegajosas bolitas de mucosidad y le pareció que si trataba de expulsarlas, lloraría. Lo que dijo en cambio, sin motivo especial, fue:
—Preciosas.
—¿Verdad que sí? En especial la reina de los prados, tan grácil y blanca.
—Ni siquiera sabía que hubieran empezado a florecer hasta que he salido.
—¿No lo sabías? Te puse algunas en un jarrón la semana pasada.
—En un jarrón... —murmuró Constance.
—De noche, sobre todo. Es el momento de verlas. Anoche me quedé junto a la ventana..., y estaban iluminadas por la luna. Ya sabes lo blancas que están las flores a la luz de la luna...
De repente Constance alzó sus ojos brillantes hasta los de su madre.
—Te oí —dijo, medio acusadoramente—. En el vestíbulo, arriba y abajo. Tarde. En el cuarto de estar. Y me pareció que oía abrirse y cerrarse la puerta de la calle. Y una vez cuando estaba tosiendo miré por la ventana y me pareció ver un vestido blanco de aquí para allá por el césped como un fantasma..., como un...
—¡Calla! —dijo su madre con una voz tan llena de aristas como un cristal astillado—. Calla. Hablar es tan... agotador.
Era el momento de la pregunta, como si su garganta se hubiera hinchado con sus sílabas ya maduras.
—¿Voy a ir sola a Mountain Heights, o con la señorita Whelan, o...?
—Voy a ir yo contigo. Te llevaré en el tren. Y me quedaré unos días hasta que te encuentres a gusto.
Su madre estaba de espaldas al sol, y detenía en parte el resplandor, de manera que pudo mirarla a los ojos. Eran del color del cielo con el frescor de la mañana. Ahora la miraban con una extraña quietud, una placidez vacía. Azules como el cielo antes de que el sol lo haya quemado hasta un fulgor gaseoso. Constance la miró con los labios separados temblorosos, escuchando el ruido que le hacía la respiración.
—Madre...
El final de la palabra quedó ahogado por el primer estallido de tos. Se inclinó hacia un lado de la tumbona, sintiendo los golpes en el pecho como mazazos surgidos de algún lugar desconocido en su interior. Llegaron, uno tras otro, con idéntica fuerza Y cuando se liberó del último, siempre en sordina, estaba tan cansada que se recostó con entregada flacidez sobre el brazo de la tumbona, preguntándose si tendría alguna vez la fuerza suficiente para alzar la cabeza y superar el mareo que sentía.
Durante el minuto de jadeos que siguió, los ojos que aún tenía delante se dilataron hasta cubrir la inmensidad del cielo. Constance miro, respiró, y se esforzó por mirar de nuevo.
La señora Lane se había dado la vuelta. Pero al cabo de un momento su voz resonó, amargamente llena de vida.
—Hasta luego, corazón... Me marcho ya. La señorita Whelan saldrá dentro de un minuto y será mejor que entres en seguida en casa. Adiós...
Mientras cruzaba el césped, Constance creyó advertir que un leve estremecimiento sacudía los hombros de su madre, un movimiento tan perceptible como el de una copa de cristal a la que se golpea con demasiada fuerza.
La señorita Whelan se mantuvo plácidamente en su línea de visión cuando se marchaban su madre y sus hermanos. Sólo llegó a vislumbrar los cuerpos medio desnudos de Howard y de Mick y las toallas con que mutuamente se azotaban alegremente el trasero. Y a King, la boca jadeante asomada por encima del cristal astillado de la ventanilla del coche con su deprimente cinta adhesiva. Pero oyó perfectamente la excesiva aceleración del motor, la violenta protesta de la caja de cambios al salir el coche marcha atrás desde el garaje. E incluso después de que el último sonido del motor se difuminara en el silencio, era como si todavía pudiera ver el blanco rostro de su madre, siempre tenso, inclinado sobre el volante...
—¿Qué sucede? —preguntó, apacible, la enfermera—. Confío en que no te duela otra vez el costado.
Constance agitó dos veces la cabeza sobre la almohada.
—Ya verás. Una vez que ya estés dentro de casa te encontrarás perfectamente.
Sus manos, tan flácidas y descoloridas como sebo, descendieron sobre la caliente humedad que le corría por las mejillas. Y Constance nadó sin respirar en un azul tan amplio e indiferente como el del cielo.
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