Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


La playa
(La spiaggia, 1958)


I

      Desde hacía tiempo había quedado con mi amigo Doro en que iría a pasar una temporada con él. Quería mucho a Doro y cuando, al casarse, se fue a vivir a Génova, lo sentí de veras. Cuando le escribí para decirle que no podía ir a la boda, recibí una respuesta seca y arrogante en la que me explicaba que si el dinero no sirve ni para establecerse en la ciudad que gusta a la mujer, no se comprende para qué puede servir. Luego, un buen día, de paso por Génova, me presenté en su casa e hicimos las paces. Me cayó muy simpática la mujer, una granujilla que me dijo graciosamente que la llamase Clelia y nos dejó solos todo el tiempo oportuno y cuando a la noche reapareció para salir con nosotros, se había convertido en una encantadora señora a quien, de haber sido yo otro, habría besado la mano.
       Durante aquel año pasé varias veces por Génova, y siempre iba a verles. Casi nunca estaban solos, y Doro, con su desenvoltura, parecía haberse adaptado a las mil maravillas al ambiente de su mujer. O más bien debería decir que era el ambiente de la mujer el que había reconocido en él a su hombre, y Doro les dejaba hacer, despreocupado y enamorado. De cuando en cuando tomaban el tren él y Clelia, y hacían un viaje, una especie de viaje de novios intermitente, que duró casi un año. Pero tenían el buen gusto de aludir apenas a ello. Yo, que conocía a Doro, estaba satisfecho de este silencio, pero también envidioso: Doro es una de esas personas a las que la felicidad vuelve taciturnas, y viéndole ahora siempre tranquilo y entregado a Clelia, comprendía cuánto debía gozar en la nueva vida. En realidad fue Clelia quien, cuando tuvo un poco más de confianza, me dijo, un día en que Doro nos había dejado solos:
       —Oh, sí, está contento —y me clavó la mirada con una sonrisa furtiva e irrefrenable.
       Tenían una villeta en la Riviera y a menudo el viaje consistía en ir allí. Era la villa en la que yo debía pasar una temporada. Pero aquel primer verano el trabajo me llevó a otra parte y además debo decir que sentía una especie de vergüenza ante la idea de entrometerme en su intimidad. Por otra parte, verles como siempre les veía en su ámbito genovés, pasar jadeante de cháchara en cháchara, soportar la serie de sus veladas que me dejaban indiferente, y hacer, en resumidas cuentas, todo un viaje para cruzar una mirada con Doro y dos palabras con Clelia, no valía demasiado la pena. Empecé a espaciar mis escapadas y me convertí en un escritor de cartas, tarjetas de felicitación y algún chisme de vez en cuando, que sustituían lo mejor posible a mi antiguo trato con Doro. A veces era Clelia quien me contestaba, una caligrafía apresurada y suelta, y amables noticias elegidas con inteligencia entre el cambiante cúmulo de los pensamientos y los hechos de otra vida y de otro mundo. Pero tenía la sensación de que era precisamente Doro quien, indolente, dejaba a Clelia esa carga, y me supo mal, y sin sentir ni siquiera el escozor de los celos, me alejé aún más. En el espacio de un año escribí quizá otras tres veces, hasta que un invierno recibí una fugaz visita de Doro que en todo un día no me dejó ni un momento y me habló de sus asuntos —venía para esto— pero también de viejas experiencias que nos interesaban a los dos. Me pareció más expansivo que antes, lo cual, después de tanto tiempo de estar separados, era lógico. Me invitó de nuevo a pasar unas vacaciones con ellos en su villa. Le dije que aceptaba con la condición de vivir por mi cuenta en un hotel y de vernos sólo cuando tuviésemos ganas.
       —Está bien —dijo Doro, riendo—. Como quieras. No queremos comerte—. Luego, durante casi otro año no tuve noticias y, llegada la temporada de baños, me encontré casualmente libre y sin un plan concreto. Tuve que escribir yo, esta vez, para preguntar si estaban dispuestos a recibirme. Me contestó un telegrama de Doro: “No te muevas. Voy yo.”



II

      Cuando me lo vi delante, bronceado y con aire veraniego, casi no le reconocí, y mi ansiedad se transformó en despecho.
       —No es éste el modo de comportarse —le dije. Él se reía. —¿Has reñido con Clelia?
       —¡Qué va!
       —Tengo trabajo —decía—. Acompáñame.
       Estuvimos paseando toda la mañana, hablando incluso de política. Doro decía cosas extrañas y varias veces le rogué que bajara la voz: tenía un ceño agresivo y sardónico como desde hacía tiempo no le había visto. Intenté preguntarle por sus cosas, con la intención de volver sobre Clelia, pero él se echó a reír de pronto y dijo:
       —Cambiemos de tema. Supongo que nos tiene sin cuidado, ¿no?
       Entonces seguimos caminando en silencio otro poco, hasta que empecé a tener hambre y le pregunté si quería tomar algo.
       —Más vale que nos sentemos. ¿Tienes algo que hacer?
       —Tenía que ir a veros.
       —Entonces, puedes hacerme compañía.
       Y se sentó él primero. Bajo el cutis bronceado, volvía a veces en torno sus blancos ojos, inquietos como los de un perro. Ahora que estaba frente a mí me daba cuenta, como también de que si parecía sardónico era sobre todo por el contraste de los dientes con la cara. Pero él no me dio tiempo para comentarlo y dijo enseguida:
       —Cuánto tiempo que no estábamos juntos.
       Quise ver hasta dónde llegaba. Estaba molesto. Encendí la pipa para darle a entender que tenía al tiempo de mi parte. Doro sacó sus cigarrillos con boquilla dorada, encendió uno y me sopló la bocanada, a la cara. Callé, esperando.
       Pero sólo al anochecer se desató. A mediodía comimos juntos en un fondín, empapados de sudor; luego volvimos a pasear y él entró en varias tiendas para darme a entender que tenía que hacer encargos. Al anochecer tomamos el viejo camino de la colina que tantas veces en el pasado habíamos recorrido juntos, y acabamos en un local entre casa de citas y figón que de estudiantes nos había parecido el non plus ultra del vicio. Dimos el paseo bajo una fresca luna de verano que nos repuso un poco del bochorno del día.
       —¿Están en el campo esos parientes tuyos? —pregunté a Doro.
       —Sí, pero tampoco pienso ir a verles. Quiero estar solo.
       Esto, en Doro, era un cumplido. Decidí hacer las paces con él.
       —Perdona —le dije quedo—. ¿Podré ir a la costa?
       —Cuando quieras —dijo Doro—. Pero antes acompáñame. Quiero hacer una escapada a mi tierra.
       De esto hablamos mientras cenábamos. Nos servía, escuálida y mal pintada, una hija del dueño, quizás la misma que en el pasado nos había atraído tantas veces allí arriba, pero vi que Doro no prestaba ninguna atención ni a ella ni a las otras hermanas más jóvenes que aparecían de cuando en cuando para servir a algunas parejas en los rincones. Doro bebía, eso sí, muy a gusto, y me incitaba a beber a mí y se excitaba hablando de sus colinas.
       Hacía tiempo que pensaba en ellas; hacía —¿cuánto?— tres años que no las había vuelto a ver, quería tomarse unas vacaciones. Yo escuchaba, y sus palabras me excitaban también a mí. Muchos años antes de que él se casase habíamos recorrido, a pie y con la mochila, toda la comarca, nosotros solos, despreocupados y dispuestos a todo, entre las alquerías, bajo las fincas, a lo largo de los torrentes, durmiendo a veces en los heniles. Y las conversaciones que habíamos sostenido… sólo de pensarlo me ruborizaba o me estremecía casi incrédulo. Teníamos entonces esa edad en la que se escucha hablar al amigo como si hablásemos nosotros, cuando dos personas viven esa vida en común que aún hoy, yo que soy soltero, creo consiguen vivir algunos matrimonios.
       —¿Pero por qué no haces la excursión con Clelia? —dije sin malicia.
       —Clelia no puede, no tiene ganas —balbució Doro, apartando el vaso—. Quiero hacerla contigo.
       Esta frase la dijo con énfasis, frunciendo el ceño y riendo, como hacía en las discusiones acaloradas.
       —En fin, que hemos vuelto a la adolescencia —murmuré, pero quizás Doro no me oyó.
       Una cosa no pude poner en claro aquella noche: si Clelia estaba al corriente de la escapada. Por un no sé qué en la conducta de Doro tenía la sensación de que no. Pero, ¿cómo insistir en un tema que mi amigo evitaba con tanta obstinación? Aquella noche le hice dormir en mi sofá —tuvo un sueño bastante agitado— y yo pensaba por qué para comunicarme una cosa tan inocente como el proyecto de una excursión había esperado hasta la noche. Me irritaba pensar que quizás yo era únicamente la pantalla de una disputa con Clelia. Ya he dicho que de Doro siempre estuve celoso.
       Esta vez tomamos el tren —muy de mañana— y llegamos cuando aún no hacía calor. Al fondo de una campiña, donde los árboles parecían diminutos, tan vasta era, surgían las colinas de Doro: colinas oscuras, boscosas, que alargaban sus sombras matutinas sobre los cerros amarillos, salpicados de alquerías. Doro —me había propuesto no perderlo de vista— ahora se tomaba la excursión con mucha calma. Había conseguido hacerle decir que duraría a lo más tres días. Incluso le disuadí de llevarse la maleta.
       Descendíamos mirando a nuestro alrededor, y mientras Doro, que conocía a todo el mundo, entraba en el Hotel de la Estación, yo me detuve en la plaza solitaria, tan solitaria que miré el reloj imaginando si sería ya hora de comer. No eran todavía las nueve, y entonces estudié con atención el empedrado nuevo y las casas bajas, con persianas verdes y balcones floridos de glicinas y geranios. La casa que en tiempo había sido de Doro se encontraba fuera del pueblo, en el espolón de un valle abierto a la llanura. Habíamos pasado una noche, durante la famosa excursión, en un antiguo aposento con flores pintadas en la sobrepuerta, dejando por la mañana las camas sin hacer ni tomarnos otra molestia que la de cerrar la verja. El parque que la circundaba no tuve tiempo de recorrerlo. Doro había nacido en aquella quinta —los suyos vivían en ella todo el año y en ella murieron— y al casarse la había vendido. Sentía curiosidad por ver la expresión de su cara frente a aquella verja.
       Pero cuando salimos del hotel para pasear, Doro se dirigió a un lugar totalmente distinto. Atravesamos la vía férrea y descendimos a lo largo del curso del río. Era evidente que andaba buscando un sitio a la sombra como en la ciudad se va al café. —Creí que íbamos a la casa —refunfuñé—. ¿No hemos venido expresamente para eso?
       Doro se detuvo, mirándome de arriba abajo: —¿Qué te crees? ¿Que estoy volviendo a mis orígenes? Lo que importa lo llevo en la sangre y eso nadie me lo quita. Estoy aquí para beber un poco de mi vino y cantar una vez con quien yo sé. Echo una cana al aire y se acabó.
       Quería decirle: “No es verdad”, pero me callé. Di una patada a una piedra y saqué la pipa.
       —Ya sabes que canto mal —murmuré. Doro se encogió de hombros.
       Mañana y tarde transcurrieron en tranquilo vagabundeo por las subidas y bajadas del cerro. Parecía como si Doro se dedicase adrede a pasar por senderuelos que no llevaban a ninguna parte, sino que morían en el bochorno junto a un arenal, contra un cercado, bajo una verja cerrada. Subimos también un trecho de la carretera que atravesaba el valle, hacia el atardecer, cuando el sol, bajo ya sobre la llanura, la envolvía en polvillo y las acacias empezaban a temblar en la brisa… Me sentí revivir y hasta Doro se volvió más locuaz. Habló de un campesino que en sus tiempos había sido famoso por echar de casa a sus hermanas —tenía varias— y recorrer luego las alquerías donde ellas se habían refugiado, presentándose fuera de sí y exigiendo una comida de reconciliación.
       —Quién sabe si vive aún —dijo Doro—. Estaba en una alquería que podía verse desde allí abajo.
       Era un hombre enjuto que hablaba poco y al que temían, pero tenía una cosa: no quería casarse porque decía que le habría sabido mal tener que echar de casa incluso a su mujer. Una de las hermanas al final se había escapado de verdad, suscitando en el pueblo general satisfacción.
       —¿Qué era? ¿Un hombre representativo? —dije.
       —No, un hombre nacido para otro tipo de vida, un fracasado, una de esas personas que aprenden a ser astutas porque llevan una vida que no les satisface.
       —Entonces, todos deberíamos ser astutos.
       —En efecto.
       —¿Se casó, al final?
       —¡Qué va! Se quedó con una hermana, la más robusta, que le daba hijos y le cultivaba la viña. Y estaban bien. Y quizás están bien todavía.
       Doro hablaba en tono sarcástico, y mientras hablaba recorría la colina con la mirada.
       —¿Le has contado alguna vez esta historia a Clelia?
       Doro no me contestó; puso la cara de quien está pensando en otra cosa.
       —Clelia es de esas personas que se divertirían oyéndola —proseguí—. Sobre todo teniendo en cuenta que no es tu hermana.
       Pero como respuesta no obtuve más que una sonrisa. Doro, cuando quería, sonreía como un chiquillo. Se detuvo, apoyando una mano en mi hombro.
       —¿No te he dicho nunca que una vez vine con Clelia, aquí? —dijo. Entonces me detuve yo también. No dije nada y esperé.
       Doro prosiguió:
       —Creía que te lo había dicho. Me lo había pedido ella. Pasamos en coche con unos amigos. Estábamos siempre de viaje en aquel tiempo.
       Me miró y miró detrás de mí a la colina. Echó a andar de nuevo.
       También yo me puse en marcha.
       —No, no me lo has dicho nunca —murmuré—. ¿Cuándo fue?
       —No hace mucho —dijo Doro—. El año pasado.
       —¿Y te lo pidió ella?
       Doro asintió con la cabeza.
       —Pues has perdido demasiado el tiempo —le dije—. Tenías que haberla traído antes. ¿Por qué la has dejado en la playa, este año?
       Pero Doro sonreía ya de aquella manera tan suya. Me indicó con los ojos la escarpada pendiente de la colina más alta y no respondió. Subimos, taciturnos, mientras hubo luz, y arriba nos detuvimos para otear la llanura, donde nos pareció vislumbrar, en el cancán del polvillo, el oscuro copete de la villa prohibida.
       Ya de noche empezaron a aparecer en el hotel caras amistosas. Había un billar y se jugaba. Gentes de la edad de Doro —algunos oficinistas y un peón de albañil salpicado de cal— le reconocieron y le acogieron con alegría. Más tarde llegó también un señor anciano, cadena de oro en el chaleco, que se dijo encantado de conocerme. Mientras Doro jugaba y bromeaba, el anciano tomó café con aguardiente y, confidencialmente, inclinándose sobre la mesa, me fue informando de los asuntos de Doro y me contó toda la historia de la villa comprada por un tal Matteo cuando era un simple henil, con todos los bienes circunstantes, y este Matteo era no sé qué antepasado, pero luego el abuelo de Doro había empezado a especular vendiendo el terreno a trozos para construir la casa, y al final sólo quedó la gran villa, sin más bienes, y él había predicho a su amigo, que era el padre de Doro, que un buen día los hijos venderían incluso la casa, dejándole a él en el cementerio como a un vagabundo. Hablaba un apacible italiano salpicado de dialecto; no sé por qué, me dio la impresión de que era notario. Luego llegaron las botellas, y Doro bebía de pie, apoyado en el taco, guiñando el ojo a uno y a otro. En un momento dado quedábamos el peón de albañil que se llamaba Ginio, nosotros dos y un mocetón con corbata roja que Doro veía por primera vez. Salimos del hotel a dar una vuelta y la luna nos mostró el camino. Bajo la luna nos volvimos todos como el peón de albañil, al que las salpicaduras de cal vestían de máscara. Doro hablaba su dialecto; yo les entendía pero no sabía responder con soltura, y eso nos hacía reír. La luna lo bañaba todo, hasta las grandes colinas, en un vapor transparente que velaba, borraba todo recuerdo del día. Los vapores del vino bebido hacían el resto: ya no me preguntaba qué intenciones tenía Doro, caminaba a su lado, sorprendido y feliz de que hubiésemos recuperado el secreto de tantos años atrás.
       El peón de albañil nos condujo hasta la puerta de su casa. Nos dijo que no hiciésemos ruido por no despertar a las mujeres y al padre; nos dejó en la era, frente a los grandes huecos oscuros del henil, en la parte en sombra de un almiar, y reapareció a poco descalzo, con dos botellas bajo el brazo, riéndose y haciendo el tonto. Descendimos furtivamente por el prado, detrás de la casa, llevando con nosotros al perro, y nos sentamos al borde de una zanja. Tuvimos que beber de la botella, cosa que desagradó al mocetón de la corbata, pero Ginio dijo, riendo:
       —Cabrón el que no me siga —y todos le seguimos.
       —Aquí podemos cantar —dijo Ginio aclarándose la voz. Entonó él solo, y su voz llenó todo el valle; el perro no podía estarse quieto; otros perros respondieron de cerca y de lejos, y entonces el nuestro empezó a ladrar. Doro reía, reía con un vozarrón alegre, luego bebió otro trago y se unió a la canción de Ginio. Pronto hicieron callar a los perros, lo suficiente por lo menos para poder darme cuenta de que la canción era melancólica, alargando las notas más bajas, con palabras extrañamente delicadas en aquel tosco dialecto. Naturalmente, es posible que a hacerlas aparecer de este modo en mi recuerdo hayan contribuido la luna y el vino. De lo que sí estoy seguro es de la alegría, la improvisa felicidad que experimenté tendiendo la mano para tocar el hombro de Doro. Noté el sobresalto en la respiración, y de pronto sentí un gran afecto hacia él, porque después de tanto tiempo estábamos otra vez juntos. El otro, que se llamaba Biagio, de vez en cuando aullaba una nota, una frase, y luego agachaba de nuevo la cabeza y reanudaba conmigo una conversación interrumpida. Le expliqué que no vivía en Génova y que mi trabajo dependía del Estado y de un viejo título obtenido en mi juventud. Entonces me dijo que quería casarse, pero haciendo una cosa bien hecha, y para hacer una cosa bien hecha había que tener la suerte de Doro, que en Génova había encontrado a un mismo tiempo mujer y hacienda. A mí la palabra “hacienda” me pone nervioso, y perdiendo la paciencia dije bruscamente:
       —Pero, ¿usted conoce a la mujer de Doro?… Entonces, si no la conoce, cállese.
       Cuando trato así a la gente es cuando me doy cuenta de que tengo más de treinta años. Estuve pensando un rato en esto, aquella noche, mientras Doro y el albañil empezaban con sus recuerdos de cuartel. Me llegó la botella que, antes de pasármela, el blanco Ginio limpió con la palma de la mano, y el trago que eché fue largo, para descargar en el vino los sentimientos que no podía desahogar con el canto.
       —Sí, señor, usted dispense —me dijo Ginio volviendo a tomar la botella—, pero si vuelve otro año estaré casado y le descorcharé una botella a su salud en casa.
       —¿Todavía te dejas mandar por tu padre? —dijo Doro.
       —No es que me deje, es que él manda.
       —Hace treinta años que te manda. ¿Aún no tiene los huesos molidos?
       —Es más fácil que le muela los suyos —dijo el de la corbata, riendo nervioso.
       —¿Y qué dice de Orsolina? ¿Te deja casarte con ella?
       —Todavía no se sabe —dijo Ginio, y retiró las piernas de la zanja y dio un corcovo sobre la hierba como una anguila—. Si no me deja, tanto mejor —gruñó, dos pasos más allá. A aquel hombrecillo blanco como un panadero, que hacía cabriolas y tuteaba a Doro lo recuerdo cada vez que veo la luna. Hice reír de buena gana a Clelia cuando se lo describí. Rió con ese aire feliz que tiene ella y dijo:
       —Qué chiquillo es Doro. No cambiará nunca.
       Pero a Clelia no le dije lo que sucedió después. Ginio y Doro emprendieron otra canción y esta vez berreamos los cuatro. Al final, desde la alquería una voz furiosa nos gritó que callásemos. En el silencio repentino Biagio chilló una insolencia y reanudó, provocante, la canción. También Doro volvía a cantar, cuando Ginio se puso en pie de un salto.
       —No —balbució—, me ha reconocido. Es mi padre—. Pero Biagio no quería hacer caso; y Ginio y Doro tuvieron que echársele encima y taparle la boca. Tambaleándonos y resbalando en la hierba, apenas nos habíamos ido apartando de allí, cuando a Doro se le ocurrió una idea.
       —Las hermanas de las Murette —dijo a Ginio—. Aquí no se puede cantar, pero ellas entonces cantaban. Vamos a casa de Rosa—. Y desde luego habría ido si no fuera por el mocetón, que me tomó del brazo y me susurró consternado:
       —Dios nos libre. Allí duerme el brigada.
       No sabía qué hacer, pero alcancé a Doro y le aferré con dificultad por el brazo.
       —No mezcles vino y mujeres, Doro —le grité acaloradamente—. Recuerda que somos señores.
       Pero Ginio se acercó decidido y admitió que las tres muchachas habían engordado, pero que nosotros no íbamos por eso sino sólo para cantar una vez más, y aunque estuviesen gordas, ¿qué más daba? Una mujer tiene que estar bien hecha; y forcejeaba y tiraba de Doro y decía:
       —Verás cómo Rosa se acuerda—. Estábamos en el camino real, bajo la luna, todos, enfurecidos en torno a Doro, extrañamente indeciso.
       Al final ganó Rosa, porque él mocetón dijo con toda la mala idea:
       —Pero, ¿no te das cuenta de que no te quieren porque vas sucio de cal?—, y se ganó un moquete que le hizo retroceder tres pasos y escupir. Entonces se eclipsó como por encanto y de pronto le oímos gritar en el silencio de la luna:
       —Gracias, ingeniero. Se lo diré al padre de Ginio.
       Doro y Ginio se habían ya puesto en camino, y yo con ellos. No sabía qué decir, porque también yo vacilaba. Si algo sentía, era tan sólo que aquel cochino albañil me ganada ante Doro por intensidad de recuerdos comunes, que evocaban animadamente mientras nos dirigíamos hacia el pueblo. Hablaban a tontas y a locas, y aquel tosco dialecto bastaba para devolver a Doro el sabor auténtico de su vida, del vino, de la carne, de la alegría en que había nacido. Me sentía un intruso, un inepto. Tomé a Doro del brazo y me adelanté, con un gruñido. Después de todo, llevaba en el cuerpo el mismo vino que ellos.
       Lo que hicimos bajo aquellas ventanas fue una temeridad. Intuía que en algún rincón de la plazuela tenía que estar apostado Biagio y se lo dije a Doro, que ni siquiera me escuchaba. De buenas a primeras fue Ginio quien, riendo con una sonrisa maliciosa de bobo, llamó a la portezuela carcomida, bajo la luna. Hablábamos en un susurro, divertidos y exaltados. Pero nadie respondía y las ventanas permanecían cerradas. Entonces Doro empezó a toser, luego Ginio a coger piedras y a tirarlas arriba, después reñimos porque le dije que así rompería los cristales, y finalmente Doro cortó de golpe nuestra indecisión lanzando un aullido espantoso, bestial, modulado como esos con que los borrachos del campo acompañan a sus coros. Todos los silencios de la luna parecieron estremecerse. Varios perros remotos, de quién sabe qué corrales, contestaron furiosos.
       Se oyeron portazos y chirriar de postigos. También Ginio empezó a berrear algo como la canción de antes, pero en seguida la voz de Doro se unió a la suya y la sofocó. Alguien habló desde el otro lado de la plaza; relampagueó una luz en la ventana; callamos: apenas habíamos empezado a oír una retahíla de improperios y amenazas y ya el albañil se había arrojado contra la portezuela, descargando patadas y puñetazos. Doro me agarró del hombro y me arrastró hacia la parte en sombra de la casa de al lado.
       —Vamos a ver si le echan un jarro de agua —susurró con voz ronca, riendo—, quiero verle empapado como un pato.
       Un perro ladraba muy cerca; yo empezaba a sentirme avergonzado. Callamos entonces: incluso Ginio que se apretaba con las manos un pie descalzo y brincaba sobre los guijarros. Al callar nosotros se apagaron también las voces de las escasas ventanas; desapareció la luz; persistieron tan sólo, intermitentes, los ladridos. Fue entonces cuando oímos chirriar con cautela el postigo de arriba.
       Ginio se amilanó, en la sombra, entre nosotros dos.
       —Han abierto —nos gruñó en la cara.
       Le rechacé, porque recordé que estaba todo enharinado.
       —Adelante, date a conocer —le dijo Doro secamente.
       Desde la oscuridad Ginio llamó, mirando hacia arriba. Sentí bajo mi mano su cuello frío y áspero.
       —Cantemos —dijo a Doro. Doro no le hizo caso y dio un silbido quedo, como cuando se llama a un perro. Arriba cuchicheaban.
       —Adelante —dijo Doro—, date a conocer —y le dio un empujón que le echó bajo la luna.
       Ginio apareció de repente en la claridad, tambaleándose, sin dejar de reír, y levantó el codo para resguardarse de un supuesto proyectil. Todo callaba en la ventana. Los pantalones colgantes se le enredaron en un pie y casi le hicieron perder el equilibrio. Tropezó, y se sentó en el suelo.
       —Rosina, oh Rosina —gritó abriendo mucho la boca pero sofocando la voz—. ¿Sabes quién está aquí?
       Llegó de arriba una risa apagada, que en seguida cesó.
       Ginio volvió a hacer la anguila, esta vez en el duro suelo. Apoyando las manos hacia atrás, dio una serie de columbetas que le llevaron de nuevo hacia la línea en sombra. Doro se había levantado ya, con el pie listo para darle un puntillazo. Pero Ginio se puso ágilmente en pie y dando saltos gritaba:
       —Está Doro de las Ca’ Rosse que ha venido de Génova para veros.
       Parecía enloquecido.
       Hubo arriba un movimiento y un crujir de cristales relampagueantes; luego un pesado batacazo contra la puerta, que se abrió hendiendo la blanca luz de la luna que la inundaba. Ginio, inmovilizado a mitad de su baile, estaba a dos pasos del umbral. En éste había aparecido un hombre rechoncho, en mangas de camisa.
       En aquel preciso instante, del fondo de la plaza se alzó una voz penetrante, insolente —la voz de Biagio— que gritó:
       —Marina, no abráis, están más borrachos que una cuba.
       De la ventana llegaron exclamaciones, rumor de pisadas. Divisé vagamente brazos que se agitaban.
       Pero ya en el escalón el hombre y Ginio se habían agarrado y contendían bramando, separándose, jadeando como perros rabiosos. El hombre llevaba unos pantalones negros con galón rojo. Doro, que me estaba sujetando por el hombro, se separó de improviso y se arrojó en el tumulto. Lanzó unas patadas a ciegas, andando alrededor, intentando meterse en la refriega. Luego se apartó y se acercó a la ventana.
       —¿Eres Rosina o Marina? —gritó, con un pie en el umbral.
       Sobrevino un estallido, había caído algo: como se supo más tarde, una maceta. Doro saltó hacia atrás, sin dejar de mirar para arriba, donde ahora se movían por lo menos dos mujeres.
       —No lo hemos hecho adrede —dijo una voz apremiante, de mujer irritada—. ¿Le hemos hecho daño?
       —¿Quién es la que habla? —gritó Doro.
       —Soy Marina —dijo una voz más débil, suplicante—. ¿Se ha hecho daño?
       Entonces también yo salí de la sombra para hacer tercio. Ginio y el otro se habían separado y se acosaban, dándose mojicones rabiosos, entre gruñidos. Pero de pronto el “carabiniere” volvió de un salto a la puerta, apartando a Doro y arrojándolo hacia atrás. Las mujeres, arriba, chillaban.
       Volvieron a abrirse ventanas de par en par alrededor de la plazuela y voces enojadas, voces furiosas, se entrecruzaban. El hombre había cerrado la puerta y se oyó cómo la atrancaba con violencia. Sobre nuestras cabezas se ensartó todo un rosario de injurias, de quejas y de voces, dominado por la voz áspera de la primera de las dos mujeres. Oí —lo que acabó de disiparme los vapores del vino— que el nombre de Doro corría de ventana en ventana. Ginio empezó de nuevo a golpear la puerta y a gritar. De las ventanas en torno a la plaza empezaron a llover manzanas y unos proyectiles duros —huesos de melocotón— y luego, cuando ya Doro agarraba a Ginio y se lo llevaba, un fogonazo en aquella ventana y una gran detonación que nos hizo callar a todos.



III

      A Clelia, la primera noche que paseamos juntos por la ribera, le conté todo lo que pude de la hazaña de Doro, es decir, casi nada. Sin embargo, la extravagancia de la cosa la hizo sonreír enfadada.
       —Qué egoístas —dijo—. Y yo aquí, aburriéndome. ¿Por qué no me llevasteis con vosotros?
       Al vernos llegar, la tarde después de la escapada, Clelia no dio señal de sorpresa. Hacía más de dos años que no la veía. La encontramos, castaña, y bronceada, con pantalones cortos, en los escalones de la villa. Me tendió la mano con una sonrisa segura, moviendo los ojos, bajo el bronceado, más duros y nítidos que en otro tiempo. Y en seguida se puso a hablar de todo lo que haríamos al día siguiente. Retrasó, para agasajarme, su bajada a la playa. Bromeando le dije que le encomendaba a Doro porque tenía sueño, y les dejé para que pudiesen hablar ellos dos solos. Aquella misma tarde fui en busca de una habitación, y la encontré en una callejuela apartada, con la ventana que daba sobre un grueso olivo retorcido, crecido inexplicablemente en medio del empedrado. Tantas veces, después, mientras volvía solo a casa, me sorprendí a mí mismo mirándolo abstraído, que es quizá la cosa que mejor recuerdo de todo el verano. Visto desde abajo era nudoso y descarnado; pero desde la habitación, cuando me asomaba a la ventana, era un compacto bloque argentino de hojuelas secas y abarquilladas. Me daba la sensación de estar en el campo, en un campo desconocido, y a menudo buscaba un sabor salobre en el aire. Siempre me ha parecido extraño que en el linde mismo de una costa, entre tierra y mar, crezcan plantas y flores y corra agua buena para beber. A mi habitación se subía por una escalerilla exterior de piedra, pina y esquinada. Debajo de mí, en la planta baja, mientras me afeitaba y me acababa de arreglar, estallaba a ratos un alboroto de voces discordantes, no se podía distinguir si alegres o airadas, alguna de ellas de mujer. Miré a través de la reja, al bajar, pero el crepúsculo oscurecía las habitaciones. Sólo cuando me había alejado ya, una voz dominó a las demás, como en un solo, una voz fresca y recia que no pude decir de quién era pero que ya había oído antes. Luchando con esta incertidumbre, estaba a punto de volver atrás cuando se me vino a las mientes que, después de todo, éramos vecinos y que a un vecino siempre se le conoce demasiado pronto.
       —Doro anda por los bosques —dijo Clelia la tarde que caminábamos a lo largo de la playa—. Está pintando el mar—. Se volvió sin dejar de andar y esparció la mirada en torno. —Vale la pena. Mírelo usted también.
       Contemplamos el mar y luego le dije que no podía entender por qué se aburría. Clelia dijo, riendo: —Hábleme otra vez de aquel hombrecillo bajo la luna. ¿Qué es lo que gritaba? También yo miraba la luna, la otra noche.
       —Probablemente hacía dengues. Por lo visto cuatro borrachos no bastan para hacerla reír.
       —¿Estabais borrachos?
       —Evidentemente.
       —Qué chiquillos —dijo Clelia.
       Entre nosotros dos la noche de Ginio se convirtió en un lema, y me bastaba aludir al hombrecillo blanco y a sus cabriolas para que a Clelia se le iluminase el rostro de alegría. Pero cuando le expliqué, aquella noche, que Ginio no era un vejete calvo sino de la quinta de Doro, hizo un gesto de consternación. —¿Por qué me lo ha dicho? Lo ha estropeado todo. ¿Era un gañán?
       —Un albañil, para ser precisos.
       Clelia suspiraba.
       —Al fin y al cabo —le dije—, también usted conoce aquel pueblo. Puede imaginárselo. Si Doro hubiese nacido dos puertas más allá, quizás en este momento usted sería mujer de Ginio.
       —Qué horror —dijo Clelia, sonriendo.
       Aquella noche, cuando terminamos de cenar en la terraza, mientras Doro fumaba arrellanado en el sillón, en silencio, y Clelia había ido a vestirse para la velada, yo no podía borrar de la memoria la charla de poco antes. Se había hablado de un tal Guido, un cuarentón colega de Doro y soltero, que ya había conocido en Génova y encontrado más tarde en la playa en el grupo de Clelia —uno de sus amigos— y resultó que con él, durante aquel viaje en automóvil, habían pasado por el pueblo de Doro. Clelia, animada por un repentino recuerdo malicioso, contó sin hacerse rogar toda la historia de aquel viaje, y mientras hablaba daba la impresión de estar respondiendo a una pregunta que yo no le había hecho. Regresaban de no sé qué excursión a la montaña; conducía el amigo Guido, y Doro había dicho: “¿Sabíais que en esas colinas nací yo hace treinta años?” Y entonces todos, y Clelia la primera, tanto le dijeron a Guido que éste aceptó llegarse hasta allí. Era una locura, porque había que advertir del retraso al coche que les seguía y éste no acababa de venir, y tuvieron que estar esperando durante más de una hora en la bifurcación; cuando finalmente apareció, estaba ya anocheciendo, de modo que, tras cenar como pudieron en el pueblo, tuvieron que subir por misteriosos callizos sin letreros y atravesar colinas y más colinas, y cuando se encontraron de nuevo en la carretera de Génova era casi el alba. Doro se sentó al lado de Guido para reconocer los lugares, y nadie consiguió dormir. Una verdadera locura.
       Ahora que Clelia no estaba, pregunté a Doro si habían hecho las paces. Mientras hablaba pensaba: “Lo que necesitan es un hijo”, pero éste era un tema que con Doro yo no había tocado más que en broma. Y Doro dijo:
       —Hace la paz quien ha hecho la guerra. ¿Qué guerra me has visto hacer hasta ahora?.
       De momento callé. Entre Doro y yo, pese a toda la confianza que teníamos, el asunto Clelia no lo habíamos discutido nunca. Estaba a punto de decirle que se puede hacer la guerra, por ejemplo, saltando a un tren y huyendo, pero titubeaba; y en aquel momento Clelia me llamó.
       —¿De qué humor está Doro? —me preguntó a través de la puerta entornada de la habitación.
       —Bueno —farfullé sin entrar.
       —¿Seguro?
       Clelia se acercó a la puerta arreglándose el pelo. Sus ojos me buscaron en la penumbra, donde la estaba esperando.
       —Cómo, ¿son amigos y no sabe que cuando Doro permite que se burlen de él sin replicar es que está molesto e irritado?
       Entonces probé con ella.
       —¿Aún no han hecho las paces?
       Clelia se alejó y no dijo nada. Luego apareció de nuevo con aire decidido, diciendo:
       —¿Por qué no enciende?—. Me tomó del brazo y atravesamos así la habitación en penumbra. Cuando íbamos a salir al rellano iluminado, Clelia me apretó el brazo y susurró:
       —Estoy desesperada. Quisiera que Doro estuviese mucho con usted, porque son amigos. Sé que usted le hace bien y le distrae…
       Intenté detenerme y decir algo.
       —… No, no hemos reñido —dijo Clelia apresuradamente—. Y ni siquiera está celoso. Y ni siquiera me contesta. Sólo que no es el mismo. No podemos hacer las paces porque no hemos reñido nunca. ¿Comprende? Pero no diga nada.
       Aquella noche acabamos, con el automóvil del inevitable Guido, en un local en alto sobre el mar, por una carretera llena de curvas y hormigueante de bañistas. Había una orquesta y algunos bailaban. Pero el encanto del lugar estaba en ciertas mesitas a media luz, esparcidas por las hendiduras de la roca abiertas sobre el acantilado. Había un perfume de plantas aromáticas y floridas, mezclado con la brisa del mar abierto, y abajo, asomándose, se vislumbraban, diminutas, las hileras de luces de la costa.
       Intenté quedarme a solas con Clelia, pero no lo conseguí. A mi lado se sentaba Doro, o Guido, o alguna de sus amigas, personas aisladas e intermitentes con las que no se podía trabar una conversación porque se alternaban de baile en baile, y Clelia, en cambio, estaba siempre ocupada. Llegó un momento en que le dije: —Yo también bailo— con alegre asombro suyo, y la llevé bajo los pinos, fuera del recinto. —Sentémonos —dije— y me explicará esta historia.
       Intenté preguntarle por qué no reñía con Doro. Había que provocar una crisis —le dije— como se sacude un reloj para ponerlo de nuevo en marcha, y me negaba a creer que una mujer como ella no supiese, con una simple inflexión de voz, obligar a ser sincero a un hombre que, al fin y al cabo, aún hacía chiquilladas.
       —Pero Doro es sincero —dijo Clelia—. Incluso me ha hablado de aquella serenata que le dieron a Rosina. ¿Se divirtió?
       Creo que me puse colorado, más de despecho que de confusión.
       —Y también yo soy sincera —prosiguió Clelia, sonriendo. Dijo ahuecando la voz: —El amigo Guido incluso dice que mi defecto es que soy sincera con todo el mundo, que no doy a nadie la ilusión de tener un secreto para él solo. ¡Qué gracioso! Pero yo soy así. Y por eso he querido a Doro…
       Aquí se detuvo y me miró fugazmente:
       —¿Le parezco indecente?
       No dije nada. Estaba molesto. Clelia calló, luego prosiguió:
       —Ve que tengo razón. Pero yo soy indecente. Soy indecente como Doro. Por eso nos queremos.
       —Entonces, todo arreglado —le dije—. ¿A qué vienen tantas historias?
       Aquí Clelia refunfuñó de aquel modo infantil tan suyo.
       —¿Lo ve? También usted hace como los demás. Pero, ¿no comprende que no podemos reñir? Nos queremos demasiado. Si pudiese odiarle como me odio a mí misma, entonces sí que le maltrataría. Pero ninguno de los dos lo merece. ¿Comprende?
       —No.
       Clelia se calló, y escuchamos cómo crujía la grava, se interrumpía la orquesta y alguien cantaba.
       —¿Qué consejo le ha dado su Guido? —proseguí en el tono de antes.
       Clelia se encogió de hombros:
       —Consejos interesados. Él me hace la corte.
       —Por ejemplo: ¿tener un secreto para Doro?
       —Darle celos —dijo Clelia compungida—. El muy estúpido. No comprende que Doro me dejaría hacer y sufriría en silencio.
       En aquel momento llegó no sé qué amiga del grupo a buscar a Clelia, y la llamaba y reía: me quedé solo, sentado en el banco. Sentía aquel hosco placer mío de quedarme al margen, sabiendo que, a pocos pasos de la sombra, los demás se agitaban, reían y bailaban. No me faltaba materia para reflexionar. Encendí una pipa y me la fumé toda. Luego me levanté y anduve por entre las mesitas, hasta que encontré a Doro. ¿Vamos a tomar una copa al mostrador?
       —Al menos para ponerme a bien —empecé cuando estuvimos solos—, ¿puedo contarle a tu mujer que para que no nos diesen una paliza tuvimos que escapar a la mañana siguiente?
       Nos echamos a reír y Doro respondió con una sonrisa burlona: —¿Te lo ha preguntado ella?
       —No, te lo pregunto yo.
       —Naturalmente. Cuéntale lo que quieras.
       —Pero, ¿no estáis enfadados?
       Doro alzó la copa y me clavó la vista, pensativo.
       —No —dijo con calma.
       —Y entonces —dije—, ¿cómo es que Clelia te busca con ojos asustados, como un perro? Tiene el aspecto de una mujer que ha sido apaleada. ¿Le has pegado?
       En aquel momento la voz de Clelia, que daba vueltas en la pista con un individuo, nos gritó:
       —Borrachines— y vimos su mano agitarse en un saludo. Doro la siguió con la mirada, asintiendo abstraído, hasta que desapareció detrás de la espalda del bailarín.
       —Como ves, está contenta —dijo quedo—. ¿Por qué iba a pegarle? Nos llevamos mejor que muchos. No me ha dicho nunca una palabra desagradable. Estamos de acuerdo hasta en las diversiones, que es lo más difícil.
       —Ya lo sé que ella contigo está de acuerdo—. Me detuve.
       Doro no decía nada. Miró la copa con aire mortificado; la miró con la cabeza gacha, teniéndola a cierta distancia, luego la vació a hurtadillas, medio volviéndose, como cuando uno se aclara la garganta en público.
       —Lo malo —dijo con tono de conclusión, echando a andar—, es que hay demasiada confianza. Uno dice ciertas cosas sólo para complacer al otro.
       Clelia y Guido se acercaban a nosotros por entre los veladores.
       —¿Lo dices por mí? —dije.
       —También por ti —refunfuñó Doro.



IV

      Había temido que mi estancia en la costa significaría pasar días enteros en un hormigueo de desconocidos, y estrechar manos y dar las gracias y entablar conversaciones, con un trabajo de Sísifo. En cambio, salvo las inevitables veladas en grupo, Clelia y Doro vivían con bastante tranquilidad. Por ejemplo, a diario cenaba en la villa y los amigos no llegaban hasta entrada la noche. Nuestro trío no carecía de cordialidad, y aunque los tres escondiésemos tras de nuestra frente pensamientos inquietos, hablábamos de muchas cosas con el corazón en la mano.
       Pronto tuve algún suceso mío que contar —chismes del figón donde almorzaba, pensamientos extravagantes y casos extraños, esos casos que el desorden de la vida de mar favorece. La voz que había oído resonar a través de la reja la primera tarde mientras salía de casa, ya al día siguiente se me dio a conocer. Se acercó a mí en la playa un joven quemado por el sol que me saludó amablemente con la mano y pasó de largo. Le reconocí cuando ya había pasado. Era nada menos que un alumno mío del año anterior, que un buen día, sin avisar, había faltado a la acostumbrada clase en mi estudio, y no volví a verlo nunca más. Aquella misma mañana, me estaba tostando al sol, cuando se arrojó a mi lado un cuerpo atezado y vigoroso: de nuevo él. Sonrió mostrándome los dientes y me preguntó si me bañaba. Le respondí sin levantar la cabeza: por casualidad me hallaba lejos del quitasol de mis amigos y había confiado en estar solo. Él me explicó con sencillez que había venido a aquella playa por puro azar y que se encontraba a gusto. No habló del asunto de las clases. Por despecho le dije que la tarde antes había oído disputar a su familia. Él sonrió de nuevo y me respondió que era imposible porque su familia no estaba. Pero reconoció que vivía en una calle con un olivo. Y mientras se ponía en pie para irse habló de alguien que le estaba esperando. Aquella noche asomé la cabeza a la planta baja, de donde venía un penetrante olor a frito, y vi niños, una mujer con un pañuelo en la cabeza, una cama sin hacer, unos hornillos. Como me vieron pregunté por él, y la mujer —mi propia patrona— se acercó a la puerta y de cháchara en cháchara bendijo al cielo que yo conociese a su inquilino porque ahora estaba ya arrepentida de haberlo admitido y quería escribir a la familia, una gente tan buena que mandaba al hijo a la playa para que se distrajese, y él, ya la primera noche había llevado una mujer a la habitación.
       —Hay cosas que… —dijo—. Y todavía no tiene dieciocho años.
       Conté el caso a Clelia y Doro y describí la visita que Berti me hizo a la mañana siguiente cuando me encontró en lo alto de la escalera, tendiéndome la mano y diciéndome: —En vista de que ahora sabe donde vivo, es mejor que seamos amigos.
       —Verás cómo éste acaba pidiéndote la habitación —dijo Doro.
       Animado por la atención de Clelia, proseguí. Expliqué que el descaro de Berti era simplemente una timidez que, por autodefensa, se volvía agresiva. Dije que el año anterior, antes de desaparecer y probablemente de despilfarrar el dinero que debiera haber gastado en mis clases, el muchacho daba muestras de sumisión y siempre que me veía me saludaba con una tímida reverencia. Le había ocurrido lo que a todos: la realidad se disfrazaba de su contrario. Como esas almas tiernas que afectan rudeza. Yo le envidiaba —dije—, porque siendo un muchacho, podía aún forjarse ilusiones sobre su verdadero modo de ser.
       —Creo —dijo Clelia—, que yo debería ser de un carácter cerrado, receloso y perverso.
       Doro sonrió sin decir nada.
       —Doro no lo cree —dije—, pero también él, cuando se hace el brusco es porque tiene ganas de llorar.
       La doncella que nos cambiaba los platos se paró a escuchar. Se puso colorada y se apresuró. Proseguí:
       —Ya de pequeño era así. Lo recuerdo. Era de esos que se ofenden si les preguntas cómo están.
       —Sería fácil, si esto fuese verdad, comprender a la gente —dijo Clelia.
       Estas conversaciones cesaban cuando, después de cenar, llegaban los demás. Estaba, como de costumbre, Guido, que si dejaba el automóvil era únicamente para jugar a cartas; había alguna señora, muchachas, maridos esporádicos —el grupo genovés, en una palabra—. Para mí no era ninguna novedad que más de tres personas juntas forman muchedumbre, y que entonces nada puede decirse que valga la pena. Casi prefería las noches en que tomábamos el coche y recorríamos la costa en busca de fresco. Sucedía que en alguna terraza, mientras los demás bailaban, yo podía a veces cambiar cuatro palabras con Doro o con Clelia, o decir tonterías con toda convicción a alguna de las señoras. Bastaba entonces una copa y la brisa del mar para devolverme el equilibrio.
       De día, en la playa, era distinto. Se habla con extraña cautela cuando se está medio desnudo: las palabras no suenan del mismo modo, se deja de hablar y parece que el propio silencio profiera palabras ambiguas. Clelia tenía una manera extática de gozar del sol tendida en la roca, de fundirse con la roca, de tumbarse cara al cielo, respondiendo apenas con su susurro, con un suspiro, con un sobresalto de la rodilla o del codo, a las breves palabras de quien estuviese a su lado. Pronto me di cuenta de que, tendida así, Clelia no escuchaba realmente nada. Doro, que lo sabía, no le hablaba nunca. Permanecía sentado sobre su toalla, con las rodillas entre las manos, hosco, inquieto; no se tendía como Clelia; si alguna vez lo intentaba, a los pocos minutos empezaba a concomerse, a ponerse boca abajo, o a sentarse de nuevo como antes.
       Pero nunca estábamos solos. La playa entera bullía y barbullaba —por esto Clelia, a la arena de todos, prefería los escollos, la piedra dura y resbaladiza. Y cuando se ponía en pie, sacudiendo el pelo, aturdida y risueña, nos preguntaba de qué habíamos hablado, miraba para ver quién estaba. Estaban sus amigas, estaba Doro, estaba todo el grupo. Alguien salía en aquel momento del agua. Alguno que otro entraba en ella con cautela. Guido, con su albornoz blanco y esponjoso, llegaba siempre con nuevos conocidos, de los que se despedía junto al quitasol. Y luego subía al escollo y tomaba el pelo a Clelia, y jamás se metía en el agua.
       El momento más agradable era después de mediodía o al atardecer, cuando la tibieza o el color del agua inducían a bañarse a los más reacios o a pasear por la playa, y nos quedábamos casi solos, o a lo más con Guido, que charlaba amablemente. Doro, al que se le había ocurrido la melancólica idea de entretenerse con los pinceles, colocaba a veces su caballete sobre el escollo y pintaba barcas, quitasoles, manchas de color, contento de mirarnos desde lo alto y de escuchar nuestras chácharas. A veces llegaba en barca alguno del grupo, atracaba con cautela y nos llamaba. En los silencios que seguían, escuchábamos el chapaleteo del oleaje contra los guijarros.
       El amigo Guido decía siempre que aquel chapaleteo era el vicio de Clelia, su secreto, su infidelidad para con todos nosotros.
       —No lo creo —dijo Clelia—, lo escucho desnuda y tendida al sol, y quien quiera nos puede ver.
       —Quién sabe —dijo Guido—. Vete a saber las cosas que una mujer como usted se hace decir de la mareta. Me imagino lo que os decís antes, cuando estáis abrazados.
       Las marinas de Doro —hizo dos en aquellos días— estaban pintadas con colores pálidos e imprecisos, como si la misma fuga del sol y del aire, aturdidora y deslumbrante, le apagase las pinceladas. Alguien trepaba detrás de Doro, y seguía el movimiento de la mano y le daba consejos. Doro no respondía. A mí me dijo una vez que uno se divierte como puede. Intenté decirle que no pintase del natural porque de todos modos el mar era siempre más hermoso que sus cuadretes: bastaba con mirarlo. En su lugar, con la capacidad que él tenía, yo habría hecho retratos: es una satisfacción adivinar a la gente. Doro me respondió riendo que acabada la temporada de baños cerraba el pincelero y no volvía a pensar en la pintura.
       Una tarde en que habíamos estado bromeando sobre esto y caminábamos hacia el café de los aperitivos, el amigo Guido observó, con un tono socarrón, que nadie hubiera dicho que bajo la corteza dura y dinámica del hombre de mundo dormitaba en Doro el alma del artista.
       —Dormita, sí —respondió Doro, despreocupado y contento—. Qué es lo que no dormita bajo nuestra corteza. Habría que tener el valor de despertar y encontrarse a sí mismo. O por lo menos, hablar de estas cosas. Se habla demasiado poco, en este mundo.
       —Dilo ya —le dije—. ¿Qué has descubierto?
       —No he descubierto nada. Pero recuerda cuánto hablábamos de chicos. Hablábamos así, por hablar. Sabíamos muy bien que no eran más que palabras, y sin embargo el gusto que encontrábamos no nos lo quita nadie.
       —Doro, Doro —le dije—, te estás volviendo viejo. Deja estas cosas para los hijos que no tienes.
       Entonces Guido se echó a reír, con una risa cordial que le achicó los ojos. Tenía la mano en torno al hombro de Doro y al reír se apoyaba en él. Nosotros mirábamos incrédulos su cabeza medio calva y sus ojos duros de hombre apuesto en vacaciones.
       —Algo dormita también en Guido —dijo Doro—. A veces se ríe como un bobo.
       Observé más tarde que Guido reía de aquel modo solamente entre hombres. Aquella noche, después de acompañar a Doro y a Clelia hasta la verja de la villa, dejamos el coche en el hotel y dimos una vuelta juntos. Caminábamos a lo largo de la costa. Hablamos de nuestros amigos, casi sin querer. Guido explicó el viaje de Doro y su regreso inesperado, trayendo a colación lo del artista inquieto. Era curioso cómo Doro había conseguido convencer a todos de la seriedad de su juego. Se hablaba incluso, en nuestro corro cotidiano, de la conveniencia de persuadirle para que expusiese e hiciese del arte lo que se dice una profesión.
       —Pues claro, es lo mismo que yo le digo siempre —intervenía Clelia, voluble.
       —Qué locura —dijo Guido aquella noche.
       —Pero Doro bromea —dije.
       Guido calló durante unos pasos —llevaba sandalias y marchábamos lentamente, como dos frailes—, luego se detuvo y exclamó, brusco:
       —Conozco a los dos. Sé lo que hacen y lo que quieren. Pero no sé por qué Doro se dedica a pintar cuadros.
       —¿Qué mal hay en ello? Le distrae.
       Había de malo que, como todos los artistas, Doro no contentaba a la mujer.
       —¿Quieres decir…?
       —Quiero decir que el trabajo cerebral y nervioso debilita la potencia viril, razón por la que todo pintor pasa por períodos de terrible depresión.
       —¿Y los escultores, no?
       —Todos —murmuró Guido—, todos los locos que fuerzan su cerebro y que no saben cuándo es el momento de detenerse.
       Estábamos parados frente al hotel. Le pregunté qué vida había que llevar entonces, según él.
       —Vida sana —dijo—. Trabajar pero sin azacanarse. Distraerse, alimentarse, y conversar. Sobre todo, distraerse.
       Estaba frente a mí, balanceándose sobre los pies, las manos en la espalda. La camisa abierta le daba un aire socarrón de adolescente que se las sabe todas, de cuarentón que permanece adolescente por pereza.
       —Hay que comprender la vida —añadió, guiñando el ojo con una expresión de desasosiego—. Comprenderla cuando se es joven.



V

      Clelia me había dicho que cada mañana Doro escapaba de casa y se iba a bañar en el mar lechoso del alba. Por eso se estaba luego tan perezoso hasta mediodía detrás de su caballete. A veces, me dijo, iba ella también, pero no mañana, porque tenía demasiado sueño. Prometí a Doro que le acompañaría y precisamente aquella noche no pude dormir. Me levanté al amanecer y me dirigí, por las calles frescas y desiertas, a la playa todavía húmeda. Era la ocasión para detenerme a contemplar cómo el oro del sol incendiaba y recortaba toscamente los arbolillos en la cima de la montaña, pero al sentarme en la playa vi acercarse una cabeza por el agua inmóvil y dirigirse a la orilla y emerger goteante el cuerpo oscuro de mi joven amigo.
       Naturalmente, vino a hablarme, al tiempo que se frotaba, delgado y bajo, con la toalla. Escudriñé a lo lejos para ver si asomaba la cabeza de Doro.
       —¿Cómo es que estás solo? —dije.
       No respondió —estaba totalmente concentrado en su esfuerzo— y cuando hubo acabado se sentó a pocos pasos de mí, de cara al mar. Yo me puse de lado para no perder de vista la montaña bulleante de oro. Berti buscó con la punta de los dedos dentro de un hato, sacó un cigarrillo y lo encendió. Luego se disculpó porque sólo tenía uno.
       Me sorprendí de que fuese tan madrugador. Berti hizo un gesto vago y me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que en la playa no se espera a nadie. Entonces Berti se tendió boca abajo de un voleo y, apoyándose en los codos, fumó, mientras me miraba.
       Me dijo que el aspecto de feria que la playa tomaba con el sol le irritaba. Chiquillos, quitasoles, niñeras, familias. Si de él dependiese, lo hubiera prohibido. Entonces le pregunté por qué venía a la playa: podía quedarse en la ciudad, donde no había quitasoles.
       —Dentro de poco dará el sol —dijo, volviéndose para mirar la montaña.
       Callamos un rato, en el silencio casi vacío de rumores.
       —¿Estará mucho tiempo aquí? —me preguntó. Le dije que no lo sabía y miré de nuevo a lo lejos. Se entreveía un punto negro. También Berti miró y me dijo: —Es su amigo. Estaba en la boya cuando he llegado. Cómo nada. ¿Usted nada?
       Al cabo de un rato tiró el cigarrillo y se levantó. —¿Estará hoy en casa? —dijo—. Tengo que hablarle.
       —Puedes hablarme también ahora —dije alzando los ojos.
       —Pero usted está esperando a alguien.
       Le dije que no hiciese el tonto. ¿De qué se trataba? ¿De clases?
       Entonces Berti volvió a sentarse y se miró las rodillas. Empezó a hablar como en un interrogatorio, abstrayéndose de vez en cuando. Dijo, en substancia, que se aburría, que no tenía compañía y que estaría muy, pero que muy contento de poder conversar conmigo, de leer juntos algún libro —no, no clases— sino leer como había hecho a veces en la escuela, explicando y discutiendo, enseñándole muchas cosas que él sabía que no sabía.
       Le miré de soslayo, hastiado y a la vez con curiosidad. Berti era uno de esos tipos que van a la escuela porque se les manda a la escuela, y cuando hablas te miran a la boca con los ojos hinchados y fastidiados. Ahora, desnudo y bronceado, se abrazaba las rodillas y sonreía inquieto. Quién sabe, pensé, si estos muchachos no son los más despiertos.
       Se fue cuando la cabeza de Doro estaba casi en la orilla. Se levantó bruscamente y dijo “hasta la vista”. Por entre las casetas empezaban a pasear otros bañistas, y me pareció verle correr detrás de unas faldas que desaparecieron entre las casetas. Pero he aquí que Doro salía del agua, el cuerpo encorvado como para una escalada, terso y goteante, con la cabeza reluciente bajo el gorro que le daba un aire muy atlético. Se detuvo ante mí, tambaleándose, y jadeaba; bajo el esternón y en las costillas se le marcaba todavía la palpitación de nadar. Irresistiblemente pensé en Guido, en la conversación de la noche anterior, y se me escapó una sonrisa vaga. Doro, arrancándose el casco refunfuñó:
       —¿Qué pasa?
       —Nada —respondí—. Pensaba en nuestro magnífico Guido, que está engordando. ¡Vale la pena no casarse!
       —Si todas las mañanas nadase durante una hora, sería otro hombre —dijo Doro, y cayó de rodillas en la arena.
       Berti volvió a buscarme a la fonda a mediodía. Se detuvo entre las mesas con la chaqueta echada por los hombros sobre la pescadora azul. Le hice señas de que se acercase. Entonces vino hacia mí, agarrando al pasar una silla de una mesa, pero la atención con que yo le miraba debió de desconcertarle porque se detuvo, le resbaló la chaqueta y la recogió mientras dejaba la silla. Le dije que se sentara.
       Esta vez me ofreció un cigarrillo y en seguida se puso a hablar. Yo encendí la pipa sin responder. Le dejé decir lo que quiso. Me contó que por motivos familiares había tenido que dejar los estudios, pero que aún no se había colocado —y ahora que los había dejado, al verme había comprendido que estudiar, no de alumno sino por cuenta propia, por gusto, era una cosa inteligente. Dijo que me envidiaba y que hacía tiempo se había dado cuenta de que yo no era solamente un profesor, sino un hombre simpático. Tenía muchas cosas que discutir conmigo.
       —Por ejemplo —dije.
       Por ejemplo, contestó, ¿por qué las clases no se dan conversando con el profesor o incluso yendo de paseo con él? ¿Era realmente necesario perder el tiempo detrás de cuatro estúpidos que tienen parada a toda una clase?
       —En efecto, tenías tantas ganas de estudiar que no te bastaba la escuela y tomabas clases particulares.
       Berti sonrió y dijo que no era eso.
       —Y me desagrada —proseguí—, saber ahora que tus padres no son millonarios. ¿Por qué les hacías gastar el dinero en clases particulares?
       Sonrió de nuevo, de un modo que tenía algo de femenino y al mismo tiempo de desdeñoso. Son las mujeres las que responden así. Se lo ha enseñado alguna mujer, pensé.
       Berti me acompañó durante un trecho de camino —aquel día yo tenía que hacer una excursión con los amigos de Clelia— y me volvió a decir que comprendía perfectamente que yo había venido al mar para descansar y que no pretendía obligarme a darles clases, pero que por lo menos esperaba que toleraría su compañía y que charlaría alguna vez con él en la playa. Esta vez tuve yo la sonrisa femenina y dejándole en mitad de la calle, le dije:
       —Con mucho gusto, si estás realmente solo.
       La excursión de aquel día —íbamos todos, en el automóvil de Guido— tuvo un final desgraciado, porque una de las mujeres, una tal Mara, parienta de Guido, al ir a coger moras resbaló por una escarpa y se partió un hombro. Habíamos subido por la acostumbrada carretera de la montaña, más allá del local de la otra noche, pasadas las últimas villetas desperdigadas, en medio de los pinos y de las peñas rojas, hasta el altozano donde había visto aquella mañana fulgurar el primer sol. Trasladada la pobrecilla a la carretera, comprendimos en seguida que volver todos en coche era imposible. Guido, preocupadísimo, quiso tender a Mara, que gemía, sobre los cojines. Quedaba sitio para Clelia y para otras dos que nos miraron a Doro y a mí divertidas, y al final acabamos regresando a pie nosotros dos. No habíamos recorrido doscientos pasos cuando encontramos, sentada sobre un montón de guijo, a la segunda de las muchachas.
       Doro cortó bruscamente la conversación:
       —Vivir siempre entre mujeres, eso es lo que pasa.
       La habían hecho apearse para dejar sitio a Mara, que por lo que se quejaba se debía de haber roto realmente el hombro. Le había tocado a ella porque era la única chica del grupo. —Nosotras no somos mujeres —nos dijo enfadada—. Mara ha terminado de divertirse, este año. La llevan otra vez a Génova. —Nos miró de reojo, mientras caminaba. Doro le dedicó una sonrisita de acogida. Hablaron un poco de Mara y discutieron sobre cómo se tomaría la cosa su marido, aquel tipo tan enérgico que se zafaba de sus ocupaciones de Sestri sólo los domingos.
       —Estará contento de que la fractura le haya tocado a su mujer —dijo Doro—. Por fin podrá pasar un verano con ella.
       La muchacha —se llamaba Ginetta— soltó una carcajada rencorosa.
       —¿Usted cree? —dijo clavándole en la cara sus ojos pardos—. Sé muy bien que a los maridos les encanta cuando la mujer está lejos. Son egoístas—. Doro se echó a reír. —Cuánta sabiduría, Ginetta. Estoy seguro de que Mara en este momento no está pensando en esto. —Luego me miró a mí—. Hace falta ser un crío o soltero para decir estas cosas.
       —Yo no digo nada —refunfuñé.
       Aquella Ginetta era una hermosa muchacha que caminaba con decisión y que tenía la costumbre de sacudir el pelo hacia atrás como si fuesen crines. Iba a hablar cuando Doro se le adelantó.
       —¿Vendrá este año Umberto?
       —Los solteros son unos hipócritas —replicó ella—. No lo sé —respondió luego.
       —Tú gozas de todas las desventajas, Ginetta. Te casas con un soltero que ya te deja sola. ¿Qué es lo que te hará después?
       Ginetta, entre seria y alegre, miró frente a sí y meneó la cabeza.
       —Por lo general un marido ha sido antes un soltero —observé con calma—. De alguna forma hay que empezar.
       Pero Ginetta hablaba de Umberto. Nos contó que escribía que de noche las hienas aullaban de tal modo que le hacían pensar en los niños que no quieren dormir. Querida Ginetta, le decía, si nuestros hijos arman tanto alboroto me iré a dormir al hotel. Luego le decía que la gran diferencia entre el desierto y los países civilizados era que allí, con tanto ruido, no se podía pegar ojo. —Qué tonto —reía Ginetta—. Siempre estamos bromeando.
       Las revueltas de la carretera entre los pinos, por las que asomaba el mar, mezclaban para mí, a las volubles palabras de Ginetta, un humor sabroso, un ligero vértigo. Parecía como si el mar, allá en el fondo, nos atrajese. Hasta Doro caminaba más ligero. Estaba anocheciendo.
       —Pobre Mara —dijo Ginetta—. ¿Cuándo podrá volver a nadar?
       Aquella noche encontramos el quitasol vacío y desierta la playa. Nos metimos en el agua Ginetta y yo, y nadamos ras con ras, como en una carrera de natación, sin atrevernos a separarnos en el silencio del mar vacío. Regresamos sin decir palabra y yo veía, entre las brazadas, la elevada pendiente con pinos por donde habíamos descendido poco antes. Hicimos pie; Ginetta salió, brillante como un pez, y se fue a la caseta. Doro estaba acabando de fumar el cigarrillo que había encendido mientras me esperaba.
       Subimos juntos a la villa, donde ya estaba Clelia. Aquella noche, durante la cena, oí que Mara había vuelto a Sestri con Guido y que estaríamos solos y sin automóvil por unos días. La noticia me agradó, porque me gustaba pasar la noche en calma, conversando.
       —Esa boba —dijo Clelia—. Podía haber esperado hasta el final de la temporada para romperse el brazo.
       —Ginetta dice que los hombres somos unos egoístas —observó Doro.
       —¿Le gusta Ginetta? —me preguntó Clelia.
       —Es una chica que rebosa salud —dije—. ¿Por qué? ¿Hay algo más?
       —Oh, nada. Doro asegura que de muchacha me parecía a ella.
       Sentencié entonces que todas las muchachas se parecen, y que para poder juzgar hay que verlas cuando son ya mujeres.
       Clelia se encogió de hombros.
       —Quién sabe cómo me juzga a mí —murmuró.
       —Carezco de elementos —dije—. Sólo Doro podría juzgarla.
       Doro, inesperadamente, empezó a bromear y dijo que un hombre enamorado tiene una venda en los ojos y su opinión no cuenta. Habló de un modo que parecía Guido. Me lo quedé mirando estupefacto. Lo bueno era que Clelia no le hacía caso y se encogió otra vez de hombros murmurando que éramos todos iguales.
       —¿Qué pasa? —exclamé riendo.
       No pasaba nada, y Clelia con voz frágil empezó a quejarse de que se sentía un vejestorio y que pensando en su juventud, o, mejor, en su infancia, cuando era colegiala y cuando fue al primer baile y cuando se puso medias por primera vez, le daban escalofríos. Doro escuchó pensativo, sonriendo apenas.
       —Era una niña demasiado juiciosa —decía Clelia desolada—. Creía que si al día siguiente papá se hubiese vuelto pobre de repente o se hubiese incendiado la cocina, no habríamos tenido nunca más de qué comer. Me había montado en el jardín un escondrijo con nueces e higos secos, y esperaba que nos volviésemos pobres para ofrecer a papá mis provisiones. Habría dicho a papá y a mamá: “No os desesperéis. Clelia está en todo. La habéis castigado, pero ella ahora os perdona y no lo volváis a hacer”. Qué tonta era.
       —Todos somos tontos, a esa edad —dije.
       —Me creía todo lo que me decían. No me atrevía a meter la cara entre los barrotes de la verja porque podía pasar alguien y sacarme los ojos. Y sin embargo, desde la verja se veía el mar y yo no conocía otra distracción, porque me tenían siempre encerrada, y me sentaba en el poyo y escuchaba a los transeúntes, escuchaba los ruidos. Cuando una sirena sonaba en el puerto, era feliz.
       —¿Por qué le cuentas estas cosas? —dijo Doro—. Para soportar los recuerdos de infancia de otra persona, hay que estar enamorado de ella.
       —Pero él me quiere —dijo Clelia.
       Charlamos largamente aquella noche, y después fuimos a ver el mar bajo las estrellas. La noche era tan clara que se vislumbraba la blancura del rompiente bajo la barandilla del Paseo. Yo dije que realmente costaba creer que todo fuera agua y que el mar me daba la sensación de estar viviendo bajo una campana de cristal. Describí mi olivo como una vegetación lunar, aun cuando no había luna. Clelia, volviéndose entre Doro y yo, exclamó:
       —¡Qué bonito! Vamos a verlo.
       Pero al atravesar la plazuela encontramos a ciertos conocidos, y tuvimos que contar lo de Mara, y, hablando hablando, Clelia se olvidó del olivo y volvieron todos a la villa a jugar a cartas. Un poco despechado les dejé, diciendo que estaba cansado.
       Al fondo de la plazuela tropecé con Berti que no tuvo tiempo de ocultarse en la oscuridad. Seguí adelante y fue Berti quien me dirigió la palabra.
       —¿Qué significa ese contarme los pasos? —dije entonces.
       Le había entrevisto una hora antes, bajo la villa, y se había pasado todo el tiempo rondando por el Paseo, a cierta distancia de nosotros. La chaqueta blanca sobre la pescadora resaltaba demasiado. Él me dijo —envalentonado por la oscuridad— que había oído algo de un accidente en el pinar y que había querido cerciorarse.



VI

      —Como ves, estoy vivo —le dije—. ¿Había necesidad de seguirme toda la noche?
       Me preguntó si iba a dormir. Nos detuvimos bajo el olivo, que era una mancha negra en la oscuridad.
       —Decían que una señora se ha matado —dijo Berti.
       —¿Te interesas también por las señoras?
       Berti miraba a mi ventana con la barbilla levantada. Se volvió con vivacidad y dijo que una desgracia puede decidir a un veraneante a irse, y él había pensado que yo y mis amigos nos habríamos ido.
       —¿Es pariente suya? —me preguntó.
       Comprendí, aquella noche, que cuando hablaba de mis amigos se refería a Clelia y Doro. Me preguntó de nuevo si Mara era pariente de ellos. La absurda sospecha de que se interesase en los treinta años de Mara me hizo sonreír. Le pregunté si la conocía.
       —No —dijo él—. Así, así.
       Le cité para el día siguiente en la playa, bromeando sobre su ocurrencia de leer en compañía. —Si crees que te voy a presentar chicas, te equivocas. Me parece que ya sabes arreglártelas por tu cuenta.
       Aquella noche fumé sentado en la ventana, pensando en las confidencias de Clelia, enojado por la idea de que Ginetta nunca me hubiese hecho nada parecido. Se apoderaba de mí una melancolía que ya conocía. Se añadió el recuerdo de la conversación con Guido, que acabó de desalentarme. Por fortuna estaba en el mar, donde los días no cuentan. “Estoy aquí para distraerme”, pensé.
       Al día siguiente estábamos sentados en lo alto del escollo Doro y yo, y debajo de nosotros Clelia tendida boca arriba, cubriéndose los ojos. El quitasol, en la arena, estaba vacío. Volvimos a hablar de Mará y llegamos a la conclusión de que una playa está hecha de mujeres y a lo más de niños. Falta un hombre y nadie se da cuenta; falta una Mara cualquiera y un grupo se deshace.
       —Mira —decía Doro—, estos quitasoles son otras tantas casas: hacen media, comen, se mudan, van de visita: los pocos maridos que hay están al sol donde la mujer les ha puesto. Es una república de mujeres.
       —Se podría deducir que la sociedad la han inventado ellas.
       En aquel momento llegó a los escollos un nadador. Sacó la cabeza del agua, mientras se agarraba a la roca. Era Berti.
       No dije nada y me lo quedé mirando. Quizás no me veía, allí arriba, donde estaba —yo, cuando salgo del agua no veo a dos pasos— y se quedó apoyado en la roca, meciéndose en el oleaje. A la altura de su frente, a pocos pasos, estaba tendida Clelia, boca abajo e inmóvil. A Berti le chorreaba el pelo sobre los ojos, y para sostenerse hacía grandes gestos tentaculares que tienen algo de natación y de inestabilidad a un mismo tiempo. Luego se soltó de improviso y nadó de espaldas, y volvió nadando alrededor de una roca sumergida en el punto donde la arena se hacía escollo. Desde allí me gritó algo. Le saludé con una seña y me puse a hablar otra vez con Doro.
       Más tarde, cuando Clelia despertó de su beatitud y llegaron las demás muchachas y unos conocidos, yo recorrí la playa con los ojos y vi a Berti de pie entre las casetas con un periódico en la mano, leyendo. No era la primera vez. Pero aquella mañana era evidente que estaba esperando. Le hice señas de que se acercase. Insistí. Berti se movió, doblando el periódico sin mirarnos. Se detuvo junto a las rocas. Dije a Doro:
       —Este es el tipo emprendedor que te decía—. Doro miró y sonrió, luego se volvió a su pincelero. Entonces no tuve más remedio que bajar y acercarme a Berti para decirle algo.
       Presentar a un chico en bañador negro a muchachas que van y vienen en traje de baño y a señores en albornoz es algo que tiene poca importancia y, bien considerado, disculpable. Pero la cara seria y aburrida de Berti me irritó: me sentía ridículo. Murmuré bruscamente:
       —Aquí nos conocemos todos—, y al pasar junto a Ginetta que iba a bañarse, le dije: —Espérame.
       Cuando volví a la orilla —Ginetta permanecía en el agua durante más de una hora— lo encontré sentado en la arena, entre nuestro quitasol y el contiguo, y abrazándose las rodillas.
       Le dejé allí. Prefería hablar un poco con Clelia. Clelia salía en aquel momento de la caseta poniéndose un bolero blanco sobre el bañador. Fui a su encuentro y nos saludamos en broma. Nos alejamos poco a poco, hablando y cuando Berti hubo desaparecido detrás del quitasol me sentí más tranquilo. Dábamos el acostumbrado paseo por la playa, entre la espuma y los grupos tendidos y rumorosos.
       —Me he bañado con Ginetta —dije—. ¿Usted no se baña?
       Desde el primer día me había mostrado dispuesto, por pura cortesía, a meterme en el agua con ella, pero Clelia se había detenido, mirándome con una sonrisa ambigua.
       —No, no, al agua voy sola—. No hubo forma. Me explicó que ella todo lo hacía en público, pero con el mar prefería estar sola.
       —Pero es extraño.
       —Es extraño, pero es así—. Nadaba bien, y no era pues por timidez. Era una decisión. —La compañía del mar me basta. No quiero a nadie más. En la vida no tengo nada mío. Déjeme por lo menos el mar—. Se alejó nadando sin mover el agua, y a su regreso la esperaba en la arena. Volví sobre el mismo tema y Clelia a mis protestas, respondió con una ligera sonrisa.
       —¿Ni siquiera con Doro? —pregunté.
       —Ni siquiera con Doro.
       Esa otra mañana bromeamos sobre su baño misterioso, y saltábamos por encima de los cuerpos, nos reíamos de las barrigas, criticábamos a las mujeres.
       —Mire aquel quitasol rojo —dijo Clelia—, ¿sabe quién está debajo?—. Se entreveía en la gandula una huesuda desnudez cubierta por un traje de baño de dos piezas: sostén y bragas. Estaba bronceada a trozos; el vientre descubierto mostraba la huella de un anterior traje de baño normal. Las uñas de los pies y de las manos eran de color rojo sangriento. Del respaldo de la tumbona colgaba una bonita toalla rosa. —Es la amiga de Guido —susurró Clelia, riendo—. Él la lleva consigo y la tiene escondida, y cuando la encuentra le besa la mano y le hace cumplidos—. Luego me cogió del brazo y se inclinó: —¿Por qué sois tan vulgares los hombres?
       —Me parece que Guido tiene toda clase de gustos —dije—. En cuanto a vulgaridad no le falta.
       —No es verdad —dijo Clelia—, es esa mujer la que es vulgar. Él, pobrecillo, me quiere mucho.
       Empecé a explicarle que nada es vulgar de por sí sino que somos nosotros los que hacemos la vulgaridad según hablemos o pensemos, pero ya Clelia estaba mirando a otra parte y se reía de un gorrete rojo que un crío llevaba en la cabeza.
       Paseamos así hasta el final de la playa, y nos detuvimos a fumar en la escollera. Volvíamos luego aturdidos por el sol y yo dejaba errar la vista acá y allá sin interés, cuando entreví cerca de nuestro quitasol a Berti, que se alejaba —la espalda negra, el bañador— hablando con aire agitado a una mujer menuda en florido traje de mañana, extravagante, con altas sandalias y mejillas bruñidas, empolvadas. Clelia en aquel momento gritó algo a Doro, levantando el brazo, y los dos se volvieron —de prisa Berti, que escapó apenas nos vio; con aire desenvuelto y burlón la perinola, que luego se echó a correr detrás de Berti, llamándolo por su nombre.
       —Esa geisha que te perseguía —le dije cuando vino a buscarme al figón—, ¿era por casualidad la señora que te llevaste a casa aquel día?
       Berti sonrió indiferente, mirando el cigarrillo.
       —Veo que tienes buena compañía —proseguí—. ¿Por qué buscas otra? Menos mal que no te he presentado a aquellas señoritas.
       Berti me miraba fijamente, como cuando se aparenta estar pensando en algo.
       —No es culpa mía —dijo de pronto—, si la he encontrado. Pida perdón por mí a sus amigos.
       Entonces cambié de conversación y le pregunté si sus padres sabían algo de esas proezas. Él, con su acostumbrada sonrisa vaga, dijo despacio que aquella mujer valía más que muchas chicas de buena familia. Como por lo demás todas las mujeres como ella, que si llevaban una vida difícil era en provecho de las honestas.
       —¿O sea?
       —Sí. Los hombres están todos de acuerdo en frecuentar a las mundanas, con ellas se desahogan y ya no molestan a las otras. Entonces, que las respeten.
       —De acuerdo —le dije—. Pero entonces, tú, ¿por qué huyes y te avergüenzas de ella?
       —¿Yo? —balbució Berti. Era otra cosa, me explicó: él de las mujeres sentía repugnancia y le daba rabia que todos viviesen sólo para aquello. Las mujeres eran estúpidas y melindrosas: la fatuidad de los hombres las hacía necesarias; bastaba ponerse de acuerdo y no buscarlas más, para quitarles toda la soberbia.
       —Berti, Berti —le dije—. Encima hipócrita.
       Me miró sorprendido.
       —Servirse de una persona —continué—, y luego evitarla, eso no—.
       Vi entonces que sonreía y aplastaba el cigarrillo con ostentación. Con voz más tranquila dijo que no se había servido de aquella mujer, sino que —sonrió— aquella mujer se había servido de él. Estaba sola, se aburría en la costa; se habían encontrado en la playa —ella misma había empezado a bromear y a hacer melindres.
       —Lo ve —me dijo—. No le dije que no, porque me daba lástima. Lleva un bolso con el espejo todo roto. Yo la comprendo. Busca tan sólo compañía y no quiere un céntimo: dice que en la costa no se trabaja. Pero es mala. Es como todas las mujeres, que se aprovechan del ridículo para humillar a un hombre.
       Volvimos a casa por las calles desiertas de las dos de la tarde. Me había propuesto no dar más consejos a aquel muchacho: era tipo de dejar que se desahogase, para ver hasta dónde llegaba. Le pregunté si a aquella mujer, a aquella señora, no se la había traído por casualidad de Turín.
       —Usted está loco —me respondió bruscamente. Pero perdió toda espontaneidad cuando le pregunté que quién le había enseñado a excusarse de cosas que a la gente no le dan ni frío ni calor.
       —¿Cuándo? —balbució.
       —¿No me has dicho hace poco que pidiese perdón a mis amigos? —dije.
       Me explicó que, puesto que yo estaba en compañía, le sabía mal que le hubiésemos visto con aquella mujer.
       —Hay personas —dijo—, ante las que uno se avergüenza de hacer el ridículo.
       —¿Quién, por ejemplo?
       Calló un instante.
       —Sus amigos —balbució desdeñosamente.
       Me dejó al pie de la escalera, y se alejó bajo el sol. Como en aquellas horas sofocantes Doro descansaba, yo, que no consigo dormir de día, había hecho ver que volvía a casa sólo por librarme de Berti. Y ahora empezaba el tedio cotidiano de las horas calurosas y vacías. Callejeé por el pueblo, como siempre, pero ya no me quedaba un rincón que no conociese. Tomé entonces el camino de la villa, impaciente por hablar con Clelia. Pero era desesperadamente pronto, y pasé mucho tiempo meditando, sentado en un parapeto detrás de unas plantas que se recortaban sobre el mar. Entre otras cosas pensé por vez primera que alguien, no conociendo bien a Clelia, habría dicho, viéndonos pasear y reír juntos, que entre nosotros había algo más que una simple amistad.
       Encontré a Clelia en el jardín, recostada a la sombra en una tumbona de mimbre. Parecía contenta de verme y se puso a hablar. Me dijo que Doro estaba harto de pintar siempre el mar y que quería dejarlo. Se me escapó una sonrisa.
       —Su Guido estará contento —dije—.
       —¿Por qué?
       Entonces tuve que explicarle que, según Guido, Doro pensaba más en la pintura que en ella, y ésta era la causa de sus divergencias.
       —¿Divergencias? —dijo Clelia, frunciendo el ceño.
       Me impacienté.
       —Vamos, Clelia, no querrá hacerme creer que un poquito no hayan regañado. Acuérdese de aquella noche en que usted me rogaba que le hiciese compañía y que le distrajese.
       Clelia me escuchó medio enfurruñada y negaba con la cabeza.
       —Nunca he dicho nada —murmuró—. No recuerdo. —Sonrió—. No quiero acordarme. Y usted, no sea grosero.
       —Caramba —dije—. El primer día que estuve aquí. Volvíamos de aquel viaje en que nos dispararon…
       —Qué gracioso —exclamó Clelia—. ¿Y aquel hombre blanco que hacía cabriolas?
       Tuve que sonreír, y Clelia dijo:
       —Todos os tomáis lo que digo al pie de la letra. Todos recordáis las cosas que digo. Y preguntáis, queréis saber. —Se enfurruñó de nuevo—. Me parece como si hubiese vuelto al colegio.
       —Por mí… —murmuré.
       —No hay que recordar nunca las cosas que digo. Yo hablo y hablo porque tengo una lengua en la boca, porque no sé estar sola. No me tome en serio usted también, porque no vale la pena.
       —Oh, Clelia —dije—, ¿estamos cansados de la vida?
       —¡Qué va! ¡es tan hermosa! —dijo ella, riendo.
       Entonces dije que no podía comprender al pobre Doro. ¿Por qué quería dejar de pintar? Con lo bien que lo hacía.
       Clelia se puso pensativa y dijo que de no haber sido la que era —una niña mimada que no sabía hacer nada— habría pintado ella el mar que le gustaba tanto y que era algo que le pertenecía; y no sólo el mar, sino las casas, la gente, las empinadas escalerillas, todo Génova.
       —Tanto me gusta —dijo.
       —Quizás es por esto que Doro escapó de casa. Por la misma razón. A él le gustan las colinas.
       —Es posible. Pero él dice que su pueblo sólo es bonito en el recuerdo. Yo no sería capaz. No tengo otra cosa.
       Sentados frente por frente —en medio, la mesita— esperamos a Doro. Clelia empezó de nuevo a hablarme de cuando era muchacha, y bromeó mucho sobre las ingenuidades de aquella vida, sobre el estrecho ambiente de vejestorios que querían hacer de ella una condesa y que la llevaban como un zarandillo por tres casas —una tienda, un palacio y una villa— y lo que a ella le gustaba era el triángulo de calles que las unía, atravesando toda la ciudad. El palacio del tío era un viejo caserón con frescos y brocados en vitrinas, como un museo, que visto desde la calle campeaba sobre el mar, y tenía grandes cristaleras emplomadas. De niña, decía Clelia, era una pesadilla entrar en aquel zaguán y pasar la tarde en la lúgubre penumbra de las saletas. Más allá de la techumbre estaba el mar, estaba el aire, estaba la calle bulliciosa; ella tenía que esperar a que mamá acabase de cuchichear con la vieja; y sin cesar, martirizada por el aburrimiento, alzaba los ojos a los cuadros oscuros, donde relampagueaban bigotes, capelos cardenalicios, mejillas descoloridas de muñecas sin edad.
       —Ve qué tonta soy —decía Clelia—, entonces que el palacio era casi nuestro, no lo podía soportar; ahora que somos pobres y no tenemos un céntimo, lo que daría por recuperarlo.
       Antes de que Doro apareciese en el balcón, Clelia me dijo aún que su madre no quería que se quedase en la tienda donde estaba papá, porque no estaba bien que una niña como ella oyese disputar detrás del mostrador y aprendiese tantas palabras groseras. Pero la tienda estaba llena de cosas y tenía escaparates centelleantes —los mismos objetos que inundaban el palacio— y allí la gente iba y venía y Clelia era feliz de ver al padre contento. Le preguntaba siempre por qué no vendían también los cuadros y las lámparas del palacio, y así nunca más se habrían arruinado.
       —He tenido una infancia juiciosa —me explicó sonriendo—. Me despertaba de noche con el pánico de que papá se hubiese vuelto pobre.
       —¿Y a qué venía tanto miedo?
       Entonces Clelia dijo que en aquellos años estaba siempre con el alma en un hilo. Los primeros pensamientos de amor los había tenido frente a un cuadro de San Sebastián Mártir, un joven desnudo, el cuerpo cubierto de coágulos y de llagas, con las flechas clavadas en el vientre. Los ojos tristes y enamorados de aquel santo le hacían sentirse avergonzada de haberlo mirado, y ella identificaba el amor con aquella escena.
       —¿Y por qué le cuento todo esto? —dijo.
       Poco después apareció Doro en la terraza, muy ocupado en secarse el cuello. Me hizo señas y se metió dentro para bajar. Pregunté a Clelia si había cambiado de idea sobre el amor.
       —Naturalmente —me dijo.



VII

      Por la noche, cuando volvía a casa, me ponía a fumar en la ventana. Uno cree que de este modo facilita la meditación, pero la verdad es que fumando se disipan los pensamientos como niebla y a lo sumo se fantasea, que es muy distinto que pensar. Los hallazgos, las invenciones llegan, por el contrario, inesperadamente: en la mesa, nadando en el mar, hablando de cualquier cosa. Doro conocía mi costumbre de ensimismarme por un instante en lo más vivo de una conversación, para perseguir con la mirada una idea imprevista. También él hacía lo mismo, y en todo tiempo habíamos caminado muchas veces juntos, meditando cada uno en silencio. Pero ahora sus silencios —como los míos— me parecían distraídos, absortos, insólitos en suma. No hacía muchos días que estaba en la costa y ya me parecía un siglo. Sin embargo no había sucedido nada. Pero por la noche mientras volvía a casa, tenía la sensación de que todo el día transcurrido —el trivial día de playa— esperase de mí quién sabe qué esfuerzos de claridad para que pudiese recapacitar.
       Cuando, al día siguiente de la desgracia de Mara, vi de nuevo al amigo Guido con su maldito automóvil, en los pocos segundos que empleé en atravesar la calle para darle la mano, intuí más cosas que en todo el tiempo que empleaba por las noches en consumir una fumarada. Vislumbré, por ejemplo, que las confidencias de Clelia eran una inconsciente defensa contra la vulgaridad de Guido: hombre, por lo demás, educadísimo y galante, Guido estaba sentado, bronceado y róseo, tendiendo la mano y mostrando los dientes en un saludo. Guido era rico y bovino. Clelia reaccionaba furtivamente; por lo tanto le tomaba en serio y se le parecía. Quién sabe hasta dónde habría llegado con mis intuiciones si Guido no se hubiese echado a reír y no me hubiese obligado a hablar. Subí con él al automóvil y me llevó al café donde a aquella hora estaban todos.
       Mientras hablaban de Mara, yo procuraba meterme en mí mismo, y me pregunté si Doro interpretaba del mismo modo que yo los sentimientos de Clelia, y cómo podía ser que no le molestase que ni siquiera para mí Clelia tuviese secretos. Entre tanto llegaron ellos también y, tras los saludos de rigor, Guido dijo a Clelia que mientras atravesaba Génova había pensado en ella. Clelia le llamó perverso. Una broma, pero bastó para hacerme sospechar que las mismas confidencias de infancia se las había hecho en otro tiempo también a Guido, y la cosa se me indigestó.
       Después de cenar, Guido llegó a la villa; parecía contento; se había traído en el automóvil a Ginetta. Mientras Doro y Guido hablaban de negocios yo escuchaba a Clelia y Ginetta y pensaba en aquella ocurrencia de Doro cuando descendíamos de la montaña, que la característica del que se casa es vivir con más de una mujer. Pero, ¿era una mujer, Ginetta? Su sonrisa áspera y la vehemencia de ciertas opiniones la hacían parecer más bien a un adolescente sin sexo. Cada vez me resultaba más difícil concebir que Clelia hubiera podido parecerse a ella de muchacha. Había en Ginetta una picardía reservada, contenida, que sin embargo a veces le sacudía todo el cuerpo. No, desde luego, que ella se confesase a sus amigos, pero viéndola hablar se tenía la sensación de que nada de su fondo quedaba oculto. Los ojos pardos que abría sin ostentación, tenían la claridad del aire.
       Hablaban de no sé qué escándalo —no recuerdo bien— pero recuerdo que la muchacha lo defendía y apelaba a Doro y le interrumpía sin más ni más y Clelia, con mucha dulzura, seguía repitiendo que no era cuestión de moral, sino de gusto.
       —Pero se casarán —decía Ginetta.
       No era una solución, rebatía Clelia, casarse era una elección, no un remedio, y una elección hecha con calma.
       —Caramba, será una elección —interrumpió Guido—. ¡Después de todos los experimentos que han hecho!
       Ginetta no sonrió y arguyó que, si el objeto del matrimonio era la familia, tanto mejor si se hubiesen decidido en seguida.
       —Pero el objeto no es únicamente la familia —dijo Doro—. Es preparar un ambiente para la familia.
       —Mejor un hijo sin ambiente que un ambiente sin hijos —sentenció Ginetta. Luego se ruborizó y encontró mi mirada. Clelia se levantó para servirnos el licor.
       Después jugamos a cartas. Eran ya altas horas cuando Guido nos condujo a casa. Tras haber dejado a Ginetta frente al garaje, nosotros volvimos a pie hacia el hotel. Hubiese preferido dar aquel paseo solo, pero Guido, que durante toda la noche apenas despegó los labios y había jugado con agresiva falta de atención, me dijo que le hiciese compañía. Le hablé nuevamente de Mara. Guido sostuvo con desgana la conversación. Mara estaba en buenas manos y fuera de peligro. Al llegar frente a su hotel, siguió adelante.
       Llegamos taciturnos a la entrada de mi callejuela, e hice ademán de pararme. Guido prosiguió unos pasos más, luego se volvió con aire casual.
       —Deje que esperen —dijo—. Venga hasta la estación.
       Pregunté que quién me esperaba, y Guido dijo al descuido que, caramba, alguna compañía tendría. —Ninguna —le respondí—. Soy soltero y estoy solo.
       Entonces Guido murmuró algo, y con este argumento proseguimos el camino. Quién había de esperarme, volví a preguntar. ¿Acaso el joven de la playa?
       —No, no, profesor, me refería a una relación… una amistad.
       —¿Por qué? ¿Me ha visto con alguien?
       —No digo eso. Pero, en fin, un desahogo se necesita.
       —Estoy aquí para descansar —expliqué—. Y mi desahogo es estar solo.
       —Ya —dijo Guido, pensativo.
       Estábamos en la plazuela, frente al café, cuando me decidí a hablar. —Y usted, ¿tiene una compañía? —dije.
       Guido alzó la cabeza. —La tengo, sí —dijo agresivo—. La tengo. No todos somos santos. Y me cuesta un ojo de la cara.
       —Ingeniero —exclamé—, pues la tiene bien escondida.
       Guido sonrió complacido. —Es esto lo que me cuesta un ojo. Dos cuentas, dos domicilios, dos mesas. Créame, una amante es la mujer que resulta más cara.
       —Cásese —dije.
       Guido descubrió sus dientes de oro. —Seguiría siendo doble gasto. No conoce a las mujeres. Una amiga, mientras espera, no dice palabra. Tiene todas las de ganar. Pero el desgraciado que tiene mujer, está en sus manos.
       —Entonces, cásese con la amiga.
       —Está de broma. Éstas son cosas que se hacen de viejo.
       Le dejé frente al hotel, prometiéndole que al día siguiente pasaría para conocer a la señora. Me estrechó la mano con afabilidad. Mientras volvía a casa me acordé de Berti y miré a mi alrededor, y esta vez no estaba.
       Al día siguiente me entretuve escribiendo hasta que el sol estuvo alto y luego vagué por las calles considerando de nuevo las ideas de la noche anterior, que ahora, en el bullicio y la claridad del día, me resultaron descoloridas e inconsistentes. Quería llegar a la playa cuando ya estuviesen todos.
       Pero en la entrada de los baños encontré a Guido, esta vez con un albornoz marrón, que nada más verme me secuestró, y juntos nos encaminamos, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, a aquel concreto quitasol. Cuando llegamos Guido sonrió espontáneamente y exclamó:
       —Querida Nina. ¿Cómo has dormido? ¿Me permites? —y le dijo mi nombre. Rocé los dedos de aquella mano delgada y entre el resol y la sombrilla de por medio le vi sobre todo las piernas, largas y atezadas, y las complicadas sandalias que las remataban. Se había incorporado para sentarse en la gandula, y me miró con ojos duros, descarnados, como la voz con que se dirigió a Guido.
       Cambiamos unos cuantos cumplidos. Pregunté por su baño; me dijo que sólo se bañaba hacia el atardecer, en el agua tibia; dedicó alguna risita a mis ocurrencias y me retuvo la mano cuando me despedí, invitándome a que pasase de nuevo. Guido se quedó.
       Llegué al escollo y vi a Berti que, sentado en la roca, dirigía la palabra a una chica de unos dieciséis años amiga de Ginetta, y Doro, tendido en la arena entre los dos, se desentendía de ellos. Clelia, en aquel momento, estaba en el mar.



VIII

      Doro me explicó, una de aquellas mañanas, por qué estaba harto de pintar. Me había cogido del brazo y poco a poco nos habíamos alejado del pueblo, por el camino que se desplomaba sobre el mar.
       —Si volviese a ser muchacho —me dijo—, sólo sería pintor. Me largaría de casa, daría un portazo, pero sería una decisión definitiva.
       Aquella rabia me gustó y le dije que en tal caso no se habría casado con Clelia. Doro dijo riendo que aquélla era la única cosa en la que no se había equivocado. Clelia sí que era una hermosa vocación. Pero, dijo, no eran aquellos cuadros tontos que pintaba a ratos perdidos lo que le daba rabia, sino el haber perdido el entusiasmo y las ganas de hablar conmigo de tantas cosas, eso sí.
       —¿Qué cosas?
       Me miró con altivez de arriba abajo, sin soltarme, y empezó a decir que si me lo tomaba así no se quejaría más, porque también yo estaba envejeciendo y por lo visto esto le ocurre a todo el mundo.
       —Puede ser —dije—, pero si has perdido las ganas de hablar, yo no tengo la culpa.
       Me daba cuenta de que estaba despechado y que la cosa era ridícula, pero de momento callé y Doro dejó mi brazo. Miraba al mar bajo nosotros y una idea se me vino a las mientes: ¿no estarían hechas de tonterías semejantes las disputas entre él y Clelia?
       Pero he aquí que Doro volvía a hablar con la voz despreocupada de antes, y comprendí que de mi despecho ni siquiera se había dado cuenta. Le respondí con indiferencia, pero el rencor creció dentro de mí, una verdadera y auténtica ira.
       —Aún no me has explicado por qué has reñido con Clelia —dije al fin.
       Pero Doro me rehuyó de nuevo. Al principio no comprendió a qué estaba aludiendo, luego me miró de soslayo y me dijo:
       —¿Todavía piensas en eso? Qué tozudo eres. Sucede todos los días entre marido y mujer.
       El mismo día le dije a Clelia, que se quejaba de una novela aburrida, que en estos casos la culpa es de quien la lee. Clelia alzó los ojos y sonrió. —A todos os pasa lo mismo —dijo—. Venís aquí a descansar y os volvéis impertinentes.
       —¿Todos, quién?
       —Incluso Guido. Pero Guido por lo menos tiene la excusa de que su amiga le atormenta. Usted, no.
       Me encogí de hombros, con una mueca burlona. Cuando le dije que había conocido a aquella señora, Clelia enrojeció de placer y casi dando palmadas suplicó: —Dígame, dígame. ¿Cómo es?
       Sabía solamente que Guido tenía la vaga intención de largarla a alguien, por ejemplo a mí. Dije esto con el tono grave que gustaba a Clelia y la vi feliz.
       —Se queja de que le cuesta demasiado dinero —añadí—. ¿Por qué no se casa con ella, entonces?
       —Lo que faltaba —dijo Clelia—. Pero esa mujer es tonta. Basta con ver la inteligencia que demuestra dejándose encerrar en el armario como una caja. ¿Le gusta?
       —Hasta ahora sólo le vi las piernas. ¿Quién es? ¿Una bailarina?
       —Una cajera —dijo Clelia—. Una bruja que todo el mundo conocía en Génova, antes de que Guido cayese en sus garras.
       —Entonces, es lista.
       —Con Guido no hace falta serlo mucho —sonrió Clelia.
       —Yo creo que se hace la mansa para atraparle mejor —dije—. Es una buena señal cuando una mujer se deja encerrar en el armario. Quiere decir que se considera ya como de casa.
       —Si le parece una buena señal… —dijo Clelia enfadada.
       —Pero ¿qué mejor puede hacer que casarse con ella?
       —No, no —se indignó Clelia—. No le recibiría nunca más en mi casa.
       —¿Prefiere que un bruto como él se case con una Clelia o una Ginetta?
       La miré de soslayo para ver si reaccionaba, pero lo de bruto pasó.
       —Es una iniquidad —dijo Clelia—, que una muchacha esté sin defensa frente a vosotros los hombres. Hacen bien esas mujeres en tomaros el pelo.
       En efecto, una de aquellas tardes tuve la visita de Guido, nada menos que en casa. Se asomó a la puerta con una risita de disculpa y dijo que no quería interrumpir mi lectura. Le hice entrar, embarazado a mi vez por la camita de hierro, y que tomase asiento junto a la ventana. Se fue abanicando con el sombrero y luego me dijo que le disculpase ante Doro y Clelia, porque no podía ir a buscarnos con el coche. Tenía un compromiso.
       En la playa, aquella tarde, lo desollamos vivo, a Guido. Las más sañudas eran las muchachas, que tenían interés por el paseo en coche. Berti, que ya se había instalado en el grupo y circulaba a sus anchas, era el único que se mostraba indiferente. Le oí responder a Ginetta que en resumidas cuentas a la playa se venía para estar en el agua, y no para visitar santuarios.
       —Así que —le dije, sentándome a su lado en la arena—, ¿ya no piensas en las lecturas?
       —De buena gana —me dijo.
       —Tal vez con estas chicas.
       Me miró, mosqueado.
       —¿Yo? —dijo—. Era verdad que, sentado bajo el escollo, tenía un aire aburrido. Y antes, cuando le vi al llegar, las soportaba a todas con aire condescendiente, desdeñoso.
       —No me dirás que también nosotros te disgustamos. Eres tú el que ha venido a buscarnos.
       Berti sonrió. Pasó por delante Ginetta, ajustándose el gorro, preparada para nadar. Viéndola, desde donde yo estaba sentado, caminar lentamente, con el gesto de cubrirse la oreja, me pareció muy alta, más que mujer. Berti se miró las rodillas y murmuró: —Me fastidian. Nunca se sabe lo que es, una chica.
       Ante nosotros se paró Doro, e hizo ademán de echarse al suelo. —Éste es el estudiante —le dije. Les presenté. Se dieron la mano de rodillas.
       Luego Doro se puso a hablar conmigo de no sé qué, en uno de esos humores extraños y bruscos tan frecuentes en nuestra época de estudiantes. Era evidente que Berti no tenía nada que ver en esto. Por un lado escuchaba a Doro, por el otro no quitaba los ojos de mi mozalbete.
       Que de repente preguntó:
       —Ingeniero, ¿se quedará aún muchos días?
       Doro nos miró de reojo y no contestó. Berti esperó, ruborizado pese a estar tostado por el sol. Tras un largo silencio, yo dije que a finales de agosto me iba. Pero Doro, implacable, no abrió la boca. Los tres mirábamos al mar, donde Ginetta entraba en aquel momento y de donde inesperadamente emergió Clelia. Esperamos a que se acercase y yo no sabía si sonreír. Nos hizo una mueca, porque le resbaló un pie en los guijarros.
       —Id, el mar es vuestro —nos gritó acompañando a las palabras con la mano, y se dirigió al quitasol. Doro se había levantado.
       —¿Damos una vuelta? —me dijo. Me levanté mirando fugazmente a Berti. Estaba todavía contemplando el horizonte, con aire estoico.
       Más tarde, frescos y descansados, estábamos sentados en torno al quitasol, y Clelia fumaba un cigarrillo y yo la pipa.
       —Quién sabe a dónde habrá ido Berti —dije. Doro no se movió. Tendido entre nosotros, miraba al cielo.
       —Sois realmente amigos —dijo Clelia—, sois inseparables.
       —Hago de pantalla de sus amores —dije.
       —Hay una mujer que, si no, estaría celosa.
       Estas historias a Clelia le gustaban y tuve que contarle todo el asunto y la discusión en la fonda. Doro no decía nada y siguió mirando hacia arriba.



IX

      Volví a ver a Berti, con el ceño fruncido, en el hostal. Se ve que entró por pura ociosidad. Me dijo que quería venir a verme por la tarde, para leer conmigo.
       —¿Ya no te gustan las chicas? —dije.
       —¿Cuáles?… Las odio —me respondió.
       —¿No querrás decir que buscas la compañía del ingeniero?
       Me preguntó si Doro era realmente amigo mío. Le contesté que sí, él y la mujer eran los mejores amigos que tenía.
       ¿La mujer?
       —No sabía que Clelia era la mujer de Doro. Le brillaron los ojos. —¿De verdad? —repetía, y los bajaba con aquel aire impasible de fastidio, que era su aire serio. —¿Qué creías? —refunfuñé. —¿Que era una bailarina?
       Berti manoseaba el mantel y me dejó hablar. Luego me miró a la cara con dos ojos brillantes, ingenuos, en fin, sus ojos de muchacho, y volvió a preguntarme si por la tarde podía subir a mi casa.
       —¿No irá nadie a verle? —dijo.
       Era evidente que estaba pensando en Clelia.
       —¿Cómo es eso? —le dije—. ¿Odias a las mujeres y te pones colorado pensando en ellas?
       Berti me contestó no sé qué tontería, luego hubo una pausa y finalmente nos levantamos. Por la calle iba taciturno, pero contestaba animándose, con el aire de quien habla a trochemoche porque al fin y al cabo sigue en lo suyo. Me detuve bajo el olivo para hablar un momento con la patrona y él me esperó al pie de la escalerilla contemplando y acariciando la piedra lisa de la baranda, con una sonrisa entre tierna y desdeñosa en los labios. —Sube —le dije al reunirme con él.
       Cuando estuvimos arriba se acercó a la ventana, se apoyó en ella de espaldas y se quedó mirando cómo yo me movía por la habitación.
       —Profesor, estoy contento —se le escapó de repente, mientras le volvía la espalda y me enjuagaba la boca.
       Le pregunté por qué y él me respondió con un gesto, como queriendo decir: “Es así.”
       Tampoco aquella tarde leímos. Empezó a explicarme que de cuando en cuando le venían ganas de trabajar, un frenesí, un deseo de hacer algo, no tanto de estudiar como de tener un puesto de responsabilidad, pero arduo, para entregarse a él noche y día y convertirse en un hombre como nosotros, como yo. —Entonces, trabaja —le dije—. Eres joven; si yo pudiese estar en tu lugar…—. Me dijo entonces que no comprendía por qué la gente exaltaba tanto a los jóvenes: él habría querido tener ya treinta años —mejor que mejor—, eran estúpidos aquellos años intermedios.
       —Pero todos los años son estúpidos. Es una vez pasados cuando se vuelven interesantes.
       —No —dijo Berti, no encontraba realmente nada de interés en sus quince, en sus diecisiete años; estaba contento de haberlos pasado.
       Le expliqué que lo bonito de su edad era que las tonterías no cuentan y precisamente por lo mismo que a él le desagradaba: que sólo se les consideraba unos muchachos. Me miró sonriendo.
       —Entonces, lo que hago, ¿no son tonterías?
       —Según —le dije—. Si molestas a las mujeres de mis amigos desde luego será una tontería, además de una grosería.
       —No molesto a nadie —protestó.
       —Veremos si es verdad.
       Me confesó, poco antes de terminar la conversación, que había creído estúpidamente que la señora era la amante de mi amigo, y que al saber que en cambio era su esposa le había gustado, porque le daba mucha rabia que las mujeres, con la excusa de que son mujeres, se vendan al primero que encuentran. —Hay días en que el mundo, la vida, me parece un gran prostíbulo.
       En aquel momento le interrumpió una voz áspera, que yo conocía, una voz de mujer irritada que subió de la calle, replicando a la de nuestra patrona. Nos miramos. Berti calló y bajó los ojos. Comprendí que era la mujer de la playa, aquella a la que nosotros llamábamos por broma su amante. Berti no se movió.
       La patrona decía: —No está, no sé nada—. La otra chillaba denuestos, afirmando que nadie le había faltado nunca el respeto y que no bastaba con el agua bendita para lavarse la cara.
       Cuando callaron y alguien se alejó, esperé a que Berti hablara, pero Berti miraba al suelo con el rostro endurecido y distraído, y no decía nada.
       Le dije, cuando se iba, que hiciera lo posible para que aquellas cosas no volvieran a ocurrir. Corté el hilo y cerré la puerta.
       Al escollo aquella tarde no acudió. Vino Guido, enjugándose el sudor. Clelia le preguntó en tono burlón que cuándo volverían a bailar allá arriba.
       —¿Has oído? —dijo él a Doro—. Tu mujer tiene ganas de bailar.
       —Yo no —dijo Doro.
       Clelia me estaba contando algo acerca de una galería del viejo palacio de su tío, que aquella tarde le volvía a la memoria, y ahora le hubiese gustado encontrarse allí. Guido la escuchó un momento y luego dijo que yo era el hombre apropiado para apreciar las voces del pasado.
       Clelia sonrió desconcertada y le respondió que las conversaciones sobre el presente las esperaba de él. Miramos a Guido que guiñó un ojo —creo que a mí— y replicó a Clelia que por lo menos nos contase algo interesante —el primer baile—, el primer baile de una mujer está siempre lleno de sorpresas.
       —No, no —dijo Clelia—, queremos saber algo de su primer baile. O incluso del último, del de ayer noche.
       Doro se levantó y dijo: —No os excitéis. Yo me voy a nadar.
       —Es verdad —dije—. Siempre se habla del primer baile de las muchachas. ¿Y del de los jovencitos? ¿Qué les sucede a los futuros Guidos la primera vez que abrazan a una chica?
       —No existe una primera vez —dijo Clelia—. Los futuros Guidos no han empezado en una determinada ocasión. Lo hacían ya antes de nacer.
       Continuamos así hasta el regreso de Doro. Esas bromas agresivas gustaban a Clelia y mezclaba con ellas una segunda intención incitante, una malicia que —quizá me equivoco— Guido no siempre alcanzaba. O más bien tenía el aire de soportarlas preocupado por otras cosas, pero la complacencia malhumorada con que se prestaba al juego me hizo sonreír.
       Dije: —Parecéis marido y mujer.
       —Grosero —dijo Clelia.
       —Con una mujer como Clelia, ¿qué más se puede hacer sino bromear? —dijo Guido.
       —Sólo hay un hombre con el que no bromea —dije a mi vez.
       —Naturalmente —dijo Clelia.
       Doro volvió y se tumbó en la arena, al último sol. Al cabo de un rato Guido se levantó y nos dijo que se iba al bar. Se alejó entre los palos de los quitasoles cerrados y los encontronazos y los regateos del bullaje vespertino. Algo más lejos Ginetta y otros jóvenes alborotaban saludando a una barca que se acercaba. Nosotros tres callábamos; yo escuchaba el rumor de las zambullidas y de la vocinglería, amortiguado.
       —¿Sabe, Clelia —dije de pronto—, que mi estudiante al verla, ha decidido cambiar de vida?
       Doro alzó la cabeza. Clelia abrió los ojos, sorprendida.
       —Ha despedido a su amante y habla mal de todas las mujeres. Es una señal infalible.
       —Gracias —murmuró Clelia.
       Doro volvió a tenderse. —Ya que Doro está presente —proseguí—, puedo decirlo. Está enamorado de usted.
       Clelia sonrió, sin moverse. —Lo siento por esa… ¿No puedo hacer nada?
       Se me escapó una sonrisa.
       —Con tantas chicas que buscan —dijo Clelia—, resulta molesto.
       —¿Y por qué? —dije—. Él es feliz. Es más feliz que nosotros. Debería ver cómo acaricia los troncos, extasiado.
       —Si se lo toma así… —dijo Clelia.
       Doro se volvió del otro lado, en la arena.
       —Bueno, dejadlo ya —dijo.
       Le dijimos que se callase porque él no tenía nada que ver en aquel asunto. Clelia miró un momento a la arena, sin hablar.
       —Pero, ¿seguro que es verdad? —preguntó de pronto.
       Riendo, se lo aseguré.
       —Qué encuentra en mí ese tonto —dijo entonces. Me miró, recelosa. Sois todos unos tontos —dijo.
       Volví a repetirle que mi estudiante era feliz y que más valía así y que, por mi parte, habría aceptado ser tonto en esas condiciones.
       Entonces Clelia sonrió y dijo:
       —Es verdad. Es como cuando estaba sola en la galería y en vez de estudiar tiraba bolitas de papel al cuello de los transeúntes. Una vez un señor me esperó abajo y me dio mucho miedo. Quería saber qué le había escrito. Era un ejercicio de latín.
       Doro se reía, tendido boca arriba sobre la arena.
       —Y aquel señor era Guido —dije.
       Clelia me clavó la mirada.
       —Qué tenía contra Guido —me preguntó. Me sentí mortificado.
       —Le conozco —le dije.
       —Guido estas cosas no las hace —dijo Clelia—. Guido respeta a las señoras.



X

      Guido me invitó con mucha cautela a subir una tarde en coche hasta allí arriba.
       —Estará Nina. ¿No le importa, verdad?
       Miró de soslayo a Berti que se había quedado unos pasos atrás para dejarme hablar, y me echó una mirada, interrogador. Le pedí que nos llevásemos también a Berti, muchacho ingenioso y que sabía bailar, que ya era más de lo que yo sabía hacer. Guido frunció el ceño y dijo:
       —Desde luego.
       Entonces les presenté.
       Fue una noche de silencios. Berti había creído que encontraría a Clelia y en cambio tuvo que bailar con Nina que le miraba de arriba abajo y así no decía palabra; nosotros, sentados a la mesita, callábamos y seguíamos con la vista a las parejas. No era que Guido quisiese sacarse de encima a Nina: las palabras que me dijo distraídamente me parecieron más bien un desahogo:
       —Tengo una edad, profesor, en la que no puedo cambiar de vida, pero si Nina quisiera distraerse, encontrar un ambiente, una compañía que le fuese de ayuda, lo vería con buenos ojos.
       —No tiene más que decírselo.
       —No —dijo Guido—. Se siente sola. Usted comprende, un hombre tiene amigos, tiene relaciones que atender. No siempre puede dedicarle su tiempo.
       —¿Una franca explicación no sería posible? —sugerí.
       —Con otras mujeres, no con ella. Una amiga, una vieja amiga, comprende… una mujer exigente, no sé si me explico.
       Luego Nina bailó varias veces con él, y Berti fumaba cigarrillos en la mesa, mirando a su alrededor. Me preguntó si la señora era esposa de Guido.
       —Ésta no —le dije—. Es de ese mundo que tú imaginas. ¿A quién buscas?
       —A nadie.
       —Mis amigos no vienen. Cuando está esta señora no vienen.
       Aquella noche, en la escalerilla, bajo el olivo, le pregunté si le gustaba Nina, y a su mueca repliqué que habría hecho un gran favor a Guido si la hubiese entretenido un poco.
       —Pero, si está harto de ella, ¿por qué no la planta? —dijo Berti.
       —Intenta preguntárselo —dije.
       Berti no se lo preguntó y en cambio, la noche después, cogida al vuelo la noticia de que subiríamos a bailar con Clelia y Guido, fue a pie —no sé si había cenado. Le vimos, mientras entrábamos sorteando las mesillas, sentado en un rincón. Tenía delante su bebida, y arrojó el cigarrillo. Pero no se movió.
       Por casualidad Ginetta no venía en el grupo. Para mí, ahora que ya me parecía leerle el pensamiento, era evidente que había contado con la presencia de Ginetta para empezar a bailar. Guido, totalmente rejuvenecido por la noche de libertad, miraba a su alrededor con aire satisfecho y le hizo una seña, distraídamente. Berti se levantó y vino hacia nosotros. Clavé la vista en el suelo: soy un cobarde.
       —¿Cómo está la señora? —preguntó Berti.
       Clelia rompió el embarazo general con una risita irrefrenable. Entonces Guido respondió:
       —Estamos todos bien —con un tono y un gesto vago que nos hizo sonreír a todos, menos a Berti que enrojeció. Se quedó un rato mirándonos y yo no pude resistir; dije, mirando de reojo a Clelia:
       —Éste es Berti, al que ya conocéis.
       Doro, con aire aburrido, le hizo señas de que se sentara, murmurando:
       —Quédese con nosotros.
       Naturalmente, me tocó a mí entretenerle. Berti, sentado en el borde de la silla, nos miraba al soslayo, resignado. Le pregunté qué hacía solo, allí arriba, y Berti respondió con un mohín, haciendo como que escuchaba la orquesta, azorado.
       —Me dice mi amigo que ha dejado los estudios —dijo Doro, improvisamente—. ¿Qué hace?, ¿trabaja?
       —Estoy desocupado —respondió Berti con cierta violencia.
       —Mi amigo dice que se divierte —prosiguió Doro sin prestarle atención—. ¿Tiene amigos?
       Berti respondió simplemente que no. Callamos todos. Clelia, que estaba medio vuelta a la orquesta, volvió la cabeza y dijo:
       —¿Usted baila, Berti?
       Aquella frase se la agradecí. Berti pudo mirarla fijamente y asentir con la cabeza.
       —Lástima que Ginetta y Luisella no hayan venido —dijo Clelia—. Las conoce, ¿verdad?
       Sin apartar los ojos de ella Berti respondió que las conocía.
       —¿Y a mí no me saca a bailar? —dijo Clelia.
       Mientras se alejaban, ninguno de nosotros dijo nada. Guido se movió para recoger una cucharilla y mientras tanto mis ojos encontraban a los de Doro. Creo que leyó en mi cara una pregunta inquieta porque mientras yo, azorado, estaba para mirar a otra parte, vi que fruncía las cejas y sonreía a flor de labio.
       —¿Qué pasa? —dijo Guido, incorporándose.
       Clelia y Berti volvieron casi en seguida. No sé si la orquesta se dio más prisa que de costumbre o si mi inquietud me distrajo. Volvieron, y Clelia dijo algo, no recuerdo qué, lo que hubiese podido decir al apearse de un taxi. Berti la seguía como una sombra.
       Aquella noche bailaron todavía otra vez. Creo que fue Clelia la que le animó con una ojeada. Berti se levantó en silencio y esperó, sin mirarla apenas, a que Clelia se acercara. En los intervalos en que me sentaba a la mesilla, ora con Doro, ora con Guido, si alguno de nosotros dirigía la palabra a Berti, éste contestaba, condescendiente, con monosílabos. Guido bailó mucho con Clelia y volvía a la mesa con los ojos avispados. Luego nos quedamos todos un rato sentados cabe la mesilla, charlando. Berti procuraba no mirar demasiado a Clelia y miraba a la orquesta con aire aburrido y absorto. No hablaba. Fue entonces cuando Guido le dijo:
       —¿Tiene exámenes de septiembre, este año?
       —No —masculló Berti, tranquilo.
       —Porque tiene usted cara de exámenes, y no de persona educada.
       Berti sonrió bobamente. Clelia sonrió también. Doro no se movió. Pasaban los segundos y nadie hablaba. Guido nos miró de reojo y refunfuñó algo. Pero lo más ofensivo de todo era la sonrisa de desdén que le dedicó a Berti. Como diciendo: “Ahora ya está hecho. No pensemos más en ello.”
       Berti no decía nada. Seguía sonriendo vagamente. De pronto Clelia dijo:
       —¿Quiere que bailemos?
       Alcé la cabeza. Berti se había levantado.
       Clelia volvió sola a la mesa, saludando tranquilamente con una seña a alguien que conocía. Se sentó con un mohín de cansancio, casi un ceño, y sin mirarnos murmuró:
       —Espero que ahora seréis más divertidos.
       Unos amigos surgieron en aquel momento de la penumbra y distrajeron nuestra atención.
       Cuando volvíamos en el automóvil, a una vaga pregunta mía Clelia respondió que Berti, mientras bailaba, no decía palabra. En cambio dijo muchas Guido, cuando, una vez solos, fuimos juntos, una última vez al bar. Me explicó que no podía soportar a los muchachos y no podía permitir que tuviesen aires de estar dándole una lección.
       —Sin embargo, también ellos deben vivir —dije—, y adquirir experiencia.
       —Que pasen antes todo lo que hemos pasado nosotros —replicó Guido, picado.
       En el bar le esperaba Nina. Me lo temía. Estaba sentada ante una mesita baja, con la barbilla apoyada en el puño, y seguía con la mirada las volutas del cigarrillo. Nos saludó con un gesto y, mientras Guido pedía algo en el mostrador, me preguntó con voz áspera y modulada, sin apartar la mano, por qué no me dejaba ver más a menudo.
       —¿Y anoche? —dije.
       —Usted no baila, no toma el sol, no come con nadie, ¿por qué no viene con nosotros? Oh, los amigos de Guido, ¿qué tiene esa mujer para seduciros a todos? No me dirá que a quien usted frecuenta es al ingeniero.
       —No digo nada —balbucí.
       Era tan tibia la noche que daba pena volver a casa. Quién sabe si Berti me esperaba al pie de la escalera. Probablemente habría ido a sentarse en la playa para saborear su vergüenza. Hubiese preferido no encontrarlo. Cuando llegué a mi habitación, estuve largo tiempo junto a la ventana.
       Berti me llamó al día siguiente desde la calle. Nuestra callejuela estaba aún completamente en sombra. Me preguntó si no iba a la playa con él. Calló un momento, luego me preguntó si podía subir. Entró con paso agresivo y los ojos brillantes y cansados.
       —¿Te parecen horas de venir? —dije. Tenía aspecto de no haber dormido, y por otra parte él mismo lo dijo casi en seguida, con un tono casual. Es más, parecía jactarse de ello.
       —Venga a la playa, profesor —insistió—. No hay nadie.
       Tenía que escribir una carta.
       —Profesor —me dijo tras un momento de silencio—, basta con hacer día de la noche. Todo se vuelve hermoso.
       Alcé los ojos del papel.
       —Los disgustos a tu edad son muy ligeros.
       Berti sonrió con cierta dureza.
       —¿Por qué habría de tener disgustos?
       Miraba a hurtadillas.
       —Creía que habías reñido… —dije.
       —¿Con quién? —me interrumpió.
       —Entonces, está bien —murmuré.
       —Venga a la playa, profesor —dijo Berti—. El mar es grande.



XI

      Le dije que más tarde iría con mis amigos y que me dejase tranquilo. Se fue con su cara entre seria y aburrida, y al momento me dolió haberle tratado de aquel modo. Pero paciencia, concluí, que aprenda. Yo he aprendido.
       Me encontré con Guido en el bar. Llevaba, como de costumbre, la camisa de cuello abierto y unos pantalones blancos, y la falsa virilidad del bronceado me hizo sonreír. Guido me tendió la mano sonriendo, y alzó los ojos hacia los tejados, entre astuto y severo.
       —Qué día —dijo. Eran, realmente, un cielo y una mañana encantadores.
       —Tome una copa de marsala, profesor. Esta noche, ¿eh?—. Me guiñaba el ojo, no sé por qué, y no me soltaba. —¿Y qué hace la hermosa Clelia? —dijo.
       —Acabo de salir de mi habitación.
       —Siempre tan morigerado, profesor.
       Echamos a andar. Me preguntó si me quedaría todavía mucho tiempo en la playa.
       —Empiezo a estar harto —dije—. Demasiadas complicaciones.
       Guido no me escuchaba, o quizás no me entendió.
       —Usted no tiene compañía —dijo.
       —Tengo a los amigos.
       —No basta. También yo tengo los mismos amigos, pero no estaría tan en forma esta mañana si hubiese dormido en una cama individual.
       Como yo callaba me explicó que también a él le gustaba la compañía de Clelia, pero que el humo no es el asado.
       —¿Y cuál es el asado?
       Guido se echó a reír.
       —Hay mujeres de carne —dijo— y mujeres de aire. Una bocanada después de comer sienta bien. Pero hay que haber comido antes.
       —Verdaderamente —le dije—, yo estaba en la costa por Doro.
       —A propósito —dije—, ya no pinta.
       —Ya era hora —replicó Guido.
       Pero ni Doro ni Clelia vinieron a la playa aquella mañana. Gisella y los demás no sabían nada. A mediodía me impacienté y aprovechando que hablaban de hacer una excursión en barca volví a vestirme y subí a la villa. Por la carretera, nadie. Estaba entreabriendo la verja cuando aparecieron por la grava Doro y un señor anciano con panamá y bastón que venía despacito hacia la carretera y escuchaba no sé qué, respondiendo con movimientos de cabeza. Cuando estuvimos solos, Doro me miró con ojos cómicamente inquietos:
       —¿Qué sucede? —dije.
       —Sucede que Clelia está encinta.
       Antes de alegrarme esperé que Doro tomase la iniciativa. Subimos por el sendero hacia los escalones. Doro parecía incrédulo y divertido.
       —En fin, estás contento —le dije.
       —Antes quiero ver cómo acaba —murmuró—. Es la primera vez que me sucede.
       Clelia salía en aquel momento de la habitación y preguntó que quién estaba. Me sonrió, casi con aire de disculparse, y se llevó el pañuelo a la boca.
       —¿No le doy asco? —dijo.
       Luego hicimos comentarios sobre el doctor, que había hablado mucho de responsabilidad y que quería volver con no sé qué instrumento para hacer un diagnóstico científico.
       —Qué loco —decía Clelia.
       —Nada —prorrumpió Doro—. Hoy tomamos el tren y nos vamos a Génova. Tiene que visitarte De Luca.
       Clelia me miró resignada.
       —Ve —dijo—. Empieza la paternidad. Manda él.
       Dije que me sabía mal que tuviese que interrumpir el veraneo, pero que después de todo era algo maravilloso.
       —¿Y cree que a mí no me sabe mal? —murmuró Clelia.
       Doro contaba por los dedos.
       —Más o menos será…
       —Déjalo de una vez —dijo Clelia.
       En vez de tomar el tren fueron en el automóvil de Guido. Doro, que me acompañó hasta el pueblo, me confió que le daba cierto reparo la idea de tener que contarlo a la gente, y que hubiese preferido una luxación o una fractura. Charlaba con mucha volubilidad, haciendo bromas de cualquier nadería.
       —Estás más excitado que Clelia —le dije.
       —Oh, Clelia está ya resignada —replicó Doro—. Me da rabia, cuando está resignada.
       —Es como jugar a la lotería —dijo Doro—. Uno se ha metido el billete en el bolsillo y ya no se vuelve a acordar.
       Aquella tarde, cuando Guido paró el coche frente a la verja, yo estaba con Clelia, despidiéndome. La veía dar vueltas por las habitaciones, haciendo paquetes, y la doncella corría arriba y abajo. De cuando en cuando Clelia emitía un suspiro y se acercaba a la ventana donde yo me apoyaba, como la señora de la casa que va de un huésped a otro y a uno entre todos reserva los desahogos del cansancio y del aburrimiento.
       —¿Contenta de volver a Génova? —le dije.
       Con una sonrisa distraída asintió con la cabeza.
       —A Doro le gustan los viajes imprevistos —dije—. Esperemos que sea el último.
       Clelia tampoco cogió esta alusión. Dijo, en cambio, que en estas cosas no se puede asegurar nada; luego se puso colorada y salió del apuro protestando:
       —Ah, grosero.
       Le dije que también yo abandonaría la playa. Me volvía a casa.
       —Lo siento —dijo Clelia.
       —Al contrario —le respondí, estaba contento de haber pasado con ella su último verano de muchacha. Por un instante Clelia volvió a ser la de días pasados: se detuvo, con la cabeza levantada, y dijo quedamente:
       —Es verdad. Qué tonta. Se debe haber aburrido mucho, pobrecillo.
       Partieron a media tarde, con Guido que bromeaba, pero como Clelia se mostró en seguida desganada, creo que se calló. Me dijeron que les esperase porque contaban con volver dentro de unos días: les vi alejarse con cierta tristeza. En el fondo me dolía que Doro no me hubiese pedido que les acompañara.
       A la mañana siguiente, estaba con Ginetta en la playa, y, después de haber hablado un poco de Clelia, no sabía ya qué decirle, cuando unos jóvenes vinieron a llevársela. Deambulé por entre los quitasoles. Entreví a Nina y volví las espaldas. Sospechaba que iba a encontrar a Berti de un momento a otro.
       Pero a quien encontré, mientras volvía al camino, fue a Guido. Acababa de dejar el coche en el garaje. Me dijo que el matrimonio se quedaría en Génova. Su médico estaba ausente y Clelia había sufrido un poco durante el viaje.
       —Es un aburrimiento —concluyó—, este año se escapan todos.
       Berti, como de costumbre, dio señales de vida en el hostal. Entró como una sombra y supe que lo tenía delante de la mesa aun antes de alzar la mirada. Me pareció tranquilo.
       A juzgar por su cara desganada y aburrida hubiera dicho que sabía lo de la partida. En cambio me preguntó simplemente si por la mañana había ido a la playa. Cruzamos cuatro palabras y mientras hablaba yo buscaba lo que podía decirle. Le pregunté que cuándo volvía a la ciudad.
       Hizo un gesto de fastidio.
       —Vuelven todos —dije.
       Cuando supo lo de Clelia se puso a juguetear con la caja de cerillas. No le revelé el motivo de la partida; después me pareció mortificado —se me ocurrió de pronto que quizás se consideraba él la causa, por el incidente del baile— y entonces le dije que según sus deseos la señora había hecho de buena esposa y concebido un niño. Berti me miró sin sonreír; luego sonrió sin motivo alguno, dejó la caja y balbució:
       —Me lo esperaba.
       —Es molesto —le dije—, que sucedan estas cosas. Las señoras como Clelia no deberían caer nunca.
       Sin que me diese cuenta del cambio, Berti se puso inconsolable. Recuerdo que volvimos juntos a casa y yo callaba y él callaba y miraba a su alrededor.
       —¿Volverás a Turín? —le dije.
       Pero él quería ir a Génova. Me pidió que le prestase el dinero para el viaje. Le dije que si estaba loco. Me respondió que podía haberme dicho una mentira y pedírmelo para pagar una deuda, pero que conmigo la falta de sinceridad era perder el tiempo. Quería simplemente ver de nuevo a Clelia y saludarla.
       —¿Qué crees? —exclamé—, ¿que se acuerda de ti?
       Entonces calló de nuevo. Yo pensaba en lo extraño de la situación: el que tenía el dinero para el viaje era yo, y no lo hacía. Mientras tanto llegamos a la callejuela y la vista del olivo me irritó. Empezaba a comprender que nada es más inhabitable que un lugar donde se ha sido feliz. Comprendí el por qué Doro un buen día había tomado el tren para volver a las colinas y a la mañana siguiente se había reintegrado a su destino.
       La misma noche nos encontramos en el café —estábamos todos, Guido también, Nina, en su mesita— y convencí a Berti para que regresara conmigo a Turín. Guido quería llevarnos a bailar, estaba dispuesto a llevarle también a él. Pero nosotros partimos aquella noche.



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