Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Tormenta de verano
(“Temporale d’estate”, 1937)
Tutti i racconti (2002)


      A la caseta del “Embarque”, al pie de las colinas, no llegaba aún el sol. Le daban sombra grandes árboles. Al otro lado del río, que destellaba inmóvil iluminado por el alba, se alzaban casas luminosas, los suburbios aislados, y en ellos parecía ya avanzada la mañana. La barquera, una vieja terrosa, aún toda despeinada, estaba enganchando con un garfio una tras otra las barcas fondeadas en el escalón, acercando las más sueltas e inclinándose, con la mano izquierda en la cadera, a recuperar las amarras. A cada sacudida que daba una barca al colocarse violentamente entre las otras los cascos entrechocaban, uno a uno, chapoteando en la corriente.
       De detrás de la arpillera que ocultaba el trastero del cobertizo llegaban ruidos sordos, crujidos, palabras. Alguien estaba desnudándose.
       —¿Son suyas la blusa y las medias de seda? —gritó una voz impetuosa.
       La vieja alzó la frente, interrumpiendo huraña su trabajo. De ciertas nubes coloradas más allá de los árboles llegaba un reflejo que encendía el río y le enrojecía el rostro.
       —Fina también la falda. Son dos, son... —prosiguió la voz.
       Se apartó la arpillera y salió un jovenzuelo abrochándose el bañador sobre el hombro. Era bajo y no muy musculoso, de cabello ensortijado, pero estaba muy moreno.
       —Y eso que esta vez creíamos ser los primeros. Pero aquí hace fresco —dijo, pegándose en los muslos con carne de gallina y brincando—. Hay que estar loco, sacar de la cama a las chicas a estas horas para llevarlas en barca.
       —Están solas —dijo la vieja, volviéndose a bajar hacia su trabajo—. Solas y deportistas. Y para que nadie las vea de deportistas no les da vergüenza molestar a la gente antes de que sea de día. No me han dado tiempo a peinarme. Mujeres.
       —¡Solas! —gritó el jovenzuelo, dando un salto—. ¿Has oído, tú? Tenemos delante dos chicas solas. Sal de ahí, Moro. —Se volvió—. ¿Y cómo son, cómo son?
       —¿No han visto las blusas? —dijo la vieja, riendo—. De la blusa a la piel de una mujer, poco va.
       —No va nada. ¿Quiénes son?
       —No son clientas. Una, flaca, del color de la paja. La otra hablaba poco, pero ya estaba negra del sol, rechoncha, una deportista que por poco me desfonda la barca al saltar dentro. Y soberbias y desconfiadas las dos.
       —¿Hace mucho que se marcharon?
       —Una hora.
       —¿Guapas? ¿Qué bañador llevan?
       —Pregúntale si se han llevado el bolso, Aurelio —exclamó bruscamente otra voz detrás de la arpillera.
       La vieja guiñó los ojos.
       —Su amigo entiende —dijo burlona. Alzó la voz—: Pueden estar tranquilos. Son mujeres que pagan la barca. Pero tienen pinta de costar mucho más que una barca.
       —Según con quién se encuentren. —Y del cobertizo salió el otro.
       Un mocetón huesudo, de grandes pies sucios y manos enrojecidas, se anudaba sobre el hombro blanquecino como el vientre de un pez el traje de baño caído. Se miraron a la cara él y la vieja, que aún centelleaba de malicia. En el ojo del joven blanqueó una luz mortecina.
       La vieja lo escudriñó todo, de pasada.
       —Somos novatos, ¿eh? Todavía no han ido en barca este año, por lo que veo.
       —Es mejor él con el remo en la mano que todos los maridos que usted arrojó al Po. Cualquier remo. Hasta un bastón le va —respondió Aurelio.
       —No lo he visto nunca, ni siquiera pasar. Así, al verlo, parece más bien mi último finado después de tres meses de ciática. Da gusto tomar un poco el aire, ¿eh?
       El joven torció la boca y escupió al suelo. Dijo al otro, sin moverse, con la boca y una mejilla contraídas como si tuviese un cigarrillo:
       —¿No falta nada?
       Aurelio apartó la arpillera del cobertizo y salió con una minúscula maletita que dejó en la primera barca. Luego se metió en ella y, plantándose espatarrado, meneó el casco de través, produciendo un chapoteo tumultuoso entre todas las embarcaciones.
       —No hace falta —gritaba la vieja, de vuelta con el remo herrado y un canalete—. Las achiqué después de que me despertaran esas dos. Solo hay que montar. —Y tendió con un gesto de fuerza el pesado palo.
       —Esperemos —respondió Aurelio.
       La vieja se volvió riendo hacia Moro, que estaba inmóvil, y lo miró, curiosa, de abajo arriba.
       —Su amigo tiene aún los ojos debajo del agua —dijo hablando con Aurelio—. Despierte. Si chocan contra un puente, las averías son por cuenta suya.
       —Cuídese de que no choquen con usted —respondió Moro. Y bajó trabajosamente al casco, haciendo tambalear a Aurelio—. Deme el canalete —dijo con tono frío, volviéndose —, y desátenos.
       La vieja obedeció. Aurelio observaba el cielo. Las nubes rojas habían desaparecido. De pie en popa, Aurelio hundió el palo verticalmente, retrocediendo con la barca a fuerza de muñeca. La barca salió insegura entre las otras, dando tumbos en la primera corriente. La vieja farfulló un saludo al que nadie contestó, y se volvió para meterse bajo el cobertizo. Aurelio, de pie con su bañador negro, levantaba y bajaba el palo, tanteando el fondo, doblándose para empujar con fuerza contra la masa de agua. Miraba fijamente ante sí, frunciendo los ojos, la llana corriente luminosa. Salió al sol.
       Moro, tumbado en el fondo de la barca, la llenaba toda. Sus piernas peludas se apoyaban separadas en los bordes. Se tapó los ojos con la mano.
       —Mira, Moro, qué buen sol.
       —Si lo ves desde aquí —dijo Moro en voz baja.
       —Es el mismo en todas partes —replicó Aurelio—. Esta mañana tiene catarro. Mira cómo suben las nubes.
       —Lo malo allá dentro es que el sol sirve solo para calentarte la celda. No es sol ya, es un horno.
       —Entonces en invierno se estará calentito.
       —En invierno te hielas y no dices nada. Pero la rabia es en verano, que hace un sol así y, no, señor, hay que tomarlo con chaqueta y pantalón. Tú te quitas la chaqueta cuando te sacan al patio. No se puede. ¿Por qué no se puede? No se puede.
       —Como en la mili, a fin de cuentas.
       —Peor. Encierran aposta a un hombre para darle el cañazo.
       Aurelio, encorvado para hundir el palo, rió sobre la cabeza de Moro.
       Levantando la mano y torciendo los ojos, este le devolvió la carcajada.
       —Detenido quiere decir cabrón —prosiguió Moro, tapándose la cara—. Nadie más cabrón que nosotros para ellos. Nos dicen que hay que cambiar de vida, y mientras tanto nos tienen encerrados como conejos. Si hay que cambiar de vida, adelante, ponednos a todos en la calle. Pues no: estás allí dos, tres, diez años, según lo que diga tu libro; ponte amarillo, verde, gris, así cambias de vida. ¿Te imaginas que en la mía había uno que llevaba veinte años? Parecía mi abuelo de muerto, y tenía solo cuarenta. Homicidio. Todo porque había bebido un trago.
       —Pero están también los zoquetes que se dejan coger cuando no debieran —soltó Aurelio, inclinándose.
       Moro se sentó de un salto, vuelto hacia Aurelio.
       —Pero si es peor la justicia que nosotros —exclamó agitado—. ¿Por qué no matan a uno con las manos en la masa? O si no hacía más que tirar de un bolso, ¿por qué no le dan una paliza enseguida, entre hombres? Entonces se vería quién es quién. ¿No es cosa de curas tener a alguien años encerrado?
       —Te salió solo un año y medio.
       —El año es lo de menos. Lo largo son los días.
       —Moro, antes eras más listo. Nunca has digerido ese pan del gobierno. Y la gastritis deja una cara que parece de miedo.
       Moro rebuscó en la maletita y sacó un cigarrillo. La llamita pálida a pleno sol le demacró la piel tirante de las mejillas. Tiró de golpe la cerilla.
       —Piensa más bien en espabilar y ándate con ojo cuando trabajes otra vez —dijo Aurelio—. ¿A quién se le ocurre utilizar la porra de día? Tú no estás hecho para las tiendas.
       —Estoy hecho para la barca —exclamó Moro, poniéndose en pie de un salto, con tanto ímpetu que Aurelio se tambaleó—. Dame ese remo.
       Aurelio se deslizó con cautela al lado de Moro y le pasó el palo. Luego se sentó e intentó fumar. Moro, con el pitillo temblando entre los labios, tanteó el fondo del río y dio el primer impulso enderezándose despacio.

       Bianca alzó el canalete goteante y la barca avanzó bajo los árboles en el agua inmóvil.
       —Ya no hace sol —dijo Clara.
       Bianca, con los dientes apretados, se relajó sobre el banco y miró a su alrededor.
       —El agua está oscura por culpa de aquella nube, pero si vuelve el sol se pondrá como de plata.
       —¿Lloverá? —preguntó Clara.
       —No creo. En cualquier caso, estamos aquí para bañarnos.
       —La mujer del río —murmuró Clara.
       Bianca miró hacia otro lado para no odiar la indolencia burlona de aquellos ojos.
       —¿Cómo es que no observas que allá en el Po las golondrinas vuelan bajas? —dijo Clara.
       Bianca se volvió de golpe hacia el río, que discurría tumultuoso en una franja de sol, delante de la pequeña desembocadura donde habían entrado. A media corriente se bamboleaba, encrespando las aguas, la draga flotante amarrada a un cable oblicuo, solitaria.
       —Podríamos ir allí, si llueve. Nunca he subido a una draga.
       —No hay un alma aquí —dijo Clara—. Una vez pasados aquellos pobres areneros (aunque, en vista de que se pasan la vida en el agua, ya podían lavarse), el río es un desierto. Aquí se puede morir uno, o nacer, sin que nadie sepa nada. Pero no por ello —continuó inclinándose sobre la borda de la barca— las cajas de sardinas y los tiestos rotos dejan de hablar de civilizaciones pasadas. De veras, tu río no es cosa seria.
       El cuerpo delgado de Clara, curvado sobre el agua verdusca, con su ajustado bañador de color limón, arrojaba un reflejo pálido. Bianca la miró de soslayo con ojos esquivos, sin decir nada. Pero después sonrió: Clara miraba su rostro en el agua, y con el dedo se restregaba la comisura del ojo.
       —Basta un espejo para poner fin a las rubias malignidades de madame Clara. —La voz le vibraba absurdamente.
       —Entre un espejo y otro, prefiero el mío. Con él al menos no te sale de pronto de la boca un banco de pececitos. Y no pareces borracha. Y no tienes como aureola una palangana desfondada.
       Sin querer, Bianca apretó los puños. Pero se recobró y estiró los brazos y los dedos entumecidos. Retorció voluptuosamente la cabeza, recorriendo con los ojos el cielo, los árboles de la orilla, tras cuyos troncos brillaba una zona serena, abierta bajo los nubarrones.
       —No te prometí el río de las Amazonas —dijo dichosa—, pero si llueve lo tendremos. ¿Por qué refugiarse? ¿Hay algo más hermoso que una tormenta por la mañana?
       —Oye, querida, si tienes intención de zambullirte, date prisa. Aquí va a diluviar dentro de poco y mi bañador teme la humedad.
       —Quiero verte beber.
       —Bianca, ¿me has traído hasta aquí para eso? ¿Para hundirme en el agua negra y ensuciarme con el feo lodo y hacer que me muerdan los cocodrilos? Bianca, tengo que conservar bonita la piel. Por suerte tu sol ha sido decente y respeta a una pobre rubia que no tiene más trajes.
       —Boba —dijo Bianca, encogiéndose de hombros—. Esta vida te sentaría bien, te haría más fuerte y más segura de ti.
       —Pero si lo soy, por desgracia lo soy, fuerte y segura de mí misma. Necesitaría lo contrario. Me ha costado un riñón, la fuerza.
       Bianca se inclinó para desatarse las zapatillas de lona, y mientras escuchaba miraba a Clara de reojo.
       —No des nunca demasiadas pruebas de tu fuerza y dominio. Te la jugarían sin escrúpulos.
       —¿Por qué no abandonas esa vida incoherente? —preguntó Bianca, sonriendo.
       —Sigue siendo la menos fastidiosa.
       —Te comprendo —murmuró Bianca, bajito, y metió la mano en la bolsa para buscar el gorro de goma.
       Cuando estuvo de pie y preparada, se volvió hacia Clara que, abandonada en el fondo contra el duro banco, la contemplaba con una mueca.
       —¿Qué, no vienes?
       —Retorna victoriosa. Aplaudiré...
       —Nada al menos por aquí alrededor, te sostengo yo.
       —Corazón, eres ridícula: estas cosas se hacen con los hombres. Date prisa y no te rompas la crisma.
       Bianca bajó al agua estremeciéndose, y con pasos inciertos caminó hacia la desembocadura. Se sumergió abandonándose, apretando los dientes. El agua no estaba fría. Allá en el centro del río la draga reía al sol. Se puso en pie goteante, con el agua hasta la cintura, y sintió contra la espalda el temblor de la brisa.
       Había llegado a las encrespaduras y remolinos de la desembocadura, y delante de ella discurría poderosa la corriente. El pie se hundía. Volviendo la cabeza sobre el hombro en una ojeada que abarcó, al filo del agua, las orillas bajas, la barca —mancha imprecisa—, los árboles, todo, se tensó de un salto, alzando los brazos y clavando las piernas. Pronto estuvo a gusto en la corriente estremecida. Orientó el cuerpo aguas arriba de la draga, derecho a la colina velada de sol y de nubes, y zambulló el rostro en el agua gorgoteante. El agua se le escapaba igual sobre la boca en los impulsos para respirar entre las brazadas y los manoteos tranquilos. En el oblicuo camino el equilibrio inestable amenazaba a cada instante con descomponerle la cadencia, y Bianca no veía sino el rápido relampagueo de las gotas al respirar. Hundiendo por última vez la boca jadeante descubrió repentinamente las vagas transparencias subacuáticas del sol difuso. Levantó la cabeza. Tenía la draga a pocos metros.
       Bianca se debatía alrededor del cajón flotante para encontrar un apoyo cuando sobre el agua corrió una sombra. Se iba el último sol. La brisa fría arreció.
       Bianca se aupó despellejándose una rodilla en el cajón. La estructura metálica de poleas y rejillas enarenadas dejaba un breve marco todo alrededor. Caminando insegura, Bianca le dio la vuelta y encontró un cobertizo hecho de tablas que entraba bajo la maquinaria. Había un rellano terroso y, en un rincón, sacos doblados. En el medio, los tablones se abrían sobre un vano de agua negra, burbujeante —el río—, donde se sumergía una cadena de cubos herrumbrosos que colgaba de un agujero luminoso.
       Bianca salió fuera a mirar la corriente que volvía a emerger de debajo del cajón. Recorrió con la mirada el raudal —erizado de piedras y de palos— del dique que habían remontado a fuerza de remos una hora antes, y se acordó de Clara.
       Corrió brincando por el costado de la draga y buscó la desembocadura. Al principio no vio sino una orilla baja y verde bastante alejada e inmóvil, bajo los árboles susurrantes, luego distinguió detrás de una lengua de tierra el bañador pálido de Clara, que, de pie, agitaba el canalete.
       La vocecita chillona gritaba algo en el viento repentino, señalando al cielo.
       —¡Eh, eh! Aquí hay refugio —voceó Bianca—. Hay refugio.
       Pareció que Clara había oído, porque agitó la mano y desapareció detrás de la lengua de tierra. Bramó sordamente remoto el primer trueno. Bianca se arrancó el gorro de goma, nerviosa. Del cielo, donde las nubes asustadas pululaban contra los altos vapores, culebreó feble un relámpago, como si fuese un latido. Bianca se apretó las manos sobre las costillas, contemplando el agua que espumeaba a sus pies. Tardaba el estallido.
       —Clara —gritó—, hay...
       Comenzó un bramido vago que poco a poco adquirió fuerza, de eco en eco, cada vez más vasto, como un derrumbamiento. Descargó lejos, con un sordo retumbo fallido. Bianca se sonrojó, tranquilizada. En la ciudad llovía, seguro. El cielo allá, aguas abajo, era un espanto.
       —Clara, aquí hay refugio, voy a recogerte.
       Bajo las frías ráfagas que remontaban el río, toda la draga silbaba, chirriando sobre su anclaje.
       —¿Dónde se habrá metido esa estúpida? —refunfuñó Bianca, escrutando la orilla baja y los grandes árboles, que se contorsionaban sobre el corte sereno del horizonte.
       Allí estaba la barca, saliendo de la desembocadura. Dentro iba Clara, en el centro, curvada, asestando grandes golpes espumosos de canalete. Pero una vez en la corriente, perdió la dirección; cogida por los remolinos y las ventoleras.
       —Cuidado —chilló Bianca—. Acabarás en el dique. —Y corría por el cajón para seguir el inexorable descenso.
       Entonces Clara se puso en pie —Bianca vio que parecía un canario— y agarró el gran remo herrado doblándose al hundirlo para empujar. La barca bajaba; Clara, aferrada al remo, lo clavaba perpendicularmente buscando el fondo, y el fondo no estaba y la corriente cada vez le empujaba la barca sobre el remo lastimándole las muñecas.
       —Idiota —chillaba Bianca, fuera de sí—. Mantente oblicua. Deja el remo. A canalete.
       Se estaba poniendo a bulto el gorro cuando oyó un grito y no vio más a Clara, que cayó al agua detrás del remo. Los borbollones desordenados en la cola de la barca mostraban dónde se debatía.
       En el instante en que se zambulló, Bianca se vio casi cegada por un relámpago. En el agua se sintió más segura. Nadó frenética, con la cabeza sumergida, sin mirar. Y sin oír. No le llegó el estallido del trueno; no pensó nada de Clara; se dirigía con todos sus sentidos a la barca, a recoger el remo, para recoger a Clara.
       Chocó contra el remo con el brazo. Miró a su alrededor entre las salpicaduras y vio a lo lejos algo rubio que espumeaba; vio, por la otra parte, a ras de la corriente, la barca desierta. Sin la barca, no la saco, relampagueó en su mente; y lanzó el remo hacia delante, hacia la barca, y lo alcanzó, y lo lanzó otra vez. Le pareció desgarrarse la espalda al auparse, desde el agua huidiza, a aquellas tablas. Se derrumbó dentro toda contusionada y aferró el canalete.
       Cuando se volvió ya no vio a Clara. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que llovía a cántaros, con grandes latigazos de agua que levantaban surcos y salpicaduras en el río. Todo a su alrededor humeaba con el polvillo, y la espalda le picaba, entibiada por la violencia del aguacero.
       Clara no estaba. Bianca echó hacia atrás la cabeza para liberarse de los mechones húmedos que la cegaban. Había perdido el gorro. Pero tuvo que despegarlos con los dedos, tan encolados estaban por la lluvia. Se le escapó un grito:
       —Clara.
       Toda el agua hervía, desordenada, igual. Enderezó la barca con el canalete y la clavó contracorriente. Escrutó los regueros torturados y crepitantes, buscando el lugar donde Clara había desaparecido. Los miles de burbujas difundían una palidez absurda entre el agua y el aire. Entre las lágrimas de lluvia, Bianca recorrió con la vista las orillas, todo alrededor, y todo se desvanecía en un perfil incierto. Estaba sola en el río.
       Manejó rabiosamente el canalete y avanzó contracorriente, al tuntún, con tal de permanecer en aquellas aguas. Observó con el cabello sobre los ojos que un árbol aislado sobre la orilla correspondía a aquel punto. Castañeteando los dientes por la tensión, saltó en pie en las ráfagas húmedas, y dejó el canalete.
       —La mujer del río —murmuró jadeante.
       Se zambulló a bulto, chocando malamente con el pie.
       Bajo el agua encontró una gran calma. La masa igual, densa, amortiguaba y volvía cada gesto lejano y enorme. Abrió mucho los ojos en la oscuridad y anduvo tanteando, retorciéndose, palpando con las manos y con los ojos. No veía ni sentía más que el peso del agua. Cuando emergió, le sorprendieron la luz y la lluvia: las había olvidado. La barca no estaba lejos. Volvió a zambullirse y a tantear, zumbándole los oídos, dando débiles brazadas. Emergió y nadó hacia la barca. Subió a ella rasgando el bañador, agarrándose con todo el cuerpo.
       Cuando cogió en la mano el canalete, con el agua hasta los tobillos, paseó desalentada la mirada por la otra orilla y le dio un vuelco el corazón. Entre vapores se deslizaba rasante una barca, impulsada por dos figuras en pie, encorvadas, recta hacia la draga.
       Bianca se puso a chillar, saltando, agitando el canalete. La lluvia tibia le caía en la boca. Los otros no se volvían.
       —Vengan —chillaba Bianca hasta quedarse sin voz.
       Estuvo a punto de gritar “socorro”, pero se contuvo. Sacó de la bolsa empapada, que casi flotaba, una toalla y saltó sobre la caja agitándola, envuelta en la lluvia. No dejaba de llamar.
       Ellos estaban a la altura de la draga, y entonces soltaron las pértigas, se dejaron caer sentados y con los canaletes ganaron la draga. Bianca vio cómo uno saltaba sobre el cajón y el otro, doblado bajo la lluvia, le tendía la amarra. Bianca miró de pronto la corriente espumosa que iba llenándose de tierra sucia; luego se sacudió el agua y volvió la barca hacia la draga remando con los dientes apretados.
       Emergió entre la lluvia al ras del cajón aquella cabeza de ahogado.
       —¡Oh! —dijo Aurelio, tumbado sobre los sacos—, mira en qué estado estamos.
       Moro, que al fondo del cobertizo, desnudo, retorcía el bañador, no se volvió.
       —¡Pero si es una mujer! —exclamó Aurelio.
       La mujer lanzó las manos sobre el cajón. La barca se le escapaba debajo.
       —¡Hay una ahogada! —gritó—. Vengan a ayudarme.
       Aurelio corrió a darle una mano.
       —Si no sube, se ahoga también usted; Moro, ponte los calzones.
       La mujer, su mano en la de él, negaba con la cabeza desde ellos hacia el río. Humeaba de lluvia como un caballo y tenía la piel bronceada y desfallecida; brazos y piernas, cubiertos de arañazos.
       —Se ha ahogado una amiga mía, hay que encontrarla. Hace mucho que la llamo.
       —Hoy se ahogarían hasta los peces —dijo Moro en la penumbra del cobertizo, cubriéndose con el bañador el vientre peludo.
       —Suba, suba —repitió Aurelio—. Y tú tápate lo más gordo. Si fue hace tanto, estará ya muerta. ¿Dónde ha sido?
       —Allá abajo —dijo la muchacha, con voz de llanto, señalando la corriente. Quiso soltar la mano—. Allá abajo.
       —¿Se ha hundido?
       —No querrás que se ahogue en el aire —replicó Moro desde el fondo.
       —Suba —dijo Aurelio—. Demasiada agua hace daño. Aquí hay un cobertizo. La barca está ya llena.
       Moro se adelantó con el bañador sobre el vientre.
       —¿Dónde dice que ha sido?
       —Allá abajo, inmediatamente después del Sangone. —Movía los ojos entre los cabellos pegoteados, parecía llorar.
       —Venga al refugio —atacó de nuevo Aurelio, tirándole del brazo—. Si se ha hundido allí, la corriente no la lleva más allá del dique. Sabemos dónde encontrarla. ¿Tenía su edad?
       —¿Sabía nadar? —agregó Moro.
       —Y ustedes, ¿saben nadar? —preguntó bruscamente la muchacha.
       Moro se dejó caer sentado en el borde del cobertizo, metiéndose el bañador entre los muslos. Dio un papirotazo en el jarrete de Aurelio, que seguía asomándose hacia fuera bajo el chaparrón para sostener a la otra.
       —¿Entendido, Aurelio? —dijo con la comisura de los labios—. Son las del embarcadero. Mi querida bañista, sabemos nadar mejor que ustedes, que vienen aquí a hacer el idiota en días de trabajo, pero nadamos debajo del agua y no bajo la lluvia. Si le parece, luego veremos. De momento, dejemos que llueva. Deja que vaya a pescársela ella.
       Aurelio aflojó los dedos y se enderezó bajo el cobertizo, chorreando. Lentamente la barca empezó a retroceder. La muchacha, de pie, se quedó un instante en pleno aguacero, alzando un hombro para frotarse la mejilla. Luego se inclinó, echó mano al canalete y se acercó a la draga.
       Sin hablar se aupó sobre el cajón, con la cadena de la barca entre los dientes. Cuando estuvo arriba, les dio la espalda y se acuclilló para tratar de ensartar la cadena en una anilla del cajón. Con aquellos movimientos descubrió en el costado izquierdo, amoratado, un largo desgarrón del bañador negro y un pingajo en el muslo, junto al dobladillo. Ya no era la carne bronceada y brillante de las piernas y los hombros, sino algo blanco.
       Tras asegurar la cadena, se asomó para coger una bolsa de la barca. Aurelio seguía el juego del desgarrón sobre la piel lívida. Sin mirarlo, la muchacha se enderezó tambaleándose sobre los pies —era baja y morena como él— y colocó la bolsa goteante bajo el cobertizo. Luego se sentó a cubierto, aparte de los dos. Recogiendo las rodillas contra el pecho, se apoyó sobre los codos y se cogió las mejillas entre las manos. Permaneció inmóvil, contemplando la lluvia.
       Toda la draga crepitaba y vibraba chapoteando en la corriente. Por el agujero de las poleas al fondo del cobertizo se engolfaban ráfagas frías que cortaban la espalda. Aurelio, acurrucado sobre los sacos, veía la espalda grande y desnuda de Moro y los hombros encogidos de la muchacha, luminosos sobre el fondo relampagueante de la lluvia.
       —Moro —dijo de pronto, en el silencio—, tápate el trasero, que vas a coger frío.
       Moro mostró un perfil de mofa.
       —No está bien ponerse los pantalones delante de una señorita.
       —¿Tan guapo te crees? Las señoritas no miran.
       —Son demasiado educadas para hacerte ese feo.
       Aurelio metió una mano en la maletita arrojada sobre los sacos.
       —Moro, ¿quieres un pitillo?
       —Si no se han ahogado también.
       Aurelio se levantó y fue a tenderle la cajetilla a Moro, cogiendo mientras tanto un cigarrillo con los labios. Luego se volvió hacia la chica y le ofreció los cigarrillos.
       —Fume para olvidar —le dijo.
       La chica no pestañeó y siguió contemplando la lluvia.
       —Muchas gracias, no fumo —rezongó Aurelio y se volvió hacia los sacos, raspando la cerilla.
       —Ya has visto cómo son las mujeres —decía Moro, raspando a su vez inútilmente—. Todo el mundo a su servicio. Se hacen las valientes y se meten en los peligros cuando no saben qué quiere decir el Po y a uno que les razona le escupen en los pies y encima le preguntan si sabe nadar. Quien sabe de veras no deja ahogar a otro. ¿Qué te apuestas, Aurelio, a que también la otra sabía nadar?
       Aurelio, exasperado con la cerilla, la tiró con el cigarrillo. Dio unas vueltas bajo el cobertizo, inquieto; fue a palpar la cadena de los cubos; se pasó la mano bajo el bañador para darse masaje en el pecho aterido, y fue por fin a sentarse a la entrada del cobertizo, junto a la muchacha, a quien Moro miraba de través.
       Dobló también él las rodillas hasta el mentón y luego apoyó la mejilla.
       —Pero las chicas guapas no lloran —dijo entornando los ojos.
       La otra se puso en pie de un salto, sonrojándose, e hizo ademán de meterse bajo el cobertizo. Aurelio le tenía prisionero un brazo y trataba de tirar de ella. Forcejearon.
       —Tranquila, tranquila, nos conocemos —dijo Aurelio—. Y hasta sé que su amiga era rubia.
       La muchacha lo miró un instante con ojos ardientes.
       —Lo he dicho yo —murmuró.
       Después, liberándose, corrió adentro. En la penumbra, se volvió:
       —¿Cómo lo sabe?
       —Dígame cómo se llama usted y se lo diré —sonrió Aurelio, enderezándose.
       La muchacha dijo rápida:
       —Piccone, ¿y qué?
       Estalló una carcajada de Moro, que se palmeó en los muslos. Y Aurelio, sonriendo:
       —Su nombre, le digo, ¿qué me importa su apellido?
       La muchacha se quedó cortada un instante, luego todo su rostro se ruborizó y retorció, como ante un bofetón en plena boca.
       En ese momento estalló una blasfemia de Moro. Se había levantado de golpe y el bañador había volado al agua. Lanzándose hacia delante, de rodillas, metió inútilmente el brazo. Entonces saltó, así desnudo, a la barca de la chica, levantando una gran salpicadura, y lo pescó chorreante. Volvió a subir al cajón sin taparse.
       —Hijo de puta, estaba ya seco —exclamó batiéndolo contra una esquina, y avanzó resuelto bajo el cobertizo.
       La muchacha lo vio venir, mirándolo a la cara. Sin apartar los ojos, Moro dijo con la comisura de los labios:
       —Las barcas están llenas, vete a achicarlas, Aurelio.
       La muchacha retrocedió.
       —¿Que dónde hemos visto a la rubia, Piccona? —le dijo Moro en la cara—. Los muertos flotan, estúpida: saben nadar mejor que yo y que tú. ¿Sabes dónde está ahora la rubia? —Moro bajó la voz; la chica le vio los dientes—. Está detrás de ti, en el pozo, tiene los ojos abiertos y las uñas rotas, y te llama, levanta la mano, te coge... —La muchacha se volvió tropezando en los sacos. Moro se rió a su espalda—. Estúpida. —Luego le echó las manos a las caderas.
       Aurelio lo agarró de un hombro.
       —Las cosas no se hacen así, palurdo. Así no haces más que asustarla. ¿Crees que sigues en la cárcel? Estaba yo y me toca a mí.
       La chica se debatía de rodillas. Moro la tenía inmovilizada, con el puño en la nuca, clavándole una tibia en los riñones. Volvió de golpe el rostro enjuto y tenso, y se rió mirando a Aurelio.
       —Vete a achicar las barcas, te he dicho. La Piccona me ha visto y le gusto. Me quiere así.
       —No debías desnudarte: no es igual.
       —Seguro que no —dijo Moro, sacudido por los esfuerzos de la chica—. Ya podía esperar tus chácharas. Vete a achicar las barcas, que se hunden.
       La muchacha se abandonó de repente sobre los sacos, hasta tal punto que Moro casi se le cae encima. El cuerpo dócil con el negro bañador desgarrado yació flojo y blanquecino.
       —La has matado —gritó Aurelio.
       —Son como los gatos; mueren con solo un rato bajo el agua.
       Cuando Aurelio estuvo bajo la lluvia, en vez de mirar a las barcas se puso a mirar la corriente. Amarilla de barro espumeaba sucia bajo el agua del cielo. En torno a la draga se formaban y se disolvían remolinos y más remolinos, bullentes con miríadas de cascabeles. Alguna rama retorcida pasaba relampagueando, al punto sumergida. La draga ondeaba, sacudida por hondos estremecimientos. Aguas abajo todo era gris e incierto, las masas de árboles en las orillas desiertas parecían de otro mundo. Allá al fondo de la corriente, se adivinaba el bramido de la espuma que se encabalgaba sobre el raudal del dique.
       Las dos barcas estaban rebosantes de agua; la de la muchacha, medio sumergida. Aurelio echó un vistazo a la entrada lateral del cobertizo, chorreante, y luego se lanzó hacia delante y recogió el cucharón de madera que flotaba en la barca. Cegado por la lluvia, asomándose del cajón, dio unas paletadas rápidas y sin ganas. Se retiró, al llegarle del cobertizo un jadeo y un seco gemido de tela rasgada. Se volvió de golpe y vislumbró en la sombra una confusión blanca.
       Se sentó entonces en el borde del cajón, estirando las piernas oscuras a la lluvia, contemplando la barca que bailoteaba despacio. El agua allí dentro era límpida comparada con la del río, se transparentaban las tablas de madera clara barnizadas del fondo. No estaba más que el palo herrado, el canalete se lo había llevado la corriente.
       Oyó blasfemar a Moro. No quiso volverse. Luego roces de lucha y un largo gemido. Después de nuevo la lluvia.
       Aurelio se desabrochó el bañador en los hombros y se lo bajó hasta la cintura. Luego se palpó el pecho, hinchándolo. El aire frío olía a lodo y a hojas. Probó a contraer los labios ateridos y silbó un tema sin conseguir modularlo.
       —Aurelio, rápido —estalló la voz ronca de Moro—. De muerta, nada.
       Aurelio se levantó de golpe. Moro, al fondo del cobertizo, sentado, se apretaba las rodillas contra el pecho. Pero Aurelio no llegó a tiempo de ver a la muchacha tumbada, pues de un salto se levantó y, blanquísima a pesar de los sangrientos moretones, a pesar de los jirones del bañador, atravesó la sombra y, chocando con Aurelio, cayó al agua.
       Aurelio, golpeándose la rodilla en las tablas, rebotó y se volvió; en los oídos le resonaba una carcajada de Moro.
       —Te la ha jugado; las mujeres, ya ves.
       La muchacha se había alejado. Nadaba desordenadamente, con grandes salpicaduras, toda fuera del agua. Aurelio saltó a la barca, que casi se desbordó. Había que desatarla.
       —No vale —dijo Moro, acercándose—, ya te dije que achicaras. No llegas a tiempo. La has dejado escapar.
       Aurelio, furioso, quería tirarse al agua. Moro lo contuvo.
       —No irá muy lejos. Yo canso a las mujeres. Mira.
       La muchacha era arrastrada por la corriente. Sin dirección, había acabado en medio del río y sus brazos ya no daban de sí más que escasas salpicaduras. Se deslizaba rápida hacia el dique.
       —No sabe nadar, pero su servicio lo ha hecho —dijo Moro.
       —Pero se está ahogando y yo...
       —Vuelve a la sombra —ordenó Moro, tirándole del brazo—. ¿Es que eres idiota? No podía salir mejor. Ella misma se ha ocupado de quitarse de en medio. Las mujeres como esa luego hablan.
       Aurelio había perdido de vista aquel punto negro y aguzaba los ojos, sobresaltado.
       —Ahora sí que fumo a gusto —dijo Moro, entrando.
       Cuando, al cabo de unos minutos, Aurelio se reunió con él y se arrojó sobre los sacos, brusco, Moro prosiguió:
       —Fúmate un pitillo. Otra vez serás tú el primero.


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