Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Historia secreta
(“Storia segreta”, 1944)
Originalmente publicado en Feria d’agosto (1946)
Tutti i racconti (2002)



      Por este camino pasaba mi padre. Pasaba de noche porque era largo y quería llegar con la fresca. Seguía a pie la colina, después todo el valle y luego las otras colinas, hasta que asomaban al tiempo el sol de cara y él por la última cresta. El camino subía hasta las nubes, que se rompían en el sol sobre el humo de la llanura. Yo he visto esas nubes: centelleaban aún como oro; en sus tiempos mi padre dijo, que cuando estaban bajas y encendidas le prometían una buena jornada. Entonces en los mercados circulaban piezas de oro.
       Aún hoy los transeúntes van hacia la llanura doblados hacia delante con la capa hasta la boca. No miran a su alrededor, ni aunque el tiempo esté sereno. Sus sombras caen detrás, en el camino, y los siguen despacio. La colina los sigue, con su horizonte igual. Yo conozco este horizonte, cada uno de los pequeños árboles que coronan las crestas. Sé qué es lo que se ve debajo de esos árboles.
       Mi padre nunca bajaba al llano con las primeras luces. Vagaba por cuestas y alquerías para empezar los tratos. Hablaba en los corrales con gente soñolienta. Desayunaban. Bebían un vaso, taciturnos, en la puerta. Mi padre los conocía a todos y sabía dónde estaban los establos de todo el camino; sabía las desgracias, las necesidades, las mujeres. Hablaba poco. Cuando encontraba en los corrales a otros tratantes, se callaba y los dejaba hablar.
       Años y años ha —era viudo, y nosotros, niños— alguien le había dicho que lo dejara ya y enganchara el birlocho. Pero era invierno y él decía que el caballo sufría por aquellos caminos de mala muerte. Con la capa hasta los ojos y su gorro de piel, partía entre la niebla y subía a la Bicocca dos valles más allá. Allí vivía la Sandiana, que era hija de un amigo suyo, joven y desesperada desde que se había visto sola en aquellos viñedos. Mi padre tenía en la cabeza traérsela a casa y hacer un hijo más. Pero ella se pasaba los días pegada al fuego, en un cuarto como un gallinero, y no podía sino repetir que estaba sola y que tenía miedo. Después se supo que un tratante de fuera le había hablado de vender y de irse a vivir tranquila a la ciudad. Mi padre sospechaba algo y pateó mucha nieve para aclararse, hasta que un día en la Bicocca encontró al otro que se calentaba los pies a la lumbre. Pero aún no entendía quién podía comprar la tierra: sabía lo que pensaban todos al respecto. La mujer decía que no. Mi padre volvió al atardecer y encontró a los hijos del tratante cargando las cosas. Entonces comprendió que era viejo. La Sandiana se fue a vivir cerca del mercado.
       No hablaba de estas cosas con nosotros. Se sabían por la gente y por los suspiros que lanzaba por esos años. Ahora, las veces que bajaba a la ciudad, pasaba por allí para hacerse mala sangre. Era un patio pequeño y bajo, cubierto de parra virgen, adonde apenas llegaba el ruido del mercado. El tratante, tras vender la tierra, había vuelto a su pueblo. La Sandiana esperaba, sentada ante la estufa como una gata. Durante cierto tiempo mi padre le mandó un plato caliente. Aquel invierno lo pasó en la hostería. Iba a sentarse, miraba las idas y venidas, el humo, los tratantes, y parecía escuchar las conversaciones. Dejaba que los negocios los hicieran los demás. Pensaba aún en aquella viña.
       La Sandiana no salió del patio en todo el invierno. Sin tierra, sabía que ya no valía nada, y, para colmo, estaba encinta. Se desahogaba con la mujer que le llevaba de comer, y decía que los viejos son peor que los jóvenes. Le mandó recado a mi padre de que se quería matar. Mi padre dejó que pasara el invierno; después reanudó sus correrías por las colinas. En marzo le dijeron que había parido.
       Entonces fue a buscarla, y le propuso llevársela a casa. Dicen que la Sandiana, enflaquecida, lloraba; pero sé que mi padre tuvo que cortar en seco y decirle que venía con nosotros para hacer de mujer donde no las había, y no de ama. Pero tampoco de criada. No éramos señores.
       Así, les dio un cuarto a la Sandiana y al niño, y él siguió durmiendo solo. La idea de tener aquel hijo se había esfumado con la viña. Ni siquiera en verano, cuando la Sandiana reverdeció como una novia y amamantaba, cambió mi padre. Salía aún de noche, y la Sandiana se levantaba a prepararle las cosas. Entre ellos apenas hablaban. Nosotros, los chicos, instigados por la criada, aguzábamos el oído para enterarnos de algo. La Sandiana nos gustaba también a nosotros. Nos atendía y ayudaba.
       En verano, al caer la tarde, andábamos con ella por los campos. Sabíamos el camino por donde regresaba mi padre, y bastaba con no quitarle ojo desde arriba. Llevábamos a la Sandiana a ver nuestros sitios, y ella sabía decirnos el nombre de los campanarios y las aldeas más lejanas. Nos describía lo que se veía debajo de los bosques, en la llanura, y lo que hacía la gente en las casuchas aisladas. Nos hablaba de su padre y de cuando en la Bicocca eran muchos, entre hermanos y hermanas, y por la noche vagaban con faroles para cerrar establos y bodegas. Contaba historias de cuando en invierno sus abuelos oían al lobo arañar en la puerta y pasaban la noche en vela, tejiendo cestos. Tomábamos los senderos que atraviesan las viñas, y el primero que llegaba gritaba y agitaba los brazos al cielo. Ella también corría.
       Aquel año yo había crecido, y en invierno tendría que ir al colegio en la ciudad. La Sandiana me decía que estaría muy bien y me olvidaría del pueblo. Que me avergonzaría de la casa y de ellos. Yo sabía que tenía razón; sin embargo, ahora que acababa el verano, miraba los caminos, las nubes, las uvas, para grabármelo todo dentro y presumir de ello después. También yo habría querido nacer en la Bicocca con sus viejos y conocer a sus hermanos y vivir aquellas noches en que venían los lobos. Habría querido presumir de eso, y oyendo a la Sandiana sabía que iba a presumir. Así era yo ya entonces: disfrutaba no con las cosas que hacía sino con las que les oía a los demás. No me parecía a mi padre.
       La casa de la Sandiana estaba en manos de dos viejos, aparceros de un señor que la había comprado y a quien nadie conocía. Íbamos a menudo hasta aquella colina y desde allí se veían los pinos, negros tras la casa, altos entre las viñas como campanarios, llenos de pájaros que volaban. La Sandiana nos llevó una vez hasta el corral; había un perro que la reconoció y se le echó encima saltando. Entonces salió la vieja, y hablaron y vagaron juntas por la casa y la era. Nosotros esperamos en el corral, bajo el pajar, y tirábamos piedras al pino más grueso. Yo miraba el sendero que de los edificios llevaba al pozo. Nunca había estado en un corral más vacío, parecía abandonado; tampoco había visto nunca un perro como el que gruñía arriba con las mujeres; no era la voz de un perro, sino más fiera. Pensaba en los tiempos en que los hermanos de la Sandiana andaban por los bosques. El bosque era negro, profundo, en el otro extremo de la colina. Cuando volvió con la Sandiana, lamentándose juntas, la vieja nos dijo que quería darnos algo —un membrillo—, pero no lo encontró. La Sandiana reía, contenta.
       El perro quería venirse con nosotros; lo ataron a la cuerda. Para volver pasamos por otro sendero, y en todo el camino la Sandiana no habló; dijo solo que no contáramos a mi padre que habíamos subido hasta allá, porque estaba demasiado lejos. Pero esa noche me preguntó si yo sabía si mi padre había ido allá aquel verano. Le respondí que habría debido preguntárselo a la vieja, y ella entonces se quedó callada.
       Una mañana encontramos a mi padre en la cocina. No era domingo, pero todo tenía un aire insólito. La Sandiana volvió del patio con cara temblorosa y el cabello sobre los ojos. El niño lloraba y mandaron a la criada a calmarlo. Mi padre daba órdenes y bromeaba. Aún no era el día en que yo tenía que marcharme, y no entendía el porqué de tanto alboroto, pero luego lo supe por una frase de la criada. La Bicocca era nuestra; mi padre la había comprado.
       Se marcharon en el birlocho él y la Sandiana. La criada aquel día fue mala y nos dijo, como si fuésemos hombres, que ahora el ama era la otra y la Bicocca era suya y de su hijo. Esperamos todo el día a que regresasen. Yo confiaba en que al menos la Sandiana me habría dejado vagar por el bosque, y para merecérmelo atendí al niño que —decía la criada— ahora era mi hermano. Pensaba más que nada en aquellos hermanos muertos, y disfrutaba al saber que serían también mis hermanos. Esa noche la criada le dijo a mi padre que había que celebrarlo y fue a buscar vino.
       Muchos años habían pasado y debían pasar aún; en invierno marché a la ciudad y cambié de vida; regresé al año siguiente, me convertí en otro; iba al pueblo en vacaciones y así me pareció siempre que era un muchacho solo en verano. La Sandiana seguía siendo la misma; el niño había muerto; así el tiempo en nuestra casa casi no pasó ya. Todos los años el verano fue como cuando aún no me había ido, un único verano que duró siempre.
       Todos los años miraba las nubes, las uvas y los árboles para presumir en la ciudad, pero, no sé cómo, allá pensaba en otras cosas y no hablaba de eso. Debía de tener razón la Sandiana, que me preguntaba siempre si mis compañeros se habían burlado de mí y si aún volvería a la viña. Pero a la viña yo volvía encantado y le preguntaba si venía también ella. El mismo día que regresaba a casa daba una vuelta por caminos y senderos, y aquellas mañanas me despertaba contento si había sol y más contento si llovía, porque no hay como el agua fresca para animar a vagar por el campo. La Sandiana se reía si volvía mojado y embarrado y me decía que también iría ella, alguna vez.
       No fue, pero una noche nos cogió una tormenta por el camino, y nosotros, los chicos, teníamos miedo del trueno, la Sandiana del relámpago. A mí el relámpago me gustaba, aquella luz violeta repentina que lo llenaba todo como el agua, pero la Sandiana contó que era de azufre y que mataba con su sacudida.
       —Si no es nada —le dije—, se ve una luz que pasa.
       —Qué sabrás tú —me contestó—, donde toca mata. ¡Mi madre!
       Yo entonces aspiraba el aire mojado y sentía por fin el olor del relámpago: un olor nuevo, como de una flor nunca vista, aplastado entre las nubes y el agua.
       —¿Lo hueles? —le dije; pero la Sandiana se apretó los oídos con las manos, bajo el porche donde nos habíamos refugiado.
       El perfume nos duró hasta casa: era fresco, picaba en la nariz como cuando uno mete la cara en la jofaina. La Sandiana decía que era el viento que pasaba por los bosques, pero yo no lo había olido nunca: era de veras el olor del relámpago.
       —Quién sabe dónde habrá caído —dijo.
       Aunque no quiso venir a buscarlo. Debía de haber caído en los bosques, olía demasiado a selvático. Ahora comprendía por qué cuentan tantas cosas extrañas de los bosques, por qué hay tantas plantas, tantas flores nunca vistas, y ruidos de animales que se esconden en las zarzas. Quizá el relámpago se convierta en piedra, en lagarto, en una capa de florecitas, y hay que sentirlo por el olor. Tenía algo de tierra quemada, sí, pero la tierra quemada no huele con ese perfume de agua. La Sandiana me contestaba y decía que no.
       En el bosque de la Bicocca había una grieta en la toba. La Sandiana decía que había sido un terremoto antes incluso de que naciéramos nosotros. Nadie, salvo alguna culebra, podía pasar por allí. Pero yo había visto una vez allá arriba una hermosa flor lila y quién sabe si su olor no era el mismo que el del relámpago. Comprendía que el trueno hiciera esas grietas, pero la tormenta caía del cielo y debía de traer algo hermoso.
       —¡Qué va! —dijo la Sandiana—, todo lo que nace está hecho de tierra; agua y raíces están en la tierra; dentro del trigo que comes y del vino de uva está todo lo bueno de la tierra.
       Yo nunca había pensado en que la tierra sirviese para hacer el trigo y para mantenernos, mucho menos ahora que estudiaba. Aunque también teníamos la Bicocca, no éramos campesinos. Pero cuando comía fruta, lo comprendía.
       La fruta, según el terreno, tiene muchos sabores. Se conoce como si fuera una persona. La hay canija, sana, mala, áspera. Alguna es como las muchachas. Hay higos y uvas tempranas en la Bicocca que aún saben a Sandiana. Yo la he comido de todas clases, y especialmente la silvestre, las endrinas y los nísperos amargos.
       Especialmente las endrinas me hacían la boca agua. Aún hoy lo dejo todo por unas endrinas. Las huelo a distancia; forman setos espinosos, verdísimos a lo largo de los barrancos, entre las zarzas. A finales de agosto las ramas se cargan de granos azules, más oscuros que el cielo, apiñados y duros. Tienen un sabor ácido y aspérrimo que no le gusta a nadie, y sin embargo no les falta una pizca de dulce. Por noviembre se han caído todas.
       Se comprende que las endrinas sepan a jugos silvestres, incluso por los lugares donde crecen. Yo las encontraba siempre en los bordes de las viñas, donde acaba el cultivo y no madura nada sino la aridez del terreno descubierto. Entonces no pensaba en estas cosas; habría querido solo que mi padre, la Sandiana y todos los demás comieran endrinas. Los otros no sé; la Sandiana decía que le mordían la lengua.
       —Por eso me gustan —decía yo—; cómo se nota que crecen en el campo. Nadie las toca y sin embargo salen. Aunque el campo estuviera solo seguiría dando endrinas.
       La Sandiana se reía y decía:
       —Si supieras...
       Si supiera ¿qué? Hasta que un día me dijo que más allá de sus bosques, pasado otro valle, en la Virgen del Roble la ladera era todo un endrinar.
       —¿Vamos allá?
       Estaba demasiado lejos.
       —Pero ¿nadie las coge? —preguntaba.
       Pensaba siempre en esto. No me bastaba solo con descubrir todas las de nuestros caminos, sino que había tantas colinas en el mundo, tanto campo inmenso, y endrinos en todas partes, en los ribazos, en los fosos, en lugares inaccesibles, a los que nadie llegaba nunca, ni queriendo. Los veía con sus hojas rizadas, con las ramitas cargadas de frutos, inmóviles, esperando una mano que nunca llegaría. Aún hoy me parece absurdo tanto desperdicio de sabores y jugos que nadie apreciará. Recogen el trigo, recogen la uva, y nunca tienen bastante. Pero la riqueza de la tierra se revela en esas cosas salvajes. Ni siquiera los pájaros, salvajes también ellos, podían disfrutarlas, porque las espinas de las ramitas les herían los ojos.
       Entonces pensaba en las cosas, en los animales, en los sabores, en las nubes que la Sandiana había conocido cuando vivía en los bosques, y comprendía que no todo estaba perdido, que hay cosas que es suficiente con que existan, y se disfruta sabiéndolo. También las endrinas, decía la Sandiana, solo se comen dos o tres cada vez. Pero es un placer saber que las hay por todas partes.
       Ya en aquella época bastaba con que nombrase una aldea, para que me pareciera verla. Sus aldeas estaban hechas de alquerías, de cañizales y de cosechas, como las mías. Tenía la sensación de haber estado en ellas o poder ir al día siguiente. Alguna asomaba por detrás de los bosques. Y si subía al birlocho con mi padre, partía como en descubierta. Estaba por medio esa frondosidad que ella no sabía, pero que yo ponía en todas partes.
       Un camino y un cañizal son cosas comunes, al menos entre nosotros, pero avistados así en lontananza bajo una cresta y sabiendo que detrás hay otras crestas y otros cañizales y que por mucho que se pase entre ellos siempre quedan otros donde nosotros no iremos y donde alguien ha estado y nosotros no, eso es lo que pensaba escuchando a la Sandiana. Envidiaba a mi padre, que había estado en tantos lugares y había recorrido aquellos caminos y aquellas crestas día y noche. Que eso fuera un trabajo lo supe después. Ahora me contentaba con mirarlo de noche, cuando subía taciturno los tres peldaños o nos esperaba a nosotros. En aquel momento no parecía mi padre. Se podía leer en su cara que venía de lejos y que estaba cansado; tenía en los ojos, también él, aquel sabor silvestre. Estaba tan cansado que, si la Sandiana lo llamaba, acudía sin responderle. De las aldeas ellos no hablaban jamás.
       Alguna vez nos llevaba en birlocho durante un rato, pero poco, porque el caballo ya se cansaba demasiado. Con él fuimos siempre más lejos a pie. Solamente al principio y al final del verano recorría con él la carretera de la ciudad mientras él conducía, y yo pensaba en los días que la Sandiana había estado allá abajo; y me parecía mucho tiempo porque entonces nunca había visto la ciudad. Le preguntaba si era cierto que de joven se escapaba a escondidas, y él, brusco, bromeando, decía que se iban solo los viejos, a ver la fiesta, y volvían a pie por la noche mientras ellos, los chicos, contaban los estampidos y miraban los reflejos en lontananza.
       —Ahora tienen demasiados edificios —decía—, y se avergüenzan de nosotros los del campo. Se divierten encerrados. Ya no vale la pena venir.
       En la frescura del alba yo estaba atento para darme cuenta de dónde acababa la carretera y empezaban los edificios, y había siempre como un humo dorado y neblinoso que parecía otro aire y uno entraba en él poco a poco y, una vez llegado, parecía imposible que hubiera aún aldeas y colinas. Muy lejos, quién sabe dónde, estaba el mar. Se lo decía a mi padre, y él se reía, brusco.
       Ahora que el tiempo ha pasado y recuerdo aquellos veranos, sé qué es lo que quería de la Virgen del Roble. Un seto de endrinas me cerraba el horizonte, y el horizonte son nubes, cosas lejanas, caminos, que basta saber que existen. La Virgen del Roble ha existido siempre, y por doquier, en las laderas, en las crestas de las aldeas, hay iglesias y masas de árboles empequeñecidos por la distancia. Dentro, la luz es coloreada, el cielo enmudece; y las mujeres como la Sandiana se arrodillan y se persignan, siempre se ve alguna. Si una vidriera de la bóveda está abierta, se siente un soplo de cielo más cálido, algo vivo, que son las plantas, los sabores, las nubes.
       Estas iglesias de cresta son todas así. Siempre hay alguna más lejana, nunca vista. En los soportales de cada una está todo el cielo y se huelen las endrinas y los cañizales que el camino no basta para alcanzar. Da lo mismo pararse a dos pasos y saber que toda la tierra es un gran bosque que nunca podremos hacer de veras nuestro, como un fruto. Más aún, las cosas que crecen a dos pasos reciben su sabor de las silvestres, y si el campo y la viña nos nutren es porque aflora en sus raíces una fuerza oculta. Mi padre diría que en el mundo todo viene de abajo. No sé ni sabía algo de esto, pero la Virgen del Roble era como el santuario de las cosas ocultas y remotas que deben existir.
       Cuando hace años murió mi padre, encontré en mi dolor una sensación de calma que no me esperaba y que, sin embargo, siempre había intuido. Fui a la iglesia y al cementerio; volví a ver las mujeres con velos en la cabeza y los cuadritos del vía crucis, sentí el olor a incienso y a tierra removida. Más abatida que yo, la Sandiana rezó sobre la tumba. Luego volvimos juntos a casa y ella nos preparó la cena. Hacía mucho que no regresaba por allí, y el corral me pareció más pequeño. Hablamos de mi padre y de la Bicocca, de la vendimia y de la muerte, y después me quedé solo en la ventana hasta entrada la noche.
       Por esos días volví a pensar en muchas cosas que había olvidado. Pensé que mi padre existía ahora como algo silvestre y ya no necesitaba vagar día y noche para decírmelo. La iglesia, como es justo, se lo había tragado, pero tampoco la iglesia va más allá del horizonte y mi padre no había cambiado bajo la tierra. El cuerpo de sangre se había hecho raíz, una raíz de las mil, que cortada la planta, perduran en tierra. Esas raíces existen, el campo está lleno de ellas. Los ventanales coloreados de la iglesia no cambian nada, e incluso hacen pensar que nada muda ni siquiera fuera, bajo el cielo, y que cuanto está lejano o enterrado continúa viviendo tranquilo en esa luz. Ahora en todas las cosas yo sentía a mi padre; su ausencia punzante y monótona sazonaba cualquier vista y cualquier voz de la campiña. No conseguía encerrarlo dentro del ataúd, en la tumba estrecha; como en todas las aldeas de estas colinas hay iglesias y capillas, él me acompañaba por doquier, me precedía por las crestas, me quería muchacho. En los parajes más suyos me paraba por él; lo sentía muchacho. Miraba hacia el lado del alba el camino y la ciudad oculta al fondo donde —¿hace cuánto tiempo?— él había entrado una mañana, con su paso campesino y recogido.
       Hablábamos de él. La Sandiana de niña lo había visto bailar y sabía la voz que tenía en esos tiempos. Decía que en lugar de ayudar en el campo, él estaba ya entonces siempre por los caminos y compraba caballos. Compraba y vendía, pero más que el comercio le gustaba vagar. Él sí que había visto pueblos. A nuestra madre la había encontrado en la ciudad y se casó sin decírselo a nadie; después, de regreso al pueblo y tras hacer las paces, había dado una gran comida de bodas. La mayor de mis hermanas nació dos días después de aquella comida.
       Entonces mi padre era alegre y largo de manos. La Sandiana decía que a los cuarenta años se juntó con sus hermanos y andaba por ahí con ellos bromeando como un mozalbete. Se veían siempre en la Bicocca, pero ella no pensaba que se casaría con él. Mi madre iba a buscarlo cuando se quedaban fuera por la noche. Mi madre era joven, siempre asustada, y parecía una chiquilla a su lado. ¿Quién hubiera pensado que iba a morir la primera? La Sandiana olvidaba a mi padre y hablaba de mujeres, de ellas.
       Yo callaba y volvía a ver la ciudad entre la niebla. No era eso lo que buscaba de él. Las mujeres habían hecho a mi padre, pero había algo más antiguo, más secreto y enterrado para siempre. Quiero decir, un muchacho. Como yo, también mi padre había ido a la ciudad, y no para encerrarse en el colegio sino para hacer fortuna. Había llegado salvaje y nunca había cambiado. Me preguntaba qué lo había empujado allá abajo, qué rabia, qué instinto, a él que había nacido en el campo. Al final la ciudad somnolienta le había parecido soberbia, y nunca se había detenido en ella, pero a sus mujeres las había encontrado allí, incluso a la última, incluso a la que venía de la Bicocca. Acaso sabía todo esto desde el principio. Acaso también él buscaba en la ciudad lo ignoto, lo salvaje.
       Entonces me volvía a la Sandiana y le preguntaba si mi padre nunca había pensado en quedarse en la ciudad. Ella parecía no entender y me decía que en tal caso no habría comprado la Bicocca. Pero lo entendía perfectamente: la respuesta era esa. A mi padre le gustaba ir a la ciudad desde una tierra: su trabajo se hacía en una era, y de era en era la ciudad se lo pagaba. Edificios y mercados para él significaban aún piezas de oro, carretadas de sacos y barricas, campo. En la ciudad solo conocía realmente a los que llegaban del campo, como él. Con los otros bromeaba. Así había sido de muchacho y así había muerto.
       Ahora era inútil subir aquellas crestas para estar solo con él. Me bastaba con encontrar un cañizal, una higuera retorcida contra el cielo, una tierra labrada, para conmoverme y contentarme. Lo que había de lejano, más allá de las crestas, la ciudad, la llanura humosa, estaba sepultado como una simple iglesia cubierta de árboles sobre el horizonte. En cambio, los geranios que la Sandiana tenía en el alféizar me parecían de verdad la ciudad. Tenían un color vivísimo, como el de las amapolas, pero por su forma complicada y por las hojas se comprendía que no crecen en tierra. Se acercaba la hora en que vería muchos en la llanura, en las terrazas de los chalets. Cuando veía a la Sandiana en la ventana, regándolos, me imaginaba que también ella era algo nunca visto, escarlata como ellos.
       La Sandiana era como una forastera; todo lo que ella hacía me parecía nuevo, sobre todo ahora que yo estaba solo en verano. Cuando íbamos a la Bicocca la seguía por todas partes, por los cuartos rojizos, por los desvanes, ante las ventanas. Pegados a las paredes había arcones macizos, siempre cerrados, y los suelos de ladrillo estaban cubiertos de trigo, de patatas, de maíz. Para atravesarlos había que descalzarse. Sandiana daba vueltas, tocaba y veía.
       —Quién sabe cuánto frío hace en invierno en estos cuartos —dije una vez.
       —¿No hace frío en todas partes? —replicó ella, brusca.
       Era como si fuera la casa de otro y como si ella volviera para conocerla cada vez mejor. Era feliz, se veía.
       —Mira tu padre —dijo—, ha comprado todo esto para vosotros.
       En cuanto llegaba, sacaba agua del pozo y la llevaba a la cocina. Si los campesinos estaban fuera con el heno o con cualquier cosa, se ataba un pañuelo a la cabeza y también iba ella. Yo subía los senderos de la cima a buscar endrinas al fondo de las viñas, y desde allí veía que se movía en medio del campo. Ya entonces me gustaba agazaparme en aquellas soledades, en el baldío tras las últimas hileras, a dos pasos del bosque. Luego me entraba miedo y regresaba a todo correr por el sendero. Al verme correr todos se reían.
       —Si escapas —decían— el miedo te atrapa.
       El miedo era algo que existía para todos. La Sandiana me dijo que debía resistir.
       —Si estás quieto en tu sitio, el miedo se asusta. Pero si escapas va detrás de ti como el viento de la noche.
       Le contesté que tenía miedo también cuando había claridad.
       —Cuando hay claridad debes mirarlo a los ojos. Él escapa a esconderse.
       Pero la idea de mirar al miedo me asustaba aún más.
       —¿Tú lo has visto? —le pregunté—. ¿Cómo es?
       —También lo has visto tú.
       —Yo no.
       La Sandiana reía.
       —Fíjate en la primera ocasión. Ya verás cómo es.
       Estas conversaciones me agitaban mucho.
       —No es únicamente el miedo —decía—. Cuando estoy solo en la viña o bajo el porche, espero algo. Siempre me parece que debe suceder. Hay veces que voy adrede. Si no fuera porque escapo, vería lo que es.
       —Pues quédate quieto —contestaba la Sandiana.
       —Es como cuando para planchar pones la plancha en la ventana. Sobre las brasas se ve temblar el cielo. ¿Lo has visto ya?
       —Sí.
       —¿Tú en el campo nunca ves nada?
       —Sí veo, sí.
       —No, tú te ríes. A mí me parece que de la tierra sale un calor continuo que mantiene verdes las plantas y las hace crecer, y algunos días me da grima andar porque me digo que a lo mejor pongo el pie sobre algo vivo y la tierra se da cuenta. Cuando el sol es más fuerte se oye el ruido de la tierra que crece.
       A nadie más le confiaba estas cosas. Pero la Sandiana decía que yo tenía razón; contaba que una vez tuvo una flor que se abría cada mañana al sol y se movía.
       —¿Las hay en los bosques?
       —Quién sabe —dijo la Sandiana—. En los bosques hay de todo.
       A los bosques íbamos alguna vez por setas, pero tenía que haber llovido, y la Sandiana encontraba más ella sola que todos nosotros. Conocía el terreno y metía las manos bajo las hojas podridas; nunca se equivocaba. A veces yo pasaba, miraba, no había ninguna. Venía ella, y era como si le crecieran debajo de los pies. Me decía riendo que las setas crecen de golpe, de la noche a la mañana, de una hora a otra, y que conocen la mano. Son como los topos, se mueven; las hace el agua y el calor. Lástima que el camino fuera largo, solo sabía ir con ella. Salíamos de casa por la mañana y llegábamos sudorosos a las crestas. Pasábamos un valle y una ladera, perdíamos los senderos. Esas noches, en la cama, toda la colina me parecía un vivero caluroso de lluvia y de setas, que solo la Sandiana conocía palmo a palmo.
       —Mi abuelo decía —me contó una vez— que todo el esfuerzo que se gasta en el campo regresa convertido en fuerza a la sangre, por la noche. Hay algo en la tierra, que se respira sudando. Y decía que es menos cansado andar por las tierras que por el camino. Era ya viejo y no quería saber nada de él.
       —¿Por qué por el camino?
       Preguntaba, pero había comprendido. La Sandiana me miró como si bromease.
       —Por eso. En el camino no cavas.
       —Pero también es tierra.
       —Vete a preguntárselo a él.
       En la Bicocca, en el precipicio de toba, justo detrás de la casa, había un agujero muy hondo que servía de bodega, y allá dentro tenían aperos, carretas, cosas. Se me metió en la cabeza que lo había excavado aquel abuelo. Con el tiempo la muralla de roca se había vuelto gris, pero en el fondo, donde estaba más oscuro, aún rezumaba humedad y había un pocito. Allí crecía el culantrillo. Unas chicas del pueblo dijeron que el culantrillo es una bonita planta, y la Sandiana fue una vez para arrancarlo y ponerlo en un tiesto. Yo le sujetaba la vela.
       —Aquí estamos debajo de la colina —dije.
       —Hace más fresco que arriba.
       Mientras permanecimos bajo tierra yo pensaba en su abuelo y decía que el agua es el sudor de las raíces. Lo decía para mí porque tenía miedo de que la Sandiana se burlase. Pero no me contuve y le pregunté si también los geranios salen bajo tierra.
       —Estás loco —gritó.
       Después me preguntó por qué.
       —Se parecen.
       —¿Cómo?
       —En el campo no salen.
       La Sandiana me preguntó:
       —¿No estamos en el campo?
       Entonces comprendí que era inútil decirlo y advertí que era cierto, el campo no es solamente la tierra sino todo lo que hay dentro. Me dieron ganas de quedarme allá abajo y que fuera lloviese, creciesen árboles, pasase la noche y la mañana. Aquí de noche ya está oscuro, pensé, dentro de la tierra siempre es de noche.
       Volví allí alguna vez solo, pero como en todas partes donde había silencio, aguzaba el oído perplejo. Desde el umbral espiaba en la oscuridad. Creía oír el gorgoteo del agua que rezumaba de la toba, empapaba la bóveda, discurría por toda la colina. Pensaba en aquel vejete que andaba solamente por los senderos. Él sí que debía saber lo que es el campo. Pero ahora estaba muerto y enterrado, y con un paso yo estaba en el corral, bajo el cielo.
       Lo que le decía a la Sandiana ocurría en la hora en que todos dormían, entre la comida y la merienda, cuando el sol quemaba, y aún ahora salgo a dar una vuelta. Salgo en medio de las casas, en el resol blanco, y pienso en lo que pensaba entonces. Creo que me aburría y anhelaba el momento en que la jornada se reanudase, pero en el aburrimiento tocaba el fondo del día y el verano. Nada ocurría, ni siquiera una voz, en corrales y laderas, y ese vacío me fascinaba como si el tiempo se detuviera en el aire. Llegaba a un punto en que todo era posible y tenía vigencia; solo que no entendía por qué, entre tanto fervor, todo enmudecía. Entonces miraba las hormigas en el suelo, o las plantas lejanas, minúsculas también sobre la gran pendiente; y las hormigas inquietas y las plantas parecían igualmente perdidas en el tiempo. La colina está hecha toda de cosas distantes, y a veces al regresar subía a observarla a la ventana de los geranios. Los geranios y las crestas calcinadas en el sol tenían en común la distancia, la riqueza escondida. Yo miraba de las flores a las crestas, aunque sin saber por qué lo hacía; no se lo diría ni a la Sandiana, que se quería burlar de mí. Más bien hasta ella me servía de ventana, y muchas veces la miraba como miraba aquellos geranios, florecidos en la ciudad. También ella había estado allí en su época.
       La ciudad tenía callejas recogidas, donde se abrían portalones sobre imprevistos jardines. Los entreveía al ir al colegio y pensaba que eran una nueva campiña más secreta y más bella. Sabía con seguridad que mi padre nunca los había mirado y no me atrevía a preguntárselo. Pero la Sandiana había vivido en aquellas callejas; debía de haberlos conocido, y traté de reconocer su parra virgen, que en invierno era más roja que el fuego. Ni mi padre ni ella me habían dicho nunca nada; no sé a quién se lo había oído. Pero en los patios no ponía los pies, me contentaba con pasar. Cuando había una parra me preguntaba por qué la Sandiana no se había quedado, y me imaginaba que iba a verla ahora, que subía las grandes escalinatas solemnes, que estaba con ella en el edificio. A veces en invierno iban juntos a verme el domingo, y tenía permiso para salir con ellos, con ella; pero nunca le podía hablar de la época en que había vivido en la ciudad. Me llevaban hasta el mercado, donde mi padre encargaba la merienda; después él se quedaba charlando con el posadero, nosotros salíamos a ver pasear a la gente. Íbamos por los soportales hasta el castillo; había mujeres bien vestidas, señores, soldados, y chicos como yo pero más ricos, y todos andaban despacio, se paraban un rato, daban la vuelta, haciéndose señales y voceando. Me fascinaban en el frío las puertas de los cafés llenas de humo y doradas, pero la Sandiana me tiraba de la mano, si me alejaba se inquietaba, y asistía entre curiosa e impaciente hasta que yo lo había visto todo. Prefería las veces en que tenía que hacer y cortábamos entre la muchedumbre, recorríamos las callejas desiertas de mis jardines. Hacía frío, pero siempre podía decirle las flores que había en el buen tiempo y le preguntaba quién vivía en las casas y si nunca había subido a ellas. Ella me preguntaba de dónde eran mis compañeros, y envidiaba a los más ricos, pero decía que los ricos no se quedaban en las casas, hace demasiado calor y el aire es cerrado, sino que se iban al campo donde tenían quintas, a las montañas y al mar. Así hablábamos del mar; yo conocía a muchos que iban en verano, ella se quedaba oyéndome y me preguntaba si cuando fuera un hombre llevaría a mis hijos. Pero yo no pensaba en hijos, pensaba en mí mismo, en lejanas costas y en largos viajes; pasábamos ante los portalones y las flores más ricas y ocultas se confundían con el mar en mi corazón. Pensaba entonces en la ventana de los geranios como en un fondo de lugares marinos. Por la noche volvía junto a mis compañeros cargado de fruta, y les daba a los más dignos y la comíamos repitiéndonos las historias más absurdas.
       Así, la riqueza, que para mi padre lo era todo, para mí se convertía en una quimera y perdía aquel rencor con que la sentía codiciada por todos. No entendía aquel rencor. No entendía, a decir verdad, qué era la riqueza. Me parecía algo exótico que más allá del horizonte prometía maravillas, como una luna de septiembre aún oculta por los árboles. No entendía las relaciones del trigo y de la uva con los edificios y la vida en la ciudad. La Sandiana, que recorría la Bicocca midiendo las cosechas con ojos desconfiados, me desalentaba: yo buscaba endrinas. Una vez, sin decírmelo, mandó rozar un ribazo de baldío para sembrarlo de trigo. Cuando llegué todo estaba acabado y habían tirado las matas. La insulté, amenacé, di patadas; ella se rió. Ella no entendía las lágrimas, y por eso no lloré. Tanto hice que se puso furiosa y se lo dijo a mi padre, que me pegó. Se burlaron de mí toda la noche porque no entendía las cosas. Lloré a escondidas, y en venganza me prohibí una temporada mirar la colina a través de los geranios.
       Pero la miraba desde los cañizales del camino, donde basta con pararse para estar solo, y también allí la lontananza, filtrada por el cañizal; parecía nítida y más azul, entre florecida y marina. Al subir más arriba —aunque iba raramente y nunca solo— se entreveía la llanura; y las minúsculas manchas inciertas y dispersas, que eran casas o pueblos, parecían velas, archipiélagos, espumas. Estas eran las cosas que llevaba conmigo al invierno de la ciudad; pero no las decía, las guardaba orgulloso en el alma. Escuchaba a mis compañeros hablar y presumir; yo estaba callado, no porque no disfrutase al oírlos, sino más bien porque comprendía que las cosas muy verdaderas no se logra contarlas. No solo es necesario que quien escucha las sepa, sino que había que saberlas ya cuando se han conocido, y, en resumidas cuentas, es imposible saberlas por otro. Yo mismo me preguntaba cuándo había comenzado a saber, pero era como si me hubieran preguntado cuándo había conocido a mi padre. La Sandiana un buen día había venido a estar con nosotros, y ni siquiera en su caso me acordaba de que antes no estaba. Por entonces yo sabía solo que nada comienza sino al día siguiente.


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