Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
El abanderado (1873)
(“Le Porte-drapeau”)
Contes du Lundi
(París: Éditions Alphonse Lemerre, 1873, 258 págs.), págs. 25-34.
I
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho
de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en
frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban
de gritar: “¡acostaos!” pero ningún soldado quería obedecer y el
fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran
horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella
masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda
confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer
torbellino de un huracán formidable.
El hierro caía como una lluvia sobre el repecho
en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las
gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un
extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un
instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se
alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, perdíase entre
el humo; y una voz grave y fiera, hacía oír, dominando el estrépito de las
armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A
la bandera, hijos míos, a la bandera”... Entonces un oficial, vago como
una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja;
y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.
Veintidós veces había caído... Veintidós veces
su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que
volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un
puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no
era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio
abanderado de la jornada.
II
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que
casi no sabía ni escribir su nombre y que había empleado veinte años en ganar
los galones que adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del
expósito y todos los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja,
en su espalda abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado
humilde. Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado
no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le
dijo; “Tú tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala.” Y sobre su
viejo uniforme de campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia y el fuego, la
cantinera sobrecosió al instante, une cordoncillo dorado de subteniente.
Ese orgullo, único en su vida de humildad,
irguió el cuerpo del viejo militar; y la costumbre de caminar encorvado, con
los ojos bajos, se cambió desde entonces en el hábito de marchar
orgullosamente, con la mirada en alto para ver flotar el fragmento de tela que
se mantenía en sus manos, siempre derecho, siempre fiero, por encima de la
muerte, por encima de la traición y por encima de la derrota.
Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan
dichoso como Hormus, cuando en los días de batalla tenía el asta entre las
manos afirmándola en su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio
como un sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida,
y toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban al rededor
de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos llenos de
fiereza, miraban de frente a los prusianos, y parecían decir: “Atreveos
pues; tratad siquiera de venir a robármela!...”
Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo
intentaba. Después de Borny, después de Gravelotte, después de las batallas más
terribles, la bandera continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente,
llena de heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.
III
Después... llegó septiembre, el ejército en
Metz, el bloqueo, y esa larga parada en el fango donde rodaban los cañones sin
dirección y donde las primeras tropas del mundo desmoralizábanse por el ocio y
por la falta de víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie
de sus fusiles.
Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa
alguna; solo Hormus guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía
creer en todo; y mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se
había perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba
las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo subteniente
vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza, pensando en él sin
cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba, hacía un viaje a Metz, de donde
regresaba contento después de mirar su bandera siempre en el mismo sitio,
siempre tranquila, siempre recostada majestuosamente contra el muro. Esos
viajes que él verificaba en una sola jornada, hacían nacer en su alma el valor
y la paciencia; hacíanle sonar con campos de batalla, con marchas gloriosas y
con las grandes enseñas tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras
prusianas...
La orden del día del mariscal Bazaine, hizo
rodar por tierra las bellas ilusiones. Una mañana, Hormus vio, al despertarse,
mucha agitación en el campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos,
murmuraban, animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños
hacia un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable...
“Atrapadle!... Fusilémosle...” Y los oficiales guardaban silencio,
apartándose del bullicio, avergonzados... avergonzados de haber leído a
cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del mariscal
que los entregaba sin combate al enemigo...
—¿Y las banderas? —preguntó Hormus
palideciendo... Las banderas también habían sido entregadas con los fusiles,
con el resto de los equipajes, con todo...
—¡Ra... Ra... Rayo de Dios!... —balbuceó el
pobre hombre—... En todo caso aún no tendrán la mía...
Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia
la ciudad.
IV
También en Metz la animación era inmensa. Los
guardias nacionales, los guardias móviles y los burgueses, se agitaban
gritando; las diputaciones recorrían las calles vibrantes y precisadas,
dirigiéndose a la casa del mariscal. —Hormus no veía nada, no oía una palabra;
hablando consigo mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.
—¡Robarme mi bandera!... Pues no faltaba más!...
¡Acaso es posible robar una bandera!... ¡Acaso tienen derecho!... Si les quiere
dar algo a los prusianos que les dé lo suyo... sus carrozas doradas, su vajilla
magnífica traída de Méjico... Pero mi pabellón... El pabellón es mío... El
pabellón es mi dicha, mi fortuna... ¡Y yo prohibo terminantemente que lo
toquen!
Todas estas frases incompletas, estaban cortadas
por la marcha y por la tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea
bien firme, bien precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del
regimiento y pasar luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que
quisieran seguirle.
Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera le
dejaron entrar. El coronel, furioso también, no quería recibir a nadie... Pero
el viejo Hormus no entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al
plantón: “Mi bandera —decía—, dadme mi bandera...!”
Al fin se abrió una ventana:
—¿Eres tú, Hormus?
—Sí, mi coronel, yo...
—Todos los pabellones están en el Arsenal..., no
tienes necesidad sino de presentarte ahí para que te den un recibo...
—Un recibo?... Para qué?...
—Es la orden del mariscal...
—Pero... coronel...
—¡Déjame en paz!... Y la ventana se cerró...
El viejo Hormus vaciló como si estuviese
borracho y repitió entre dientes:
—¡Un recibo!... Un recibo!...
Al fin púsose en marcha por segunda vez, no
pensando sino en que su bandera estaba en el Arsenal y que era necesario
volverla a ver, costara lo que costara.
V
Las puertas del Arsenal estaban completamente
abiertas para dejar el paso libre a los carros prusianos que esperaban su
cargamento en el patio inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío
agitaba sus nervios. Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales
silenciosos e indignados, estaban allí... Y todos aquellos hombres tristes, con
las cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enprmes carros sombríos, daban
a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción de
tristeza...
Los pabellones del ejército de Bazaine estaban
amontonados en un rincón, confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más
terrible que el espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas
de oro y de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados
de lluvia y de lodo. —Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por
uno; y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado se
acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales prusianos
vigilaban el cargamento.
¡Y vosotros os ibais así ¡oh santos jirones
gloriosos! desplegando vuestros agujeros y barriendo tristemente la tierra,
como banda de pájaros que tuviesen las alas rotas!... ¡Vosotros os ibais con la
vergüenza de las grandes cosas humilladas... y cada uno de vosotros se llevaba
un pedazo de la Francia!... El sol de las largas jornadas dejó su sello entre
vuestras arrugas marchitas... Vosotros guardáis, en las marcas de las balas, el
recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar, bajo
vuestras franjas tricolores!.....
—Ya llegó tu turno, Hormus... Ahí te llaman...
Vea buscar tu recibo...
Se trataba de un recibo cuando una bandera
francesa, la más bella, la más mutilada, la suya estaba delante de sus ojos?...
El viejo sargento se figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de
la vía férrea... Su ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el
ruido de las gábatas que rodaban y la voz robusta del coronel: “A la
bandera, hijos míos, a la bandera”... Luego, sus veintidós camaradas
muertos y él, vigésimo tercio abanderado, precipitándose a su vez para levantar
y sostener el pobre pabellón que vacilaba falto de brazo... ¡Ah! ese día había
jurado defenderlo, guardarlo hasta la muerte... Y ahora...
Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón le
subía a la cabeza... Ebrio, sin sentido, lanzóse sobre el oficial prusiano
arrancándole su enseña idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para
levantarla aún, bien alta, bien recta y para gritar:
—A la ban.....
Pero su grito fue cortado entre su garganta... y sintió temblar
el asta, que se escapaba de sus manos... En ese aire malsano, en ese aire de
muerte que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía
flotar... Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí... Y el viejo Hormus
cayó fulminado...
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