Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


La ciudad
(“La città”, 1942)
Originalmente publicado en Tempo de Milán (28 de mayo de 1942)
Tutti i racconti (2002)



      Gallo no fue nunca, ni siquiera en el pueblo, de esos que gustan de ciertas conversaciones y se emborrachan en compañía para tenerlas con mayor libertad. Entre mozalbetes siempre hay alguno que se dedica a eso y se suelta la melena; pues bien, Gallo lo dejaba hablar y no hacía caso, y una vez miró a dos que susurraban, cogió las cartas, las barajó y dijo con calma:
       —Chicos, esas cosas es mejor hacerlas que decirlas.
       Estaba conmigo un día que regresábamos del pueblo a lo largo del dique, descalzos para tomar el fresco, y vimos bajo los árboles a una chica que salía entonces del agua, convencida de que no pasaba nadie. Yo me quedé clavado y en el acto me puse rojo. Miré enseguida al suelo; Gallo se echó a reír, palmoteó y dio una voz. La chica escapó.
       Cosas de estas nos sucedieron mientras estudiábamos juntos en la ciudad hasta que Gallo siguió por libre. Trabé conocimiento con muchos compañeros, especialmente suyos, y casi no pasaba noche en que no llegásemos a la madrugada bebiendo y jugando. Gallo me enseñó a divertirme sin perder los estribos; no es que me leyese la cartilla, pero me bastaba verlo cuando repartía las cartas o se reía por encima del vaso o abría impaciente una ventana para avergonzarme de mis exaltaciones. Por lo demás fue un buen amigo para todos, y si ninguno de nosotros, al menos por aquellos años, hizo demasiadas tonterías, se lo debemos también a él, que decía siempre que más vale romperse el cuello que desear rompérselo.
       Yo entonces no aguantaba el vino como él (tengo dos años menos), y sé que, al salir a la calle tras una noche de juerga, Gallo me obligaba a caminar, diciendo que el aire era bueno y las mujeres dormían, y que aquel era el momento de demostrar que era joven y estaba en forma y dejar atrás el cansancio y el moho para recobrar la salud, por ejemplo, en las colinas. Y me llevaba allí. Regresábamos después con el sol, frescos y aturdidos, y el café con leche nos hacía reír. En aquellos tiempos compartíamos una gran habitación en un último piso, que parecía una buhardilla. Después del primer año, cuando conocimos mejor la ciudad a todas las horas y en todas sus calles, experimentábamos un placer todavía más vivo al mirar a nuestro alrededor callejeando a nuestros asuntos, o esperando en una esquina. También el aire de las avenidas y de las calles se había vuelto acogedor, y con lo que, yo al menos, no cesaba nunca de disfrutar era con las caras siempre distintas de la gente en los rincones más conocidos. Y era mucho más bonito saber que a ciertas horas bastaba con entrar en un café, pararse en un portal, silbar en una calleja, y aparecían los viejos amigos; nos poníamos de acuerdo, nos íbamos, reíamos. Yendo en grupo, resultó hermoso pensar que por la noche o a la mañana siguiente estaría solo si quería; o, cuando volvía a casa solo, que me bastaba con salir para reunirme con los amigos. Por eso, tras el primer invierno, decidí de común acuerdo con Gallo separarme de él; encontré una habitación no muy lejos del centro, en una calle arbolada, en el tercer piso. Me decidió Gallo, diciendo que, si yo no alquilaba aquella habitación, la alquilaría él. Tenía cortinas blancas en los cristales, y un sofá cama. Yo no estaba preparado para un ambiente tan urbano, y menos aún para la intimidad con la dueña de la casa que, según Gallo, tendría que resultar de eso. Ella no tenía otros inquilinos y me trataría como a un hijo. Ya no era joven, pero tenía una piel cálida y ojos vivos en su pequeña estatura. Noté desde la primera entrevista que se ajustaba la bata sobre los senos, con demasiada prontitud para ser un gesto inocente. Lo noté, pero decidí no hacer nada. La idea de tener en casa una mujer que pudiese alegar derechos sobre mí y sobre mi paz me inquietaba. Y aunque a veces ella venía a fumar un cigarrillo a mi cuarto bromeando conmigo, no nos entendimos. Prefería dejarles creer a los amigos que había tenido suerte, y pasar ciertas noches —especialmente durante el buen tiempo— con la ventana de par en par, desvariando con la esperanza de que ella se decidiese a entrar en mi cuarto y echarme los brazos al cuello. Pero eso nunca sucedió, y Gallo defendió ante los amigos mi silencio.
       Nuestras aventuras eran solo callejeras, y hasta las juergas que se celebraban en la gran habitación de Gallo tendían a la disputa, a la borrachera, a la vociferación, más que a la orgía. Uno de los amigos de la ciudad, que nos trajo una noche a una chicarrona que fumaba como un hombre y llevaba las uñas pintadas, nos estropeó toda la diversión. Gallo le dijo que si quería utilizar el cuarto durante toda una tarde solo tenía que pedirlo, pero que donde se charla una mujer está de más. Yo no era de este parecer, para mí una mujer es siempre una mujer, aunque quizá sentí más a fondo que los otros pesar sobre nuestras palabras la turbación de aquellos ojos curiosos. En aquel tiempo estaba ávido de compañía, de todo tipo de compañías, en especial de la alegre y familiar de las caras conocidas. Nosotros, los del campo, somos así: nos gusta mirar al otro lado del seto, pero no cruzarlo. Los amigos que teníamos eran bienvenidos; sin embargo, una novedad imprevista nos inquietaba. No quiero decir con esto que Gallo se privase de nada. Había días en que nos tocaba acabar la velada sin él, en el fondo de una taberna. Pero en tales casos, justamente, nos había dado con la puerta en las narices.
       Con mi manía de amigos y de fiestas transcurrió excitado aquel año, temiendo solo el verano que lo interrumpiría. Gallo no decía nada, pero yo sabía que para él, siempre igual a sí mismo, también el verano tendría sus placeres. Por ejemplo, regresar con los suyos, participar en la labranza de las tierras de su padre, ir a fiestas en los pueblos circundantes. Cosas que para mí, en la exaltación de la nueva vida, se desteñían. Sabía que la ciudad debía de ser, habría sido, más hermosa solo con haber continuado viviendo en ella y tenido el valor necesario. Hacía muy poco tiempo que había descubierto mi habitación, la alegría de entrar y salir a altas horas de la madrugada, las lentas tardes en que esperaba con Gallo a que vinieran los otros. Ciertas noches conciliaba el sueño, cansadísimo, saboreando de antemano el día siguiente, un futuro festivo y totalmente libre. Mi patrona se asomaba entonces a la puerta con una sonrisita, dándole vueltas al cigarrillo entre los dedos, y me preguntaba si podía entrar. La ayudaba a encender, y después ella paseaba hablando y me trataba como a un hombre, y acababa sentándose con las piernas cruzadas en la butaca junto a la cama. La secreta posibilidad que encendían sus ojos me mantenía despierto y deseoso. Comprendía que también ella se había dado cuenta.
       El día que me despedí para regresar a casa me ayudó a hacer la maleta, y mientras tanto me preguntaba si me había divertido durante el año. Me sentí casi estafado de que hubiera esperado a ese momento para llegar a las confidencias, y le dije y le repetí que me esperase, que en otoño volvería a su casa. Se lo dije tantas veces que me sentí torpe, pero ella sonreía y me pareció conmovida.
       Pasó el verano, para mí a la espera, para Gallo entre largas jornadas en la era y la cuadra, con madrugones al alba, vigilias, discusiones con los braceros. Cuando iba a buscarlo a la baja cocina de su granja me invitaba a almorzar o a cenar y me daba de beber, y los suyos, sus hermanas, los abuelos, me hablaban como si nunca me hubiera movido del pueblo. Eso no me desagradaba, pero Gallo estaba muy cogido todo el día y solo se acordaba del pasado ciertas noches que regresábamos del pueblo bajo la luna. Por otra parte, él en la ciudad estudiaba agronomía y el próximo invierno iría por libre. Yo pensaba en cosas muy distintas. Entre los compañeros de la ciudad me había aficionado a alguno que frecuentaba los teatros y discutía, y para mí eso le daba un nuevo sentido a la vida que me ocupaba todo el día. Una noche de luna, precisamente en el dique, le confesé a Gallo que con mi patrona no había llegado a nada. Gallo me habló de un amor de la ciudad y me confió que había estado en un tris de llevársela a casa con los suyos, pero que después había comprendido que lo bueno de estas cosas es no hacerlas en serio. Es decir, en serio pero sin traspasar ciertos límites. Yo le dije que estaba dispuesto, en cambio, a traspasar todos los límites, pero que no conseguía encontrar el objeto.
       En noviembre encontré mi cuarto ya alquilado, pero la patrona, siempre en bata y siempre solícita, me instó a que fuera a verla, que no le hiciera aquel feo. La confusión de la ciudad me la borró de la mente, y me alojé no sé dónde, en una pensión, hasta que de acuerdo con Gallo volví a la vieja habitación común. Aquel año él no la necesitaba para vivir; hacía escapadas; se quedó durante el invierno. Pero con el buen tiempo empezó a viajar porque, ahora que estudiaba por libre, su padre lo quería presente en las labores y no le concedió un mes seguido. Hubo, sí, francas veladas como las de antes, en las cuales se bebió y voceó en nuestro cuarto. Casi todos los compañeros volvieron a nosotros, pero yo comprendía que el alma del grupo era Gallo, y ahora él tenía cosas en que pensar. Yo fui mucho al teatro —también eso era bonito— y los nuevos amigos me aceptaron. Con ellos la vida tenía un sabor distinto; íbamos, por ejemplo, a bailar, conocí señoras y chicas que después encontraba en los cafés o en las familias. Hacía esfuerzos por distinguir las que eran hermanas de mis compañeros de las simples amigas nocturnas, ya que vestían y hablaban todas del mismo modo. Pero cuando llegó abril, y después mayo, eché en falta las largas noches pasadas bebiendo, cantando, discutiendo, en una taberna a trasmano, las caminatas con Gallo entre el frescor del alba, las últimas charlas delante de la ventana.
       Ese año iniciaron sus estudios dos paisanos nuestros aún muchachos, uno era incluso primo de Gallo. No los quise en nuestra habitación, por mucho que Gallo dijera.
       —No soy un ama de cría —objetaba. Pero el verdadero motivo era más bien que empezaba a avergonzarme de nuestra torpeza campesina. Tenía en cambio un amigo, un estudiante jovencísimo, rubito, a cuya hermana conocía. Eran gente de ciudad, muy acomodada; él se llamaba Sandrino y su hermana, Maria. Sandrino discutía conmigo sobre teatro y le gustaba mucho nuestra habitación buhardilla, desordenada y que daba a los tejados. Aunque fuera extraño, lo cierto era que antes que con él había trabado conocimiento con su hermana, no sé si en una excursión o en algún baile, y aquella chica me había dicho que nuestra buhardilla era célebre en muchas familias, y se la discutía, vilipendiaba o ensalzaba según la edad de los que la enjuiciaban. Por su parte, Maria me dijo que la cosa habría sido divertida, pero ¿por qué frecuentar a ciertas mujeronas sin gusto y emborracharse? Maria decía «divertida» con el tono voluble que tienen justamente las chicas de su clase —en sus labios la palabra era bonita— y aunque yo rechazase la acusación con convencida energía, ella negaba con la cabeza sonriente. En cualquier caso, a través de ella conocí a Sandrino, que entonces empezaba en la universidad, y a Sandrino le entró una gran pasión por mí y por algún compañero a quien le gustaba discutir. Conoció también a Gallo en una de las últimas apariciones que este hizo en aquellos meses antes de la licenciatura. Lo llevé una tarde con nosotros porque, a diferencia de su hermana, Sandrino hablaba de las borracheras sin hacer mucho caso, como de una experiencia común, y se dedicaba más bien a repetir que lo que le gustaba de nosotros era justamente la fuerza, la vulgaridad campesina. Me lo dijo a menudo, y en eso era todavía un crío. Yo, que entonces creía que ya me había convertido en otro, experimentaba cierta contrariedad.
       Gallo se marchó al día siguiente, muy temprano. Me quedé solo en la gran estancia vacía y desde la cama miraba la mesa cubierta de platos, vasos y trozos de papel, en el gris frescor de la mañana. Me entumecía aún el desorden de la noche, e imaginaba a Gallo en su tren, en el campo, entornando los ojos, jugueteando con la imagen de una botella recortada contra el alféizar y contra el cielo. Sandrino era realmente un muchacho inteligente; había reído, cantado, discutido con nosotros, hasta habíamos hablado con ardor de ciertos libros. Un timbrazo me hizo dar un brinco.
       Era Sandrino, que venía a esa hora insólita porque no había podido dormir, y me traía pan y fruta para el desayuno. Mientras me vestía, volvimos a hablar de la velada, y Sandrino, vuelto hacia la ventana, decía que cualquiera, viviendo de aquella manera sobre los tejados, debía de disfrutar bastante.
       —Lo malo es que se envejece —repuse—. Tenías que vernos el año pasado, a Gallo y a mí, cuando a estas horas bajábamos por la colina, pasada la borrachera y muertos de cansancio.
       —Erais madrugadores —me dijo.
       —Estábamos en pie toda la noche.
       —Siempre era por la mañana para vosotros.
       —Solo a las mujeres no les va esta vida —dije—. Las mujeres no quieren saber nada de ella.
       Lo bueno que tenía Sandrino era que hablaba de mujeres sin inmutarse. Mientras yo cogía las cerezas para lavarlas dijo tranquilo:
       —Una mujer por la mañana debe de ser bonito.
       —Todo se puede hacer por la mañana, teniendo ganas —le contesté—. Pero ¿dónde encuentras a una mujer que se contente con comer cuatro cerezas mirando los tejados?
       Sandrino me miró, rubio y admirado.
       —Yo prefiero las cerezas —añadí.
       Charlamos así, y ordenamos un poco el cuarto. Sandrino me dijo que Gallo era un buen tipo, pero no inteligente como yo.
       —Está bien para pasarse una noche cantando, pero no para más.
       Cuando le dije que Gallo había sido mi guía y maestro, sonrió levemente —la sonrisa de su hermana.
       Hacia media mañana oí llamar a la puerta, y enseguida otro timbrazo. Sandrino dijo:
       —Será Maria. Me dijo que pasaría por aquí.
       —Pero si no ha venido nunca —objeté consternado.
       —¿Y qué? —dijo Sandrino, tranquilo.
       En efecto, era Maria, fresca e indignada por la larga escalera, que venía a hacer una inspección del antro. Torció la boca ante las botellas y los vasos amontonados en el alféizar y me preguntó quién barría el cuarto.
       —La portera —respondí.
       Maria miró cómicamente a la puerta.
       Para mí aquella visita fue un golpe. Hasta ahora, al encontrar a Maria en otros sitios, me había comportado con cautela, le había dicho solo las cosas que podía decirle, había reducido la rusticidad de mis modales a una brusquedad cortés. Pero que ella descubriera ahora las sucias huellas de nuestra alegría —colillas de cigarro, una botella en un rincón, recortes de periódicos pegados en los cristales— me aterró. Fue lo bastante caritativa para elogiar la vista que se disfrutaba de los tejados y tenderme la mano con una fresca sonrisa. Dijo incluso:
       —¡Oh, vosotros, los hombres!
       Pero comprendí que no era el desorden ni la suciedad lo que la había ofendido. Cuando me dejaron solo pensé que si hubiera encontrado algún rastro de mujer, acaso le habría chocado menos. Más aún, me dije, le habría gustado.
       Con Sandrino no podía desahogarme: habría sido como decirle que quería pasar por lo que no era. Y a Maria no sabía renunciar: ella me hablaba de modo distinto a como lo habían hecho bailarinas y prostitutas ese año. Gallo me hubiera dicho que no hiciera el idiota y que recordase de dónde venía, pero de Gallo me avergonzaba, y me avergoncé de habérselo presentado a Sandrino. Mi vida era muy otra. Por suerte llegaba el verano.
       Cuando Gallo se fue por última vez en junio, licenciado y contento, respiré. La habitación y las calles eran ahora cosa mía. Escribí a casa que estaba buscando un trabajo en la ciudad, que me dejaran probar, porque si me ausentaba perdería los contactos, necesarios para después de la licenciatura. De casa me mandaron algún dinero, recomendándome que volviera para la vendimia.
       No podía haber hecho esto solo por quedarme al lado de Maria, ya que ella, con Sandrino y todos los suyos, se iban de veraneo. Su compañía me duró aún un mes; los veía casi todos los días; salí con ellos en bicicleta; con Sandrino bromeaba, con ella charlaba; me admitieron en su casa. Cuando llegó el momento de la separación, su madre me preguntó si no volvía también yo con mi familia. Le respondí que tenía que trabajar y que me quedaba en la ciudad. Y la madre le dijo a Sandrino, en presencia de Maria, que tomase ejemplo de mí. Maria, complacida, me hizo un gesto de amenaza con la mano.
       Ahora estaba solo. Naturalmente, no encontré ningún trabajo. En las tórridas jornadas zascandileaba por las calles, especialmente por la mañana, disfrutando con las franjas de fresca sombra en la acera regada. Abría de par en par la ventana sobre los tejados cada mañana, aguzando el oído a los vagos rumores que subían hasta allí. En el aire límpido los tejados oscuros y rugosos me parecían una imagen de mi nueva vida: esperanzas escurridizas sobre un tosco fondo. En aquella calma, con aquella espera me sentía renacer.
       Así fue durante todo julio. Pero una tarde, a la hora en que cierran las oficinas, me topé justo en la esquina de casa con un rostro conocido. ¿Dónde lo había visto? Se paró también ella. Me lo dijo ella misma: era Giulia, la amiguita de Gallo. Me preguntó dónde vivía, y cuando oyó que allí mismo, se animó mucho y quiso subir.
       —Es que tengo que ir a cenar.
       —Vamos a cenar —me dijo—, esperaré a que termines.
       Y así esa noche Giulia subió a mi cuarto. Seguía siendo la chica morena, flaca y con un mechón sobre los ojos que había conocido con Gallo. Entonces se le colgaba del brazo testaruda, cuando no quería ir a algún sitio. Había sido dependienta y obrera, ahora trabajaba de criada. Pero de criada por horas. Me dijo sonriendo bajo el mechón que podía quedarse toda la noche. Yo no quería, no puedo soportar la presencia de una mujer cuando me despierto, pero me gustó tanto el modo en que Giulia me echó los brazos al cuello que accedí. Esa noche inevitablemente me puse a hablar de Gallo, y Giulia tuvo un gesto amable: me puso el dedo en los labios y me hizo callar. Me agradó, repito.
       Al día siguiente, como si hubiera entendido mis gustos, se marchó muy temprano. Yo me quedé en la cama pensando en Maria.
       En agosto las calles se quedaron casi desiertas. Giulia empezó a subir a casa por las tardes. Tenía una manera de quitárseme de encima y de tenderse a mi lado que parecía un gato. Hablaba poco, era enjuta y musculosa. Fue la primera mujer que conocí realmente. Al caer el día, cuando el aire se volvía más fresco, se ponía en pie de un salto y se ajetreaba por el cuarto. Entonces charlábamos. Traté de explicarle por qué me gustaba quedarme en la ciudad. Ella quería que la llevase al campo, al menos a los arrabales, y como me resistía empezó a acordarse de Gallo y con sonrisas maliciosas se preguntaba y me preguntaba dónde estaría a esas horas.
       —Está en el campo —decía yo.
       Giulia abría mucho los ojos y quería que le describiera las colinas, las zanjas, los caminos, las chicas. Imitaba con la voz el ruido de la cadena al bajar al pozo, y le daban crisis de alegría durante las cuales me saltaba encima, cuando también yo me había levantado, y volvía a derribarme sobre la cama. Siempre había vivido en la ciudad y no tenía familia.
       —¿Dónde duermes? —le pregunté.
       Cambió de conversación, y la sospecha de que tuviera otro hombre por la noche casi me agradó. Significaba que para ella yo era un capricho, que todos nosotros éramos un capricho.
       Que hubiera sido la amiga de Gallo me daba una sensación de seguridad, tanto más cuanto que ahora hablábamos de él como de un hermano mayor. Conocía también a la otra, la que Gallo había tenido durante dos años y con la que casi se casa. Se habían consolado juntas cuando Gallo se había marchado.
       —¿Por qué querías casarte con él? —le pregunté.
       —¿Quién no querría casarse con él? —respondió echándome un vistazo.
       Por ser igual que Gallo le dije que quería regalarle un traje. Giulia me hizo muchas caricias, y cuando lo tuvo se plantó en la puerta para salir conmigo. Quiso ir a bailar. Estas cosas le gustaban a Gallo, pero a mí no me gustaban. Sin embargo, salimos en el tibio crepúsculo, y la llevé a cenar. Para ocupar la velada, la invité a beber. Bebimos mucho. Compramos también una botella y nos la llevamos a casa. Giulia, agarrada a mi brazo, reía y forcejeaba.
       Pasó así otra noche conmigo. Creí haber vuelto al año anterior, pero en vez de amigos y discusiones acaloradas tenía ahora delante una chica muy animada y complaciente. Al día siguiente dormimos mucho, y Giulia se marchó al mediodía. Por la tarde llegó con provisiones y me dijo que me invitaba a cenar. Yo puse el vino.
       Como, después del primer ardor, no sabía de qué hablar con ella, me gustó el hallazgo de la bebida. Al no ir a restaurantes ahorrábamos bastante, y ahora cenábamos casi siempre juntos, en la habitación, y estábamos alegres. Lo bueno que tenía Giulia es que hacía cuanto podía por mantener un poco de orden, y mi despertar se producía siempre con el chapoteo de los platos que Giulia lavaba antes de mediodía. Entonces prolongaba el duermevela, incubaba el dolor de cabeza y el mal humor, fantaseaba sobre antiguas borracheras, fingiendo una inmovilidad que era solo del cuerpo. Recordaba a los amigos, a Sandrino; temía catástrofes; me latía el corazón en el silencio susurrante. El estrépito del agua y de Giulia me llegaba como de distancias remotas.
       Una mañana llamaron a la puerta, oí voces, un timbrazo. Antes de que pudiese levantarme, la puerta estaba abierta, y Giulia descalza, con el torso desnudo, con una simple falda, retrocedía ante Sandrino y Maria. De Maria vi apenas la mueca bajo el ancho sombrero de paja; después ya no la vi.
       Mientras me vestía a bulto, Sandrino me dijo, bastante desenvuelto, que habían regresado a la ciudad para unas compras y querían invitarme al campo. Hablando paseaba los ojos sobre la mesa donde estaba aún la botella y los vasos de la cena. Balbucí no sé qué, cuando la voz de Maria, imperiosa, gritó desde detrás de la puerta:
       —Déjalo. Yo me voy.
       Entonces Sandrino abrió los brazos con un gesto de impotencia y me dijo:
       —Hasta la vista, un día de estos.
       Lanzó una ojeada ambigua a Giulia y se marchó.


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