Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Sueños en el campo
(“Sogni al campo”, 1941)
Originalmente publicado en Feria d’agosto (1946)
Tutti i racconti (2002)



      Había mañanas en que nos despertábamos extrañamente descansados, tan descansados que nos parecía estar cansados. El cuerpo nos pesaba como pesa en sueños. En los riñones y en las pantorrillas nos espumeaba una sangre turbia aunque viva. Al mirarnos a la cara, cada uno de nosotros parecía llegar de lejos. Hablábamos del día, del buen tiempo esperado, incluso cuando por las rejas se veía el cielo cubierto de nubes. Pero nadie se atrevía a decir que era justamente aquel entumecimiento y aquel cansancio del cielo lo que hacía que entornásemos los ojos con complacencia, una furtiva complacencia que nos dejaba vacilantes.
       No sé si después, vagando entre los barracones, había alguno que le contase a su compañero cómo había pasado la noche. Un día me preguntaron:
       —Y tú, ¿qué has soñado?
       No supe responder sino que había dormido como un niño, sin soñar.
       Éramos como niños, entre aquellos tristes barracones, y a la espera de alinearnos para la salida habitual unos se ajetreaban corriendo a buscar algo, otros se sentaban desocupados en un cajón o en un peldaño. Desocupados estábamos todos, pero algunos no querían saber nada de abandonarse al entumecimiento. Temían deber recobrarse luego, ante una llamada externa, para entrar en el día. Y, sin embargo, el entumecimiento estaba en nosotros, y tenía el sabor de una inmensa fatiga, prolongada quién sabe cuánto, y quién sabe dónde. Nos parecía, en aquel despertar, que tropezábamos como quien sale de un mar donde ha nadado hasta el final dejando caer a plomo en el agua las piernas extenuadas. Seguramente algo había ocurrido, durante la noche. Habíamos soñado con tanta convicción que ahora todo recuerdo estaba abolido y solo nos quedaba en la sangre un estupor incrédulo. Así, el zumbido del silencio hace pensar a veces en un chillido, en un clamor tan ensordecedor que ya no se oye nada.
       No me avergüenza confesar que tengo miedo a la oscuridad, yo, que sin embargo aguanté en aquel campo de desolación, donde el despuntar de un hermoso día nos daba pena, por lo absurdo que era. Teníamos miedo de nosotros mismos y de la oscuridad. Y quien teme a la oscuridad no es que crea en prodigios existentes. Simplemente es alguien que sabe que su sangre y su pensamiento pueden caldearse en contacto con la noche y espumar maravillas como un caballo sudor. Ocurría que nos despertábamos por la mañana poco a poco, sin una sacudida, como una barca se acerca a la orilla, y bajábamos doloridos mirando a nuestro alrededor, un poco sorprendidos, como si aquellos eternos barracones fueran los mismos, sí, pero nuestros ojos, lavados en el mar negro del sueño, no los reconocieran enseguida. Los que se sentaban desde la mañana temprano, alzando la vista hacia los inquietos que se ajetreaban bajo el cielo cargado por las callejas del campo, tenían pinta de buscar entre los compañeros a quienes por la noche habían merodeado con ellos y con ellos habían afrontado los espantos, las peripecias de los turbios sueños. Nadie hablaba de eso. Nos bastaba con sentir debilitarse en nosotros la maravilla.
       En cambio, hablábamos del día y de nuestras ocupaciones de costumbre. Como en aquel campo no podíamos empezar nada con la certeza de acabarlo, seguíamos cada vez los humores del cielo, y en su serenidad tratábamos de leer ávidamente la nuestra, pero cada día era una desilusión porque los tristes barracones nos mostraban su inutilidad. Sol y viento nos exasperaban, como les sucede a los enfermos. Después, con el transcurso de la buena estación, aprendimos a mantenernos melancólicos bajo el cielo más terso, y eso significó mucho para nuestra paz, ya que entre nosotros sufrían más aquellos que parecían más despreocupados.
       Acaso de noche nos sucedía experimentar realmente lo que de día callábamos con tanto cuidado. De noche nuestro cuerpo volaba más allá del último barracón, más allá de las colinas silenciosas, si es que en el sueño existen aún barracones y colinas y no un campo negro donde las cosas se vislumbran con luz propia y los terrores, las punzadas, las angustias, los hallazgos son una sola cosa con el tumulto de la sangre que brama en la oscuridad. Los acontecimientos del sueño estaban olvidados ya antes de que ocurrieran, y de ahí nacía tal vez la tremenda fatiga para devolverlos a la luz, para devolver a la luz al menos aquella sangre y aquel cuerpo donde se habían realizado. Quizá quien nos hubiera visto dormir ciertas noches no nos habría reconocido. Una lámpara ausente moría en el barracón; parecía oscilar, ser ella misma presa del sueño. Nada de lo que su escasa luz tocaba era cierto. Eran ciertos los tumultos y los vuelcos de la sangre en la absurda inmovilidad de la noche, como de una rueda que arrebatada por un remolino aparece quieta. Quien entre nosotros se despertaba antes del alba, aguzaba el oído en la noche y, creyendo estar fuera del mundo, esperaba con ansia la voz ronca de los centinelas.





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