Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)
La viña
(“La vigna”, 1944)
Originalmente publicado en Feria d’agosto (1946)
Tutti i racconti (2002)
Una viña que sube por la ladera de un cerro hasta grabarse en el cielo es una visión familiar, y sin embargo las cortinas de las hileras simples y profundas parecen una puerta mágica. Bajo las vides hay tierra roja roturada, las hojas esconden tesoros, y al otro lado de las hojas está el cielo. Es un cielo siempre tierno y maduro, donde no faltan —tesoro y viña también ellas— las recias nubes de septiembre. Todo nos es familiar y remoto; infantil, en pocas palabras, pero nos sacude cada vez, como si fuera un mundo.
A la visión la acompaña la sospecha de que estos no son más que los bastidores de un escenario fabuloso a la espera de un suceso que ni el recuerdo ni la fantasía conocen. Algo inaudito ha ocurrido u ocurrirá en este teatro. Basta pensar en las horas de la noche, o del crepúsculo, en las cuales la viña no aparece ante los ojos y se sabe que se extiende bajo el cielo, siempre igual y absorta. Se diría que nadie ha caminado jamás por ella, aun cuando hay quien la labra sarmiento por sarmiento y en la vendimia está toda alegre de voces y de pasos. Mas luego se van, y es como una estancia donde hace tiempo que no entra nadie y la ventana está abierta sobre el cielo. El día y la noche reinan en ella; a veces está fresco y encapotado —es la lluvia—, nada cambia en la estancia, y el tiempo no pasa. Tampoco en la viña el tiempo pasa; su estación es septiembre y retorna siempre, y aparece eterna. Solamente un muchacho la conoce de veras; han pasado los años, pero ante la viña el hombre adulto contemplándola recobra al muchacho. La sospecha de lo que debe —que ha debido— ocurrir, la mantiene igual y revive en el recuerdo la infancia. Pero nada ha ocurrido de veras y el muchacho no sabía que esperaba lo que ahora huye incluso en el recuerdo. Y lo que no ocurrió al principio no puede ocurrir nunca más.
A no ser que esta misma inmovilidad sea lo que fascina en la viña. Un sendero la cruza allá arriba, partiendo las hileras y cortando una puerta en el cielo vecino. El muchacho subía por esos senderos, subía y no pensaba en recordar; no sabía que el instante habría durado cual una semilla y que un ansia de aferrarlo y conocerlo a fondo lo dilataría en el porvenir más allá del tiempo. Acaso ese instante estaba hecho de nada, pero en eso mismo yacía su futuro. Una nada sencilla y profunda, no recordada porque no valía la pena, extendida en los días y después perdida, reflora delante del sendero, de la viña, y resulta infantil, más allá de las cosas y el tiempo, como era entonces cuando el tiempo para el muchacho no existía. Y entonces algo ha ocurrido de veras. Ha ocurrido hace un instante, en el instante mismo: el hombre y el muchacho se encuentran y saben y se dicen que el tiempo se ha esfumado.
El hombre sabe esto al contemplar la viña. Y toda la acumulación, la lenta riqueza de recuerdos de toda suerte no es nada frente a la certeza de este éxtasis inmemorial. Hay cielos y plantas, estaciones y retornos, hallazgos y dulzuras, pero esto es solo pasado que la vida plasma como juegos de nubes. La viña está hecha también de esto, una miel del alma, y algo en su horizonte abre plausibles vistas de nostalgia y esperanza. En ella pueden ocurrir insólitos sucesos, suscitados por la sola fantasía, mas no el suceso subyacente en todos y que los deja abolidos: la desaparición del tiempo. Esto no ocurre, es; más aún, es la propia vida.
Ante el sendero que sube hacia el horizonte el hombre no vuelve a ser niño; es niño. Por un instante, en el cual logra hacer callar todo recuerdo, se encuentra dentro de los ojos la viña inmóvil, instintiva, inmutable, cual siempre ha sabido que la llevaba en el corazón. Y no ocurre nada, porque nada puede ocurrir que sea más vasto que esa presencia. Ni siquiera es preciso pararse ante la viña y reconocer sus rasgos familiares e inauditos. Basta el instante del encuentro y ya el muchacho y el hombre adulto han iniciado su diálogo que, rico en días, desde el inicio no cambia.
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