Joseph Conrad
(Berdyczów, entonces Polonia, actual Ucrania, 1857 - Bishopsbourne, Inglaterra, 1924)


Mañana (1902)
(“To-morrow”)
Originalmente publicado en Pall Mall Magazine,
Vol. 27, Núm. 112 (agosto de 1902), págs. 533-547;
Typhoon and Other Stories, con ilustraciones de Maurice Grieffenhagen
(Nueva York: G.P. Putnam’s Sons, 1902, 205 págs.);
Typhoon and Other Stories
(Londres: William Heinemann, 1903, 304 págs.), págs. 267-304.



      Lo que se sabía del capitán Hagberd en el pequeño puerto de Colebrook no era precisamente favorable para él. No pertenecía a aquel pueblo. Había llegado para quedarse en unas circunstancias que no tenían nada de misterioso —sobre aquel particular era especialmente comunicativo—, pero sí realmente morbosas y absurdas. Era evidente que tenía dinero, porque se había comprado una parcela y había hecho construir en ella dos pequeñas casitas feas que había pintado de amarillo. Una de ellas la ocupó él mismo y la otra se la cedió a JosiahCarvil —el ciego Carvil, constructor de barcos retirado—, un hombre que se había granjeado una mala reputación en el lugar a causa de su despotismo.
       Las casas tenían una pared en común, los jardines estaban separados por una valla y los cercos traseros por un cerco de madera. A la señorita BessieCarvil se le permitía tender sobre el cerco los manteles, las servilletas y algún que otro delantal para que se secaran. La joven era alta y el cerco bajo, le daba para apoyar los codos en él. Tenía las manos enrojecidas por la cantidad de ropa que lavaba, pero los antebrazos eran blancos y bien formados, y siempre observaba al jefe de su padre en silencio, un silencio pensativo lleno de entendimiento, expectativa y deseo.
       —La ropa mojada acaba pudriendo la madera —solía decir el capitán Hagberd—, es la única costumbre descuidada que le conozco, ¿por qué no cuelga una cuerda en su patio?
       Pero la señorita Carvil no respondía nada y se limitaba a negar con la cabeza. El pequeño patio trasero de su casa tenía unas jardineras de arena negra rodeadas de piedras en las que las sencillas flores que le daba por sembrar crecían siempre de una forma desmesurada, como si pertenecieran a un clima exótico, mientras que en el lado contrario, en el patio trasero de la casa del capitán, se podía ver siempre su robusta figura vestida de pies a cabeza de tela de vela de barco, hundida hasta las rodillas en hierba silvestre y maleza. Por efecto del color y la rústica rigidez de aquel material con el que había decidido vestirse —“Al menos por ahora”, gruñía entre dientes cuando alguien le comentaba algo sobre el asunto—, tenía el aspecto de una criatura tallada en granito de pie sobre un yermo que no alcanzaba ni siquiera el tamaño de una mesa de billar en condiciones. Era la inmutable imagen de un hombre de piedra de agradable rostro rubicundo, ojos azules e inquietos, y una enorme barba blanca que le llegaba hasta la cintura y que jamás había sido recortada, o eso se decía en Colebrook.
       Hacía siete años respondió un severo “Puede que vaya el mes que viene”, ante la humorística insinuación del barbero de Colebrook cuando se encontraron en la taberna de la nueva posada del puerto, donde el capitán había entrado para comprar una onza de tabaco. A continuación pagó su compra con tres monedas de medio penique que sacó de la punta anudada del pañuelo que llevaba en el puño de la manga y se marchó. En cuanto el capitán salió por la puerta el barbero se empezó a reír.
       —Dentro de nada, el joven y el viejo entrarán a la vez en mi local para hacerse afeitar. El sastre, el fabricante de velas y yo volveremos a tener mucho trabajo, regresarán los buenos tiempos en Colebrook, estoy seguro. Antes era “la semana que viene”, ahora “el mes que viene” y así siempre; dentro de poco será “la primavera que viene”, estoy seguro.
       Cuando se dio cuenta de que había un forastero escuchándolo con una vaga sonrisa explicó estirando las piernas y con una pose algo cínica que el misterioso Hagberd, capitán de barco retirado, estaba esperando el regreso de su hijo. El chico se había ido de casa, o más probable era que hubiese ido a navegar, y jamás se había vuelto a saber de él. Puede que estuviera descansando en el fondo del mar desde hace mucho, puede que no. El viejo había llegado a Colebrook, tras una breve visita hacía tres años, vestido de luto porque acababa de perder a su mujer. Bajó a toda prisa de un vapor de tercera. Lo único que le había llevado hasta aquel lugar fue una carta que más bien parecía ser una burla. Algún gracioso le había escrito una carta para hablarle de un marinero que supuestamente se llamaba igual que su hijo y que cortejaba a una joven de Colebrook o de los alrededores. “¿No le parece gracioso?”. El pobre hombre había publicado anuncios en los periódicos de Londres ofreciendo recompensas a quien le diera una información fiable. El barbero contó después —y con una especie de delectación sardónica— que el sufriente forastero se había puesto a explorar toda la región en carro y a pie, y que había hablado con todo el mundo, visitado todas las posadas y tabernas en kilómetros a la redonda, detenido a personas en medio del camino para interrogarlas, y hasta revisado el agua de las acequias, al principio con una enorme excitación y luego con una especie de obstinada perseverancia, que cada día era más lenta porque ni siquiera era capaz de explicar qué aspecto tenía su hijo. El marinero del que le habían hablado, que había bajado de un barco maderero con otro compañero, y que al parecer andaba detrás de cierta joven, debía de tener cierta edad, pero el viejo seguía describiéndolo como si se tratara de un muchacho de catorce años, “de aspecto inteligente y vivo”. Cuando la gente sonreía al oírle él se frotaba perplejo la frente y a continuación se retiraba con aspecto ofendido. Como es lógico, no encontró a nadie, no había ni el menor rastro de aquellos hombres, nadie había escuchado nada a lo que aferrarse, pero por alguna extraña razón el viejo había sido incapaz de irse de Colebrook.
       —Puede que, tras la muerte de su mujer, el golpe de aquella otra decepción terminara de enloquecerlo —sugirió el barbero, dándose aires de una gran intuición psicológica. Tras cierto tiempo el viejo abandonó la búsqueda activa. Parecía evidente que su hijo ya no estaba allí, pero él decidió esperarlo. Su hijo no había regresado a su tierra natal, pero estuvo al menos una vez en Colebrook. Pensó que debía de tener sus razones para hacerlo y que, por eso mismo, iba a acabar regresando a Colebrook antes o después.
       ”¡Ja, ja! Colebrook, ¿cómo no? Es el único lugar de todo el Reino Unido en el que uno podría encontrar a un hijo perdido. Y así fue como vendió su casa de Colchester y se vino a vivir a aquí. Una locura, vaya, como cualquier otra. Yo jamás enloquecería si uno de mis hijos se marchara de casa. Tengo ocho.
       El barbero exhibía su inteligencia en medio de unas carcajadas que hacían temblar la taberna.
       Aun así, añadió con la franqueza de una inteligencia superior, lo extraño de la locura del viejo era que parecía ser contagiosa. Él, por poner un caso, tenía un local junto al puerto y cada vez que entraba un marinero desconocido para afeitarse o para cortarse el pelo, no podía evitar preguntarse: “¿Será el hijo del viejo Hagberd?”. Luego se reía de su ocurrencia. No era más que una locura. Todavía recordaba la época en la que el pueblo entero enloqueció con el viejo, pero aún tenía sus esperanzas. Tenía planeado curarlo tomándole el pelo recurrentemente, e iba comprobando hasta dónde era efectivo su tratamiento. ¡La semana que viene, el mes que viene, el año que viene! Cuando el viejo lobo de mar hubiese pospuesto la fecha de retorno hasta el año próximo ya no volvería a hablarle del tema. En otras cuestiones mostraba una actitud de lo más racional, de modo que no tenía por qué no comportarse en aquélla de la misma manera; eso pensaba el barbero.
       Nadie le llevó nunca la contraria. Desde aquel día el pelo se le había cubierto de canas y la barba del capitán Hagberd se había puesto blanca y se extendía majestuosamente sobre aquel traje de lona de primera calidad que se había confeccionado él mismo con aquella lona embreada. Apareció vestido de aquella forma una mañana, cuando la noche anterior todo el mundo le había visto de luto. Se produjo de pronto un enorme revuelo en High Street —los comerciantes salían de sus negocios y la gente común se ponía el sombrero a toda prisa para salir a la calle—, al principio se sorprendió y luego pareció asustarse, aunque la única y esquiva respuesta que dio a todos los que le preguntaron fue: “Al menos por ahora”.
       Aquel revuelo hacía ya mucho que había sido olvidado y el propio capitán Hagberd, si no ignorado, al menos sí había pasado a ser obviado —el castigo que recibe lo habitual— del mismo modo en que acaba es obviado el sol, a no ser que golpee con demasiada fuerza. Los movimientos del capitán Hagberd no eran inseguros en absoluto, siempre caminaba muy erguido en su traje de lona y su presencia era notable y singular; lo único que resultaba un poco más vacilante que al principio era su mirada. Al andar por las calles ya no se le veía aquella actitud atenta y a la espera. Se había convertido en realidad en una persona confundida y un poco tímida, como si algo en él sospechara que su presencia era un poco excéntrica y comprometedora, aunque sin poder determinar claramente en qué consistía exactamente la rareza.
       Ya no le gustaba hablar con la gente del pueblo. Poco a poco se había ido labrando una reputación de tacaño. Siempre que entraba en una tienda lo hacía refunfuñando, compraba la peor carne y se enfadaba cada vez que alguien le hacía la menor alusión a su vestimenta. Todo sucedía tal y como había relatado el barbero. Al parecer se había curado de la enfermedad de la esperanza. La única que sabía que no era así era BessieCarvil, la única que era consciente de que si no hablaba del regreso de su hijo era porque ya no pensaba que fuera a suceder “la semana que viene”, “el mes que viene” ni “el año que viene”. Para él, el regreso se iba a producir “mañana”.
       En aquellos encuentros en el patio, el capitán siempre hablaba con la muchacha con cierto aire paternalista, razonable, dogmático, y un toque arbitrario. Los dos se tenían una gran confianza mutua que, de cuando en cuando, quedaba refrendada por un cariñoso guiño. La señorita Carvil se había acostumbrado a esperar aquellos guiños con alegría. Al principio la perturbaban, pensaba que el hombre se había vuelto loco, luego empezó a reírse de ellos; el capitán era un hombre inofensivo, y poco a poco se fue dando cuenta de que en realidad lo que experimentaba era una emoción placentera, inédita y desconocida que se manifestaba con un leve rubor. El capitán no guiñaba el ojo de una manera vulgar en absoluto; su rostro delgado y rubicundo, de nariz aguileña, tenía un aire distinguido, y cuando hablaba con la muchacha su mirada parecía más segura e inteligente. Era un hombre apuesto, robusto, bien erguido y saludable, de barba blanca. Al verlo, la gente no pensaba en su edad, y aseguraba que su hijo siempre se había parecido mucho a él desde la infancia.
       Afirmaba que Harry cumpliría los treinta y uno en el mes de julio, una edad de lo más apropiado para casarse con una joven guapa y razonable que fuera capaz de sacar adelante un hogar. Los hombres de carácter fuerte acababan siendo siempre los más fáciles de tratar, mientras que los humildes y flojos, en cuyas bocas parece que no va a derretirse ni la misma manteca, son los candidatos más apropiados para convertir a las mujeres en infelices. Y no había nada mejor que el hogar —un fuego bien hecho, un techo como Dios manda— y una cama caliente todo el año. “¿No le parece, querida?”, le decía.
       El capitán Hagberd había sido toda su vida uno de esos marineros que cumplen su oficio, pero siempre con la mirada puesta en tierra. Era uno de los muchos hijos de un campesino arruinado, y se había visto obligado a realizar una formación a toda prisa para la vida marina a bordo de un barco costero. Después de aquello se había pasado la vida marinera como capitán de barco costero. Al principio fue muy duro para él, tanto que en realidad jamás llegó a acostumbrarse del todo; sus afectos permanecían en tierra, en las casas en las que los hogares estaban encendidos. Hay muchos marineros que aseguran sentir un racional desagrado por el mar, pero él experimentaba una auténtica animadversión emocional, como si a lo largo de muchas generaciones se hubiese ido filtrando en su interior un amor por el elemento más estable.
       —La gente no sabe a lo que se exponen sus hijos cuando se echan al mar —le decía a Bessie—, se convierten en auténticos condenados a muerte.
       Al capitán le parecía que no había nadie en el mundo que fuera capaz de acostumbrarse a eso, y que el cansancio que ese tipo de vida conllevaba iba creciendo de manera inevitable a medida que se cumplían años. ¿Qué tipo de trabajo era aquel en el que durante la mitad de la vida uno ni siquiera podía poner los pies en su casa? Cuando una persona se echa a la mar ya ni siquiera sabe lo que pasa en su hogar. La gente podría haber llegado a pensar, al oírlo, que estaba acostumbrado a los largos viajes, cuando el más largo que había hecho en su vida había durado tan sólo quince días, la mitad de los cuales el barco los pasó anclado a puerto a causa de una marejada. En el mismo instante en que su mujer heredó una casa y una renta suficiente como para vivir (de un tío soltero que había conseguido enriquecerse mínimamente gracias al negocio del carbón), renunció a su cargo de capitán de barco carbonero en la costa este con el mismo alivio que habría sentido al ser liberado de galeras. De todos aquellos años podía contar con los dedos de la mano los días que había pasado sin tener a la vista la costa de Inglaterra. No sabía lo que era estar mar adentro. “En mi vida me he alejado más de ochenta brazas de tierra”, solía comentar orgulloso.
       BessieCarvil escuchaba todas aquellas historias. Frente a su casa había un pequeño fresno y en las tardes de verano le gustaba poner una silla bajo su sombra y sentarse allí con la costura. El capitán Hagberd permanecía allí, apoyado en la pala con su traje de lona. Todos los días cavaba el terreno. Removía la tierra, pero no plantaba nada, “al menos por ahora”.
       A BessieCarvil se animaba a confesarle que no quería hacerlo “hasta mañana, cuando vuelva a casa nuestro pequeño Harry”. Había escuchado tantas veces aquella declaración que ya sólo sentía una especie de vaga piedad por la esperanza del viejo.
       Y de aquella forma todo quedaba aplazado y preparado para el día siguiente. Tenía también una caja repleta de semillas de flores preparadas para el jardín delantero.
       —Lo más probable es que deje que las elija usted, querida —le solía decir en confidencia el capitán Hagberd a la joven, a través de la valla.
       La señorita Bessie permanecía inclinada sobre su labor. Había oído aquellas palabras en muchas ocasiones, pero aun así había veces en las que todavía dejaba su labor, se ponía en pie y se acercaba lentamente hasta la valla. Le parecía que aquellos disparates no estaban exentos de cierto encanto. Él estaba decidido a que su hijo no volviera a marcharse porque le faltara un hogar. Tenía la casa llena de pequeños muebles. La muchacha se los imaginaba nuevos y apilados unos encima de otros al fondo del desván. Tenía mesas cubiertas con telas de lona, alfombras enrolladas en columnas verticales, superficies de mármol blanco que apenas se veían en la penumbra del cuarto con las ventanas bajas. El capitán Hagberd solía enumerarle todas las compras que iba haciendo, como si se tratara de la única persona legítimamente interesada en el asunto. Y en el patio de atrás, que ahora estaba cubierto por la maleza, se podría poner un suelo de cemento… pasado mañana.
       —Y tal vez hasta podríamos quitar la valla, y usted podría colgar una cuerda para la ropa en el lado opuesto a las flores —decía guiñándole un ojo. Ella no podía evitar ruborizarse.
       Toda aquella locura, que había ido entrando poco a poco en su vida mediante los impulsos bondadosos de su corazón, tenía también detalles prácticos. ¿Qué pasaría si un día regresaba su hijo? Ni siquiera podía estar segura de que tuviera un hijo realmente, y, aunque así fuera, llevaba lejos ya demasiado tiempo. Si el capitán Hagberd se entusiasmaba demasiado en el transcurso de la conversación, ella intentaba tranquilizarlo fingiendo que lo creía y riéndose para que no le remordiera la conciencia.
       Sólo en una ocasión había intentado crear alguna duda piadosa en aquella esperanza condenada al fracaso, pero el efecto había sido tan contraproducente que se había llevado un buen susto. El gesto del viejo se inundó súbitamente de espanto e incredulidad, como si hubiese visto abrirse frente a él una grieta en medio del cielo.
       —Usted… Usted… No estará intentando decirme que cree que se ha ahogado…
       Por un instante dio la sensación de que estaba a punto de perder el juicio, ya que en su estado natural ella lo consideraba más razonable que la mayor parte de la gente a la que conocía. La violencia de aquella reacción se apagó en un gesto paternalista y complaciente.
       —No tenga miedo, querida —añadió con cierto aire de astucia—, ni siquiera el mar es capaz de retenerlo. Jamás le perteneció ni uno solo de los Hagberd. Fíjese en mí: ¿acaso me he ahogado yo? Y además, él ni siquiera es marinero. Y si no es un marinero, tendrá que regresar; no hay nada que pueda impedirle regresar…
       Su mirada se volvió un poco difusa y añadió:
       —Mañana.
       Ella decidió no volver a intentarlo nunca más, por temor a que enloqueciera de pronto. El capitán dependía de ella. Bessie era la única persona razonable del pueblo, y, siempre que se veía en su presencia, el capitán se alegraba de haber sido capaz de encontrar una esposa tan ideal para su hijo. El resto de la gente de aquel lugar, llegó a confesar cierto día en medio de un ataque de mal humor, era gente francamente rara. ¡No había más que ver cómo lo miraban! ¡Y cómo le hablaban! No había conseguido hacer buenas migas con ninguno de ellos. No, desde luego la gente del pueblo no le gustaba nada. Y él jamás habría abandonado su tierra si no hubiese estado convencido de que su hijo se había encariñado de Colebrook.
       Ella se limitaba a asentir en silencio y con la mirada baja, concentrada en su labor. El rubor se notaba apenas en ese rostro tan blanco y enmarcado por aquel generoso pelo recogido color caoba. Su padre era totalmente pelirrojo.
       Bessie tenía una figura entrada en carnes y un gesto cansado y triste. Cuando el capitán Hagberd se explayaba sobre la importancia y necesidad de formar una familia y las delicias que uno encontraba en el propio hogar, ella sonreía levemente. Para ella las delicias del hogar sólo habían consistido en atender a su padre durante los diez mejores años de su vida.
       De pronto interrumpía la conversación un rugido bestial proveniente del primer piso. Ella comenzaba a recoger el tejido o a doblar la costura sin mostrar mucha prisa. Los gritos y rugidos con los que alguien la llamaba por su nombre seguían sonando, llegando a provocar en ocasiones que incluso los pescadores que pasaban por allí se dieran la vuelta hacia la casa. Ella entraba por la puerta delantera y, a los pocos segundos, se hacía un profundo silencio; poco después, aparecía de nuevo, llevando de la mano a un hombre del tamaño de un hipopótamo y con gesto enfurecido.
       Se trataba de un constructor de barcos viudo al que le había llegado la ceguera de improviso y en la mitad de su vida activa. Trataba a su hija del mismo modo que si ella fuera la responsable exclusiva de su enfermedad. En aquellos días se lo oyó decir a voz en grito, como si tuviera intención de amenazar al cielo, que no le importaba, y que había ganado ya tanto dinero en su vida que podía asegurarse desayunar huevos con jamón el resto de sus días. Le daba las gracias a Dios en un tono tan endiablado como si lo estuviese maldiciendo.
       El capitán Hagberd se había quedado tan desagradablemente sorprendido de la actitud de su vecino que en cierta ocasión le llegó a comentar a la señorita Bessie:
       —Me parece un sujeto un tanto excéntrico, querida.
       Aquella tarde estaba tejiendo unas medias para su padre, quien deseaba que hubiera siempre una cantidad razonable de esas prendas. Bessie odiaba tejer y, como en ese momento estaba haciendo precisamente la parte del talón, tenía que estar muy concentrada en la labor.
       —No ocurriría lo mismo si tuviera que mantener a un hijo —siguió diciendo el capitán Hagberd con aire distraído—; las niñas no requieren tanta atención… mmmh… Al menos no suelen escaparse de sus casas, querida.
       —No —respondió la señorita Bessie con suavidad.
       El capitán, que se alzaba entre unos cuantos montones de tierra removida, soltó una breve carcajada. Con aquel traje marinero, aquel rostro curtido por la intemperie y aquella barba de Neptuno, tenía el aspecto de un derrotado dios marino al que le hubiesen cambiado el tridente por una pala.
       —Supongo que él pensará que, de alguna manera, usted está destinada a él, eso es lo mejor de las jóvenes. Los maridos, ya se sabe… —añadió guiñándole un ojo, y la señorita Bessie se ruborizó levemente a pesar de seguir absorta tejiendo.
       —¡Bessie! ¡Mi sombrero! —gritó de improviso el viejo Carvil. Durante todo aquel tiempo había permanecido bajo el árbol, mudo e inmóvil, como si se tratara del ídolo de alguna secta particularmente monstruosa. Jamás abría la boca si no era para llamarla a gritos, y tampoco medía nunca lo ofensivos que podían llegar a ser sus comentarios. Ella tenía la costumbre de no contestarle nunca, y él continuaba gritando hasta que ella se acercaba para atenderlo sacudiéndole del brazo o poniéndole la pipa en la boca. Era una de las pocas personas ciegas que fumaban, y en cuanto le ponían el sombrero sobre la cabeza, dejaba de gritar. En ese momento se ponía de pie y salían juntos por la puerta de la calle.
       El viejo caminaba apoyándose pesadamente sobre el brazo de la joven, y durante aquellos lentos paseos, ella tenía el aspecto de estar cumpliendo con una penosa penitencia al arrastrar aquella masa vacilante. Generalmente cruzaban rápido el camino (las casas estaban situadas en los prados cercanos al puerto, a unos doscientos metros al final de la calle), y durante un buen rato seguían siendo invisibles, mientras iban subiendo lentamente por los escalones de madera que ascendían hasta lo alto del acantilado. El acantilado iba de este a oeste y ocultaba el canal como un desestimado terraplén para vías sobre el que no se tenía memoria de que hubiese pasado un tren jamás. Se veían grupos de pescadores recortados contra el cielo que andaban un breve trecho y a continuación desaparecían sin prisa. Aquellas redes suyas parecían telas de araña gigantes y las dejaban sobre la gruesa hierba de la ladera. Si miraba hacia lo alto desde el final de la calle, la gente podía identificar a los Carvil por su penosa manera de caminar. El capitán Hagberd, que en ese momento daba vueltas sin una razón muy clara alrededor de las dos casitas, alzó la mirada para verlos subir por el camino.
       Aún publicaba anuncios en los periódicos del domingo pidiendo información sobre Harry Hagberd. Solía decirle a Bessie que las hojas de los periódicos a veces eran leídas en sitios remotos, hasta en el fin del mundo. Parecía estar convencido de que su hijo estaba en Inglaterra y tan cerca de Colebrook que podía presentarse allí “mañana”. Bessie no se declaraba a favor de la opinión, pero sí argumentaba que, si realmente estaba tan cerca, no merecía la pena gastarse ese dinero en anuncios, y que el capitán haría mejor en utilizar para sus gastos aquella media corona semanal. No sabía de qué vivía el capitán. Al capitán aquel razonamiento lo desconcertaba y desanimaba a partes iguales. “Todo el mundo lo hace”, añadía para justificarse, porque había una columna entera de gente que buscaba a sus familiares. Se lo iba a enseñar en el periódico. Él y su esposa habían puesto anuncios durante años, pero ella era una mujer impaciente. Las noticias de Colebrook habían llegado justo al día siguiente de su funeral; si no hubiese sido tan impaciente, ahora podría estar aquí y ver cómo su hijo volvía a casa: sólo faltaba un día más.
       —Pero usted no es una mujer impaciente —decía.
       —A veces no tengo demasiada paciencia con usted —respondía ella.
       A pesar de que aún pedía noticias de su hijo, ya no ofrecía ninguna recompensa por la información, y es que, gracias a la confusa lucidez que acompaña siempre a los trastornos mentales, había llegado a la conclusión, transparente como el agua, de que por esa vía ya había conseguido todo lo que se podía conseguir. ¿Qué más podía desear? El lugar era Colebrook, no había que pedir nada más. La señorita Carvil le elogiaba lo razonable y a él le reconfortaba que ella lo acompañara en esa esperanza, que había acabado convirtiéndose en una engañosa ilusión. Aquella idea cegaba su inteligencia a toda verdad y toda probabilidad de la misma forma que el viejo de la casa de al lado se había quedado ciego, debido a otra enfermedad, para la luz y la belleza de este mundo.
       Cualquier gesto que pudiera interpretarse como una duda —desde un poco de descuidada frialdad en un asentimiento hasta una simple falta de atención a la exposición de aquellos proyectos fantasiosos sobre un hogar compuesto por su hijo y la esposa de su hijo— lo irritaba al instante y provocaba en él muecas de disgusto y miradas de rencor. Clavaba la pala en la arena y se ponía a caminar de un lado a otro de la casa. La señorita Bessie solía decir que aquello no eran más que rabietas y lo regañaba con el dedo en alto. Cuando ella salía de nuevo, él, a pesar de que se había apartado por el enfado, la espiaba con el rabillo del ojo hasta que sentía que la más mínima señal lo invitaba a acercarse de nuevo, y ahí se apresuraba una vez más hacia la valla y retomaba su paternalista y protectora relación.
       A pesar de que entre ellos había una enorme intimidad, nunca habían hablado sin que se les interpusiera aquella valla. Él solía describirle todos los objetos que estaba acumulando en la casa para cuando regresara su hijo, pero nunca la había invitado para que pasara a verlos. Sobre aquellas cosas no se iba a posar ninguna mirada humana antes que la de Harry. En realidad nadie había entrado jamás en la casa porque él mismo se encargaba de las tareas del hogar y guardaba con tanto celo todos aquellos privilegios reservados a su hijo que hasta los pequeños objetos que a veces compraba en el pueblo los metía en la casa con disimulo por la puerta del jardín y ocultos en un saco de lona. A los pocos minutos salía de nuevo y decía, como si se sintiera en la obligación de disculparse:
       —Era sólo una tetera, querida.
       Y ella, si acaso no estaba molida de cansancio por el trabajo o demasiado mortificada por su padre, se ruborizaba levemente y contestaba:
       —Está bien, capitán Hagberd, no soy impaciente.
       —Así me gusta, querida, porque en realidad no tendrá usted que esperar mucho —respondía a toda prisa y un poco confundido, como si algo no anduviera del todo bien.
       Todos los lunes ella le pagaba el alquiler. Le entregaba el dinero a través de la valla y él agarraba aquellos chelines con avidez. Le dolía cada penique que tenía que gastar para vivir y su actitud cambiaba en cuanto salía a la calle y se alejaba de ella para hacer algunas compras. Cuando se veía lejos de la cariñosa mirada de la joven, se sentía de pronto indefenso y expuesto. Caminaba pegado a las paredes, le parecía sospechosa la excentricidad de la gente, aunque para esa época hasta los niños habían dejado ya de seguirlo y los tenderos lo atendían sin replicar ni una palabra. Si le hacían la menor alusión a su vestimenta, se sentía de pronto asustado y confuso, como si se tratara de algo injustificado y sin sentido.
       Cuando llegaba el otoño, la lluvia golpeaba sobre la embreada tela de aquel traje y resbalaba sobre la superficie. Si hacía muy mal tiempo, se quedaba bajo el pequeño porche de la entrada y, apoyado contra la puerta, se dedicaba a observar la pala que había quedado clavada en medio del jardín. La tierra estaba tan revuelta que en la estación de lluvias el terreno era un campo de barro. Si helaba le entraba la desazón, ¿qué iba a decir Harry? Y como en esa época era más difícil disfrutar de la compañía de Bessie, le irritaban más de lo normal los gritos del viejo Carvil reclamando la compañía de la joven, que oía a través de las ventanas cerradas.
       —¿Por qué no contrata una sirvienta ese irritante individuo? —le preguntó una tarde de buen tiempo, con cierta impaciencia. Ella se había tapado la cabeza para poder salir un rato.
       —No lo sé —respondió Bessie con aire cansado y la mirada clavada en una vaga lejanía. Bajo aquellos párpados suyos había siempre una sombra que parecía indicar que era incapaz de imaginar cambio alguno en su vida.
       —Espere a casarse, querida —le dijo su amigo acercándose a la valla con energía—. Estoy seguro de que Harry contratará a una criada para usted.
       La locura esperanzada de aquel capitán alimentaba la suya propia con una exactitud tan triste que, en medio de aquella irritación nerviosa, casi tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar. Al final dijo, burlándose de sí misma y hablando con él como si estuvieran los dos de acuerdo en todo:
       —Pero capitán Hagberd, puede que su hijo ni siquiera me mire.
       Él se limitó a echar la cabeza hacia atrás y a soltar una carcajada de enfado.
       —¿Pero qué dice? ¿Cómo no va a querer mi hijo mirar a la única joven sensata que hay a kilómetros a la redonda? ¿Por qué cree, querida, que me he quedado aquí? Tenga paciencia, lo único que tiene que hacer es esperar un poco. Ya verá mañana.
       —¡Bessie! ¡Bessie! ¡Bessie! —gritaba el viejo desde la casa—. ¡Tráeme mi pipa! —Aquel hombre obeso y ciego estaba totalmente entregado a la lujuria de la pereza, no se molestaba ni siquiera en estirar la mano para coger las cosas que estaban a su alcance. Ni se movía ni se levantaba de la silla, no daba ni un solo paso en aquel cuarto que conocía tan bien y que habría podido recorrer tan fácilmente como si lo viera a la perfección, sin llamarla y cargarla con su terrorífico peso. No quería comer ni un bocado si no se lo servía ella. Se había vuelto deliberadamente mucho más inútil de lo que su enfermedad requería, sólo para poder esclavizarla con más facilidad. Bessie se quedó unos instantes inmóvil y con los dientes apretados en medio de la penumbra, y al final entró lentamente en la casa.
       El capitán Hagberd agarró la pala una vez más. Se interrumpieron los gritos en la casa de los Carvil y finalmente se encendió una luz en la planta inferior. Un hombre se aproximaba por la calle con paso firme hacia el capitán Hagberd. En el cielo del oeste quedaba aún el resplandor de una luz blanquecina. El hombre se inclinó sobre la puerta del jardín y miró hacia adentro con curiosidad.
       —Usted debe de ser el capitán Hagberd —dijo con calma.
       El viejo estaba sacando la pala de la tierra y se dio la vuelta de un golpe porque la voz lo había sorprendido.
       —Sí, soy yo —respondió con nerviosismo.
       El hombre sonrió y le habló lentamente:
       —Y está buscando a su hijo, ¿no es así?
       —A Harry, mi hijo —murmuró un poco desconcertado el capitán—. Mañana regresará a casa.
       —¡Vaya! —exclamó el extraño con asombro, y luego añadió despacio—: Se ha dejado una barba igual que la de Papá Noel.
       El capitán Hagberd se acercó y se apoyó en la pala.
       —Váyase de aquí —dijo con rencor y timidez al mismo tiempo, porque siempre tenía miedo de que fueran a burlarse de él. Todos los estados mentales, la locura incluida, tienen su equilibrio basado en la autoestima. Su desequilibrio provoca siempre la infelicidad y el capitán Hagberd vivía en un estado de ideas fijas que no podía ser perturbado por los demás sin provocar sufrimiento. Le dolían las sonrisas de la gente. Sí, las sonrisas burlonas eran lo peor de todo. Indicaban que había algo que no iba bien, pero ¿el qué? No lo sabía, y era evidente que aquel extranjero se estaba burlando de él, se había acercado para reírse. Ya tenía bastante con lo que le sucedía cada vez que salía a la calle, y lo cierto era que nadie se había atrevido a burlarse de esta nueva manera.
       El desconocido, sin saber lo cerca que estaba de que el viejo le abriera el cráneo con la pala, dijo con seriedad:
       —No voy a pasar de aquí, ¿de acuerdo? Me da la sensación de que le han dado falsas noticias, ¿por qué no me deja pasar?
       —¿Pasar? ¿Usted? —murmuró el viejo Hagberd en medio de un terror indecible.
       —Podría darle novedades sobre su hijo, las últimas noticias, si es que quiere escucharlas.
       —¡No! —gritó Hagberd y empezó a caminar de un lado al otro con la pala sobre el hombro, sin parar de gesticular—. De modo que aquí tenemos a un gracioso, un gracioso que dice que algo va mal. Sepa usted que tengo mucha más información de la que cree, tengo toda la información que necesito. La he tenido todos estos años, ¡todos estos años! Y lo único que tengo que hacer es esperar hasta mañana, ¿Que le deje entrar? ¿Qué iba a decir Harry si le dejara entrar?
       La figura se recortó como una silueta en la ventana de la habitación de la planta baja y a los pocos segundos, y tras el sonido de la puerta al abrirse, se la vio salir de la casa vestida de negro y con algo blanco en la cabeza. Aquellas voces que había escuchado desde el interior y que lo habían impulsado a salir de la casa le habían provocado una emoción tan intensa que apenas podía hablar.
       El capitán Hagberd parecía estar intentando huir de una jaula. Le tropezaban los pies con los terrones que había estado desenterrando. Se medio tambaleó entre los agujeros del destrozado jardín y se precipitó ciegamente hacia la valla.
       —¡Eh! ¡Quieto ahí! —dijo el hombre desde la puerta y estirando la mano lo agarró de la manga—. Alguien se está intentando burlar de usted. ¡Pero vaya una ropa que lleva puesta! ¡Lona de barco, Dios santo! —Soltó una carcajada—. ¡Está hecho todo un personaje!
       El capitán Hagberd se soltó de golpe y empezó a dar unos temerosos pasos hacia atrás.
       —Al menos por ahora —susurró con tono un poco humillado.
       —¿Se puede saber qué le pasa a este hombre? —dijo el extranjero dirigiéndose a Bessie con naturalidad y franqueza, como si tratara de justificarse—. No tenía intención de asustar al viejo —dijo bajando la voz, parecía estar hablando con una vieja conocida—. Entré en una barbería del camino para que me afeitaran por dos peniques y me dijeron que aquí vivía un tipo raro. El viejo ha sido un personaje toda su vida.
       El capitán Hagberd había salido asustado por la referencia que se había hecho a su traje y se había metido en la casa llevándose la pala con él. Las dos personas que estaban afuera se sobresaltaron al escuchar el golpe de la puerta, el sonido del cerrojo cuando echó la llave y el eco de una falsa carcajada.
       —No tenía intención de asustarlo —dijo el hombre tras un breve silencio—. ¿A qué viene todo eso? No parece que esté loco.
       —Está preocupado desde hace mucho tiempo por un hijo suyo que desapareció —dijo BessieCarvil con voz baja y tono de disculpa.
       —Pues bien, yo soy su hijo.
       —¡Harry! —exclamó ella y guardó silencio a continuación.
       —¿Sabe usted mi nombre? Supongo que será amiga del viejo, entonces…
       —Es el propietario de nuestra casa —respondió Bessie, perdiendo el equilibrio y agarrándose a la valla de hierro.
       —De modo que es el dueño de estas dos conejeras —afirmó el joven Hagberd con desprecio—; supongo que se sentirá orgulloso. ¿Le importaría decirme quién es el que va a venir mañana? Supongo que lo sabrá. A mí me parece que al viejo lo están estafando.
       Bessie ni siquiera respondió, se sentía indefensa ante aquella dificultad insuperable de tener que dar una explicación.
       —Oh, lo siento mucho.
       —¿Por qué? —dijo él con calma—. No tema asustarme. El otro tipo se asustará cuando menos lo piense. La verdad es que a mí no me importa lo más mínimo, pero supongo que habrá un buen baile cuando ese tipo asome la cabeza por aquí mañana. No me interesan mucho las cosas del viejo, pero los derechos siguen siendo los derechos. Le aseguro que a ese caradura lo voy a poner en su sitio, no me importa de quién se trate.
       Se había acercado un poco y en ese momento se estaba inclinando hacia donde estaba ella desde el otro lado de la verja. Le miró las manos con atención y, como le pareció que temblaban un poco, pensó que tal vez también ella estaba involucrada en el engaño que se iba a perpetrar al día siguiente. Había llegado en el momento indicado para arruinarles la jugada. La idea le pareció simpática y pensó con desprecio en cómo desarmar el fraude, aunque durante toda su vida había sido muy tolerante con los trucos de las mujeres. Lo cierto es que la joven estaba temblando hasta tal punto que el pañuelo se le había movido en la cabeza. “Pobre diabla”, pensó, y dijo:
       —No se preocupe por ese tipo, estoy convencido de que habrá cambiado de idea antes de mañana. Pero ¿qué pasa conmigo? No me puedo quedar en la puerta de la calle hasta mañana.
       Y ahí fue donde estalló ella:
       —Es usted a quien espera. Es usted quien llega mañana.
       —¡Así que soy yo! —dijo el hombre sin gran emoción, y los dos se quedaron en silencio. Parecía estar pensando en lo que acababa de oír y tras un rato, sin enfado pero evidentemente sorprendido, añadió—: No entiendo. Durante todo este tiempo no le he escrito ni le he dicho nada. Un amigo vio el anuncio en el periódico y me lo ha comentado esta misma mañana… ¿Cómo ha dicho?
       Ella se inclinó y le susurró algo al oído. Él contestó “sí” y “entiendo”, pero al terminar preguntó otra vez:
       —¿Y por qué no lo arreglamos hoy?
       —¡No ha escuchado lo que le he dicho! —exclamó ella con impaciencia. Entre las nubes se estaban extinguiendo hacia poniente los últimos rayos de sol. El joven se inclinó de nuevo para poder escucharla mejor. La noche ocultó tanto a la mujer que susurraba como al hombre que la oía, y sólo permitió contemplar la confiada proximidad de sus rostros y su afectuosa complicidad.
       El extranjero alzó los hombros y se puso con galantería su sombrero de ala ancha.
       —¿No le parece muy raro todo esto? —preguntó—. ¿De modo que mañana? Vaya, vaya… En toda mi vida había escuchado algo parecido a todo esto. Al parecer siempre es mañana y nunca hoy, por lo que veo.
       Ella no respondió ni una palabra y permaneció inmóvil.
       —Y al parecer usted se ha encargado de alimentar esa extraña ocurrencia —dijo.
       —Nunca lo contradije.
       —¿Y por qué no?
       —¿Por qué tendría que haberlo hecho? —se quejó Bessie a la defensiva—. Lo único que habría conseguido con eso habría sido hacerlo sufrir. Se habría vuelto loco.
       —Loco… —murmuró él, y la joven respondió con una pequeña risa nerviosa.
       —¿Qué tenía de malo? ¿O es que se supone que me tocaba a mí ponerme a discutir con el pobre viejo? Casi es más fácil que yo misma lo acabara creyendo a medias.
       —Así es, sí —dijo el joven con inteligencia—, supongo que el viejo al final la acabó enredando con su cháchara. Se ve que tiene usted buen corazón.
       Ella levantó las manos con nerviosismo en medio de la oscuridad.
       —Podría haber sido cierto. Era cierto. Y por si fuera poco ahora mismo acaba de suceder, éste es el mañana que estábamos esperando —dijo.
       La joven estuvo a punto de suspirar y él replicó alegremente:
       —Sí, con la puerta cerrada. La verdad es que no me importaría si… ¿Usted podría conseguir que me reconociera? ¿Qué dice? ¿En una semana? Estoy convencido de que podría… ¿Pero me ve aguantando una semana entera en este cementerio? ¡Yo creo que no! A mí me gusta el trabajo duro y las buenas fiestas, y más espacio del que hay en toda Inglaterra. Ya estuve una vez en este lugar, y fue durante más de una semana. En esa época el viejo me iba buscando por todos los diarios y un compadre tuvo la ocurrencia de sacarle unas cuantas libras contándole un montón de mentiras por carta. Pero al final el engaño no le salió bien y tuvimos que marcharnos. Esta vez no se repetirá, tengo un compadre que me espera en Londres y…
       BessieCarvil comenzó a respirar con agitación.
       —¿Y si llamo a la puerta?
       —Pruebe —respondió ella.
       Crujió de pronto la verja de entrada al jardín del capitán Hagberd, avanzó lentamente la sombra de su hijo y se detuvo un instante reteniendo en la garganta una profunda carcajada, muy parecida a la de su padre, aunque más suave y elegante, una risa que de pronto hizo que se estremeciera el corazón de la mujer.
       —No es peleón, ¿no? No me gustaría tener que ponerle la mano encima. La gente suele decirme que no sé controlar mi fuerza.
       —Es la criatura más inofensiva de la tierra —dijo Bessie.
       —No diría eso si lo hubiese visto persiguiéndome hasta lo alto de una escalera con un cinturón de cuero en la mano —respondió él—. Esa escena no he podido olvidarla en dieciséis años.
       La joven sintió una nueva ola de calor desde la cabeza a los pies cuando a él se le escapó otra risa ahogada. Cuando golpeó la puerta el corazón le cerró la garganta.
       —¡Papá! Déjame entrar. Soy Harry. Créeme, soy yo, he regresado un día antes de lo previsto.
       En ese momento se abrió una de las ventanas de la planta baja.
       —Esa información es falsa, forastero —replicó la voz del viejo Hagberd en la oscuridad—, usted no tiene nada que ver con mi hijo. Va a acabar arruinándolo todo.
       Ella escuchó que HarryHagberd decía:
       —¡Hola, papá!
       Y a continuación se oyó un estruendo. La ventana se cerró de pronto y, pocos segundos después, el hombre se acercó de nuevo a la joven.
       —Como en los viejos tiempos. Cuando me fui, casi me mata a golpes para impedírmelo, y ahora que regreso, casi me abre la cabeza con una pala. Me ha dado en el hombro.
       Ella no pudo evitar temblar.
       —Y la verdad es que a mí ni siquiera me importaría —empezó diciendo—, si no fuera porque me he gastado mis últimos chelines en el billete de tren y los últimos peniques en el barbero para presentarme delante del viejo con un aspecto decente, por respeto.
       —¿De verdad es usted HarryHagberd? —preguntó Bessie con dulzura—. ¿Lo puede demostrar?
       —¿Que si lo puedo demostrar? ¿Es que hay alguien aparte de mí que lo pueda demostrar? —respondió bromeando—. ¿Demostrar qué? ¿Qué es lo que podría demostrar? No hay rincón en el mundo, excepto Inglaterra, quizá, donde no haya un hombre o, más probablemente, una mujer que me identifique como HarryHagberd. Soy más HarryHagberd que ningún otro y si me deja entrar ahí un minuto, se lo puedo demostrar.
       —Pase —dijo ella.
       El joven entró en el jardín de los Carvil. Avanzó con pasos seguros y arrogantes, y ella se puso de espaldas a la ventana, esperando y contemplando aquella alta figura de la que sólo parecía real el ruido de las pisadas. La luz caía de lleno sobre el sombrero y los anchos hombros se destacaban en la oscuridad. Él dio media vuelta y se quedó parado frente a la ventana iluminada, mirando a un lado y al otro y riéndose para sí.
       —Trate de imaginar sobre mi cara una barba como la del viejo, ¿la ve? Dígame qué le parece… Desde niño fui siempre la viva imagen de mi padre.
       —Eso es verdad —susurró ella.
       —Y no hay nada más que hablar. De toda la vida fue un personaje, recuerdo perfectamente que siempre se ponía enfermo cada vez que tenía que salir de viaje a South Shields para traer carbón. Tenía un contrato permanente firmado con la fábrica de gas. Cualquiera habría podido pensar que se iba a cazar ballenas tres años y medio; nada de eso, el hombre no se marchaba más de diez días. El Rey de los mares era un buen barco. Bonito nombre, ¿no le parece? Era del tío de mi madre. —Se calló de pronto y a continuación prosiguió—: ¿Le ha contado alguna vez como murió mi madre?
       —Sí —replicó con tristeza la señorita Bessie—, de impaciencia.
       El joven tardó todavía unos instantes en contestar:
       —Les daba tanto miedo que yo fuera un mal tipo que se puede decir que me echaron literalmente de la casa. Mi madre pensaba que era un vago y mi padre me aseguró que me mataría si me hacía marinero. Y la verdad es que parecía muy capaz de hacerlo, por eso me fui. Hay veces que me da la sensación de que nací de ellos por puro error.
       —¿Dónde le hubiera gustado nacer? —interrumpió BessieCarvil, desafiante.
       —Bajo el cielo abierto, en medio de una playa, en una noche de viento —respondió a toda velocidad, y a continuación siguió con lentitud y como abstraído—: Le juro que los dos fueron siempre personas muy raras. Y al parecer el viejo no ha cambiado mucho, ¿eh? Me acaba de dar con la pala en el… ¡Diablos! ¿De dónde sale ese alboroto? Por ahí se oye: “¡Bessie, Bessie!”. Creo que es en su propia casa.
       —Sí, me están llamando —replicó ella con indiferencia.
       —¿Es su marido? —preguntó con el aire de quien está acostumbrado a las citas clandestinas.
       —No, es mi padre. No estoy casada.
       —Parece una buena chica, querida señorita Bessie —replicó de inmediato.
       Ella volvió la mirada.
       —¿Pero qué le pasa? ¿Lo están matando o algo parecido?
       —No, quiere el té —dijo inmóvil con las manos entrelazadas y mirando hacia arriba.
       —¿Y no será mejor que vaya? —sugirió él tras contemplar la nuca de la joven, un fragmento de piel de una blancura asombrosa sobre la oscura silueta de los hombros. La pañoleta se le había caído hasta los codos—. Va a acabar viniendo todo el pueblo para ver qué sucede. Yo la espero aquí un rato.
       Se le cayó el chal al suelo y, cuando él se agachó para recogerlo, ella aprovechó para salir. Se lo puso sobre un brazo, se acercó hasta la ventana y desde allí contempló la figura de un hombre monstruosamente gordo sentado en un sillón, una lámpara sin pantalla, el bostezo de una boca enorme en medio de aquel rostro chato y enmarcado por unos cabellos mortecinos, y la cabeza y el busto de la señorita Bessie. Se detuvieron los gritos y el ciego se tranquilizó. En ese momento se detuvo a reflexionar durante unos instantes en lo raro que era todo. Aquel padre loco, no poder entrar en la casa. No tenía dinero para regresar a Londres y el hambriento de su compañero iba a empezar a pensar dentro de nada que lo había engañado.
       —¡Maldita sea! —murmuró. No había duda de que podía entrar por la fuerza, pero lo más probable es que lo acabaran llevando preso si hacía algo así. No era muy grave, pero sentía un miedo indefinido de que lo apresaran, aunque fuera por error. Reafirmó los pies sobre la pisoteada hierba.
       —¿Quién es usted, marinero? —preguntó una voz nerviosa.
       La joven había salido de nuevo, como una sombra atraída por la sombra de aquella otra presencia que estaba apoyada en la pared de su casa.
       —Soy cualquier cosa. Lo bastante marinero como para ganarme la comida a bordo, así es como he vuelto a casa.
       —¿De dónde viene? —preguntó ella.
       —Acabo de hacer un divertido viaje en tren desde Londres —contestó—, ¿qué le parece? Ah, no sabe cómo odio que me encierren en un tren. Estar en casa no me molesta tanto.
       —¡Vaya! —dijo ella—. ¡Menos mal!
       —Es que en una casa uno puede abrir la puerta cuando le dé la gana y salir.
       —¿Y no volver jamás?
       —No volver en dieciséis años, por lo menos —dijo el hombre riendo—, regresar a una conejera y que te peguen con una pala en la cabeza…
       —Tampoco es que un barco sea muy grande… —se burló la mujer.
       —No, pero el mar sí lo es.
       Ella inclinó un poco la cabeza y le dio la sensación de que sus oídos se abrían de pronto a los sonidos del mundo, le pareció escuchar más allá del terraplén de la escollera la marejada de la tormenta del día anterior, rompiendo contras las rocas de la costa con un sonido monótono y solemne, como si la tierra entera fuera una campana que tocara a duelo.
       —Y al fin y al cabo, un barco no es más que un barco, uno lo ama y lo abandona, y un viaje no es un matrimonio —añadió él reproduciendo alegremente una canción marinera.
       —No es un matrimonio —repitió ella.
       —Jamás he adoptado un nombre falso ni le he dicho una mentira a una mujer. ¿Quién dice mentiras? ¡Vaya! La única de siempre. Lo único que digo es: “O me tomas o me dejas”, ah, pero si me toman… —Se recostó en la pared y tarareó una canción…

¡Ho, ho, ho, vamos a Río!
Hasta la vista
mi hermosa muchacha
vamos a Río Grande.

       —Es una canción marinera —explicó al ver cómo le castañeteaban los dientes a la joven—. Tiene frío —añadió—, tome este trapo que se le había caído antes. —Ella sintió cómo las manos del hombre la envolvían en el chal—. Sujete las puntas hacia delante —ordenó.
       —¿A qué ha venido? —preguntó ella, estremecida.
       —Cinco libras —respondió de inmediato—. Estaba de juerga con unos amigos y nos quedamos sin una moneda.
       —¿Has estado bebiendo?
       —Llevo tres días borracho. A propósito. Aunque no se crea que siempre bebo tanto. No hay nada ni nadie que sea capaz de obligarme, a no ser que yo quiera. Soy capaz de ser firme como una roca. Un colega mío vio el periódico esta mañana y me dijo: “Ve, Harry, ahí tienes a un padre cariñoso. Estoy seguro de que te podrá dar cinco libras”. Y así fue cómo nos gastamos nuestras últimas monedas en mi billete de tren. ¡No se le pasa una a mi colega!
       —Me da la sensación de que su corazón es muy duro —suspiró ella.
       —¿Por qué lo dice? ¿Porque me escapé de casa? ¡Por favor! ¡Él quería que me convirtiera en abogado, eso era lo que tenía intención de hacer de mí! Mandaba en su casa y mi pobre madre lo obedecía en todo, supongo que por su bien, así que decidí marcharme. Y escúcheme bien: el día que me marché de casa, tenía el cuerpo cubierto de moratones de su amor. ¡Siempre fue un hombre violento! Mire la pala, si no me cree. ¿Piensa que está mal de la cabeza? Yo le digo que no. Mi querido padre siempre fue así: quiere que esté aquí sólo para tener a alguien a quien darle órdenes. Y aun así es verdad que los dos andábamos siempre cortos de dinero. Pero ¿qué son cinco libras para él una vez cada dieciséis años?
       —Lo siento mucho por usted. ¿Alguna vez ha deseado regresar a casa?
       —¿Para qué? ¿Para que me conviertan en abogado y pudrirme en un lugar como éste? —gritó él con desprecio—. Si el viejo me metiera en su casa, la tiraría abajo a patada limpia, o me moriría a los dos días, no sé.
       —¿Y en qué otro sitio piensa morir?
       —En cualquier sitio que esté bajo el cielo abierto, en el mar, o en la cima de cualquier maldita montaña, si me da por ahí. ¿En mi hogar? El mundo es mi hogar. Aunque lo más probable es que acabe muriendo en algún hospital algún día; cualquier lugar me parece bien siempre que haya vivido. Y le aseguro que he realizado todos los oficios que pueda imaginarse, menos sastre y soldado. He sido guardia de frontera, he esquilado ovejas, cargado sacos, y hasta he cazado ballenas. He sido aparejador de barcos, he buscado oro, he desollado ganado y he llegado a despreciar más dinero de lo que el viejo habría podido ganar en toda su vida. ¡Ja!
       La muchacha se sentía sobrepasada, pero reunió fuerzas y consiguió murmurar:
       —Ya es hora de descansar.
       Él se irguió, se apartó de la pared y dijo muy serio:
       —Ya es hora de que me vaya.
       Pero no se movió. Volvió a apoyarse de nuevo y cantó un par de estrofas de una canción extranjera. Ella sintió que estaba a punto de ponerse a llorar.
       —Otra de sus crueles canciones —dijo.
       —La aprendí en México, en Sonora —dijo con calma—, es la canción de los gambusinos. ¿La conoce? La canción de los hombres inquietos. Nadie es capaz de retenerlos en ningún lugar concreto, ni siquiera una mujer. De cuando en cuando se podía ver a alguno de ellos en los viejos tiempos y cerca de las tierras del oro, muy hacia el norte, en la zona del río Gila. Conozco bien toda esa zona. Un ingeniero de Mazatlán me contrató para que vigilara unos vagones. Aun así un marinero siempre es un tipo manejable, pero esa parte es toda desértica, hay grietas en la tierra en las que no se puede ver el fondo y montañas, rocas peladas y altas que parecen iglesias, sólo que cien veces más grandes. Los valles están llenos de rocas y cantos rodados, no hay ni la menor brizna de hierba y en ese lugar el sol se pone mucho más rojo que en cualquier otra parte: rojo sangre, de un rojo ardiente. Es muy bonito.
       —¿No quiere regresar allí? —murmuró ella.
       Él se rio.
       —No. No es más que el viejo país del oro; a veces me daba miedo sólo mirarlo, y eso que éramos un buen grupo de hombres, imagínese, y sin embargo esos gambusinos se quedaban solos. Cuando nadie había oído hablar de aquel lugar, ellos ya lo conocían como la palma de su mano. Tenían un don especial para buscar y también estaban enfermos de la fiebre del oro, aunque no parecía que el oro les gustara demasiado; cuando encontraban un buen filón y lo abandonaban, sacaban de él lo bastante como para irse de juerga y, a continuación, a buscar algo más. Jamás se detenían demasiado tiempo en los lugares en los que había casas, no vivían en casas, no tenían ni mujeres ni amigos. No se podía ser amigo de un gambusino, eran demasiado inquietos para tener amigos, un día estaban allí y al día siguiente sólo Dios sabe dónde. Nunca le confesaban a nadie lo que habían encontrado y jamás se había conocido a ninguno que se hubiese hecho rico. No era tanto el oro lo que les gustaba como andar buscándolo en aquel país, eso era lo que no les dejaba descansar; por eso no ha nacido la mujer que sea capaz de retener más de una semana a un gambusino, eso es lo que dice la canción. Habla de la joven amante que consiguió retener a su gambusino para que le llevara montones de oro. ¡Vana esperanza! Al final él se marchó y no volvió nunca más.
       —¿Y qué le pasó a ella? —susurró Bessie.
       —De eso no dice nada. Supongo que lloraría un poco. Esos tipos son así: un beso y adiós. Sólo les interesa la búsqueda… buscar algo… hay veces que pienso que yo soy una especie de gambusino.
       —Entonces supongo que ninguna mujer podrá retenerle nunca —empezó a decir ella frontalmente, pero la voz se le quebró un poco antes de terminar.
       —Una semana como máximo —bromeó él, y aquel tono de voz tan tierno y alegre hizo vibrar el corazón de la joven—. Y sin embargo todas me gustan. Cuando encuentro una buena mujer soy capaz de darle cualquier cosa. ¡En cuantos líos me he metido y de cuantos líos me han sacado! Soy de los que se enamoran a primera vista, y la verdad es que me he enamorado de usted, señorita… su nombre era Bessie, ¿verdad?
       Ella dio un paso atrás y susurró temblorosa:
       —Ni siquiera me ha visto la cara.
       Él se inclinó con galantería.
       —Un poco pálida. A algunas no les queda bien, pero usted es una jovencita preciosa, señorita Bessie.
       Ella se puso muy nerviosa. Nadie le había dicho nunca nada parecido. El hombre cambió el tono.
       —La verdad es que estoy empezando a tener hambre, ¿sabe? Esta mañana no he desayunado nada. ¿No me sacaría usted un poco de pan de esa mesa de té…?
       Ella se había marchado. Durante un segundo él había estado a punto de pedirle que le dejara entrar. No importaba, podría comer cualquier cosa por ahí. ¡Vaya un lío! ¿Qué iba a pensar su colega?
       —No le he pedido comida como si fuese un mendigo —comentó agarrando con alegría el trozo de pan con manteca que le había sacado ella sobre un plato—, sino como un amigo. ¿Sabe? Mi padre es rico.
       —Su padre pasa hambre para tener qué guardarle a usted.
       —Y yo he pasado hambre por su capricho —replicó él cogiendo otro trozo de pan.
       —Todo lo que tiene es para usted —replicó ella.
       —Sí, siempre que me quede encerrado como un sapo en su agujero. No, gracias. ¿Y qué le parece lo de la pala? Tiene una manera muy particular de demostrar su cariño.
       —Yo podría hacer que cambiara en una semana —dijo ella con timidez.
       Él estaba demasiado hambriento como para contestar y ella empezó a hablarle con voz sumisa y jadeante mientras le sostenía el plato. Él la escuchaba cada vez más sorprendido y comiendo cada vez más despacio, hasta que sus mandíbulas dejaron de masticar por completo.
       —De modo que ése es su asqueroso plan, ¿no es así? —gritó el joven—. Quiere que yo vuelva a buscar su sucio dinero, ¿no es eso? No, no está loco, no crea que está loco. Quiere hacerlo todo a su manera; antes quería convertirme en su sirviente y ahora quiere domesticarme como un conejo y meterme en una jaula. ¡A mí! ¡A mí! —Rio tan furiosamente que ella acabó asustándose—. Le juro que este mundo no es lo bastante grande para mí, ¿cómo se llamaba usted? Ah, sí, Bessie, así que ya me dirá usted si tengo ganas de meterme en una sucia conejera. ¡Casarme! ¡Quiere que me case y siente cabeza! Y lo más probable es que hasta haya buscado a la chica. ¡Por todos los diablos! Y a propósito, ¿quién es la chica?
       Ella temblaba y sollozaba en silencio y sin lágrimas, pero él estaba tan furioso que ni siquiera percibió su turbación. Se mordía el pulgar rabiosamente por lo que acababa de oír. En ese momento una ventana se abrió de golpe.
       —Esa información es falsa, forastero —se escuchó decir al viejo Hagberd con acento tranquilo. A Bessie le pareció que el simple sonido de aquella voz era suficiente para hacer enloquecer la noche y que derramaba la locura sobre la tierra—. ¡Ya sé lo que le pasa a la gente de este pueblo, querida! ¡No puede ser más evidente! Y encima ese loco paseándose por ahí… ¿no puede usted librarse de él, Bessie? Bessie, la estoy llamando…
       Los dos permanecieron inmóviles y en silencio. El viejo se movía nerviosamente y debía de estar murmurando algo para sí mismo asomado a la ventana. De pronto gritó:
       —¡Bessie, la estoy viendo! ¡Como siga así, se lo contaré a Harry!
       Ella hizo un amago de huir, pero se detuvo en el acto y se agarró las manos con las sienes. El joven Hagberd, alto y sombrío, parecía una estatua de bronce. La noche demente utilizaba la voz de aquel anciano para recriminarles su actitud.
       —Échelo a la calle, querida, no es más que un vagabundo. Lo que usted quiere en realidad es un buen hogar que sea suyo. Ese joven no tiene hogar que ofrecerle, no es como Harry. No puede ser Harry. Harry llegará mañana, ¿me oye? Sólo tiene que esperar un día más —susurró—. Harry se casará con usted.
       Aquella voz aguda y estridente se alzaba sobre el murmullo lejano que hacían las olas al romper sobre el acantilado.
       —Va a tener que hacerlo, porque yo lo obligaré, y si no… —añadió un juramento espantoso— lo dejaré sin un céntimo. Eso será mañana, y así usted heredará todo lo que tengo. Eso haré, se lo dejaré todo a usted, y que él se muera de hambre.
       A continuación la ventana se cerró de un golpe.
       Harry respiró profundamente y a continuación se acercó lentamente hasta donde estaba Bessie.
       —Así que la muchacha es usted —dijo en voz baja. Ella no se había movido ni un centímetro, seguía de espaldas a él con la cara apoyada entre las manos—. Tiene mi palabra —continuó con una media sonrisa que era invisible en la oscuridad—. Mi intención es quedarme…
       Los hombros de la joven empezaron a temblar.
       —Una semana —añadió.
       Ella se tapó la cara con las manos.
       El joven se acercó hasta ella y la agarró con delicadeza de las muñecas. Ella sintió su aliento en el oído.
       —Me encuentro en un apuro, esto es un lío y usted va a sacarme de él —intentó apartarle las manos del rostro, pero ella se resistió y se apartó retrocediendo un poco—. ¿Tiene dinero? —preguntó—. Ahora debo marcharme.
       Ella asintió avergonzada mientras él esperaba, sin mirarla, a que ella buscara en el bolsillo de su vestido con la cabeza inclinada.
       —¡Aquí tiene! —susurró—. ¡Y váyase, por lo que más quiera! Si tuviera más también se lo daría… para olvidar… para que usted olvidara.
       Él extendió la mano.
       —No te preocupes, nunca os he olvidado, a ninguna de vosotras, no importa en qué parte del mundo os haya conocido. Algunas me ofrecieron algo más que dinero. Ahora soy un mendigo y sois siempre vosotras, las mujeres, las que me acabáis sacando del apuro.
       El hombre se acercó hasta la ventana y a la poca luz que se filtraba bajo la misma le echó un vistazo a la moneda que le había puesto en la mano. Se trataba de medio soberano. Se lo metió en el bolsillo. Ella seguía a un costado con la cabeza gacha y los brazos caídos, como si estuviese muerta.
       —No me puedes comprar —dijo él—, y tampoco te puedes vender.
       Se puso rápidamente el sombrero y, un segundo después, la joven sintió que la levantaba en vilo un abrazo poderoso. De pronto sus pies no tocaban el suelo y, cuando echó la cara hacia atrás, el joven la cubrió de besos con una pasión callada e impaciente, como si estuviera intentando llegar hasta el fondo de su alma. Besó aquellas pálidas mejillas, su frente, sus pesados párpados, sus labios exangües y ella sintió como si el mar hubiese roto todas las murallas que protegían las casas del pueblo y el rompeolas estuviera sobre su cabeza. Luego terminó todo, Bessie dio unos pasos atrás tambaleándose y apoyó la espalda contra la pared, agotada, como si una fuerza la hubiese dejado varada en una orilla tras haber naufragado en una tormenta.
       Unos segundos más tarde abrió los ojos y escuchó cómo los pasos lentos y seguros de aquel hombre se alejaban con el botín. Dejó la mirada ausente en medio de la oscuridad y de pronto se recogió la falda y se precipitó hacia la calle, en medio de la oscuridad.
       —¡Espera! —gritó—. ¡No te vayas!
       Inclinó la cabeza para poder escuchar con más atención, pero no supo determinar si lo que se oía a lo lejos eran los pasos de aquel hombre que parecía estar caminando sobre su corazón o el romper de las olas. El sonido se fue haciendo cada vez más tenue y a ella le fue invadiendo la sensación de estar convirtiéndose en piedra. Le dio miedo aquel silencio terrible, un miedo peor que el de la muerte, y reunió sus últimas fuerzas para gritar de nuevo:
       —¡Harry!
       No escuchó ya ni siquiera el eco de sus pasos. Nada. Parecía haberse silenciado hasta el ruido del oleaje, hasta la insomne voz del mar. No se escuchaba ni un sonido, ni un susurro de vida, le parecía estar sola, perdida en medio de aquel paisaje rocoso que le había descrito y en el que los hombres buscaban oro para luego abandonarlo.
       El capitán Hagberd se había mantenido atento en el interior de su casa. Se abrió una ventana y, en el silencio sepulcral de aquel rocoso país, se escuchó sobre su cabeza, y en medio de la oscura brisa, la voz de la locura, la mentira y la desesperación, la voz de una esperanza que no descansaba nunca.
       —¿Se ha ido ya ese forastero mentiroso? ¿Lo oye aún, querida?
       Bessie prorrumpió en lágrimas.
       —¡No, no! ¡Ya no lo oigo! —respondió llorando.
       Él comenzó a reír en voz baja y con aire de triunfo.
       —Muy bien, ha conseguido que se fuera. Es usted una buena chica. Ahora todo irá bien. No sea impaciente, querida, sólo falta un día más.
       En el interior de la otra casa el viejo Carvil seguía tirado en su sillón, con la lámpara encendida sobre la mesa y la empezó a llamar con sus gritos desquiciados:
       —¡Bessie! ¡Bessie! ¡Ven aquí!
       Ella lo escuchó un rato inmóvil y al final, como si fuese el propio destino el que estuviera doblegando su voluntad, se dirigió en silencio hacia el pequeño y angustioso infierno de su casa. No había ni un umbral imponente ni una inscripción que lo inclinara a abandonar toda esperanza y ella no entendía en qué había pecado.
       En lo alto, el capitán Hagberd parecía haber recuperado su estado de ruidosa alegría.
       —¡Métase en casa y quédese tranquilo! —contestó ella llorando desde el umbral.
       Pero él no obedeció, estaba demasiado alegre de haberse librado de ese “algo” que iba mal. De pronto fue como si toda la locura del mundo se desplomara sobre la joven para llenar de miedo su corazón en la voz de aquel anciano que proclamaba a voz en grito su desquiciada fe en un mañana eterno.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar