Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Tierra de exilio
(“Terra d’esilio”, 1936)
Publicado póstumamente en Notte di festa, 1956
Tutti i racconti (2002)


I

      Arrojado por extrañas peripecias de trabajo al mismísimo final de Italia, me sentía bastante solo y consideraba aquel asqueroso pueblecito en parte como un castigo —que nos aguarda, al menos una vez en la vida, a cada uno de nosotros—, en parte como un buen retiro donde recogerme y hacer extravagantes experimentos. Y fue castigo, por los muchos meses que estuve allí, si bien en cuanto a observaciones exóticas, quedé no poco desilusionado. Soy piamontés y miraba con ojos tan huraños las cosas de allá abajo que se me escapaba su probable significado. Y ahora, en cambio, lo recuerdo todo, los burros, los cántaros en las ventanas, las salsas abigarradas, los chillidos de las viejas y los pordioseros, de un modo tan violento y misterioso que de veras lamento no haberle prestado una atención más cordial. Y si vuelvo a pensar en la intensidad con que entonces añoraba los cielos y las calles del Piamonte —donde ahora vivo tan inquieto— no puedo llegar a otra conclusión que la de que somos así: solo lo que ha transcurrido o cambiado o desaparecido nos revela su rostro real.
       Allá abajo estaba el mar. Un mar remoto y deslavado, que aún hoy se vislumbra detrás de mis melancolías. Allí acababa la tierra en playas desnudas y bajas, en una vaga inmensidad. Había días en los cuales, sentado en los guijarros, miraba fijamente ciertos nubarrones acumulados en el horizonte marino, con una sensación de aprensión. Me habría gustado que todo estuviera vacío al otro lado de aquella sima inhumana.
       La playa estaba desolada, pero no era repelente. De buena gana —tan aburrido era el pueblo— caminaba por ella, por la mañana o al atardecer, siguiendo la zona de guijarros para no fatigarme por la arena, y me esforzaba por disfrutar con las matitas de geranios florecidos o las poderosas hojas de pita. Todas las veces me irritaba el tallo arenoso de alguna chumbera arrancada o rota, donde la pulpa verde de ciertas hojas estaba seca y revelaba la retícula de las fibras.
       Recuerdo una mañana de julio, tan intensa que el mar no se diferenciaba del cielo. Unos pasos más arriba, en el arenal, se agolpaban las barcas descoloridas y deterioradas, y alguna, reclinada, parecía descansar después de la pesca nocturna. Las olas apenas chascaban en la orilla, como aplastadas por la desmesurada extensión de agua.
       Sentado a la sombra junto a una barca vi al obrero confinado. Miraba hacia la colina, a la cima blancorrocosa de murallones, donde estaba el pueblo antiguo. Parecía embelesado con aquella claridad del cielo, que lo aligeraba y lo velaba todo. No se volvió cuando pasé. Tenía una gorra de visera echada sobre los ojos y el traje marrón roto por los codos e informe en las rodillas.
       Cuando hube pasado, oí que me llamaba. Por mi bolsillo asomaba perfectamente reconocible un diario de Turín.
       Mientras el joven leía, yo respiraba acurrucado a la sombra de la barca. Había un olor a madera soleada y a arena ardiente.
       —¿No se baña? —le pregunté al cabo de un rato.
       —Estos periódicos dicen todos lo mismo —respondió el otro, y se hurgó en los bolsillos—. ¿Tiene tabaco?
       Le di tabaco. Empecé a desnudarme al sol.
       —No soy un político —prosiguió—. Yo en los periódicos no busco la política. Me gusta leer lo que sucede en mi casa. Y solo hablan de política.
       —Creía que era...
       —Soy un común —cortó, rápido—. Me lié a puñetazos con un fascista, pero soy un común. —Se echó la gorra sobre los ojos—. Se los di por motivos personales.
       Me puse el bañador y me senté al sol. Miraba hacia el mar trémulo e inmóvil. Saboreaba de antemano la espuma de las brazadas, la frescura del fondo, los jaspeados del sol bajo el agua. Me daba grima aquel cuerpo vestido que vislumbraba bajo la barca. Mangas largas, pantalones gruesos, gorra calada. ¿Cómo no se ahogaba?
       —¿Se baña? —pregunté de nuevo.
       —Prefiero el agua de río —respondió absorto.
       —Aquí no la hay —dije.
       Volví a la orilla chorreando y me tiré en la arena. Tenía los ojos cerrados.
       Cuando los abrí y me senté, eché una mirada confusa a la ladera. Sobre la palidez desesperada de las plantas carnosas y de las contiguas casas rosadas seguía azotando el sol. Mi traje formaba una mancha oscura junto a la barca.
       —¿También está usted confinado? —gritó desde allí el joven.
       —Aquí lo estamos un poco todos —dije en alto—. El único alivio es meterse en el agua.
       —Y en invierno, ¿qué alivio hay?
       —En invierno pensamos en nuestra tierra.
       —Yo pienso también en verano.
       Se acercó a mí y se sentó en la arena. Se había quitado la chaqueta; llevaba una camisa oscura, sin mangas.
       —¿En qué tierra cree que piensa la gente de aquí? —preguntó.
       —Piensan en la Alta Italia más que nosotros.
       —Sí, pero su tierra es esta. A ellos no les falta nada.
       Cruzando la vía del tren, entre la playa y las primeras casas desconchadas del barrio marinero, pasaba un grupo de mujeres. Iban a su rincón entre los escollos, ladera abajo, a tomar el baño. Eran viejas, vestidas de marrón y bajas; entre ellas, una muchacha de blanco.
       Dije algo.
       —En el Po se nada mejor, eso sí. Hay menos sol y más comodidad.
       —¿Dónde vivía usted en Turín?
       Se lo dije.
       —¿Y qué hace en este pueblo?
       —Trabajo en la carretera provincial. Soy el ingeniero.
       El confinado se restregó la nariz con el dorso de la mano.
       —Yo era mecánico —dijo, mirándome—. ¿Recibe usted correo de Turín?
       —De vez en cuando.
       —Yo recibí el otro día. —Se sacó del bolsillo una postal con una vista de la estación—. ¿Conoce este sitio? Miré un rato, sonriendo, la ilustración, y se la devolví, cortado.
       —Son recuerdos de una muchacha. Si me manda recuerdos significa que me pone los cuernos. Las conozco.
       Me desagradó su jactancia. Encendí un cigarrillo sin contestar: esperaba el resto. Pero el otro calló. Al cabo de un rato me devolvió el periódico con un brusco saludo y se marchó tropezando por la arena.

II

       Ciertas tardes, al regresar del trabajo, cruzaba el pueblo marinero y cada vez me resultaba más incomprensible que, para algún hijo suyo perdido por el mundo, aquella tierra fuese la única, el sello y el refugio de la vida. No pensaba en la penuria de los campos y de las aguas, en la falsa rareza de las plantas carnosas y retorcidas, en la desnudez de la costa. Estas cosas son solo naturaleza y yo mismo las combatía asfaltando una carretera.
       Ingrato y vacío era el propio vivir de la gente: palabras y usos de una chapucera realidad que desnaturalizaban restos de un pasado remoto impenetrable. Los hombres salían a todas horas con indolente vivacidad de las casuchas para ir a la barbería. No parecían tomarse en serio el día. Se pasaban el tiempo en la calle o sentados a las puertas charlando, y hablaban aquel dialecto que, allá lejos, en las montañas del interior, utilizaban rabadanes y carboneros. Quizá trabajaban de noche, o a escondidas, en las casas celosas y sofocantes, pero a la luz del sol, de la mañana a la noche, parecían solo huéspedes aburridos, en libertad. Y ninguno quería ver en la calle a su mujer. Salían las viejas, salían las niñas, pero las recién casadas, las mujeres lozanas, esas no salían.
       Por eso, seguramente, el pueblo era antipático. Aquellos hombres parecían estar allí provisionalmente. No se encarnaban en su campiña y sus caminos. No los poseían. Estaban como desarraigados, y su perenne vivacidad traicionaba una inquietud animal.
       Sin embargo, al anochecer, también el pueblo se dulcificaba bajo el cielo. De la playa llegaba un poco de aire y por las calles se revolcaban chiquillos semidesnudos y las viejas chillaban. Las puertas exhalaban olores de frituras y yo solía sentarme en una fonda, frente a la estación desierta. Veía pasar el rebaño de cabras que daba leche al pueblo y me adormilaba en la penumbra saboreando la soledad. Me sumía en una amarga conmoción la idea de que a mis espaldas, más allá de las montañas, el ancho mundo seguía viviendo y que un día yo volvería a cruzarlo. Allá arriba había quien me esperaba y esta seguridad me daba un tácito desapego de todo y proporcionaba a cada tedio una indulgencia ensoñada. Encendía un cigarrillo.
       Inmediatamente aparecía Ciccio:
       —Caballero, ¿me da algo? —Y, frotándose las manos a la espera—: También yo fumo. Gracias, servidor.
       Ciccio era bajito, muy bronceado, con barbita gris y ojos astutos. Se abrigaba con una capa descolorida y tenía los pies envueltos en trapos sujetos con hebillas. Cuando se había gastado en vino las limosnas, se escondía para no dar el espectáculo. Venía de un pueblo del interior, y su leyenda era conocida. Me habían hablado de ella —como de todas sus cosas— con orgullo.
       Ciccio era tonto y de vez en cuando le daba la excitación y se ponía a renegar él solo por la calle contra ciertos fantasmas. Lo había convertido en eso su mujer, al desaparecer con un tipo. Y Ciccio lo dejó todo, trabajo, casa y dignidad, y rebuscó durante un año por aquellas laderas, sin saber a quién buscaba. Luego lo metieron en el hospital, pero él no quiso y regresó a su tierra y se convirtió en el verdadero Ciccio, el mendigo simbólico, que prefería una colilla o un vaso a un gran plato de potaje.
       Cuando jugaban a las cartas en la tasca, lo echaban por pelmazo. Pero cuando se aburrían o pasaba un forastero, Ciccio valía su peso en oro. Era un ejemplo convincente del carácter local.
       En sus primeros tiempos de mendicidad lo habían encarcelado varias veces por aquellas costas y le había quedado tal horror al encierro que incluso en invierno dormía bajo los puentes.
       —Si no, ¿qué penar sería? —me dijo de golpe con su voz trabajosa.
       Pensé con frecuencia en esa frase. ¿Acaso habían sobrevivido en él remordimientos que dieran ahora un motivo a su vida? Aunque chiflado, Ciccio no era siempre estúpido. Un golpe como el que sufrió, una pena como para entontecerlo, podía muy bien haber sacado a la luz una culpa suya verdadera o presunta y haber truncado el derecho a los lamentos. Pero de ser así —privado incluso del consuelo de quejarse de la injusticia— Ciccio habría sido realmente demasiado infeliz. En aquel tiempo yo prefería creer que había hablado sin sentido, como por lo demás hacía en demasía cuando limosneaba.
       A ciertas groseras indiscreciones sobre su desgracia, Ciccio respondía con una maraña de razones que desviaban la conversación. Cuando llegó de la ciudad la rubita, traída a escondidas y compartida durante dos días en la carnicería, el propio carnicero le explicó a Ciccio:
       —Ya ves, Ciccio, deberías haber matado a tu mujer. Ahora también es una puta, como esta.
       Pero Ciccio, con aire despierto dijo:
       —Si la mujer peca, el placer es suyo y el pecado del hombre. Mientras aún sepamos divertirnos...

III

       De noche llamaba al sueño sentándome en la playa y escuchando el chapoteo del mar en la oscuridad. A veces me quedaba en el hotel estudiando el plan de las obras o releyendo mis periódicos, y fumaba fantaseando sobre el traslado, que no podía tardar.
       Una tarde regresaba inquieto de la playa al pueblo, cuando me llamó una voz. Me volví y entreví al obrero turinés sentado en un murete. Me sorprendió: sabía que su reglamento le prohibía salir a esas horas.
       —¿Qué tal, Otino?
       Me dio un cigarrillo y empezamos a pasear por la carretera flanqueada de olivares. Bajo el cielo fresco se olía el áspero perfume del campo en septiembre. El confinado no hablaba. Caminamos unos cincuenta metros, luego regresamos, pasando y repasando por delante de las casuchas donde él vivía.
       —Es un buen sistema para estar en casa y tomar el aire, al mismo tiempo —dije finalmente.
       El otro callaba; por lo que veía, con los labios apretados. Y miraba fijamente al suelo por donde caminaba.
       —¿Le queda todavía mucho?
       Tampoco esta vez me hizo caso, pero con una especie de esfuerzo, como si tuviera la garganta cortada, dijo sin mirarme:
       —Le rompo la cabeza a alguien.
       Me detuve, lo agarré de un brazo.
       —¿Qué demonios ocurre?
       Él se soltó y se paró.
       —No lo digo por usted —farfulló adusto, huraño—. Las mujeres son unas cabronas. Yo aquí, como un fraile, y ella se deja follar.
       —¿La de la postal? Pero si le escribe...
       El mecánico me miró con odio.
       —Era mi mujer.
       Lo contemplé aterrado.
       —Cuando estaba en chirona, venía todos los días a verme y lloraba y quería venirse conmigo. Pero ¿cómo iba a vivir aquí? Aquí no hay fábricas. Luego lo entendí y le escribí que viniera. No me contestó. En este momento está en la cama con alguien.
       —Pero ¿no están...?
       —Vivíamos juntos. —Se aclaró la garganta y yo miraba al suelo.
       —Ya —dije luego, confuso.
       Estábamos apoyados en el murete, donde el mecánico se sentaba antes. Las sombras recortadas de los olivos formaban un muro a nuestro alrededor. Mi compañero respiraba como si tuviera las costillas rotas. Luego saltó:
       —Caminemos. —Seguimos andando, a buen paso.
       —Pero que no le escriba —empecé en cierto momento— no quiere decir...
       —Cuentos —cortó él—, ella no. No es una mujer como es debido. Incluso cuando yo estaba me tocaba volver a empezar todos los días. Nunca dejaba ver sus intenciones. No es que mandase en mí, no, pero era dura, dura. Solo me quedé tranquilo cuando la vi llorar. Durante dos años la he tenido. Ahora me la ha jugado.
       Diciendo estas cosas, parecía atenazado. Dudaba entre hablar o callarse, y no podía contenerse. Los músculos tensos de la mandíbula le enflaquecían aún más la cara.
       —¿Por qué no le escribe usted, Otino? Las chicas de Turín son amables. Verá como le contesta.
       —Ella no. Hace seis meses le escribí que viniese enseguida, tres cartas le escribí. Ya ve la respuesta.
       Siguió hablando en su guarida amueblada. Me aclaró que estaba confinado por haber metido a puñetazos la política en la cabeza de un fascista que cortejaba a aquella mujer. Tenía para cinco años y aún no había acabado el primero. Se quería dar de cabezazos contra las paredes.
       —¿Por qué no pide un indulto? —pregunté, cauto.
       —¿El indulto? Lo pediré —dijo mirando furioso la vela—. Lo pediré. Hay que... Total, me caerán veinte años —agregó seco—. Si vuelvo.
       Lo miraba, incómodo. Había una mesa carcomida, cargada de periódicos enrollados, un plato sucio y la vela encendida, clavada en una botella. Una mezcla de olor a sudor, a humo y a cama oprimía aquella luz.
       Él caminaba de un lado a otro. Desde el taburete donde me había sentado, lo escrutaba. Conocía aquel talante suyo brusco y taciturno. No sabía qué más decirle.
       —¿Y no puede vivir sin esa chica? —aventuré por fin.
       —¡Lo hago! —gritó—. Lo he hecho durante un año. —Y se apoyó en la pared—: Y lo haré aún más. Pero no quiero que ella pueda vivir sin mí. Ya lo sabe —prosiguió, seco—. Oiga, le hablo como amigo, aunque no lo seamos. Si tiene una chica, déjela preñada. Es la única manera de conservarla.
       —Eso requiere calma.



IV

       En el tedio de la jornada y del pueblo, la obsesión del confinado que paseaba sin tregua por su habitación o por la plaza, siempre solo, con los ojos fijos, me hacía compañía. Se dejaba ver poco —yo le recordaba su dolor—, pero bastaba un saludo a distancia o que alguien lo mencionara para advertir con un insólito vuelco del corazón que no estaba solo en aquella tierra abandonada, que alguien sufría como habría podido sufrir yo. La pena, casi un remordimiento, que la exasperación del confinado me infligía, me arrebató el último interés que pudiera sentir por aquella vida. Ahora anhelaba irme como de una isla desierta y, sin embargo, al acercarse el probable día de la despedida, me abandonaba cada vez más con amarga complacencia al ambiente desolador de aquel lugar.
       Entre los hombres que abrían zanjas en la carretera, algunos habían corrido mundo sin hacer la menor fortuna, o disipándola. Me los encontraba de madrugada, unos pelanas, en el umbral del barracón que habíamos levantado en la cabeza del puente de la desembocadura, ya terminado. Fumaba con ellos en el aire frío, contra el bajo horizonte marino, aspirando húmedas bocanadas.
       Los obreros parloteaban.
       —Por la mañana en Niú Orleán me quedaba en cama con la mujer. El trabajo era poco y la vida era fácil. Maldita ocurrencia tuve al volver aquí.
       —La fortuna es la fortuna. Si te pones a trabajar estás jodido.
       —Pregúntaselo a Vincenzo Catalano, que fregaba los cascos de los vapores y dormía en el suelo con los negros.
       —No hay que ser gilipollas. Quienes te joden son tus paisanos.
       —Solo rodando mundo se vive bien.
       —Basta con ir a la Alta Italia.
       —Basta con no ser gilipollas.
       —Había una avenida de palmeras a orillas del mar, donde una vez caminé de la mañana a la noche sin ver el final. Por la noche estaba aún en la ciudad y fue en aquel café donde encontré...
       Ahora que el puente estaba acabado, me tocaba hacer de vigilante. Todo mi trabajo consistía en mirar cómo aquellos tres o cuatro encendían la caldera y clavaban los jalones. Junto a la caldera había una pita requemada. La bruma del alquitrán se mezclaba con el olor salobre de la playa y al ascender velaba un sol pálido, que hacía daño a la vista.
       Entonces me alejaba poco a poco del mar, carretera desnuda arriba, entornando los ojos ante aquellas montañas desconocidas.
       Carretera abajo me encontraba a veces con aldeanos montados en burros. Más pequeño que su amo, el animal trotaba paciente y pasaba a mi lado sin mirarme, mientras el aldeano se quitaba la gorra. Venía de aquellas laderas, silencioso, de una casucha secular o de una cabaña, y me escrutaba un instante con hoscas ojeras. Para alguno de ellos el mar era una incierta nube azul. A veces una rechoncha campesina vestida de castaño, cocida por el sol y por las arrugas, pasaba descalza con una cesta en la cabeza, o un cerdito atado a una cuerda, trotando con las tres patas libres. No me echaba una mirada: clavaba ante sí los ojos inmóviles.
       Estos encuentros no me producían hastío. Esta era gente desconocida, que vivía su vida en su tierra.
       Regresaba a los barracones, y los obreros me esperaban sentados, al haber surgido alguna dificultad que no era de su competencia resolver. Así llegaba el mediodía, y luego la noche y el día siguiente, y con octubre comenzó el diluvio.
       Seguir asfaltando era imposible. Llovía tanto que parecía una cascada. Escribí a la empresa que ahorrara en mí y no malgastara el dinero, y me encerré días enteros en la tasca.
       Una vez el carnicero me llevó aparte.
       —Ingeniero, ponga diez liras y entre en la sociedad. El domingo escribo. La mercancía llega el miércoles, y hasta el viernes a cualquier hora que le apetezca llama con tres golpes y le espera el amor.
       La rubita saltó del tren una tarde de viento y agua, el carnicero la tapó con un paraguas, otro le cogió el maletín, desaparecieron por la calleja oscura de detrás de la iglesia.
       Todo el pueblo lo sabía, pero en la fonda se siguió hablando de ello solo entre los de confianza, alardeando el carnicero de que así encontraría algún otro cliente para Concetta. La alimentaban con carne y aceitunas, pero la tenían encerrada. Unos iban, otros venían. Yo fui la segunda tarde. En la tienda oscura entreví dos cabritos abiertos en canal colgando de los ganchos sobre un barreño. El carnicero acudió a mi encuentro, me abrió otra puerta carcomida y, apretándome la mano, me hizo entrar.



V

      Sobre Concetta se discutió a menudo en la fonda. Unos la encontraban sosa, otros proponían volver a llamarla pronto.
       —El caso es que en la ciudad estas chicas se cansan demasiado. Otra vez tiene que venir más descansada.
       Les había impresionado especialmente el contraste entre el cutis oscuro y grasiento y la levedad exótica del cabello rubio.
       —Viene de un cruce —explicó el barbero—. Creció en la inclusa. Son las mejores. Cuando yo estaba en Argel, fui con una árabe blanca como la leche, de cabello rojo. Decía que era hija de un marinero.
       Yo blasfemaba para mis adentros, no me volverían a pillar. Y aquellas conversaciones póstumas tampoco me agradaban demasiado. Oír a hombres de otra tierra hablar de mujeres es envilecedor. Cambié de tema:
       —¿Alguien ha visto al confinado?
       —¡Más bajo! —silbó un jovenzuelo, bajando su cara hasta las nuestras—. ¡Bajísimo! Ayer llegó alguien de la comisaría a interrogarlo. Hay por medio un homicidio.
       —Gentuza.
       —¿A quién han matado?
       —A nadie. No lo detuvieron. Querían solo aclaraciones. El crimen ocurrió en la Alta Italia.
       —¿Qué saben ustedes?
       —Yo lo vi anoche andando por la playa como un loco. No llevaba gorra y llovía.
       Corrí a buscarlo. En su casa no estaba. Pregunté a los vecinos. Había salido de madrugada, como siempre. Regresé por la playa; encontré a Ciccio bajo una barca invertida, vendándose los pies.
       Ciccio lo había visto.
       —Se lo enseño. Con permiso.
       Cruzamos el pueblo. La gente sentía curiosidad. Subimos dando la espalda a la ribera. En mitad de la ladera había un soportal que daba sobre los tejados de abajo. Al pie de una columna se sentaba Otino, mirando al suelo.
       Alzó una cara fastidiada y doliente. Me hizo un ademán de saludo.
       —¿Qué ha ocurrido, Otino?
       —Lo que tenía que ocurrir.
       Desde la otra columna, donde había corrido a sentarse, Ciccio me hizo el gesto de quien fuma. Lo mandé al infierno.
       —He sabido que alguien de la comisaría...
       —Todo acaba sabiéndose —dijo Otino, con aire sombrío. Luego miró a su alrededor y escrutó a Ciccio.
       —Es un tonto que no entiende —solté—. Si quiere contármelo, puede hacerlo.
       —¿El que se le escapó la mujer? Hay que ser un buen pelafustán para acabar así.
       —Otino, llevo media hora buscándolo; me dijeron que estaba mal.
       —¿Yo? —saltó—. ¿Yo? Una sola cosa —y destacó las palabras con labios descoloridos— se me ha atragantado: que ahora ya no podré hacerlo yo.
       —¿Hacer qué? —balbucí.
       —¡Déjelo ya! —me gritó a la cara—. Aquí las cosas se saben. ¿A qué viene fingir?
       —Otino, se lo aseguro, puede creerme. He sabido que alguien de la comisaría le habló, pero no tengo la menor idea de lo que le ha dicho o de qué aclaraciones quería.
       —Deme tabaco —dijo brusco. Alargué un cigarrillo; luego miré a Ciccio y le arrojé el suyo, que cogió al vuelo.
       —Oiga, entonces. Mi mujer —e intentó esbozar una sonrisa—, mi mujer ha muerto a manos de un compañero de trabajo con el cual convivía desde hacía seis meses, y tenía relaciones desde hacía dos años. El que suscribe es interrogado porque trataba a la víctima, trataba, y podría arrojar luz sobre importantes precedentes. ¿Y sabe lo mejor? —soltó luego, agarrándome del brazo—. Le disparó siete tiros, todos en la cara.
       Ya no intentaba reír. Hablaba con seca determinación, repitiendo las palabras como por obligación, sin que su tono de voz se alterase. Cuando hubo acabado, se quedó bamboleando la cabeza, mirando el cigarrillo aún intacto entre los dedos. Luego estalló. Apretó el cigarrillo en el puño y lo tiró con un rugido, como si arrojase también la mano.
       Sentí el sobresalto en el brazo apresado. Soltándome dije bajito:
       —Disculpe, Otino.
       —Lo que se me atraganta es que ya no puedo hacerlo yo —gimió otra vez—. Desde hace dos años. —Y se cogió la cabeza entre las manos—. Desde hace dos años.
       Me marché endurecido y acoquinado de aquel soportal abierto sobre el mar. Los dos que se quedaron no eran tipos de mucha compañía. Y, sin embargo, los vi unos días después, en la plaza, sentados en el largo tronco. No hablaban, pero estaban juntos.
       Pasé los últimos días ganduleando incluso bajo la lluvia. Evitaba mirar el mar: estaba sucio, revuelto, pavoroso. El pueblo y los campos se habían como empequeñecido. Con unos cuantos pasos llegaba a cualquier sitio y regresaba insatisfecho. No podía más. Todos los colores estaban sumergidos y, con el mal tiempo, las montañas habían desaparecido. Ahora a aquel pueblo le faltaba también el fondo, que en el pasado había dado un horizonte a mis caminatas.
       Solo quedó la colina, bien visible desde la ventana del hotel, entre la lluvia, la colina requemada con murallones blancosucios en lo alto: el pueblo antiguo. Con aquella visión en los ojos, una mañana en que como de ordinario la luz agonizaba, partí para mi destino.


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