Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)
Trabajar es un placer
(“Lavorare è un piacere”, 1946)
Mecanografiado
Tutti i racconti (2002)
Yo viví siempre en el campo durante el buen tiempo, de junio a octubre, y venía a él como a una fiesta. Era un muchacho, y los campesinos me llevaban con ellos a la cosecha, a las tareas más ligeras, amontonar heno, coger mazorcas, vendimiar. No a segar el trigo, por culpa del sol demasiado fuerte; y mirar la aradura de octubre me aburría porque, como todos los chicos, prefería, también en el juego y la fiesta, las cosas que rinden, las cosechas, las cestas llenas, y solamente un campesino ve en los surcos recién abiertos el trigo del año siguiente. Los días que no había cosecha, me los pasaba deambulando por la casa o por las tierras, completamente solo, y buscaba fruta o jugaba con otros muchachos a pescar en el Belbo; se sacaba un provecho de ello y me parecía una gran cosa regresar a casa con aquella miseria, un pececito que luego se comía el gato. En todo lo que hacía me daba importancia, y pagaba así mi parte de trabajo al prójimo, a la casa, y a mí mismo.
Porque creía saber qué era el trabajo. Veía trabajar por todas partes, de aquel modo tranquilo e intermitente que me agradaba —algunos días, de la madrugada a la noche sin ir a comer siquiera, y sudados, descamisados, contentos—, otras veces, los mismos se iban de paseo al pueblo con el sombrero, o se sentaban en la viga a charlar, y comíamos, reíamos y bebíamos. Por las carreteras encontraba a un capataz que iba bajo el sol a una feria, a ver y hablar, y disfrutaba pensando que también eso era trabajo, que aquella vida era mucho mejor que la prisión ciudadana donde, cuando yo dormía aún, una sirena recogía a empleados y obreros, todos los días, todos, y no los soltaba hasta la noche.
En aquel tiempo estaba convencido de que era diferente salir de mañana antes de que fuera de día a un campo delante de las colinas pisando la hierba mojada, y cruzar a la carrera aceras gastadas, sin siquiera tiempo para echarle un vistazo a la franja de cielo que asoma sobre las casas. Era un crío, y puede ser también que no entendiese la ciudad, donde cosechas y cestas llenas no se hacen; y, desde luego, si me hubieran preguntado, habría respondido que era mejor, y más útil, irse a pescar o a recoger moras que fundir el hierro en hornos o escribir a máquina cartas y cuentas.
Pero en casa oía a los míos hablar y enfurecerse, e insultar precisamente a aquellos obreros de la ciudad como trabajadores, como gente que con el pretexto de que trabajaba no acababa nunca de pedir y de incordiar y de causar desórdenes. Cuando un día se supo que en la ciudad también los empleados habían pedido algo e incordiado, hubo un gran alboroto. Nadie en casa entendía qué tenían que compartir o que ganar los empleados —¡los empleados!— al juntarse con los trabajadores. «¿Es posible? ¿Contra quienes les dan de comer?» «¡Rebajarse así!» «Están locos o vendidos.» «Ignorantes.»
El muchacho escuchaba y callaba. Trabajo para él quería decir el alba estival y el solazo, el canasto al cuello, el sudor que corre, la azada que rompe. Comprendía que en la ciudad se quejaran y no quisieran saber nada —había visto aquellas fábricas tremendas y aquellas oficinas sofocantes— de estar allí dentro de la mañana a la noche. No comprendía que eso fuese un trabajo. Trabajar es un placer, decía para sí.
—Trabajar es un placer —dije un día al capataz, que me llenaba el cesto de uvas para llevárselas a mamá.
—Ojalá fuese cierto —contestó—, pero hay quien no tiene ganas.
Aquel capataz era un tipo serio, que la mayoría del tiempo se estaba callado y sabía todos los trucos de la vida del campo. Mandaba también en mí a veces, pero en broma. Tenía tierras propias, una alquería pasado el Belbo, y tenía sus quinteros.
Esos quinteros venían el domingo a traer verdura o a echar una mano si el trabajo apretaba. Él estaba siempre en todas partes y trabajaba en nuestra casa, trabajaba en lo suyo, recorría las ferias. Cuando venían los quinteros y él no estaba, se quedaban charlando con nosotros. Eran dos, el viejo y el joven, y reían.
—Trabajar es un placer —les dije también a ellos, aquel año que los míos se enfurecían porque en la ciudad había desórdenes.
—¿Quién lo dice? —respondieron—. Quien no hace nada, como tú.
—Lo dice el capataz.
Entonces rieron más fuerte.
—Se comprende —me dijeron—, ¿has oído alguna vez al párroco decir que esté mal ir a la iglesia?
Comprendí que la conversación se volvía de las que se tenían en casa aquel año.
—Puede que no os guste trabajar —dije—, pero sí recoger los frutos.
El joven dejó de reír.
—Están los amos —dijo despacio—, que comparten los frutos sin haber trabajado.
Lo miré, con la cara roja.
—Haced una huelga —dije— si no estáis contentos. En Turín la hacen.
Entonces el joven miró a su padre, me guiñaron el ojo y volvieron a reír.
—Primero tenemos que vendimiar —contestó el viejo—, luego veremos.
Pero el joven negó con la cabeza y reía.
—Papá nunca hará nada —dijo bajito.
En efecto, no hicieron nada, y en mi casa se siguió armando follón sobre los desórdenes de empleados y obreros a quienes había estropeado la vida fácil de los años de guerra. Yo escuchaba y callaba, y pensaba en las huelgas como en una fiesta que permitía a los obreros ir de paseo. Pero una idea —al principio no fue sino una sospecha— se me habíametido en la sangre: trabajar no era un placer ni siquiera en el campo y esta vez sabía que la necesidad de ver la cosecha y llevársela a casa era lo que impedía a los labriegos hacer algo.
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